Capítulo 1. My heart stood still

"I laughed at sweethearts
I met at schools
All indiscreet hearts
Seemed romantic fools
A house in Iceland
Was my heart's domain
I saw your eyes
Now castles rise in Spain

I took one look at you
That's all I meant to do
And then my heart stood still
My feet could step and walk
My lips could move and talk
And yet my heart stood still

Though not a single word was spoken
I could tell you knew
That unfelt clasp of hands
Told me so well you knew
I never lived at all
Until the thrill of that moment when
My heart stood still [...]"

Julian Ovenden (Richard Rodgers y Lorenz Hart, 1927)

"I'm not a romantic, but even I concede that the heart does not exist solely for the purpose to pump blood".

— Violet, Dowager Countess, Downton Abbey, Season 2, Julian Fellowes.

Belfast, 20 de junio de 1916.

El mar había ardido ante sus ojos entre las costas danesas y británicas.

Charles Arthur Blake pudo haber muerto esa noche en la batalla de Jutlandia. Al fin y al cabo, flotas enteras del Reino Unido y Alemania se habían hundido con miles de almas jóvenes a bordo. 249 buques se habían dado caza durante más de 16 horas del 31 de mayo al 1 de junio de 1916. Más de 6.000 británicos y 2.500 alemanes habían perdido la vida. Hombres de todas las clases sociales habían muerto quemados o se habían ahogado en el mar helado...

Veinticinco barcos de guerra, entre ellos algunos de los más modernos de la época, quedaron sepultados bajo el agua en una de las más grandes y devastadoras batallas marítimas de la historia, una que iba a cambiar para siempre las reglas de la guerra naval.

Algunos de los cruceros más grandes fueron partidos en dos y desaparecieron en minutos. Sin embargo, el HMS Iron Duke no había sido alcanzado por el fuego del enemigo.

Charles Blake había resultado levemente herido durante las maniobras inmediatamente posteriores a uno de los ataques de los proyectiles alemanes en una caída que en otras circunstancias habría considerado muy desafortunada. Esa noche, unas pocas yardas de distancia y la capacidad de un buque excepcional les habían salvado de la catástrofe que habían enfrentado otros barcos británicos.

Esta mañana, Blake llevaba un brazo con cabestrillo y heridas superficiales cicatrizando en la línea del cabello y cerca del contorno de la mejilla.

Tanto británicos como alemanes afirmaban aún haber ganado en Jutlandia...

El primo más distinguido de su padre, Sir Severus Blake, había insistido en verle hoy aquí en Belfast. Prácticamente se lo había ordenado, aun sabiendo que el ejército le había concedido un permiso corto que hubiera preferido aprovechar para volver a su casa en Sheffield, Inglaterra. Existían los permisos para las tropas, ¡pero eran pocos y muy breves!

Le hubiera gustado pasar esos días de descanso antes de volver a embarcar en el lugar donde había crecido y donde aún vivían sus padres: Theodore y Elinor Blake.

Pero Charles podía imaginar por qué, pese a ser un hombre fiel a la corona, la Gran Guerra no era ahora la mayor de las preocupaciones del primo Severus.

El Alzamiento de Pascua había dejado muertos y centenares de rebeldes detenidos en Dublín y la inestabilidad se extendía por toda Irlanda. También en las propiedades de su familia entre Carnlough y Cushendall, al nordeste del condado de Antrim, donde Severus Blake era terrateniente.

La situación seguía siendo extremadamente delicada en toda la isla.

En otra vida habría ignorado la carta de Sir Severus, soltero empedernido y del cuál era técnicamente heredero. Pero en ésta había viajado hasta Belfast para contentarlo, porque al fin y al cabo el baronetaje también era importante para su padre.

– Un día vas a heredar todas esas tierras que han pertenecido a nuestra familia durante generaciones, a mi tío y a tu bisabuelo y a tantos antes que él. Y sé que vas a hacer que estemos aún más orgullosos – Le había insistido siempre Theodore Blake.

Su padre Theodore era quién heredaría primero el título y la finca en caso de que le pasara algo a Severus prematuramente... pero era mucho mayor que el actual baronet y nadie contaba realmente con ello.

Las tierras y el título habían sido concedidos a su familia en el siglo XVII. Y algún día serían suyas.

A sus 26 años y pico nunca se había sentido especialmente familiarizado con ese futuro. Ni en los veranos que había pasado en las tierras de Sir Severus Blake, en la costa norte irlandesa, siendo un niño y después en la adolescencia, ni cuando unos años atrás había estudiado en Eton y más tarde se había graduado en Económicas en la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de la Universidad de Londres. Tampoco cuando había decidido alistarse en la Marina Real Británica pese a las fervientes quejas de Sir Severus.

Charles creía en un mundo distinto, alejado de viejas costumbres y convenciones, que chocaba contra el título y las tierras que algún día iba a heredar. Daba igual porque el futuro, en cualquiera de sus dimensiones, era difícil de visualizar en medio de una guerra. Especialmente después de todas esas muertes sin sentido en el mar.

Tony Foyle, que un año antes había perdido a sus dos hermanos mayores en Galípoli, y con quien había compartido confidencias en el HMS Iron Duke antes del infierno de Jutlandia, había dejado constancia en su último telegrama de lo asfixiante que ahora mismo parecía cualquier rutina en casa.

Hacía años que Charles Blake no pisaba Belfast. Distraído como estaba en sus primeros pasos por el puerto, una chimenea de ladrillo rojo en su visión perimetral y la humareda de los barcos y de las fábricas creando una extraña niebla matutina de junio en los arrabales de la ciudad, de repente se dio cuenta que se había formado una pequeña conmoción a su alrededor...

Una mujer madura de cabellos grisáceos y ojos verdes se había echado encima de los dos jóvenes soldados que iban sólo dos pasos por delante de donde él se encontraba. Ambos habían seguido su camino casi sin mirarla.

– ¡Esta no es una causa irlandesa... no es nuestra causa! ¡Sois irlandeses y os estáis prestando a morir por una causa extranjera! No más soldados de Irlanda... ¡no queremos más muertes! – Les había dicho.

Enseguida la mujer había añadido algo más, ininteligible para Charles. Quizás en irlandés.

De buenas a primeras, dos agentes de policía del puerto estaban apartándola, distanciándola de esa zona de paso, con muy malos modos.

Fue entonces que una chica joven que llevaba un chal verde oscuro cubriéndole los hombros y parte del cabello, vestida con camisa blanca y falda larga de algodón color gris perla, se interpuso entre los agentes y la mujer.

Charles Blake se sorprendió en serio al no distinguir ningún acento de la zona en su expresión. Por un momento no entendió sus palabras, no hasta que puso toda su atención en el diálogo con los guardias.

Hubo tres detalles de ella que captaron su atención: Era pelirroja, llevaba el cabello largo y semisuelto bajo el chal, y su acento era escocés pero con una peculiar cadencia que Charles no había escuchado antes.

– ¡Esta señora no ha hecho nada! ¡No pueden detenerla...! – Protestó la joven intentando defender a la otra mujer. Durante un breve segundo su acento cerrado también pareció desconcertar a la policía.

La primera impresión que le dio fue la de una muchacha de suburbio. Llevaba el cabello desarreglado y pequeñas manchas de algo parecido al carbón en su mejilla y en la camisa. Lo siguiente que Charles sintió fue horror cuando el guardia la zarandeó, sujetándola con fuerza del brazo izquierdo.

Se produjo un sonido brusco cuando la joven fue empujada contra el adoquinado de la calle y se golpeó de espaldas contra éste. ¿Qué había hecho o dicho?, Charles Blake quedó atónito ante la escena. Apenas le habían dejado acabar la primera frase...

Le pareció una eternidad, pero sólo pasaron unos segundos hasta que se agachó a su altura e instintivamente puso una mano en su hombro para comprobar si estaba herida.

– ¿Está bien, señorita?

Los policías se llevarían esposada a la mujer mayor en cualquier momento. Así que Charles Blake intuyó que esos mismos guardias irían también a por la chica a su lado antes de retirarse. Al menos a juzgar por la mirada que le habían dirigido después de arrojarla brutalmente al suelo, y por cómo lo habían mirado a él al agacharse.

En este punto se dio cuenta de que las manchas en su rostro y su camisa no eran de carbón. Era tinta. Tenía un pequeño lunar encima del labio superior y otras pocas pecas en la mejilla, una de ellas muy cerca de uno de sus ojos. Su cabello estaba limpio, aunque algo despeinado, y su fragancia era suave. La camisa y la falda eran nuevas y a pesar del desastre era... ¿guapa? Sí, indudablemente era guapa. Parecía tener unos dieciocho o diecinueve años.

Ella cerró los ojos con dolor durante un segundo y entonces le miró directamente por primera vez. Eran unos enormes ojos azul grisáceo.

– No se mueva – dijo Charles luchando para mantener el equilibrio con un brazo con cabestrillo y el otro aun sujetándola. Observó su rostro un momento con atención.

La joven desconocida murmuró lo que parecía una palabrota en irlandés o puede que en gaélico escocés.

– ¿Le duele?

– Sí. Un poco – confirmó estremeciéndose. La tensión al hablar le indicó que le dolía de verdad pero que intentaba quitarle parte de la importancia. Su voz tembló ligeramente e intentó apartar el brazo de él para ponerse en pie.

Hizo un discreto intento por levantarse pero se quedó simplemente sentada en el suelo, aguantando el dolor de forma estoica.

– Confíe en mí, ¿de acuerdo? – Le dijo Charles en su perfecto inglés.

La mirada de precaución de ella le reveló por primera vez que se había fijado en su uniforme... o quizás sólo había reparado en su acento...

Tal vez fuera mucho mayor. Tal vez no tuviera sólo dieciocho años, se dijo a sí mismo Charles. Una mirada de soslayo como aquella requería de cierta experiencia. De repente parecía menos niña ¡y mucho más guapa de lo que le había parecido a primera vista!

Charles Blake sonrió un poco cuando ella se puso por fin en pie con apenas una mueca de dolor. Después de todo, no estaba mal herida.

– Espere...


Unas horas antes…

Fiona Deirdre Maclachlan leyó por sexta vez esa mañana la última carta de su padre exigiéndole volver a Glasgow.

La joven de 21 años era hija única y como otras (pocas) hijas de familias de la pequeña y media burguesía glasguana había empezado a estudiar en la universidad. La élite no lo permitía casi nunca, no tenía compañeras aristócratas ni de las clases más altas… ni tampoco hijas de jornaleros o hombres de campo, que no podían permitírselo. En eso era una afortunada.

Su padre era un comerciante de Strathspey, en las Tierras Altas, que había heredado la pequeña destilería de su familia y había hecho fortuna en Glasgow a principios de siglo, abriendo una destilería mucho más grande a orillas del río Clyde y exportando su whisky a otros lugares. Su madre, nacida en el sud de Escocia, pero hija de inmigrantes irlandeses procedentes del condado de Derry, se había enfrontado a no pocos prejuicios al casarse. Los dos le habían permitido viajar a principio de año para acompañar una temporada en Belfast a una tía abuela materna sin hijos que se había quedado viuda en Navidad.

James y Maeve Maclachlan le habían pedido insistentemente que volviese a casa después de lo que había pasado en Pascua, pero Fiona les había rogado quedarse unas semanas más.

Su padre juraba en su última misiva que iría él mismo a buscarla si no volvía pronto y le recordaba que aún tenía plaza para acabar sus estudios en Literatura Inglesa en el antiguo Queen Margaret College de la Universidad de Glasgow y cuán privilegiada era por ello. Las estudiantes sólo habían sido admitidas en la Universidad de Glasgow a partir de 1892. El edificio y los terrenos del Queen Margaret College habían pasado entonces a pertenecer a la institución con la estipulación de que debían dedicarse exclusivamente a la educación de las mujeres.

Su madre rogaba en las últimas líneas de la carta que evitara meterse en problemas y asistir a cualquier acto político.

Fiona sabía que iban a preocuparse aún más – y que probablemente entonces sí que iban a ir a buscarla y a arrastrarla a casa – cuando descubrieran que algunas mañanas y casi todas las tardes ayudaba con el dictado y la taquigrafía en un pequeño periódico local de índole nacionalista situado en la calle Donnegal.

No se atrevía ni a pensar qué harían cuando supiesen que los sábados por la mañana se reunía con otras mujeres jóvenes que cómo ella defendían el voto para la mujer. Hasta ahora habían empapelado calles y echado a correr delante de la policía en una protesta en el centro en el que seis de ellas se habían encadenado a una verja.

Fiona quería tener el valor para hacer algo así ella misma pero temía la reacción de sus padres si acababan teniendo que sacarla de prisión.

Algunas se habían ido ausentando de las reuniones convencidas que debían aparcar ese lucha concreta en vista de la guerra y los sacrificios que estaban haciendo los hombres.


A primera hora de ese martes gris, yendo a hacer unos recados después de salir de una reunión matutina donde los acontecimientos políticos de los últimos dos meses habían sido de facto el único tema, la jovencísima Fiona Maclachlan se había entretenido desviándose hacia el puerto. Su cabeza llena de las historias que contaba el editor y redactor jefe del periódico sobre ejecuciones de los rebeldes en Dublín y la represión creciente en otros lugares de Irlanda. "El cambio de la sociedad dublinesa: de la hostilidad o ambivalencia hacia a una posición de apoyo explícito hacia los sublevados, la creciente simpatía por la causa rebelde tras la derrota".

No podía tardar mucho más en volver a la minúscula redacción…

Pero no pudo evitar intervenir cuando reconoció a Ava O'Doherty, una de las vecinas de su tía, cuyo hijo mayor había desaparecido ese abril en Dublín, siendo apartada de la multitud por dos guardias.

Uno de ellos la lanzó contra el suelo. Fiona sintió un duro golpe en el pecho, y la fuerza del impactó la estampó contra el adoquinado de piedra. Consiguió incorporarse ignorando el terrible dolor de su espalda y del lado izquierdo de sus costillas, que causaba que sus músculos se contrajeran y que sus huesos dolieran. Era un milagro que no se hubiera golpeado la cabeza al caer.

A duras penas logró ponerse en pie.

– Ava…

– ¿Conoce a esa mujer? Identificase.

– No puede hacer eso – Insistió al ver que volvían a empujar a su vecina para esposarla, ahora con peores maneras – Ella vive en esta zona… es ama de casa. No ha hecho nada.

– Jovencita, ¿no ha tenido suficiente…?

Uno de los agentes se volvió a acercar a ella por la espalda sujetándola bruscamente de la cintura. Sintió su cuerpo entumecerse y un aliento hediondo en el cuello.

– Suélteme…

– Déjela ir.


– ¿Así cuál se supone que es mi futuro apellido? – Preguntó Fiona con una pequeña sonrisa que no llegó a sus ojos, apartando su mirada del apuesto desconocido y fijándose en la calle por donde se había ido Ava O'Doherty un minuto antes. Conteniendo un suspiro de alivio, Fiona retrocedió un paso, poniendo algo de distancia entre ellos.

Con el susto aún en el cuerpo, pero aliviada de no estar detenida…

Charles Blake le dirigió entonces una mirada cautelosa, su cabeza un poco inclinada con preocupación y algo de curiosidad. Ella tenía unos ojos muy expresivos. Pero ya había estado demasiado tiempo aquí. No debería estar pensando en esa chica sino caminando hacia el hotel donde el primo Severus le esperaba.

– Blake… Me llamo Charles Blake. ¿Y usted es, señorita?

– Fiona.

– ¿Y tiene apellido, Fiona?

La chica respiró hondo evitando mostrarse afectada ante el joven oficial que acababa de librarla de la policía.

– Maclachlan.

Charles Blake parecía alguien de fiar pero su impecable acento inglés y su uniforme de la marina británica la hacían sospechar instintivamente.

En ese momento el ejército británico tenía miles de irlandeses y angloirlandeses en sus filas, muchos voluntarios, porque aún no había movilizado oficialmente a los varones de la isla: no imaginaba ninguna buena razón por la que uno de ellos, y menos uno como éste, quisiera sacarla (a ella o a Ava O'Doherty) de un embrollo con la policía.

– Supongo que va a recordar que no soy su prometida y que le he permitido la pretensión para salir de esa, ¿verdad? – Fiona intentó sacudirse la incomodidad de lo ocurrido pero sólo pudo recurrir al sarcasmo.

Blake miró distraídamente a las personas que caminaban a su alrededor con el ritmo frenético del puerto a media mañana y entonces le devolvió la mirada, muy serio.

Ella le examinó unos segundos. No la convenció. Quién sabe… Puede que estuviera ayudándola de verdad o puede que pretendiera más de ella. No estaba del todo segura.

Ava O'Doherty se había ido de ese lugar tan inquieta y afligida como estaba desde que su hijo había desaparecido, y no le había dado la oportunidad de acompañarla, ni de explicarle que no había nada de cierto en la explicación que había dado el joven hombre a la policía sobre su relación. Para sorpresa de Fiona cuando el desconocido había intervenido, contándoles que ella era su prometida, incluso habían aceptado soltar a Ava. Eso sí, identificándola y amenazándola.

– Es la primera vez que nos vemos desde mucho antes de Jutlandia. Han sido unos meses terribles. Discúlpenla. Y esa pobre mujer… sólo estaba intentando vender cigarrillos a esos dos chicos… – había dicho él sin pestañear. Su acento inglés impoluto.

Charles Blake se inclinó hacia ella e hizo el ademán de ir a apartar sus cabellos de la mejilla en un gesto que a buen seguro pretendía darle credibilidad… pero no llegó a tocarla, dejando su mano suspendida en el aire por un instante.

Fiona creyó por un estúpido segundo que iba a besarla para convencer a los dos agentes de su palabra, y se sobresaltó. Pero eso hubiera sido tremendamente inapropiado incluso para quien fuera su prometido.

Esto ya era terriblemente inapropiado.

Él dio un cuidadoso paso atrás y bajó la mano inmediatamente. Aun así, cuando se giró para dirigirse de nuevo a la policía, quedó muy poco espacio entre ellos, su brazo con el cabestrillo casi rozando la espalda dolorida de Fiona.

Todo dentro de ella se retorció con ansiedad, pero no por eso dejó de mirarlo de soslayo. Estaban tan cerca que podía ver su pulso en la base del cuello.

Charles Blake levantó las cejas, sonriendo, frente a los agentes. Con el corazón en la garganta, Fiona contuvo el aliento.

– Señor Blake.

El primo Severus estaría esperándolo puntualmente en la puerta del hotel al mediodía… mirando molestamente el reloj. …Tenía que ir y acabar con ese trámite, fuera lo que fuese que Severus quisiera. Pero no podía dejar a la chica allí.

– ¿Está herida, señorita Maclachlan? – Le preguntó. Y ella frunció un poco el gesto.

– No, no creo. Gracias por preguntar – Aclaró la joven pelirroja recolocándose un par de mechones detrás de la oreja. Aún intrigada por el desconocido, pero sin fiarse. No podía negar que le había sido de mucha ayuda. – Debo darle las gracias, señor Blake – Debatiéndose consigo misma, dejó caer sus barreras y por primera vez la sonrisa llegó a sus ojos.

Llevaba aún la mancha de tinta en la mejilla y cerca de una oreja… y Charles sintió el impulso tierno, casi irreprimible, de limpiárselo. "Contrólate, no seas necio", se reprendió mentalmente.

– Ahora debería irse... – espetó Fiona, como si hubiera leído sus pensamientos.

Absorto en ellos, Charles se sorprendió por la retomada brusquedad: – ¿Debería irme? –.

– Sí… – Fiona se interrumpió al inicio de la frase, insegura por un momento – intentaba que Ava no se metiera en un lío y casi nos meto a las dos en una celda. Ellos… persiguen a cualquiera que sea sospechoso de… – Tenía una sensación parecida al apremio, miró rápido a un lado para esquivar su mirada – Oiga, yo… me hecho daño en la espalda al caer. Pero es culpa mía. No se preocupe. Puedo llegar caminando a casa.

Charles Blake la miró entonces de arriba abajo. Parecía entera, pero la espalda no podía ser lo único que le doliese… se sujetaba el lado derecho como si tuviese dolor allí. Y por la manera como la había visto caminar, sin apenas apoyar el pie izquierdo en el suelo, debía tener un tobillo hinchándose por momentos.

– Siéntase, por favor. Vamos a mirar esto – le sugirió indicándole un banco cercano. – Puede que el tobillo esté roto o tenga una fractura en el pie.

– Estoy bien – dijo Fiona, aunque aceptó sentarse – Si estuviera roto, me dolería más. Puede dejarme sola. – Insistió.

– No estoy tan seguro, Fiona. Déjeme acompañarla a casa.

La chica volvió a fruncir los labios más visiblemente y lo observó con desconfianza.

– Para su información llevo siempre conmigo una aguja para defenderme de bravucones y espantar fanfarrones – Se movió un poco más lejos de él sin hacer ademán de alzarse del asiento donde acababa de sentarse. Fingió ajustarse un brazalete como excusa para mirar hacia otro lado. – Me voy a poner bien enseguida. Váyase.

Sin embargo, Charles Blake se había arrodillado y estaba ahora examinando su tobillo con cuidado y mano firme. – ¿Puedo?

Fiona asintió a regañadientes y Blake le quitó uno de los zapatos. Palpó su planta del pie con una sola mano y la ayudó a mover el tobillo despacio. Fiona sintió el instinto de sujetarlo del brazo sin cabestrillo para asegurarse que el chico no perdía el equilibrio, pero lo reprimió.

Sentía calor y palpitaciones al forzar el movimiento en su tobillo, pero podía girarlo con más o menos seguridad.


El cielo se había descubierto limpio y claro, con sólo algún nubarrón… pero en este momento parecía que quería oscurecerse.

El joven Charles Blake había insistido en acompañarla hasta la calle Donnegall, aunque ella se había empeñado en caminar sin ayuda. Guardó silencio y contempló la calle rojiza, perdiendo el hilo de la conversación. Le dolía el tobillo y tenía que hacer un esfuerzo para no cojear. Todavía les quedaban unos veinticinco minutos de caminata.

Levantó la mirada e inclinó la cabeza para mirar al cielo.

– Así que Jutlandia… En el periódico leí que fue un infierno. Que hubo fuego en el mar… centenares de muertos.

– La guerra siempre lo es… un infierno.

Fiona se quedó un momento callada, decidida a no seguir con esa charla, no con un desconocido del cual aún no podía estar segura de las intenciones, pese a la repentina informalidad. Pero Charles siguió hablando:

– Si quiere saberlo, señorita Maclachlan… No tengo la más remota idea de para que debemos seguir luchando.

Esto llamó su atención, apretó los labios y bajó la cabeza para mirarlo mientras intentaba descifrar qué clase de hombre era su inesperado salvador inglés. Se dijo que él había vivido en primera persona lo que ella apenas había leído y taquigrafiado vagamente en el periódico, pero no supo callar:

– Dicen que la prensa inglesa miente sobre el número de barcos hundidos y muertes… que el apoyo del pueblo se truncaría si éste percibiera la verdad de la guerra de forma demasiado vívida –.

Esa charla era una perfecta receta para el desastre.

Cuando estalló la guerra, muchos irlandeses que buscaban la independencia de Irlanda instaron a sus compatriotas a rehuir del esfuerzo bélico británico. Pero otros se unieron a la causa de Gran Bretaña. Así que ese tema ya era rematadamente difícil de tratar con alguien que no fuera tan inglés…

Charles Blake no pareció molesto. Aunque era claro que ahora mismo tenía otras preguntas por hacer:

– ¿Qué hace una escocesa en Belfast?

Fiona consideró que esa era una pregunta justa después de todo.

– La familia de mi madre es de Derry.

– ¿Disculpe?

– Derry.

– ¿Londond'ry?

La joven miró a Charles y suspiró.

– Al menos podría pronunciar apropiadamente Londonderry. ¿De dónde es usted, señor Blake?

– Sheffield, Inglaterra – Respondió esta vez claramente de buen humor.

– ¿Y qué hace aquí?

Por primera vez en mucho rato tardó en dar una respuesta. Cuando Fiona se había colocado mejor el chal en el cabello, Charles había visto que en el cuello llevaba una medalla de oro con la imagen de la Asunción de María.

– ¿Es católica?

– Mi madre lo es. Prácticamente me he criado con mis abuelos católicos. Pero no es como me bautizaron. ¿Es esa una pregunta adecuada? – Fiona Maclachlan sonrió de forma genuina.

Charles la observó fijamente un instante aún indeciso. Decidió contestar su pregunta anterior a esa.

– Estoy aquí para visitar al primo de mi padre… tiene tierras al nordeste del condado.

La mirada de Fiona era exactamente la que él esperaba.

Un terrateniente protestante.

Había leído un montón sobre las plantaciones desde que había llegado a Belfast ese invierno. Los ingleses habían expulsado a los nativos irlandeses de sus tierras ancestrales y habían construido plantaciones en ellas, lo que obligó a quienes alguna vez habían disfrutado de las tierras a trabajar en ellas sin paga y a explotar sus riquezas para Inglaterra.

– Me gusta caminar por esta ciudad – Dijo Fiona de golpe cambiando de tema.

Charles Blake arqueó una ceja. Su mano libre cerca de su espalda sin llegar a tocarla… para evitar el peligro de una caída ahora que iban a cruzar la calle.

– Puede que llueva. Y creo que aún estamos a un cuarto de hora de su periódico.

– ¿Entonces, conoce bien Belfast?

– En realidad no. Hace años que no venía.

Fiona se permitió relajarse. Si a estas alturas no había sido descortés ni se había propasado, ¿Qué posibilidades había que estuviera pecando de ingenua y acabará arrepintiéndose de dejarse acompañar… o peor?

No era una buena idea que la dejara en la puerta del periódico de todas formas… ¿Cómo iba a explicar su tardanza? Una voz interior que se parecía escalofriantemente a su abuelo le recordó además que tampoco era buena idea mencionar la religión… de todas las personas, menos con alguien como él. En Belfast.

El siglo XIX había sido escenario en la ciudad de conflictos entre católicos y protestantes… con enfrentamientos recurrentes en los puntos de votación… o en las celebraciones del 12 de julio. La segregación de clases y residencial, con los católicos en el sudoeste y los protestantes dominando la mayor parte del resto de la ciudad, había reforzado esta división.

Nada de lo que estaba pasando actualmente, después del Alzamiento de Pascua, hacía de ello un tema para debatir en la calle con un desconocido… Pero de repente sentía bastante interés en el argumento que él pudiera ofrecer.

Que las chimeneas de las fábricas de lino y las grúas que se extendían sobre los astilleros, la magnífica Linen Hall Library y la plaza Donegall en el centro fueran parte esencial de la misma ciudad era el motivo por el cuál a Fiona le gustaba caminar por Belfast.

Se giró para mirarle. Era muy consciente de la forma en que él se mantenía cerca y, a la vez, lo suficientemente lejos para que su hombro no empujara el suyo o sus manos no se rozaran.

Parecía satisfecho por ello. Fiona no pudo dejar de mirarlo. Charles Blake tenía un rostro hermoso: la mirada profunda, la mandíbula sólida y masculina, y el cabello castaño y ondulado. Aunque en ese momento aún había algo juvenil en sus facciones.

Fiona miró insegura a los carruajes y a los otros vehículos de la calle al darse cuenta que se acercaban a su destino.

Frunció los labios. – Debería seguir yo sola a partir de aquí…

Charles tuvo que haberla oído… pero no dio señales de haberla escuchado.

Nunca había conocido a alguien tan… ¿cabezota? Y que a la vez la cautivara tanto. Parecía decidido y un buen conversador, del tipo que no se echa fácilmente para atrás e irritante de un modo encantador…

Cayeron las primeras gotas de lluvia.

Pasaron por el lado de un parque y travesaron en diagonal una plaza de árboles frondosos, cuyas ramas hacían de toldo natural, como si trataran de dar cobijo a los ocupados irlandeses que tomaban ese camino. Un momento después la pequeña lluvia se convirtió en un diluvio. Caía tanta agua que tuvieron que correr a refugiarse en una entrada una calle más allá.

Volvió a sentir el agudo dolor en el tobillo un segundo demasiado tarde.

Charles Blake se rió abiertamente cuando Fiona Maclachlan, empapada, profirió un sonido escocés indescifrable y maldijo en gaélico:

– ¿Sabe? Me alegro de haberla acompañado, señorita Maclachlan –.

La chica sacudió la cabeza ante su tono de broma y se permitió contemplar las casas la ciudad.

Por un momento, guardó silencio. El sonido de las gotas de agua una tras otra se parecía al siseo de la malta. Intentó distraerse fijándose en los diversos gruñidos de los vehículos, el sonido de los cascos de caballo y el tintineo de los arreos de un carruaje. Pero la verdad es que apenas pudo concentrarse. Charles se mantuvo a su lado en el portal, tan cerca que hubiera sido natural cogerse de su brazo. Intentó dar un paso atrás, pero fue una mala idea. Tropezó con el pequeño escalón de la entrada donde estaban, y Charles Blake tuvo que sujetarla.

– Cuidado – murmuró tomándola de los hombros. Los ojos de él parecían ahora más oscuros y su respiración se agitó. Había algo en él que hacía que quisiese correr… aunque no tenía claro si para alejarse o acercase.

En pleno aguacero escuchó la risa de otras personas que iban por la calle corriendo.

Fiona parpadeó.

– Ahora sí que debería irme, señor Blake. Prácticamente hemos llegado.


El tiempo empeoró, la lluvia arrolladora se hizo tormenta, y después volvió a ser llovizna, y Charles, a petición del primo Severus, reservó para cenar en el restaurante del hotel. Había pasado buena parte del día escuchando la amarga queja de su primo y leyendo esos documentos. El resto, hablándole a su primo de la guerra.

Cuando la cena terminó, el ánimo del baronet no había mejorado.

– Existe la ley de tierras, Severus. No puedes echar a la viuda y a los hijos de Bryce. Tienen derecho por ley a trabajar esas tierras. Deberías invertir en ellas… quizás no ahora, pero pronto – Sir Severus Blake se llevó el puro a la boca y movió la copa de coñac, dando un vistazo a la calle. Tenía 50 y muchos años, el cabello grisáceo, un grueso bigote, nariz de emperador romano y un perpetuo gesto de mal humor.

– Sabes que me odian. No voy a permitir que esa gente se siga beneficiando de mi propiedad si me trata de ladrón en mi propia casa. Es también tu futuro, deberías estar de acuerdo.

Fueran cuales fueran los efectos de la guerra, Charles esperaba que significara un cambio para los grandes y todopoderosos propietarios como su primo. Incluso aquí.

Los grandes terratenientes, a menudo protestantes y ausentes, arrendaban la tierra a católicos. El mismo Severus pasaba largas temporadas en Londres, pero ahora quería echar a los Bryce y a otros como ellos porque sospechaba que apoyaban a los rebeldes.

Generaciones de campesinos y aparceros habían servido la propiedad de los Blake a cambio de una magra pitanza.

Aun con todo esto presente, Charles decidió asentir para acabar la discusión.

Uno debía saber cuándo librar sus batallas. Severus no le escucharía ahora, pero lo haría por la mañana con su abogado de toda la vida presente.

Estaba convencido que gran parte del conflicto social, al menos en el condado de Antrim, giraba principalmente en torno a estas tensiones rurales. La élite terrateniente tenía derecho a la propiedad en virtud de la ley británica. Sin embargo, los arrendatarios irlandeses consideraban su tenencia convencional como un tipo de propiedad conjunta.

Se encontró pensando sin querer en Fiona Maclachlan. Había un toque de desafío en sus asombrosos ojos azules y una sonrisa maravillosamente contagiosa en sus labios cuando se permitía mostrarla. Esa maldita peca…

No lucía como las muchachas ricas de su entorno ni como otras mujeres que había conocido antes. A simple vista parecía espigada porque era de complexión delgada y traía consigo ese aire de rebeldía, pero no era demasiado alta, sino algo así como medio palmo más baja que él, sus ropas no tenían un aspecto exasperadamente inmaculado ni elegante, ni llevaba el cabello de un color cobrizo intenso cuidadosamente recogido en lo alto de su cabeza.

Le sorprendió una ardiente punzada de deseo cuando se la imaginó allí, discutiendo con él sobre Irlanda y los Bryce. Combativa y sencillamente encantadora.


Tras despedirse con un gruñido de él, Sir Severus recogió su sombrero y se dirigió a la puerta principal para dar una larga caminata por la ciudad. Severus Blake odiaba que no le dieran la razón, aún más cuando su abogado se aliaba con el hijo de Theodore para llevarle abiertamente la contraria.

Tenía un horrible presentimiento sobre cómo sería este país el día que Charles tomara su puesto.

Charles Blake respiró aliviado. Convencido de haber apagado un fuego que Sir Severus sólo habría avivado. Sabía dónde iría a partir de aquí. Primero visitaría la zona de Carnlough, Cushendall y la pequeña villa de Glenariff con su primo y luego volvería a Belfast para tomar un barco a Liverpool y un tren Londres.

La guerra esperaba.

Charles se había mostrado tan entusiasta como el resto durante las primeras semanas. Pero, ahora que había visto a los combatientes de ambos bandos muriendo en cantidades cada vez más abrumadoras, estaba empezando a tener dudas bastante poco patrióticas.

Durante el desayuno, había vuelto a leer en The Times las crecientes listas de bajas y los anuncios de una victoria inevitable e inminente que se repetían prácticamente desde 1914…

La prensa británica escribía muchas veces historias interminables sobre valentía de sus hombres, reportes de avances heroicos y ganancias territoriales, relatos que hacían que la vida en las trincheras aparentara ser un cuento artificial, lejano y desmedido.

La crueldad, el sadismo, la obediencia, el terror, el trauma y la muerte de la guerra no parecían lo mismo sobre el papel.

Al contrario de lo que creía Fiona Maclachlan, las fuerzas armadas no habían intentado ponerle brillo a la batalla de Jutlandia: la marina había admitido sus pérdidas y Fleet Street (la histórica sede de la prensa británica) simplemente había informado de ello, y aun así…

Algo le decía que la pequeña redacción donde se había quedado la joven Fiona el día anterior debía tener algo de distinto que las grandes cabeceras británicas. Pese a que se había dado cuenta que lo verdaderamente inusual era ella.

Debía verla antes de irse de Belfast.


Fiona Maclachlan suspiró. El sol de verano se colaba por las cortinas que colgaban de las dos ventanas altas de la sala de estar del piso donde vivía, bañando la sala con luz.

La tía abuela materna a la que acompañaba se había escandalizado por su historia sobre ayer… y eso que sólo se lo había contado a grandes pinceladas. La misma Fiona estaba sorprendida por la inesperada forma en como la había afectado lo ocurrido el día anterior.

Encendió el fuego para el agua caliente, y después preparó el desayuno. Hizo té para su tía, y ella se tomó un tazón de leche y avena. No era un buen desayuno, pero cada vez le era más difícil entretenerse en comer por las mañanas. Había cosas que hacer en el periódico… aunque solamente fueran textos dictados y transcripciones. Soñaba con ser ella quien escribiera, convertirse en periodista. Pero no quería serlo para tratar temas superfluos, no quería conformarse con escribir en alguna de esas publicaciones de mujeres que hablaban de artes y moda.

La primera mujer que había trabajado en Fleet Street había sido Eliza Lynn Linton en 1848.

Había otras: Lady Florence Dixie había sido reportera en la guerra de los Boer para el Morning Post y conocía otras escritoras y periodistas cuyo nombre había figurado en página, aunque de forma muy restringida debido a las imposturas sociales y las suspicacias. Su reputación en entredicho en algunos círculos… especialmente cuando no eran mujeres casadas. Mary Frances Billington escribía estos días desde el frente de Francia, centrándose en el papel de las mujeres en tiempos de guerra. Otras pocas defendían a las sufragistas desde sus columnas. Encontraba fascinantes a todas esas mujeres. Pero sabía que no era suficiente… no había suficientes mujeres periodistas a las que tomaran en serio.

… y era consciente de que ella no tenía la menor posibilidad de ello. Ella no estaba casada ni tenía contactos masculinos que quisieran avalarla en este mundo. No de los que fuera consciente. Si se lanzaba a ello, sería poco menos que una prostituta a ojos de muchos amigos y conocidos de su padre. Burgueses y conservadores de clase media alta.

Limpió el tazón de su desayuno, dio un vistazo a su escritorio donde se acumulaban sin respuesta las cartas de sus padres, acomodó un chal en sus hombros y se dispuso a peinarse. Un moño deshilachado y mechones de pelo ondulado cayendo a lado y lado de su rostro… a ella le quedaba mucho más desordenado que cuando la ayudaba la ama de llaves de sus padres en su casa en Glasgow. Nunca conseguía ser tan cuidadosa con el peinado ni al escoger la ropa. Y pese a las blusas y largas faldas grises o beige, nunca conseguía otro aspecto que no fuera el de una mujer impresionable y demasiado joven. Dudaba que en eso último la señora Douglas pudiera ayudarla.

Fiona se sintió absurdamente consciente de la fragilidad de su aspecto comparado con el de los hombres de la redacción. Su pelo rojo no ayudaba en absoluto.

Debía conseguir que el señor Maguire, principal responsable del periódico, la tomara en serio…


Mientras volvía a caminar por las calles del centro de Belfast en dirección a Donegall Street, ya no muy lejos del pequeño periódico, Charles dejó vagar su atención. La riqueza en Dublín y en otras ciudades irlandesas generalmente se basaba en el comercio, en la tierra o en el linaje, pero en Belfast era producto de la industria.

De repente, la vio. La identificó de inmediato por su brillante pelo rojizo. Llevaba consigo el chal de ayer y una extraña corbata negra masculina que destacaba más su feminidad. Ataviada de nuevo en un conjunto de blusa y falda.

Aceleró sus pasos para llegar a ella.

– Señorita Maclachan...

La tomó desprevenida y eso hizo que se asustara un poco. – Oh, Dios…

Charles olió su aroma a flores, que resultó embriagador. Por un momento sintió un brusco sobresalto de conexión y cuando le dio la mano con cortesía pensó que ella también lo podía sentir. Sus dedos se tocaron y vio que sus ojos se abrían aún con más sorpresa.

Su peinado de hoy y su gesto le recordó un tanto a la actriz Lily Elsie.

Ella le soltó bruscamente la mano y le sonrió. Miró distraída a la calle, con los dedos jugueteando con el chal.

– ¡Qué coincidencia, señor Blake! ¿Qué hace aquí?

– Me preguntaba si querría darme una visita guiada por la ciudad antes de irme.

Fiona analizó la expresión amable de sus ojos. Esta vez el acento y la cadencia inglesa de Charles Blake le parecieron mucho menos hostiles que la que había sido su primera impresión.

– Debo ir a trabajar señor Blake… – Era más alto de lo que le había parecido ayer y menos intimidante sin el uniforme azul que lo identificaba como teniente de la marina real. – Pero supongo que puede acompañarme hasta el periódico otra vez… aunque me pareció que esa parte de la ciudad ya la conocía.

– Ya le dije que hace años que no visitaba Belfast.

– ¿Y ve algo distinto? – Fiona empezó a caminar indicándole con un gesto que la acompañara.

Charles Blake se encogió de hombros, se volvió para mirar una gran bandera británica en la pared de un edificio oficial de la Royal Mail. No parecía muy distinto al Belfast que recordaba. Pero entonces un grupo de militares les adelantó por la misma cera. En la pared de un edificio, dos calles más atrás, había visto un cartel de reclutamiento de propaganda. "¿No merece la pena pelear por tu casa?", preguntaba el cartel en letras grandes y negras que alguien había tachado.

Ella le miró con expresión interrogante cuando no contestó. Charles sentía un especial interés por su opinión sobre la guerra… y sobre Irlanda. No pudo evitar insistir… como si simplemente continuara la conversación donde la habían dejado ayer.

– Usted es escocesa. ¿Dígame, no hay hombres de su familia en esta guerra? ¿No tiene hermanos?

– Mi primo Robbie sólo tiene diecisiete años. Le falta todavía un año casi entero para entrar en edad militar. Su madre es la hermana mayor de mi madre. Viven en Coatbridge, en el condado de Lanark – Fiona intentó parecer más animada de lo que se sentía – Si para cuando le toque a Robbie, la guerra no ha terminado, espero que no dure mucho más. Y tengo un tío paterno en Aberdeen que apenas tiene 40. Es abogado. Fue reclutado el año pasado.

– Entonces estamos luchando del mismo lado en esta guerra en particular.

Eso hizo reír a Fiona.

– Dudo que lleguemos a estar nunca del mismo lado.

– ¿Por Irlanda?

– Bueno… los míos se fueron de aquí a causa de la gran hambruna de 1845 mientras un buen puñado de los de su clase seguían ausentes en Londres y otros continuaban exportando el trigo a Inglaterra.

– ¿Mi clase? – Fiona encontró sugestiva la manera que él tuvo de mirarla, genuinamente sorprendido, pero también desafiante. – Perdóneme señorita Maclachlan, pero ¿qué quiere decir eso si me permite preguntarlo? No parece usted la hija de aparceros.

– Mi padre ha trabajado muchísimo para estar donde está, no es un aristócrata ni un terrateniente.

Charles sonrió. Se dio cuenta en ese momento, que sus ojos podían lucir de un azul híper realista según la luz: – ¿Es usted socialista, señorita Maclachlan? Lo dudo. Déjeme adivinarlo. ¿Es hija de un industrial? ¿Un jurista o un banquero?

Fiona se giró de repente hacia él buscando su mirada, tomándolo completamente desprevenido.

– No tengo nada personal contra usted. Es sólo que no creo que pueda entender todo lo que han vivido las personas que tuvieron que irse o que se quedaron en Irlanda para vivir miserablemente…– Fiona se adelantó un poco, pero volvió a situarse a su altura después de un momento: – Respeto a todos esos hombres que están perdiendo la vida en la guerra, señor Blake. Pero el señor Keir Hardie tenía razón. ¿Qué sentido tiene? Y déjeme añadir: ¿Qué sentido tiene para las madres irlandesas enviar también sus hijos a una muerte segura cuando ni siquiera es su guerra?

– ¿Qué sabe usted de Hardie, señorita Maclachlan? Hasta el mismo día de su muerte, Keir Hardie fue una figura muy impopular por hacer campaña contra la guerra. Pero sus motivos para animar a la objeción de conciencia, como destacado político laborista y convencido socialista escocés, tenían muy poco que ver con las de los rebeldes irlandeses. Me extraña que le interese… – Charles Blake sabía que iba a irritarla con esto y no estaba seguro de querer que eso pasara. Pero su yo arrogante, arropado por sus años formativos en Eton y en la escuela de económicas, no pudo callar: – Y no ha respondido a mi pregunta.

Fiona puso los ojos en blanco.

– Mi padre se dedica al negocio del whisky, señor Blake. Aunque ahora la destilería de las Tierras Altas en la que creció y el edificio que la alberga en Glasgow, han sido tomadas por el ejército… ya sabe… la economía obliga a producir para la guerra. Hay cosas más urgentes que el viejo licor escocés y el gobierno prefiere guardar sus reservas de grano para una posible necesidad… – La joven hizo una pausa – Y aunque no me lo haya preguntado, debería saber que muchos rebeldes irlandeses también son socialistas… comunistas…

– Bueno, usted ahora mismo no sonaba muy socialista, señorita Maclachlan… – Charles Blake sonrió e intentó no parecer un verdadero patán. Estuvo tentado de añadir que era una muchacha rica algo ilusa con una idea romántica de la historia de sus abuelos maternos. Aunque sólo fuera para hacerla enfurecer. Calló en el último momento. ¡No era lo que creía! En realidad intuía que había más en sus palabras… pero aun así… estaba decidido a encontrar una manera de seguir debatiendo con ella – ¿Qué es lo que ha leído sobre el comunismo?

– ¿Cómo dice? – Fiona le fulminó con la mirada – Es la segunda vez en pocos minutos que me pregunta que es lo que sé de algo que he introducido yo en esta charla, señor Blake. Keir Hardie, el comunismo… me parece que piensa que una mujer no puede entender lo que está diciendo con propiedad. ¿Sabe lo condescendiente que es eso? – Bufó – Por supuesto que es usted consciente de ello.

– No quería insultarla.

– Bueno, lo ha hecho, señor Blake. Por favor, siéntase libre para seguir así. Parece obvio que no tenía ningún interés en qué le enseñara la ciudad sino en lanzarme todas esas befas e indirectas. Debería apresurarme, lamento interrumpir su pasatiempo. No puedo llegar tarde.

Para el asombro de los dos, Charles Blake pareció genuinamente arrepentido e hizo un ademán de disculparse con las palmas de las manos hacia arriba. – Fiona… –.

– ¿Qué? – Se cruzó de brazos en un gesto de autoprotección.

– Es usted fascinante, Fiona. ¿Me permite llamarla Fiona?

A estas alturas Fiona Maclachlan tendría que haberse sentido ofendida de verdad, dispuesta a dejarlo plantado. Pero no era así. Descubrió que estaba disfrutando su pequeña discusión y asintió.

– No es usted para nada como lo había imaginado cuando nos conocimos en el puerto…

Él ahogó una carcajada. Sin duda era una joven audaz – ¿Es eso un cumplido?

Esto era extremadamente extraño: estar aquí bromeando con ella, no debería ser suficiente para hacerle esa petición, pero Charles Blake no pudo evitarlo.

– ¿Fiona, me permitiría escribirle desde la guerra?

– ¿Por qué?

– Qué quiere que diga… – Charles le sonrió abiertamente, dejando entrever una dentadura cuidada, perfecta – Todas esas generaciones humillando a los aparceros y expulsando a los campesinos de sus tierras han tenido que dejar alguna señal no deseada, ¿no?… Puede que haya cosas que deba aprender cuanto antes… y usted podría enseñármelas – Hizo una pausa y entonces alargó la ironía con otra puya – Créame, mi primera opción sería de una rebelde o una socialista, pero si la hija de un empresario del whisky es mi única alternativa…

– ¿Pero que podría querer que le cuente yo? ¿Qué querría contarme? – Inquirió Fiona obviando con intención la broma, deseando entender mejor su razonamiento.

– Lo que usted quiera, Fiona. Sería un auténtico privilegio recibir sus cartas. – Se corrigió Charles con rapidez, y su voz adquirió de repente un tono firme.

Con un nudo en el estómago, la chica experimentó una extraña sensación de euforia teñida de expectación, como si estuviera a punto de sumergirse en el Loch Lomond, un día de frío verano escocés…

La corta distancia entre ellos estaba llena de electricidad. La anticipación era increíble, el aroma masculino, el sonido de sus respiraciones… pronto los ojos de Fiona se vieron atraídos hacia los labios de él.

Charles Blake alzó una mano para tocarle un mechón de pelo rebelde, enredándolo en un dedo. Su respiración tenue rozó su mejilla. Era absolutamente inapropiado.

A Fiona le asustaba el efecto que ejercía en ella, pero cuando él se apartó como un perfecto caballero lo lamentó.

– Discúlpeme.

– No, yo… no se disculpe.

– Puede escribirme de lo que usted quiera, Fiona. Pero me gustaría que me mantuviera informado, al tanto de todo sobre Belfast e Irlanda, si le apetece. Yo le hablaré de la guerra y sus desventuras. ¿Qué me dice?