Capítulo 2. Siúil a Rúin (Walk my love)

"I wish I were on yonder hill
and there I'd sit and I'd cry my fill
and ev'ry tear would turn a mill,
and a blessing walk with you, my love

Suil, suil, suil a ruin (walk, walk, walk on, oh love,)
Suil go sochair agus suil go ciúin (walk steadily and walk softly)
Suil go doras agus éalaigh liom (walk to the door and elope with me)
Is go dté tú mo mhúirnín slán (and may you go, my darling, safely)

I'll sell my rod, I'll sell my reel
I'll sell my only spinning wheel
To buy my love a sword of steel
Is go dte tu mo mhuirin slan

I'll dye my petticoats, I'll dye them red
And 'round the world I'll beg my bread
Until my parents shall wish me dead.
Is go dte tu mo mhuirin slan

I wish, I wish, I wish in vain
I wish I had my heart again,
And vainly think I'd not complain
Is go dte tu mo mhuirin slan […]".

Connie Dover (Traditional Irish song).

"It's the gloomy things that need our help. If everything in the garden is sunny, why meddle?".

— Lady Sybil Crawley, Downton Abbey, Season 1, Julian Fellowes.

El mar del norte, 22 de marzo de 1917.

Charles Blake se envolvió en su abrigo. Había mucha humedad y la niebla no dejaba ver el mar. Habían estado meses sin tocar tierra británica, pero pocos días atrás habían atracado por fin en la base de Portsmouth, donde había recibido otra de sus cartas. La misiva estaba fechada el 27 de enero.

Muchas cosas habían pasado desde ese junio en Belfast, cuandohabía visto a Fiona por primera y única vez. Lo peor: La batalla del Somme en el frente occidental. Una masacre dantesca cuya tragedia y sus consecuencias habían parecido tremendamente lejanas para Charles Blake al principio. Pero que había empeorado el conflicto y había empujado a los alemanes a volver a la guerra submarina sin restricciones.

Durante los meses de febrero y marzo, los submarinos alemanes habían hundido por lo menos 500 barcos, muchos de ellos mercantes. Había racionamiento de comida en Reino Unido y… decían que los Estados Unidos se sumarían pronto a la guerra…

No había vuelto a ver a Fiona Maclachlan, pero a estas alturas Charles sentía como si la conociera de toda la vida. Estaba prendado de sus palabras.

Fiona escribía sobre las más pequeñas cosas de Belfast y las describía casi como si estuviera dibujándolas en el papel. Y hablaba de política e Irlanda casi en clave, hacia borrones y volvía a escribir frases enteras, consciente de que el correo era leído antes que entregado.

Su prosa era excelente, mostrando con ella no sólo sus convicciones y sentimientos, sino además plagando sus cartas de deliciosas referencias literarias.

Él devoraba cada frase. No le decía que la amaba porque sería insensato por su parte, apenas se conocían en persona, pero en sus respuestas empleaba "queridísima", "ángel" y a veces un atrevido "rotundamente tuyo" dejándose llevar por el ímpetu de la juventud y la inquietud de estar en alta mar y librar una guerra. En sus sueños más descabellados, todo lo que podía imaginar era que su futuro acababa pasando por estar juntos y no tenía que seguir haciendo esfuerzos por no pensar todo el día en ella.

"Estimado Charles. Aquí todavía tenemos mal tiempo, ayer hubo una fuerte nevada que afectó tanto el norte de Irlanda como Escocia, hace mucho frío. Llegan noticias de esta maldita guerra, que parece que no se haya de acabar nunca. En el periódico hemos tenido mucho que hacer, últimamente he ayudado con muchas transcripciones con apenas unas horas para dormir. Pero a escondidas, también he escrito imparablemente sobre las mujeres de las fábricas. Sé que puedo convencer al jefe de redacción del periódico que lo publique, como dijiste. ¿Te imaginas? Yo, escribiendo un artículo…

Se han abierto consultas médicas para mujeres en todas las ciudades industriales. También en Belfast como te contaba en mi anterior carta. El polvo, los gases tóxicos y la grasa destruyen los cuerpos de esas mujeres. Sufren desde un acné doloroso escondido penosamente por el maquillaje, hasta el mal de hígado que vuelve la piel amarilla al trabajar con ácido pícrico. Una chica llamada Leah era una de ellas: había trabajado en una fábrica de munición en Liverpool y llegó a Belfast meses atrás. El médico que la vio me contó su calvario. Llevaba años trabajando, siempre atenta y puntual, en una fábrica estatal con otro centenar de mujeres. Ellas también son mano de obra de esta guerra, víctimas de la misma.

Leah Archer vino a Belfast enmagrecida, buscando refugio en casa de un familiar, con los pómulos marcados e inflamada por la fiebre después de pasarse meses trabajando día y noche. Con 20 años. No le había contado a nadie la tos que la devoraba ni la fiebre que sufría cada noche. Sufrió mucho y murió unas pocas semanas después de visitar un doctor. Alguien debería escribir su historia, ¿no crees?

Mientras tanto mi tía abuela está ayudando a Ava O'Doherty a buscar a su hijo. Hemos hablado con los chicos que se fueron con él al sud y todo indica que no hay esperanza... Te hubiera gustado Neil O'Doherty. Era leal a sus amigos y su causa, un muchacho inteligente y con futuro que quería jugar al futbol en el Belfast Celtic Club. Siempre preguntaba por Glasgow y los hombres que juegan al futbol allí. Era un buen chico. También querría escribir sobre él y a los chicos que lo acompañaron, pienso que deberíamos poner cara y nombre a tantas esperanzas y sueños arrebatados, porque ¿qué podían saber esos chicos de 16 y 17 años de lo que les deparaba Dublín? Pero al jefe de redacción no le parece buena idea. Cree que ese no es un tema para mujeres… y mucho menos si son jóvenes y escocesas…. No lo ha dicho exactamente con esas palabras, claro. El señor Maguire presume de ser un hombre moderno, al fin y al cabo. Pero tampoco hizo falta. Dijo que le preocuparía tener que contarle a mi padre que ha puesto la integridad de su hija en un aprieto de esa magnitud. Insistió que era un riesgo innecesario y que ya tiene a uno de sus mejores periodistas en Dublín.

He decido volver unos meses a casa, Charles. Hacer felices a mis padres, aunque la universidad esté ahora casi parada y no pueda acabar mis estudios. No te negaré que creo que puedo encontrar otras historias como la de Leah en Glasgow, otras Leah. Víctimas ignoradas de una guerra infinita. Algunas están demasiado asustadas para hablar, ya sea en Belfast, Cork o Dublín, temerosas que las acusen de traición al pueblo británico. Podría haber sido cualquier gran hombre de letras pero creo que fue Oscar Wilde quien dijo que mientras la guerra sea considerada como mala, conservará su fascinación. Cuando sea tenida por vulgar, cesará su popularidad.

¡Y ya te he contado cómo es mamá, una mujer incansable, pero siempre preocupada! Mi vuelta le dará un tiempo de tranquilidad.

Ayer, mientras llegaba a Glasgow pensé en ti, en tu forma de mirarme el día que nos conocimos, en nuestra repentina conexión. Tal vez fue casualidad encontrarnos ese día. Hablar de destino o un futuro preestablecido parece un concepto tan caduco en nuestros días… ¿Pero crees que en otras circunstancias íbamos a encontrarnos de todas formas? Me gusta mucho nuestra correspondencia, disfruto tanto de oír hablar de cosas nuevas para mí... Solamente espero volver a encontrarnos y que ese día me expliques otra vez tu primera experiencia en ese submarino… aunque estuvierais en la superficie casi todo el tiempo. No puedo sino imaginar, la atmosfera debajo el agua, los motores, el calor… Prácticamente podía escucharte explicarlo cuando lo leí en tu última carta. Imagino que fue extraordinario, aunque entiendo porque odiaste cada segundo. Creo que aún recuerdo tu voz con nitidez, sinceramente no sé si debería ser así... ¿De verdad te presentaste voluntario para ello?

Cuéntame otra vez como están siendo estos meses en el mar. Me pregunto qué estarás haciendo en este preciso instante.

Te adjunto mi nueva dirección.

Espero tu carta con impaciencia".

Charles releyó la carta de Fiona intentando recordar los detalles de su rostro. Un halo de cabello rojizo enmarcando su cara, ojos expresivos y una nariz ordenada, el plano afilado de sus pómulos y la suave curva de sus pestañas. Su boca, su mentón perfecto le habían hipnotizado. Era una chica con un cierto tipo de belleza encantadora y natural, pero rebelde, no exactamente una rosa inglesa. Sonrió para sí. Esa descripción haría que se enfadara. ¿Eran sus ojos de un azul tan brillante como recordaba en este momento o se veían grises con según qué luz?

En las cartas nunca se permitían hablar de cosas tan superfluas. ¡En todo este tiempo ni siquiera se había atrevido a pedirle una fotografía…!

En cambio, eran sus miedos y esperanzas lo que trasladaban al papel, emociones compartidas con tantos otros de su generación que habían visto interrumpido su futuro.

Temía ocasionarle problemas si su tía abuela (o ahora sus padres) leían una de las cartas. Temía incluso que Fiona escribiera algo lo suficientemente alarmante para la censura postal que pudiera meterla en serios problemas. Se contaban confidencias sobre la guerra y sus proyectos de futuro, entre líneas había referencias constantes a una Irlanda que le era casi desconocida… era casi un milagro que esas cartas le llegaran. Por la discontinuidad en ellas estaba seguro que al menos una de las misivas había sido confiscada.

No sabía qué le pasaba con Fiona Maclachlan. No podía sacársela de la cabeza. Después de cada carta se pasaba días pensando en sus palabras, deseando verla y debatirlas con ella. Hacía planes con el corazón acelerado para visitar Belfast (a partir de ahora quizás Glasgow) tan pronto como tuviera un permiso… aunque en el fondo era consciente que seguramente no sería posible, porque debía ir a casa donde sus padres también lo reclamaban con fervor.

En los ratos malos de esta larga vigía en el mar, se sentía algo estúpido por lo que parecían ser sus crecientes sentimientos hacia ella. Debía ser el frío y la humedad de la guerra que se metía en sus huesos y le carcomía.

Fiona era unos años más joven que él, pero madura, interesante, vivaz, probablemente metida en política contra todo sentido común y a pesar de su género. Seguro que estaría enamorada de algún joven apuesto rebelde irlandés. Se sintió incomodo al pensar en ello. De todas las muchachas jóvenes que conocía, ella era quien menos merito le atribuiría por participar en esta guerra. Charles Blake estaba absolutamente de acuerdo con Fiona en eso… pero por motivos bien distintos. No tenía una visión romántica de la guerra, al menos ya no ahora, pero amaba a su país.

Mentalmente empezó a componer una respuesta para Fiona.

"Fiona.

Sigue haciendo un tiempo espantoso también aquí. El pan y la carne nos llegan congelados. El agua y el vino se han helado en los toneles. Ha sido un largo y crudo invierno.

Me alegra que hayas llegado sana y salva a Glasgow si es donde deseas estar. Me imagino que todo debe verse diferente, al fin y al cabo, has estado mucho tiempo sin vivir allí.

Puede que incluso resulte extraño, ¿verdad?...

Mi alivio al leer tus cartas es difícil de describir. Creo que experimento la más perfecta 'joie de vivre' al leerlas. Cuando me entregaron la penúltima quería estallar de alegría y gritar, discutir cada palabra, y hundir a media docena de esos horribles submarinos alemanes que nos acechan y atacan nuestros buques, destruir cada uno de ellos antes que pueda llenarse de hombres y salir de puerto. Cuando he tenido al fin ésta en mis manos, me has hecho dar cuenta de cuantas historias terribles desconocemos aún de esta guerra.

Espero volverte a ver en tierra. Quizás podría enseñarte el valle de Glenariff. Mi última visita allí me recordó que la de Antrim es una de las costas más bellas del mundo. El mar, el mismo que se ha cobrado tantas vidas en esta guerra, parece muy distinto desde ese lugar.

Honestamente todo lo que sé es que quiero estar contigo allí al menos una vez.

No puedo contarte dónde nos dirigimos en esta ocasión y no quiero volver a abrumarte con mi descorazonadora experiencia al subir a un submarino. Tienes razón en qué por un momento fue extraordinario. Sin duda, al principio me dejé engañar por la adrenalina de una experiencia que sólo es posible gracias a los nuevos avances de la tecnología de nuestros días. Pero, créeme, no compensó la desesperanza que sufrí después. Todo estaba tan ingeniosamente organizado…. Y pese a ello, la atmosfera era irrespirable. El olor a bencina… el calor de más de 30 grados, tal como te relaté… saber que estas mismas naves son las que utilizan nuestros enemigos para torpedear incluso barcos mercantes...

Reza por mí para que tenga la suerte suficiente para volver y contarte cada detalle de estos meses, ¿de acuerdo?. Los días se han convertido en un extraño purgatorio de espera hasta al próximo ataque germano… una calma envenenada que no desearía ni a mi peor enemigo…

Tuyo, Charles".

Charles Blake nunca había rezado fuera de los rituales de la vida cuotidiana que eran pertinentes en la sociedad a la cual pertenecía. A estas alturas de la guerra, ni siquiera podía permitirse creer que hubiera un Dios… aunque intuía que para ella la religión era importante...

Notó los pasos de alguien a sus espaldas e interrumpió sus pensamientos, debía ponerse a escribirle su respuesta en cuanto dispusiera de tinta y papel. Temiendo que fuera un oficial de mayor rango se giró con brusquedad. Intentó pensar en una excusa válida para no estar en su puesto, sino aquí... distraído, de cara al mar, aunque fuera primera hora y apenas hubiera actividad en el barco. Sin embargo, pronto se dio cuenta que quien se acercaba era uno de sus compañeros de cubierta y camarote: Tony Foyle.

La batalla de Jutlandia los había unido y convertido en lo que aquí, en esta guerra, podía llamarse un amigo. Aunque eran muy distintos. Porque Tony era un idealista… al menos la mayor parte del tiempo.

Foyle alzó una ceja exageradamente y sonrió cuando vio que Charles Blake llevaba una carta en las manos. – Has vuelto a recibir carta de tu amiga irlandesa por correspondencia…

Charles se sintió especialmente incómodo con esa manera de referirse a Fiona, aunque era perfectamente consciente que esa no era la intención de Tony.

Otros implicarían que había algo impropio en Fiona por escribir a un desconocido. Tony era un romántico empedernido.

En esta guerra, especialmente después de tres años de combates y sin apenas permisos, la falta de mujeres se había vuelto insoportable para muchos. Los ejércitos sabían que tenían que distraer a los soldados y la verdad era que alguien había inventado el maldito certificado de las amigas por correspondencia. Mujeres de las fábricas, del campo, esposas y novias de otros a la que se les había pedido que escribieran al frente con mensajes afectuosos.

Había soldados, marinos, que tenían varias amigas como amantes epistolares. Para mucha gente, ellas eran vistas con malos ojos. … Había soldados que además compraban tarjetas pseudoeróticas que guardar en las trincheras o debajo del fino colchón del camarote.

Fiona no era ese tipo de consuelo para él. En absoluto. Aunque era verdad que le había pedido que le escribiera en un impulso… sólo unas horas después de conocerla.

En sus cartas les gustaba debatir, exponerse uno al otro sus ideas, sus opiniones sobre lo que los rodeaba. Fiona le contaba sus actividades, sus propósitos y esperanzas en el periódico, las atribulaciones de su padre por el parón de la guerra e incluso la fe de su tía abuela materna y los detalles más curiosos de los sermones de domingos en la catedral de Saint Peter. La lucha de las mujeres por el voto. Por supuesto, no paraba de hablar de Belfast. Él la animaba y le relataba sus experiencias en la marina, los lugares donde había estado cuando no sólo había mar y la desesperanza de la guerra. Lo estulta que podía resultar la rutina en el océano. Había emociones en las palabras de los dos, deseos para el futuro, pequeños flirteos sutiles… pero nada demasiado atrevido que pudiera ponerla en un compromiso. Ninguna carta podía ser verdaderamente íntima en este lugar. Toda misiva podía ser examinada y expuesta. Acabar en manos de terceros que ninguno de los dos conocía.

Eso hacía que no se sintiera cómodo mostrándose sensual o demasiado cariñoso.

Charles Blake tampoco era de piedra, claro. También sentía frustración sexual. Y deseaba compartir con ella otro tipo de líneas. Quería contarle otras confidencias que no podía poner en papel… incluso aquellas que no había contado antes a otro amante… permitirse por fin caer en intimidades más explícitas…

– Hace un frío absurdo y desalentador – Dijo Tony dándole un apretón en el hombro. – ¿Vas a volver a presentarte voluntario para el submarino?

Charles aún tenía pesadillas con ese episodio. La claustrofobia y la ansiedad de encontrarse debajo del mar – No, si puedo evitarlo.

No había clases ni rangos allí abajo, todos tenían que esforzarse para mantener la maquinaria de los motores en marcha. Eso era bueno.

– Dijiste que preferías los coches modernos a los caballos… creía que con eso sería igual.

– No veo caballos a bordo, Tony – Puso los ojos en blanco. – Las maquinas son más predecibles. Pero subiría a cualquier cosa antes que a eso. El submarino es un ataúd de hierro en el que el hedor de los gases humanos se mezcla con la pestilencia provocada con el combustible. Hay mucho más riesgo de sorpresas y mayores posibilidades de perder el control allí dentro –.

Los oficiales daban un chelín extra cada día a los voluntarios que querían ocupar una de esas plazas del infierno en los submarinos. Charles se apiadaba de aquellos que accedían para poder enviar ese dinero a casa. Temía que, si la ofensiva alemana continuaba, todos acabaran destinados allí abajo.

No le gustaba estar encerrado, los submarinos eran muy pequeños y vulnerables. Los británicos los usaban como patrullas de apoyo de los barcos de superficie. Los alemanes, los enviaban a la caza de mercantes británicos.

Tony Foyle era un hombre de gesto bastante triste en 1917. Había perdido a sus hermanos en Galípoli, y ahora era heredero de su padre. Charles Blake se compadecía también de Tony, aunque él era hijo único y no podía imaginarse lo que significaba perder a dos hermanos en la misma guerra.

Pero Charles no sólo le consideraba un amigo por compasión o las circunstancias de esa guerra.

Debía un enorme favor al futuro vizconde de Gillingham y a su idealismo, por mucho que algunas veces, cuando Tony empezaba a hablar incesantemente de ese amor platónico de su adolescencia, a la que no había visto en años y con quien no podía estar seguro de tener nada en común, pero que aún decía amar, le hubiera parecido un necio irremediable...

Desde joven, Charles sentía atracción por las mujeres y por algunos hombres. No se avergonzaba. En los colegios como Eton los tutores miraban a otro lado si uno era discreto.

… Y aquí, en estos buques, los hombres vivían totalmente juntos durante meses y años, unos sobre otros, había necesidad de salvar al amigo, mostrar valor y honor frente a él como posibilidad de supervivencia.

La cercanía de la muerte los envolvía en necesarios juegos afectivos y fraternidades corporales…

No era algo nuevo para Charles Blake. A lo largo de su vida, había tenido escarceos con personas de diferente sexo. Con Joseph en Portsmouth en un permiso de 1915, sus cuerpos presionados el uno contra el otro en un viejo hostal, pero también con Bénnédicte y John, que veraneaban en Cushendall en su juventud.

Bénnédicte, guapa, morena y precoz en julio de 1906. John, alto, despistado y algo tímido en septiembre. Sus dos primeros amoríos de juventud, con 16 años. Después de Bénnédicte y John vinieron otros… pero, sobre todo, otras.

Especialmente damas de buena cuna como Freda…

No había estado nunca tan enamorado como ahora.

Charles Blake no era de aquellos dispuestos a terminar con el corazón destrozado…


En el centro de Portsmouth, en abril de 1915, Joseph lo besó en ese callejón escondido del final del puerto. Fue un beso tremendo, dejándole las espaldas sobre la puerta trasera del hostal donde después iban a alojarse. El primer beso en mucho tiempo con un hombre. … Charles bajó sus brazos al costado, entregado a la química. Separó su cara y le observó.

Le pareció ver un movimiento al final de la calle, pero entonces Joseph volvió a besarle salvajemente sin dejarle respirar.

La suya era una química fruto de meses de frustración pero también de cierto encaprichamiento. … Más tarde, en una habitación decaída y mohosa se desvestirían apresuradamente y torpemente, hasta que Joseph se arrodillaría y permitiría que Charles empujara su cabeza con ambas manos hacia su cuerpo.

Semanas después, cualquier afecto que compartiesen y las ganas de desvestir a Joseph cada vez que se encontraban a solas se habían desvanecido, pero Charles descubrió que la persona que los había visto entre las sombras del callejón era Tony Foyle.

Creyó que después de eso acabaría detenido… pero lo cierto es que Foyle sólo pareció tremendamente incomodo por lo que había visto, sorprendido por un absurdo comentario de Charles sobre la guapísima actriz Mae Marsh e incapaz de callar su tren de pensamientos.

'No creí que la señorita Marsh fuera tu tipo', le había espetado a quemarropa.


Tony Foyle se había ganado su respeto al no convertir en un escándalo su affaire con Joseph… o el mismísimo hecho (ilegal) que pudiera sentirse atraído por personas de ambos sexos. Durante un tiempo Tony había mantenido una distancia exagerada pero pronto parecía haber debatido consigo mismo que no tenía tanta importancia.

Había muy pocos hombres de su generación que habrían callado en estas circunstancias.

Tuvo que aceptar que lo había subestimado pese a sus diferentes caracteres.

Ahora Tony sentía verdadera curiosidad por su amiga irlandesa. Aunque Charles no tenía mucho más que contarle, no queriendo tener que decir en voz alta el hecho cada vez más evidente que parecía estar mucho más enamorado de ella de lo que había previsto.

Tras horas de navegación sin tierra a la vista, el tiempo resultaba interminable, era inevitable que te acompañara una sensación de pequeñez frente al océano. La niebla estaba empezando a surgir por cien sitios a la vez, en humaredas blanca, y a través de la niebla se barruntaban los mil indicios de vida del buque a primera hora de la mañana. Voces en la cercanía de siluetas que no podían ver bien. La actividad de la mañana haciéndose hueco en el barco entre un camino de niebla y voces vagamente lejanas.

Las responsabilidades básicas de la Marina Real Británica en esta guerra incluían vigilar rutas comerciales y colonias, defender las costas, imponer bloqueos a las potencias hostiles y proteger a barcos mercantes de ataques submarinos. En eso consistía su misión aquí.


Glasgow, 13 de abril de 1917.

Cuando el viento y la lluvia se levantaban en el cielo, James Maclachlan siempre mandaba a cerrar todas las contraventanas de los pisos superiores. Tenían una sola mayordoma, la señora Douglas, que ayudaba a su mujer a llevar la casa, y a esa chica, Alice, que fregaba tres mañanas a la semana. Una cocinera trabajaba para ellos entre semana y en las fechas importantes. Vivían en una pequeña casa señorial a las afueras de la ciudad, cerca del Pollok Park y el río Clyde. Fiona recordaba como de pequeña el viento movía las aguas del rio y parecía tener bastante fuerza para llevársela si se caía. Cuando los domingos paseaban por la orilla, su padre acostumbraba a conversar tranquilamente con su madre, a contarle sus preocupaciones sobre el negocio. Su madre contestaba seria, y luego hablaba con ella en voz alegre y cantarina, distrayéndola durante el camino.

Estos días, el rio presentaba un aspecto particularmente turbio.

Y esa tarde en concreto, la tormenta se había desatado con suficiente furia que no podía distinguir el color de las aguas.

Fiona se había pasado los últimos meses escribiendo sobre las mujeres de las fábricas. Tenía un sinfín de historias desoladoras de chicas jóvenes enfermas que seguían trabajando en horribles condiciones. De niñas, adolescentes y adultas que habían entregado su salud para continuar con la industria, el campo y la producción de armamento. Había explotación y desigualdad. Algunos dueños y encargados de fábrica – entre los pocos que no habían sido reclutados – incluso tenían la desfachatez de intentar propasarse con sus trabajadoras… especialmente con las más jóvenes...

Que existiera aquel procedimiento rastrero, de villano, la enfadaba muchísimo. La devastación y la miseria se habían instaurado en ciudades y campos, en la vida de miles de mujeres que tenían que asegurar el abastecimiento de sus países en escenarios desiguales. Todas esas mujeres merecían respeto, pero cualquier atisbo de ello acababa siendo un breve espejismo. Aunque al principio su jefe de redacción había prometido leer sus escritos y publicarlos si había en ellos testimonios interesantes, al final, la historia de la malograda Leah y otras compañeras de ésta había acabado ocupando casi un pie de página. Veinte escasas líneas que sólo le habían permitido firmar con sus iniciales.

Porque sus historias palidecían enfrente a los rostros y las historias de sufrimiento de los enfrentamientos bélicos en los campos europeos y el creciente descontento en Dublín.

Fiona tenía que confesar que al principio también había querido escribir sobre otra cosa a priori más notable… Algo que nadie esperara que escribiera una mujer y que le valiera el reconocimiento sin matices de Maguire y otros periodistas como él. Quería que dijeran que su historia la podrían haber escrito ellos de lo buena que era. Aunque después de conocer de cerca las historias de esas mujeres sin voz se sintiera terriblemente mal por ello. ¡Qué hipócrita! ¡Ella que siempre había defendido el voto de las mujeres, había quitado valor a su sufrimiento, como el resto!

El pequeño periódico local de base católica en el que había estado trabajando había tomado partido contra algunas de las acciones del gobierno británico y había tenido que retirar algunas de sus portadas, pero su línea sobre los problemas femeninos era bastante conservadora.

Su editor y redactor jefe había pasado dos noches en el calabozo por una editorial donde denunciaba algunas de las brutalidades llevadas a cabo por el ejército británico después del levantamiento de Pascua, había advertido sobre las consecuencias de imponer en un futuro el servicio obligatorio en Irlanda. Estaba convencido que todos sus colegas escribían propaganda sobre la gran guerra y así lo expresaba, incluso pese a un alto coste profesional. Meses atrás, habían publicado un reportaje sobre el alistamiento de soldados en las colonias europeas en África con una editorial que nunca se hubiera permitido de antemano en los grandes medios del imperio británico, mucho menos en la prensa irlandesa de masas por la severa aplicación del Acta de Defensa del Reino. Eso le había supuesto una elevada multa que a punto había estado de costarles el cierre. Fiona lo admiraba por todo ello… pero aun así sentía desazón cuando éste no entendía porque también era importante contar las historias de estas mujeres…

… tanto como lo habría sido poner rostros e historia a esos chicos que habían luchado demasiado jóvenes en una revuelta incierta… y lo habían pagado con sus vidas. Algunos recibiendo un tiro a bocajarro en la misma calle.

Ahora que habían pasado algunos meses, Fiona había entendido que, en parte, Kieran Maguire temía que en ese asunto se pudiera culpar a los adultos que en algún momento los convencieron de ir a Dublín, y que alguien olvidara que fueron otros quienes los ajusticiaron cruelmente.

Se desahogaba de ello en las cartas que enviaba a Charles Blake, incluso con párrafos enteros que no llegaba a enviarle y que esperaba mostrarle algún día. Cuando Alice la había pillado escribiendo una carta, había soltado una risita que la había hecho ruborizar: 'Oh, ¿y cómo es su apuesto oficial de la marina, señorita Maclachlan?', le había preguntado.

Pero Charles Blake no era 'su oficial'. No había forma en esta Tierra que Fiona se viera a si misma con un futuro baronet. Y sería también estúpido pensar que él estaba interesado para algo más que esas cartas que le permitían compartir ideas que dudaba que un futuro terrateniente pudiera tener y debatirlas con ella hasta el más absurdo detalle de sus diatribas.

"En cuanto al sueldo de las mujeres, la fórmula de a igual trabajo, igual salario se burla en todas partes. En una fábrica de obuses, un chico de 15 años recibe entre 22 y 24 chelines a la semana y una madre de familia de 18 a 20. ¿Puedes creerlo?". Le había escrito en una de sus primeras cartas, y para su sorpresa Charles parecía genuinamente en contra de esa práctica en su respuesta.

Incluso aquellos hombres que estaban a favor del voto femenino como su padre (eso sí, para las mayores de 30 años propietarias o casadas con un propietario), creían que esa discriminación no tenía demasiada importancia, porque una vez finalizada la guerra, serían llamadas a regresar a casa, a las actividades cotidianas y los hombres recuperarían esos puestos.

Esperaban que volvieran a regir la casa y a dedicarse a la crianza. A lavar y servir como doncellas o quizás a trabajar en las hilaturas si debían ganarse la vida como una vez había sido el caso de su madre Maeve.

Los más progresistas, como el señor Maguire o su padre, James Maclachlan, quizás vieran con buenos ojos que sus esposas o hermanas fueran maestras o incluso enfermeras durante la guerra… y permitieran que sus hijas estudiaran. Puede que ambos se sintieran sinceramente orgullosos si éstas conseguían un empleo. Pero, al final, su principal deseo siempre era el mismo: que encontraran un marido aceptable y tuvieran una buena familia.

Fiona no creía que quisiese un marido, no estaba interesada en las labores del hogar ni se imaginaba siendo una madre al uso pese a que le gustaban los niños que conocía. No quería una vida convencional, al menos no aún. Por eso hasta ahora siempre había rehuido cualquier tipo de cortejo y había puesto mil excusas a sus padres cuando habían querido presentarle a alguien.

Sin embargo, disfrutaba de cada palabra de Charles Blake. Era un joven que parecía tener muchas capas, obstinado pero algunas cosas, pero en absoluto un idealista al uso. Podía estar horas escribiéndole, y pese a lo que le había dicho una vez, siempre tenía la reconfortante sensación de ser tratada como una igual.


Fiona observó como el joven cabo Gilbert McDonald, de Perth, que había luchado en Gallipoli con un batallón de los Royal Scots Fusiliers, y que, en este momento, estaba destinado en el cuerpo de administración del ejército, salía del coche de alto mando y se adentraba en la que una vez fuera la nave principal de destilerías Glen Càidh en el muelle de Queen's Dock, propiedad de su padre. Éste le había presentado al cabo McDonald en marzo.

Hubo algo en la manera como la luz se colaba entre el tenue blanco de los nubarrones, que hizo que el día de hoy le recordara a su infancia. Cuando sólo era una niña y venía aquí con su padre, las filas de barricas limpias y relucientes, al lado de 'botas' viejas pero muy valiosas. Pensó en esas viejas historias de Tommy Wilson, uno de los más antiguos empleados de su padre, sobre la misteriosa parte de los ángeles de las barricas de whisky.

En la bodega de envejecimiento, ocurre un fenómeno invisible, querida Fiona: los ángeles se llevan su parte de whisky escocés – Le contaba siempre Tommy Wilson de niña, sin separarse de su pipa de fumar y con un guiño… y después improvisaba una historia fantástica u otra…

Fue ya de adolescente que supo que ese dos por ciento en realidad se evaporaba durante la elaboración.

Nathaniel Colle, un soldado raso de caminar nervioso que también le era ya familiar, la saludó con un pequeño gesto al avanzar hasta la oficina principal, unas dependencias que el ejército aún dejaba ocupar a su padre a cambio de su colaboración en el esfuerzo bélico.

Colle se volvió y se puso en posición firme cuando el oficial al mando apareció detrás del cabo McDonald. Los dos jóvenes eran rubios y de tez cetrina. El oficial, moreno y con la cara enrojecida, su mentón y sus mejillas afectados por algún tipo de rosácea.

Fiona se paró sobre sus pasos y se acomodó con una mano el cabello que llevaba en un recogido trenzado, pensó que quizás iba a tener que posponer su visita… pero se alegró cuando vio al oficial y al cabo recién llegados dirigirse al fondo a la derecha entre barricas y cajas y no a la oficina de dirección.

La destilería había detenido su producción un año atrás, así como las exportaciones, y ahora casi todas las posesiones de la empresa de James Maclachlan eran almacenes de munición. La sala de tinas de fermentación de la segunda nave, la única parte completamente nueva del complejo, se había reconvertido en un taller de uniformes.

Fiona subió con cuidado la escalera de caracol metálica que daba acceso a las oficinas de dirección. Los pliegues superpuestos de la falda de su vestido verde claro, que acababa justo por encima de su tobillo, eran un pequeño engorro para subir esas escaleras. Afuera sonaron bocinas de coche, el crujido de la grava de la entrada y los pasos firmes de al menos una docena de soldados entrando y saliendo de los almacenes, cargando material en camiones.

– ¡Fiona, cariño! – abrió la puerta, dando un vistazo satisfecha a la mesa llena de papeles de su padre. Como mínimo, eso no había cambiado en este lugar – Acabo de recibir algo que va a encantarte. – le dijo su progenitor.

– ¿De veras? – Murmuró poco convencida – ¿El qué?

– Bueno, estos últimos meses no has parado de escribir y de perderte por la ciudad hablando con todas esas mujeres. Sé que puede haber parecido que no te apoyábamos lo suficiente…

Fiona se sorprendió y le miró con expresión interrogante.

Había sido reticente a contarles que había estado yendo diariamente al periódico en Belfast, pero aquí no había podido esconderles que estaba dedicando todo su tiempo a algo que no era la universidad, principalmente porque ese algo la tenía días enteros absorta escribiendo o buscando testimonios, vagando por la ciudad, cuando apenas había clases. Ellos sólo le habían puesto una condición: que la señora Douglas la acompañara.

No había querido mentirles cuando vivía bajo su mismo techo. Al fin y al cabo, el problema en Irlanda era el conflicto que latía a diario y que ya había dejado sangre de inocentes en las calles. James Maclachlan había querido que volviese a casa y ahora estaba en ella. No podía tener queja alguna, ¿no?

En ese momento, reconoció unos papeles sobre la mesa de su padre. – ¿Cómo has encontrado esto? –. Eran borradores de algunos de los textos que había escrito sobre las mujeres de las fábricas.

James pareció incomodo por un instante.

– La señora Douglas nos los dio. Leyó algún fragmento que la perturbo. Tuvo curiosidad, como había estado contigo… – Su padre le lanzó una mirada conciliadora y se avanzó a su protesta, inseguro de su reacción: – No te enfades con ella, cielo. Estaba preocupada por ti, pensó que debíamos verlo…

– ¡Oh! ¡Fantástico! – Fiona no pudo evitar sentirse decepcionada y muy muy enfadada. – No tenéis ningún derecho… – Le espetó dolida.

James Maclachlan puso las manos en alto para apaciguarla, pero apenas se movió.

– Escúchame, por favor, cariño…

Fiona permaneció en silencio un momento, claramente exasperada. ¡Oh, cómo odiaba que no la trataran como una mujer adulta!

– Tu madre y yo te apoyamos. De hecho, le escribí a mis buenos amigos Lyle y Elisabeta Safford. Ya sabes que hicimos a su hija mayor, Lizzy, tu madrina de bautizo cuando apenas era una cría ella misma. 16 años tenía. Tuvimos que insistir al párroco porque en la Iglesia de Escocia la figura de los padrinos no es oficial, pero era algo muy muy importante para tu madre. Ahora Lizzy está casada con el jefe de redacción de un destacado periódico. Dicen que es un hombre joven y brillante. Y le han gustado tus escritos, cariño.

– ¿Qué? No puedes… – Fiona casi no podía creerse lo que escuchaba. En parte, porque apenas le habían hablado de Lizzy desde que era una niña. Negó con la cabeza incrédula, luchando contra su enfado para no alzar la voz… muy molesta pero decidida a evitar que pudieran escucharla todos los soldados que se encontraban en la propiedad: – ¿Habéis enviado mi trabajo sin permiso a un periódico? ¿Por qué? ¿Porque su jefe de redacción está casado con una madrina que no conozco? ¡Papá! Yo sé de un buen editor y mejor periodista... ¡y ya trabajo con él!

– Tu madre me aseguró que estabas decepcionada… que solamente te habían dejado publicar un puñado de líneas en todo este tiempo. – Razonó James.

– ¡Dios! Perdón… Sabes tan bien como yo que aun así es mucho más de lo que me dejarían publicar de este tema en cualquier periódico elegante del que sea redactor jefe el marido de Lizzy Safford. – Bufó conteniéndose – Y ese no es ni siquiera el problema. ¡No podéis enviar mi trabajo a nadie sin permiso! Y menos a vuestros amigos…

– Lyle y Elisabeta me apoyaron cuando me casé con tu madre. Y no tuve muchos apoyos esos días, Fiona. Muchos de mis amigos me dieron la espalda. Ellos son gente de fiar. Su hija iba a todas partes contigo cuando eras un bebé, te adoraba, por eso aunque queríamos que tu madrina fuera Elisabeta, acabamos pidiéndoselo a ella. Es desafortunado que al casarse se fuera a Londres y luego a Manchester y perdierais el contacto – James se giró en dirección a la mesa y sacó un sobre de un pequeño cajón. – Toma… Es la respuesta del yerno de los Safford. Es jefe de redacción del Manchester Guardian. Al menos lee lo que haya escrito.

– ¿Del Manchester Guardian?

Fiona estaba segura que su padre se las había ingeniado para engañar a Lizzy Safford y a ese pobre de hombre de alguna manera… ya la tenía en Escocia… así que ahora intentaba darle otro empujón para que se quedara indefinidamente… pensándolo bien eso le parecía obvio, tan cristalino como el agua. Incluso dudó que hubiera sido la pobre señora Douglas quien había tocado sus papeles sin permiso.

Ataviada con el vestido verde claro de falda de sobre y manga de tul, con su abrigo beige favorito de entre tiempo por encima, resistió la tentación de irse del despacho al darse cuenta. Odiaba con todo su ser no tener la suficiente agilidad para descender a toda prisa y dignamente las estrechas escaleras de caracol que la aguardaban al travesar la puerta... no con estas formales ropas de paseo ahora que ya no era una niña.

La leve, pero constante, sensación de aprisionamiento del corsé de cintura larga que había escogido hoy, y que ya se había negado a meter en la maleta para irse a Belfast, le hizo sentir aún peor.

– ¡No me lo puedo creer, papá! Estoy trabajando mucho para que el señor Kieran Maguire me tome en serio. Si el esposo de mi madrina, me ha escrito, es porque se lo has pedido o, Dios no lo quiera, lo has presionado para resguardar a tu desvalida hija en esta tan segura isla. Mejor en Manchester o, si pudieseis incluso en Londres que, en Belfast, ¿verdad? No salgo de mi asombro…

– No te enfades, cariño. Nadie le ha obligado a escribirte y no queremos que te vayas a ningún sitio que no sea Glasgow. Tu madre y yo sabemos lo buena que puedes ser con una pluma y puedes escribir grandes cosas aquí. Somos tus padres, ¿recuerdas? – James Maclachlan intentó razonar sin éxito. – Además el Manchester Guardian cada vez tiene mayor impacto a nivel nacional.

Fiona no podía creer lo que oía.

– Bueno, ahora entenderás que me tenga que ir, ¿verdad? Hoy es viernes, paso a buscar el abuelo por Gallowgate y me quedo a comer con él y la yaya.

Ese iba a ser otro problema.

– No me gusta que vayas al East End sola. – Dijo su padre, tal como hacía cada viernes – Y no me digas que ibas por todo Belfast sin chaperona, no puedo ni pensarlo. Hoy te va a acompañar el cabo MacDonald, yo mismo se lo he pedido. Es un joven de confianza y no dejara que haya ningún accidente hasta que llegues al viejo Cillian.

Fiona no quiso discutir… por esta vez.

– Toma, llévate esta carta.

– No la quiero.

Sus abuelos maternos, por orgullo, nunca habían querido trasladarse a vivir a casa de sus padres, pese a qué les visitaban con frecuencia y de su infancia recordaba haber pasado largos fines de semana y vacaciones enteras a su cuidado, cuando sus padres viajaban a las Tierras Altas donde la destilería original de los Maclachlan aún elaboraba en pequeños alambiques whisky de malta de un solo barril, para clientes más exclusivos y muy distinto al whisky escocés mezclado que su padre producía en Glasgow.

También habían estado allí en cada fecha especial, muchos días al anochecer y todos los domingos de su niñez.

Cillian y Peggy Murphy habían seguido viviendo en su pequeño piso de Gallowgate, algo que secretamente horrorizaba a su padre y, claro, a sus otros abuelos, que por fortuna vivían lejos, en Strathspey.

Nunca les había parecido terriblemente mal que fueran católicos-irlandeses… Su tío Albert, que se había trasladado a Aberdeen antes de la guerra, decía siempre en broma que hubiera sido mucho peor si su padre hubiera querido casarse con una sassenach (inglesa), al menos por lo que a su contumaz abuelo paterno concernía…

Fuera como fuese, toda su familia escocesa desaprobaba con fervor la terquedad de los Murphy de seguir viviendo en un barrio pobre y deprimido. La pareja se había instalado en Glasgow en 1868, después de unos años de muchas penurias en el sur escocés. Era en ese modesto piso donde habían criado a sus cuatro hijas, una de ellas su madre, Maeve Maclachlan, y ninguno de los dos había querido marcharse.


Gilbert MacDonald pensaba que James Maclachlan se parecía mucho a su hija pese a tener otro color de cabello. Era alto y delgado, de pelo castaño y barba cuidada. A Fiona la identificaba su brillante cabellera cobriza. Pero parecía que esos días había una constante contrariedad en sus ojos... que había podido reconocer también en el señor Maclachlan cuando estaba preocupado.

En ese momento, ella le estaba mirando con expresión interrogante.

– ¿Fiona?

– Diga…

– No ha respondido a mi pregunta.

Encogiéndose de hombros, Fiona se volvió para mirar el cartel en la pared que el cabo le había señalado.

– Oh. – Un pequeño cartel en el aparador de una tienda de flores buscaba dependiente y se acompañaba de una señal donde avisaba que no querían candidatos irlandeses. – ¿Quiere saber mi opinión sobre eso? – Le miró inquisitiva.

– No, bueno… es que debe haber sido difícil para su padre casarse con una irlandesa. Luchar contra esa clase de discriminación…

A Fiona le molestó la manera como él construyo la frase, aunque entendió perfectamente a lo que se refería.

– ¿Para mi padre? Mi madre es la que ha tenido que afrontar todos los desplantes de los viejos amigos del señor Maclachlan, cabo. Intentando ser discreta y educada, sin poder recordarles todas las veces necesarias que cada horrible estereotipo es mentira, que su gente no vino a robar el trabajo a nadie y que no eligió las condiciones en las que algunos propietarios tienen los pisos que les alquilan…

Gilbert MacDonald asintió firme y no dijo mucho más. – Claro, discúlpeme… es que admiro la tenacidad de su padre, señorita Maclachlan.

Fiona sonrió con pulcritud como tantas otras veces Maeve Maclachan. Cuanto podía cambiar aún esta sociedad… cuanto debía cambiar…

Después de una larga caminata, llegaron a Gallowgate. Esta parte del East End, a 3 millas al este de la ciudad, estaba habitada principalmente por las gentes de clases sociales más humildes, tejedores, carreteros y jornaleros, entre ellos decenas de irlandeses inmigrantes.

No demasiado lejos, en la iglesia católica romana de St Mary, en Calton, en el año 1888, un marista había fundado el Celtic Futbol Club que su abuelo adoraba.

The Oak Bar era un local de paredes de madera lleno de hombres demasiado viejos para ser reclutados en la guerra, cerveza y de tanto en tanto música irlandesa en vivo. Su abuelo la esperaba allí los viernes mientras jugaba su partida de cartas, aunque al cabo MacDonald no le fuera a gustar.

– ¿Quiere que avise al señor Muphy, señorita Maclachlan? No sé si es apropiado que usted entre – Preguntó el cabo MacDonald, pero Fiona se adelantó para empujar la puerta.

Lucy, la chica extravagante y voluptuosa de cabello caoba que servía en The Oak Bar tomó su bandeja y empezó a recoger vasos, ignorando los esfuerzos de algunos clientes para entablar conversación. Fiona la observó guardando las botellas vacías de vino en la trastienda.

Al volver, Lucy alzó la cabeza en dirección a la barra y le sonrió por un momento.

– ¡Señor, Murphy, su nieta está aquí! – Anunció antes de ponerse a lavar vasos tarareando una canción tradicional irlandesa.

"Siuil, siuil, a ruin

Siuil go sochair agus siuil go ciuin

Siuil go doras agus ealaigh liom

Is go dte tu mo mhuirnin slan"

– Abuelo…

Su abuelo era alto, de figura oronda, con grandes patillas y aspecto de rudo, pero en realidad era una persona amable y afectuosa. En su juventud había sido pelirrojo, pero ahora tenía el cabello gris.

– ¿No llevas sombrero y guantes, señorita?

– Abuelo, no llevo guantes y podría ir sin sombrero sí quisiera. Es éste. ¿Qué te parece? – le mostró con una sonrisa el sombrero de fieltro francés de color rosa que sujetaba con las manos. Se lo había regalado su madre como bienvenida unos meses atrás, aunque tenía que confesar que no iba muy a juego con su abrigo y sus zapatos de vestir beige ni tampoco con su cabello.

– No, no puedes ir sin sombrero si quieres que te tomen en serio fuera de casa. Y esto es muy poco convencional, incluso para mi moderna nieta – Le contestó abrazándola con una carcajada. – ¿Quién es ese? – Preguntó entonces, fijándose en Gilbert MacDonald que se había quedado sólo unos pasos por detrás de Fiona.

– Oh, el cabo MacDonald. Mi chaperona – Se quejó, disfrutando secretamente de la cara que puso MacDonald a esa definición.

– ¿Vas a quedarte a comer, joven? – Preguntó sin inmutarse Cillian – A Peggy le encantará tener más gente a la mesa.

– No, señor, no se preocupe – El joven escocés miró un momento a Fiona – En realidad, antes de irme hay algo que debería darle, señorita Maclachlan.


– Tome, su padre ha insistido que se la diera cuando estuviera un poco menos enfadada – Le soltó MacDonald mientras su abuelo pagaba su consumición a Lucy. – ¿Por qué no quiere leerla?

Fiona tardó un momento en reaccionar, perpleja. Esto era fantástico. Ahora su padre confiaba en desconocidos sus enfados. Para ser un hombre tan progresista, a veces era tremendamente condescendiente con los deseos y opiniones de su única hija.

Aunque odiaba el método de su padre, aceptó que MacDonald le diera la carta para zanjar el tema. No le apetecía discutirlo con él. – Es complicado. Gracias, cabo MacDonald.

– Un placer, señorita… – Gilbert MacDonald la observó con atención durante varios segundos: – ¿Sabe? Creo que debería dar una oportunidad a lo que sea que ese hombre le diga. Si lo he entendido bien, tiene una buena posición en un periódico importante – esperó un momento para comprobar su reacción: – Por mucha amistad que sus suegros tengan con su padre y teniendo en cuenta que su esposa es técnicamente su madrina pero lleva años sin contactar, ese hombre no perdería el tiempo en escribirle sino creyera que vale la pena, ¿no?

– Bueno… puede que… – MacDonald tenía razón y su determinación tambaleó. No pudo evitar un cierto rictus de resignación: – Dicho así, parece razonable…

Después de todo, quizás iba a tener que leerla.


Ya en el piso de sus abuelos, viejo pero cuidado con esmero, Fiona abrió el sobre y examinó la firma un momento con un aluvión de preguntas en su mente.

"Queridísima señorita Maclachlan.

Si lee esta carta es porque su amado padre ya le ha explicado que he tenido la oportunidad de leer su trabajo. Su escritura es sensible y llena de detalles, y usted parece una reportera honesta a través de sus letras, que a mi parecer es lo más importante en esta profesión.

Permítame referirle a un fragmento que en particular ha tenido la capacidad de conmoverme.

"Vera Smith dijo que al acabar la hora se sintió por fin vencida. Vio a su compañera endeble, devastadoramente joven, seguir con su tarea y sintió una profunda tristeza. Vera trabaja en la fábrica desde hace un año. 900.000 granadas han pasado entre sus dedos. Ha levantado una carga equivalente a 7 millones de kilos en todo este tiempo. Es consciente un día su cuerpo le va a hacer pagar por ello, pero no se rinde. Ellas también luchan esta guerra. ¿Quién va a intervenir para mejorar las condiciones en las que trabajan?".

Ya sabe que el Manchester Guardian es liberal, aunque seguramente algo alejado del periódico para el que ha escrito hasta ahora. Como jefe de redacción y periodista sería negligente si no le rogara que me envíe sus trabajos completos. Estoy pensando que, con una revisión de estilo adecuado, podríamos publicarlos en varias entregas en la edición de los domingos. Le prometo que tendría el espacio y la visibilidad que se merece un tema tan delicado que afecta a tantas y tantas mujeres de nuestro país.

¿Estaría de acuerdo con ello?

Ruego que me conteste lo más pronto posible y le pido que adjunte algunos de sus trabajos en la mayor brevedad a la dirección de remite de esta carta. Muchos recuerdos de Lizzy. M. G".

Fiona decidió que debería responderle y agradecerle su amabilidad. Aunque se sintió insegura. ¿Podía ser que ese hombre fuera sincero con sus elogios? ¿Era un favor a sus padres? ¿Qué significaba que debían retocar su estilo? ¿No era lo suficientemente adecuado?

Su abuela Peggy era una mujer bajita y de mucha actitud, con el cabello rubio casi blanco por el paso de la edad. Estaba algo decepcionada porque Cillian no había convencido a ese chico del que hablaban para que se quedara a almorzar. Según ella, habría sido una buena oportunidad para dar a probar su nuevo pastel de queso alguien que no fuera de la familia.

Rápidamente, se fijó en qué su nieta estaba dejando arrugada una carta que llevaba en las manos y que no paraba de toquetear con los dedos. – ¿Qué es esto, ehm? – la cuestionó cuando se quedaron solas en la cocina y Fiona se apresuró a guardar la carta.

– Oh, nada. Cosas de papá… – Sonrió – Cuéntame, ¿te has leído la novela de Lucy Maud Montgomery que te presté? ¿Qué te ha parecido?