Capítulo 4. Scotland
"They all need something to hold on to
They all mean well
Pay your respects to society
Giving me hell
You could never feel
My story
It's all you know
You could never feel
My story
It's all you know
May your dreams come to reality
If all else fails
Give up, we needed the company
Let's drink to your health
You could never feel
My story
It's all you know
You could never feel
My story
It's all you know
I will not fold
She's in control of everything
Of everything
And everyone […]".
The Lumineers (Jeremy C. Fraites, Jason David y Van Dyke, 2013)
"War has a way of distinguishing between the things that matter and the things that don't."
— Matthew Crawley, Downton Abbey, Season 2, Julian Fellowes.
Del oeste al sur, el templado azul del atardecer. De los campos cercanos le llegó un aire frío y desconsolado. El humo de las locomotoras, de la ciudad, de las humildes casas del norte. La arboleda escocesa, verde y neblinosa. Faroles de gas y la negrura de la tormenta.
Fiona supo que esto era una pesadilla, pero no pudo despertar. Estaba en una sala rodeada de espejos, en cada uno un rostro, pese a que no los pudo distinguir bien. Vio a Charles alejarse. Hubo un grito y sangre. El sonido de un arma de fuego. Intentó llegar a él, quiso moverse, pero sus pies no le respondieron.
Abrió los ojos, aterrorizada. Se incorporó de golpe en la cama, y el dosel y los muebles del dormitorio empezaron a recuperar los contornos. Quiso gritar, pero no encontró su voz.
Charles…
La luz del amanecer empezaba a entrar por la ventana.
Pensó que no era extraño que las emociones del día anterior le pasaran factura ahora. Pero, ¿por qué una pesadilla tan terrible?
Al meterse en la cama, casi instintivamente, había pensado en la guerra a la que él debía volver. Pronto tendría que decirle adiós. Puede que no volvieran a verse hasta que las cosas en el conflicto fueran a mejor.
Había algo que había estado en el fondo de su mente durante semanas que de pronto le producía una intensa ansiedad. Se trataba del breve permiso que él había pasado en Londres en verano. Había temido que de un modo u otro significara el final de sus cartas, sin querer darse cuenta que algo terrible le podría haber pasado estos meses en el mar...
Entonces ya lo amaba con todo su corazón, se daba cuenta ahora. ¡Cuán estúpido había sido su comportamiento!
Oyó pasos por la escalera, y se apresuró a salir de la cama. Se puso una bata por encima de su camisón y acabó de abrir las cortinas. La luz era aún tenue en el exterior.
Afuera los pasos se detuvieron a la altura de su puerta. Dieron unos golpes suaves y la llamaron por su nombre. Era la voz de Agnes Foyle y eso la extrañó. Había esperado que fuera Ruby.
– Lady Gillingham… – abrió la puerta sorprendida.
Agnes le parecía una mujer afectuosa y agradable. Se suponía que las mujeres casadas desayunaban en la cama en estas grandes casas.
– Cariño, ha llamado tu tía Rose – dijo con cuidado – Vístete y baja. Tenemos el teléfono en la biblioteca, ella va a volver a llamar a las 9. Desayuna algo antes.
Lady Gillingham parecía afligida. – ¿Ha pasado algo? – Fiona contuvo la respiración antes de hacer la pregunta. El corazón casi se le había salido del pecho con un terrible presentimiento. Aferró su mano en la puerta.
– No te angusties aún, ella insiste en hablar contigo directamente. Algo ha pasado, pero no estoy muy segura – la madre de Tony le puso una mano en el hombro con afinidad y Fiona pensó que le estaba contando una mentira piadosa, tenía que saber o intuir más de lo que decía. – Voy a pedirle a la doncella que venga a ayudarte a arreglarte y a nuestro mayordomo que hoy preparen antes el desayuno. Si quieres puedo esperar contigo en la biblioteca…
Respiro sin dejar ir el marco de la puerta, se sintió entumecida incapaz de no especular sobre lo que podía haber pasado, sus piernas de gelatina.
– No, no se preocupe.
– Como quieras… voy a estar abajo, en la sala, puedes acudir a mí en cualquier momento.
La doncella que la había atendido ayer, Juliet, llegó un momento después.
La inquietud la acompañó el resto de tiempo. A los diez minutos, estaba dentro de la bañera. Al cabo de media hora, Juliet le cepillaba la larga melena pelirroja y la ayudaba a recogerse el cabello.
Fiona se dejó guiar por la muchacha con angustia. Algo le había pasado a su tío. Era la única explicación para una llamada matutina así, para el hecho que ayer no vinieran. Podía ser sobre el embarazo de su tía Rose, pero no habría llamado ella, ¿no?
Se puso una blusa y una de las faldas de sarga gris que había traído, y dio permiso a Juliet para retirarse.
Después, dejó la habitación intranquila.
Lord Gillingham ya estaba en la mesa cuando entró a desayunar.
– Huevos con tomate, ¿no es magnífico? – Fue extrañamente expresivo. Como si quisiera compensar algo terrible.
Tony llegó poco después. – Buenos días, papá, Fiona. ¿Qué hay hoy para desayunar? – preguntó. En primer lugar, Fiona pensó que lo hizo ajeno a la llamada de su tía, aunque después entendió que Agnes le había indicado expresamente que bajara a acompañarles a la mesa y que intentaba ser amable.
Agradeció que padre e hijo mantuvieran una conversación ligera, permitiéndole no ser el centro de atención.
– Si quieres que avise a Charles, no he querido despertarlo, pero…
– No, no, por favor – Pidió Fiona – Aún no sabemos qué es lo que pasa, no es necesario despertar y preocupar a todo el mundo.
Tony asintió con amabilidad y ordenó que les sirvieran más café.
Fiona pidió permiso a Lord Gillingham para leer el periódico una vez que él acabó su lectura y dejó las páginas en la mesa. El vizconde pareció algo aturdido por la petición, pero se lo cedió de forma cortés. En una de las primeras planas había un artículo donde se hablaba sobre la amenaza de los U-Boote y se decía que el almirante Jellicoe, a las órdenes del cual habían estado Tony y Charles en Jutlandia, tenía una visión pesimista sobre éstos. Fiona lo leyó con interés intentando no preguntarse si al final el terrible peso de esta guerra había llegado de pleno a su casa.
Cuando hubieron comido, Tony insistió en acompañarla a la biblioteca. – Mi madre me reñiría si no voy contigo– dijo. Ella aceptó por respeto a Agnes, Lady Gillingham.
– Es la señora Maclachlan – anunció el mayordomo de los Gillingham después que el teléfono sonara en la biblioteca. Fiona tomó el auricular que le extendía impacientemente el señor Grant con un pequeño sobresalto y se lo llevó a la oreja. El mayordomo se retiró. Fiona miró a Tony, con cierta aversión a que se quedará allí escuchándola. Parecía algo demasiado íntimo para que hubiera testigos, aunque quizás solo se sentía terriblemente vulnerable...
Puede que Tony fuera consciente de ello, porque casi de inmediato escuchó sus pasos resonando hacia una de las ventanas del fondo, alejándose de la conversación.
– Tía Rose, ¿cómo estás? ¿Qué ha pasado? – preguntó imaginándose a su tía hablando con su novel y flamante teléfono de su piso de Aberdeen. Pero nadie contestó. – ¿Hola? – La última vez que había hablado por teléfono con Rose ésta le había anunciado que estaba en estado de buena esperanza. Un escalofrío le recorrió la columna, apesadumbrada por su primo o prima.
– Hola, Fiona – Le dijo una voz, pero no era la de la tía Rose. Tampoco la de Albert. Rápidamente dibujo el rostro dueño de esa voz que sonaba lejana al otro lado del auricular – ¿Cómo estás?
Respiró hondamente antes de contestar, aferrada al respaldo de la silla que habían colocado al lado del teléfono de la biblioteca.
– Abuela Cat. Creí que…
Su abuela estaba llorando al otro lado de la línea. Su corazón se rompió.
– Mo cridhe. Mi pequeña, Fiona… ¿Ciamor a tha thu? – dijo medio en gaélico escocés. Mi corazón. ¿Cómo estás? – Ha pasado una desgracia… mi hijo, tu tío… Pobre Albert…
Los crudos sollozos de Catrìona Maclachlan, su abuela paterna, hicieron que se estremeciera.
– ¿Qué ha sucedido? – Insistió.
Cuando se lo hubo contado no pudo si no notar su piel de gallina ante la noticia.
Su tío Albert había muerto.
Asesinado en el frente, en medio del horror de la guerra. Nunca había llegado a disfrutar de su esperado permiso en casa... nunca conocería a su hijo o hija.
Fiona se hundió.
– Dicen que no sufrió, recibió un disparo, una bala perdida en tierra de nadie durante una incursión… el 16 de diciembre.
Las palabras de su abuela entre lágrimas no parecieron tener mucho sentido para Fiona.
Si no había sufrido… si había muerto ocho días atrás… ¿por qué nadie les había informado hasta ahora?
Apenas pudo articular palabra. – Abuela…
– Cariño, tu padre y tu madre van a venir a buscarte en cuando puedan, y te van a traer a nuestra casa. Van a viajar desde Glasgow con coche tan pronto como consigan dejarlo todo arreglado. Nosotros estamos con la pobre Rose. Escucha… – Le suplicó – Puede que no haya un funeral, porque ellos van a enterrar su cuerpo en Francia, pero… tienes que estar aquí, ¿de acuerdo, cariño?
Fiona sólo podía imaginar en cual estado debía estar su abuelo que fuera su abuela quien llamara en estas circunstancias…
La vida en común de éstos había arrancado con dos hijos mortinatos y poco después con unas fiebres que habían prostrado a su abuela en cama durante meses. Se habían casado muy muy jóvenes y habían trabajado incansablemente en la destilería que habían bautizado con un antiguo apellido de la familia materna de su abuelo. Dos años después del caótico invierno que casi se había llevado a Catrìona, había llegado su padre y mucho después su tío Albert. Los dos sanos, pero en partos precipitados que habían convertido a vecinas del pueblo en improvisadas parteras.
Su abuela siempre había sido una mujer de apariencia frágil. Y aun así…
– Si necesitáis que escriba a alguien… ¿os han explicado exactamente qué pasó? ¿Cuándo lo supisteis? – Quiso preguntar Fiona, pero no estuvo segura de las palabras a decir.
Tony le puso una mano en el hombro y la acompañó al sofá al colgar.
Unos segundos después de dejar el teléfono ni siquiera recordaba el final de la conversación, pero sabía que le había prometido ir y quedarse a su lado el tiempo que hiciera falta.
Todo estaba borroso en su mente en este momento.
La invadió la incapacidad de sentir, pararse, pensar, reflexionar. Sus pensamientos se consumieron en un frenético ir a venir de confusión y pena.
Tony se sentó a su lado ofreciendo amistosamente un pañuelo y un hombro en el que llorar. Pero Fiona apenas reaccionó y se disculpó apesadumbrada: – Lo siento… Vosotros, sólo queríais celebrar unas Navidades lo más normales posible… y yo… ahora… Debes decirles a tus padres que me perdonen.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero tenía las mejillas secas.
– Tranquila, Fiona, esto es lo que menos importa ahora. Estamos aquí para lo que sea, ¿de acuerdo? Tranquila…
Fiona tenía la garganta seca, pero sentía un extraño letargo que le impedían llorar abiertamente.
– Él ni siquiera quería ir a esta guerra…
– Lo lamento mucho.
– ¡Oh, Tony! El tío Albert era un buen abogado, tenía grandes ideas para el futuro… iba a todas esas reuniones de los laboristas… en casa estaban seguros que algún día acabaría de concejal en Aberdeen… Estaba esperando su primer hijo. Es horrible. ¡Dios…! – Blasfemó. Y Tony sintió simpatía por ella – ¿Cómo puede haber muerto así?
– Cuando murieron mis hermanos, yo pensé que no podía ser, Archibald y Hector no podían morir jóvenes, porque los dos estaban destinados a dejar su marca en grandes cosas. Pero así no es cómo funciona la guerra… – Explicó.
– Dios, no debería haber dicho eso…
– No pasa nada. Ha pasado bastante tiempo, parece doler algo menos, al menos la mayor parte de las veces. Lo digo porque entiendo lo que quieres decir.
Fiona agradeció su amabilidad y sus palabras, puesto que sabía que era un hombre introvertido.
Pero se rebeló en silencio ante el pensamiento que nunca sabrían realmente cómo habían sido las últimas horas de su tío. Era descorazonador.
Se fregó las manos con la cara, intentando mantener la serenidad.
Apesadumbrado, Tony le puso una mano en el hombro y se levantó del sofá, disculpándose. Alguien había entrado y Fiona pensó que el señor Grant había vuelto. Imaginó que Tony iba a darle algún tipo de instrucción.
Un momento después, alguien volvió a tocarle el brazo y se sentó.
Ella se incorporó un poco en el sofá con un pequeño sobresalto. Cuando apartó las manos de la cara, Charles estaba literalmente a su lado. Fiona comprendió que él era quien la acababa de sujetar con infinita amabilidad, tratando de consolarla. Lo miró sin poder hablar.
Tony se mantuvo en pie en la puerta con rostro grave.
– Fiona, lo siento. Lord Gillingham me ha contado una parte al bajar a desayunar – murmuró Charles Blake. – ¿Tu tío, está…?
Fiona asintió. Charles le pasó un brazo por los hombros, y ella, instintivamente, se refugió en sus brazos. Estuvo un buen rato recuperándose, demasiado afectada para hablar. Demasiado quebrantada por el vivo recuerdo de su tío para decirle nada. Pese al dolor, parecía lo más natural del mundo estar aquí, sentada en un sofá en el cual no había estado nunca antes, abrazándolo.
Al cabo de unos largos minutos, pese a que seguía sin tener ganas de moverse, empezó a sentirse algo más entera.
– Mis padres van a intentar llegar tan pronto como puedan – explicó, con los labios casi pegados al pecho de su uniforme. – Puede ser esta tarde o mañana. Es un viaje largo.
Charles le pasó la mano por el cabello, afectado.
– Voy a estar aquí hasta entonces – prometió – Estoy aquí para lo que sea…
Fiona se movió para sentarse mejor en el sofá, pero se arrepintió de inmediato, porque Charles retiró los brazos que la mantenían contra él, estrechándola.
– Creo que deberías procurar volver a descansar un poco, Lord Gillingham me ha dicho que te has levantado muy temprano – Le indicó. –Podríamos quedar un rato más aquí en la biblioteca, yo mismo le pediré a Agnes que te traigan algo de comer al mediodía. Van a estar sus amigos y Fergus y Ruby. Hoy no es necesario que socialices si no lo deseas.
– Por un momento pensé que me estabas mandando a la habitación – hizo una mueca Fiona.
– Te he dicho que deseaba acompañarte y no me permitirían hacerlo en la habitación, pero si es donde estás mejor… –.
– No, no podría dormir…
– Entonces vamos a ordenar un té de manzanilla con limón y a quedarnos aquí – Le contestó quitándose la chaqueta y arropándola con ella, aunque esta sala no era especialmente fría.
Una voz carraspeo llamando la atención de ambos.
– Ya voy yo a pedir una infusión al señor Grant. Rogaré que os dejen un poco de espacio, Fiona – Se ofreció Tony.
– Gracias –.
– Vendré contigo. Quiero acompañarte, Fiona, y así tus padres no van a tener que desviarse para recogerte – afirmó seguro – Pediremos un taxi a primera hora de la tarde.
– Charles…
– Llámales. Si aún no han partido, diles que llegarás pronto a casa de tus abuelos y con tu tía Rose.
Fiona asintió.
Llamó a la oficina de su padre y la conversación fue breve. Le notó la voz afectada, pero James Maclachlan parecía bastante entero o quizás aún estaba en shock…
Por su inflexión, supo que agradecía no tener que hacer esas 40 millas de más en estas terribles circunstancias.
Quiso decir algo significativo, pero solo pudo reiterar a su padre lo mucho que lo sentía y que pronto se verían.
Cuando colgó notó por fin que se le humedecían las mejillas y las lágrimas le impedían articular palabra.
Charles se acercó y le secó las lágrimas con un pañuelo, pidiéndole permiso con una breve mirada y apretándole la mano. Cuál fue su asombro que se dio cuenta de que, bajo un muy discreto maquillaje, Fiona escondía pecas que hasta ahora aún no había visto. Se sintió mal por distraerse por ello en ese terrible momento.
Dejó que ella volviese a acomodarse en el sofá y se sentó a su lado.
– No tengo ropa negra – Fiona dijo de repente, despertando como de un trance – Traía un vestido de color vainilla…
Charles se mostró comprensivo.
– Estoy seguro que Ruby o la madre de Tony pueden prestarte un vestido negro y una vez en Grantown-on-Spey puedes teñir el resto.
Fiona puso su cabeza en su hombro y permaneció inmóvil dejándose balancear en sus brazos.
No fue hasta que Fiona bajó del taxi y se paró delante de la casa de sus abuelos casi en movimiento autómata, que fue consciente de que clase de impresión Charles podía dar estando allí en este momento, especialmente porque seguían cogidos de la mano.
No le importó.
Juliet los había acompañado por orden de la madre de Tony, pero apenas había opuesto resistencia a su cercanía.
La mente de Fiona estaba suspendida en una especie de neblina, aunque las voces de Ruby y Fergus acompañándola en el sentimiento y el abrazo de despedida de Agnes Foyle, se mantuvo con claridad entre los recuerdos poco nítidos de estas últimas horas.
Cuando entró en la casa, un viejo amigo de sus abuelos los condujo al comedor. Juliet titubeó un momento, pero los siguió. Allí lo primero que vio Fiona fue a su abuela sosteniendo lo que parecía ser el uniforme húmedo y aún cubierto de barro de su malogrado tío. Rose estaba de pie a su lado, presa de la angustia y el dolor. Tan retaca y joven como aparentaba aún, su delicado estado era evidente. Llevaba el cabello claro en un moño trenzado y tenía los ojos y las mejillas rojos de llorar.
– Oh, Fiona – Su abuelo se acercó a ella y aunque no le abrazó le dirigió una mirada significativa.
Se sintió abrumada por la crudeza de una guerra que hoy más que nunca no guardaba ningún tipo de gloria. Las ropas de su tío mantenían un vivido olor a quemado, a cenizas y destrucción. No era el olor limpio de la tierra mojada por la lluvia, pero el de un cuento de terror, saturado de muerte, gritos y desesperanza. El barro francés de una trinchera que no era más que un terrible cementerio lleno de cadáveres de inocentes. Un cuento de terror de Arthur Conan Doyle.
Toda esa ropa parecía haber sido pisoteada antes que doblada y enviada a la familia de su propietario. ¿Por qué les parecería buena idea enviar el uniforme corrompido a las familias? Había un agujero de bala que Fiona estaba segura que nadie en esta sala se había atrevido a mirar de lo bastante cerca. Encima de la mesa alguien había dejado también un chaleco lleno de sangre oscura y un cinturón. La parte delantera estaba mucho más sucia, y Fiona pensó que debió haber sido abatido por la espalda y que había muerto boca abajo. No pudo sentirse conectada con la memoria de su tío con toda esa visión devastadora.
No fue hasta muchos minutos después que Fiona comprendió que su abuelo al final había reparado en su actual compañía y lo observaba con compungida desconfianza.
– ¿Quién es usted, joven? – Preguntó.
Hubo un instante tenso.
– Me llamo Charles Blake, soy amigo de su nieta – Se explicó él. – No quería dejar que viniera sola ni obligar a sus padres a desviarse para recógela dadas las circunstancias.
El hombre mayor de porte formidable, que había envejecido tanto que Fiona supuso que las circunstancias habían empeorado su aspecto en las últimas horas y lo hacían lucir fatigado, asintió con gesto adusto, observando de reojo a la doncella que los acompañaba.
Uno no podía creer que Albert hubiera estado una vez vivo entre ellos. Esos harapos no le hacían justicia. Después de que alguien hubiera retirado la ropa por respecto a su viuda, la misma Rose abrió la ventana de par en par. Fiona pensó que eso la hacía pensar mejor, pero tuvo que pasar mucho tiempo antes de que el olor de la trágica vestimenta desapareciera.
En Escocia, a finales de diciembre, lo más crudo del invierno ganaba carrerilla a pasos agigantados y las ramas desnudas y negras colgaban de los árboles, balanceándose por el peso de la nieve que había caído en las últimas horas.
– Malditos sean – maldijo su abuelo entre dientes – ¡Mi hijo no quería esta guerra…!
Su corazón hervía de indignación, lleno de rabia por los jóvenes como su hijo atrapados en esta guerra. Su sangre escocesa ardía de impotencia.
La tristeza aprisionaba tanto el aire aquella tarde que Fiona se sintió aliviada cuando Rose se retiró a la cama acompañada por su abuela y su abuelo se ausentó con la excusa de ir al sótano a buscar más leña para la chimenea. Charles se ofreció a ayudarlo, pero éste apenas contestó y no dio indicación de que fuera una compañía grata. Fiona y él escogieron un rincón de la galería para hablar. En verano las rosas de pétalos carmesí de éste rincón de la casa eran exuberantes. Ahora los colores de ese recuerdo de su infancia parecían desvaídos como en un sueño muy lejano.
Por suerte Juliet, mostró un gran interés por el exterior y tuvo la delicadeza de encaminarse hacia el jardín nevado, mientras Charles y Fiona conversaban.
– Cómo me gustaría despertar una mañana – expresó Fiona – Y descubrir que esta guerra es en realidad una pesadilla. ¡Debería haber acabado hace años! Ni siquiera debería haber empezado…
En otro tiempo que parecía muy lejano habría culpado a los ingleses de ello. Aún culpaba a su gobierno y a la jerarquía militar que había hecho creer a miles de jóvenes que alistándose estarían haciendo lo mejor para su rey y su país y había obligado al resto. Pero ahora lo único que parecía mantenerla en pie era la mano firme de Charles Blake, que también luchaba en esta guerra y que también podía perecer en ella. Sintió un miedo feroz por ello.
De pronto supo que quería saber si era cierto. Después de la batalla del Somme, había leído sobre hombres sin rostro, que habían perdido la vista o todas las extremidades. Quería saber exactamente cómo había muerto su tío, qué clase de crueldad se lo había llevado… Si era verdad que había recibido una bala perdida durante una incursión o había sufrido algún otro tipo de indignidad. Al fin y al cabo, si todo había sido tan sencillo como aseguraban, un simple disparo que lo había matado al instante, ¿por qué no les habían avisado antes?
Charles intentó que no se obsesionara y apretó su mano para calmarla e insuflarle valor. – Debes recordarlo con vida, Fi. Estoy seguro que es lo que él querría. Es lo que cualquiera que haya estado en esta guerra desearía para los seres queridos de los que no se ha podido despedir… – Dijo.
Pero ella no quedó convencida.
Dio un vistazo a su alrededor para tranquilizarse.
– Todo excepto esta galería parece tan diferente a como lo recordaba o puede ser que antes lo veía con ojos de niña… – La casa era grande pero no tanto como en sus recuerdos, contaba con dos pisos de techo alto, moqueta y papel pintado de flores y un color salmón de tono pastel.
– Eres tú, ¿verdad? – Preguntó Charles indicando uno de los retratos del mueble de la galería. La fotografía mostraba una pequeña niña vestida de blanco con un lazo en el cabello y un ramo de tomillo entre las manos, en el resto de retratos casi todos miraban a cámara en perfectos posados, pero algo había distraído a la niña de la fotografía que observaba hacia un lado de la misma.
– Sí, soy yo. Y en este otro retrato están mis abuelos con mi padre y mi tío Albert – señaló una foto con dos apuestos hombres jóvenes, uno aún un chaval y el otro ya en la treintena, vestidos pulcramente de domingo, aunque con el tradicional kilt escocés. El más joven, Albert, era un chico alto con cabello castaño rizado, ojos claros y una boca torcida en una sonrisa burlona. Sus padres los observaban orgullosísimos unos pasos por detrás.
– Ciertamente puedo ver el parecido – Charles la miró con una leve sonrisa y Fiona suspiró cerrando los ojos un momento. Él se fue acercando hasta que sus labios se tocaron en un beso suave y dulce, se separaron poco a poco apoyando sus frentes.
– Me alegro tanto que me hayas acompañado – Dijo Fiona. Se volvieron a besar de nuevo, ahora con más confianza separándose para coger aire y sonreírse con tristeza. Fiona aun no podía creer que esto estuviera sucediendo de verdad, que su tío Albert estuviera muerto.
Escucharon pasos en la escalera. – Deberíamos ir…
En cuánto la vio aparecer por el corredor, su abuela Catrìona le pidió ayuda con Rose que hacia horas que se negaba a comer nada… Fiona asintió dispuesta, avisó a Juliet que aún estaba en el jardín y juntas subieron a la habitación de su tía para intentar atenderla.
Charles entró al comedor. Se acercó a la gran chimenea de piedra y se puso a estudiar los viejos cuadros de paisajes y naturaleza de la pared. Con interés, se volvió para observar un fragmento de lo que parecía una gran bandera a medio desplegar.
– El estandarte que está usted mirando ondeó en Culloden – Le informó el abuelo de Fiona con voz áspera. El hombre era un vigoroso septuagenario azotado ahora por la desgracia, cuya calvicie le tomaba casi todo el cráneo, pero no restaba un ápice del aspecto caballeresco que le daba una barba abundante y grisácea – Los Maclachlan combatieron lealmente para el príncipe Bonnie Charlie. Albert siempre fue un apasionado de esa historia, investigó y buscó hasta que en sus años universitarios encontró este trozo de insignia y documentos antiguos sobre la historia familiar en la guardilla de una vieja casa de Oban – Explicó Dougal Maclachlan. – Muchos nos lo han reclamado, el viejo laird, miembros del clan Maclachlan que aún viven en la península de Cowal, un museo de Fort William, incluso el gobierno, pero Albert siempre quiso conservarlo. Los documentos demuestran que un tátara-tatarabuelo mío murió allí llevando esta bandera.
– Es extraordinario – Opinó Charles sinceramente, pero el abuelo de Fiona no pareció convencido.
– Fiona se siente mucho más cerca del viejo Cillian Murphy que de mí – Añadió repentinamente – Supongo que en parte es nuestra culpa, nunca hemos sido muy partidarios de viajar y dejar la casa y la destilería solas… y mis hijos han hecho su vida lejos de este pueblo. Pero mi nieta entiende el valor de esto tanto como lo hacía su tío.
– Lo sé…
– Es usted ese muchacho que conoció en Belfast el año pasado, si no me equivoco. Mi hijo James me ha contado que es el heredero de un aristócrata inglés…
– En realidad…
– Escúcheme. Sé que para mi nieta mi opinión no tiene el valor de la de Cillian, pero creo que ambos coincidiríamos en esto – Le interrumpió Dougal muy serio, clavando su mirada en él de manera intensa: – No voy a permitir que se consuele con ella mientras está en esa maldita guerra para que la deje a su suerte cuando esto acabe y quiera a una joven rosa inglesa de su posición, señor Blake. Ésta es una historia más vieja que el mundo, no pretenda lo contrario. Mi hijo y su esposa quizás les hayan permitido encontrarse en casa de otros bajo la supervisión de desconocidos sin aspavientos, incluso si ha sido por circunstancias fuera de su control, y puede que yo ya no sea un hombre joven, pero si mancilla su reputación, créame, que lo va a lamentar.
Charles se sintió como a un jovencito a quien reñían por haberse portado mal. Dougal se irguió: – Cuando Albert y Rose no acudieron ayer a la estación, su obligación era asegurarse que volvía a Glasgow o a esta casa enseguida.
– Discúlpeme señor Maclachlan, pero…
– Dígame, ¿qué opina su familia de esto? ¿Qué dice su primo de mi nieta como futura esposa de su heredero? ¿Y su madre? Sería mejor que los escuche y aparte sus privilegiadas manos inglesas de ella.
De pronto, algo frío recorrió el interior de Charles Blake.
– Quiero a su nieta y mis intenciones son del todo honorables – Se defendió – Le puedo prometer que voy a pedir permiso a su hijo para visitarla en Glasgow la próxima vez. Acompañada, por supuesto.
Dougal Maclachlan lo examinó con atención. Su mirada bien podía parecerse a la de ese antepasado suyo en Culloden Moor.
– No me gusta señor Blake, pero espero que así sea. Ya ha puesto suficiente su honor en entredicho.
Él no era un sinvergüenza como Dougal Malachlan parecía insinuar. Pero Charles pensó que el abuelo de Fiona tenía razón en algo. Su primo Severus, que aún le hablaba de Freda Birkin con entusiasmo, pese a que ésta se había casado cuatro años antes con un parlamentario liberal, no aceptaría fácilmente a una chica de madre católica cuyo padre se había hecho a sí mismo consiguiendo ocupar un lugar de excelencia en el negocio del whisky. No iba a dejar que eso tuviera ningún tipo de efecto en él, aunque podía entender la preocupación de ese hombre, que además acababa de perder a su hijo menor y estaba sufriendo.
Observó en silencio como Dougal encendía la chimenea. El proceso, rutinario, incluía tres piñas, a modo de yesca, y dos troncos cortados al medio que formaban cuatro maderas de tamaño irregular. Luego, el abuelo de Fiona llenó un vaso con agua de una jarra que descansaba en una mesilla auxiliar y murmuró para sí mismo algo ininteligible.
Charles escuchó los pasos de Dougal Maclachlan alejándose con la vista puesta en las llamas de la chimenea que éste acababa de avivar. Observó la mesa ovalada de la sala. Las ropas desechas del tío de Fiona ya no estaban a la vista, pero aún reposaba allí la caja con la que las habían enviado. Los comandantes estaban tan cansados de poner por escrito los detalles escabrosos en las cartas dirigidas a los familiares de los muertos que el número de oficiales que habían muerto de forma limpia e instantánea por un disparo a la cabeza o al corazón estos últimos meses sobrepasaba cualquier apariencia de credibilidad. ¿Pero qué bien podía hacer a nadie conocer ese tipo de detalles?
Por el rabillo del ojo vio a Juliet mirándolo desde la puerta del comedor.
– ¿Va todo bien? – preguntó a la doncella.
– Oh, sí. La señora Rose Maclachlan se ha quedado dormida, agotada de llorar, y la señorita Fiona ha mandado a su abuela a descansar. Se ha quedado en la habitación con su tía por si despierta y necesita algo.
– Claro…
– Señor, Blake…
– ¿Sí?
– No sé muy bien qué hacer aquí – dijo la chica de cabello castaño y pose ordenada y prudente – Sin servicio… no sé cuál es mi lugar. Y me preguntaba si vamos a volver pronto ahora que la señorita Fiona ya está con su familia…
Eso pareció dejar sin respuesta al joven.
– Me gustaría esperar un poco más… querría tener la oportunidad conocer al padre de la señorita Maclachlan.
Juliet asintió aparentemente satisfecha con la respuesta.
–… Es una pena un hombre tan joven y guapo. He visto fotos en el piso de arriba del tío de la señorita, era muy apuesto – Añadió un momento después con la vista puesta en la mesa donde yacía la caja enviada des del frente francés a los Maclachlan – Aunque supongo que podría haber sido mucho peor.
Charles dudó.
– No sé si la entiendo… – la cuestionó.
– Un primo hermano mío apareció vivo en un hospital de Bélgica después que lo dieran por desaparecido durante muchos meses. Sobrevivió, pero… ha perdido la vista y un brazo – La chica hizo una mueca.
– Comprendo…
Pese a la aparente comprensión del hombre, Juliet enrojeció avergonzada.
– Mi padre cree que es mejor que Dios se hubiera apiadado de él. Dijo que a él no le hubiera gustado que le enviaran a casa en esas condiciones para que lo cuidaran por el resto de su vida y convertirse en una carga para su familia – explicó.
Charles la miró.
– No diga eso aquí… estoy seguro que los Maclachlan querrían que su hijo hubiera vuelto a casa, no importa cómo… – suspiró – Aunque supongo que, si yo tuviera de elegir mi destino, preferiría morir luchando dignamente… quizás no si el precio a pagar por volver a casa fuera perder la vista o una de las extremidades… pero hay casos terribles, muchísimo peores. Hombres convertidos en un amasijo monstruoso de carne destrozada, de vendas, de pus y fiebre…
– Juliet, ¿puedes ayudarme a preparar una sopa para mi tía? – La voz inesperada de Fiona les sobresaltó. Estaba blanca como el papel y Charles comprendió que había escuchado al menos parte de su conversación. – La cocina está al fondo del corredor a la izquierda, si no te importa, vengo enseguida. Quizás puedes empezar a calentar el agua por mí, por favor. Hay ollas en el primer armario, entrando a la derecha.
– Claro.
La joven criada se retiró.
– Fiona…
Estaba furiosa.
– ¿Cómo puedes hablar así?
– Es la verdad – Charles se acercó para explicarse – Piensa en lo que sería estar atada a un hombre que ya no lo es en un sentido estricto… yo preferiría ahorrar eso a alguien que quiero y, egoístamente, también ahorrarme ese dolor a mí mismo.
Fiona no quiso escucharlo.
– Espero que no pienses por un momento que es lo que yo querría…
– No quería decir… Lo siento, Fiona… Ha sido un tema muy inapropiado por nuestra parte, acabáis de perder a un ser querido – la sujetó al darse cuenta que le temblaba la mano y enseguida dio un discreto paso atrás. Debía demostrar a los Maclachlan que sus intenciones eran las adecuadas y para eso antes tenía que pedir permiso a su padre para cortejarla. – No era mi intención que tuvieras que escuchar eso y menos en un día como hoy.
Fiona cerró los puños. Había escuchado perfectamente la última parte de la conversación y sabía que esa nefasta suposición no había sido para nada sobre su pobre difunto tío Albert. Eso no lo hacía menos horroroso.
– No hablabas en serio… respecto a ti…
El pensamiento la aterró.
Charles suspiró y replicó entonces suavemente:
– Sí, lo hacía. Lo decía sinceramente – admitió – Imagina lo que sería dedicar tu vida a dar de comer sopas o sostener un tenedor porque alguien que quieres ha perdido la capacidad de hacerlo por sí mismo para siempre. He sabido de compañeros de universidad que han perdido parte de la cara, arrasada en una explosión, que cuando volvieron completamente desfigurados ni siquiera eran reconocidos por sus familiares. Rostros sin nariz o mandíbula, cojos o mancos, con el cráneo deformado. ¿A qué tipo de vida pueden aspirar hombres tan discapacitados que no se pueden valer por sí solos o con un aspecto que genera rechazo?
– No digas eso…
Charles se esforzó a fondo por no ceder a la tentación de besarla de nuevo. En lugar de eso, alzó una mano para tocarle el mechón ondulado que caía sobre la frente.
Fiona se giró después de un instante y caminó hasta la ventana. – ¿Cuándo vas a tener que volver a zarpar…?
– Me quedo con Tony en Escocia al menos hasta Año Nuevo. Pero no vamos a embarcar enseguida. Vamos a estar en puerto unas semanas… Fi, eso significa que no voy a correr ningún riesgo por un tiempo – le aseguró.
Fiona quiso creerlo e hizo un esfuerzo por sonreír un poco, su visión nublada por las lágrimas. Él se acercó.
– No es la primera vez que me llamas Fi – sacudió la cabeza – Mi padre me llama así a veces... es su nombre cariñoso para mí.
– Creo que tu padre me gusta. Estoy seguro que le gustaré – bromeó con voz queda –.
Fiona se secó las lágrimas y le miró de pie junto a ella. Debió ver algo en su mirada, pensó Charles, porque no dudó en preguntarle:
– Has hablado con mi abuelo, ¿verdad? ¿Qué te ha dicho?
– No importa…
La evidente evasión en su respuesta la alertó.
– Charles. Me gusta decidir por mí misma y me gusta pensar que soy yo quien va a dirigir su destino – frunció el ceño. Hoy sólo quería llorar por su tío y todas esas vidas perdidas, pero sintió que debía dejar esto claro: – Puede que la sociedad dicte que lo que diga mi familia es importante y no me parece mal que hables con mi padre si quieres, pero si mi abuelo te ha dicho algo que te ha hecho sentir incómodo, yo… Él no tiene derecho a actuar como si fuera una niña pequeña. ¡No lo soy!
Se giró para volver a mirar por la ventana, claramente molesta por la invasión de su autonomía. No necesitaba que Charles le diera más detalles. ¡Oh, podía imaginar como de importante había parecido salvar el honor de su nieta ante éste joven desconocido inglés! ¡Como si ella no pudiera defenderse de un hombre o distinguir sus intenciones!
Las nubes teñían el cielo de gris oscuro, había empezado a llover y la nieve empezaba a fundirse. Grantown-on-Spey era un pueblo rodeado de bosques antiguos y con un hábitat única para una amplia variedad de vida silvestre. La llovizna persistente, el viento y el frío era una constante en esta época del año.
Charles le puso una mano en el hombro para volver a llamar su atención, alargó la mano y le rozó la mejilla con un dedo, un gesto que la hizo contener la respiración.
– No te enfades con él. Acaba de perder a su hijo pequeño y solo quiere proteger a su nieta… – La lluvia arreció y el sonido de las gotas era lo único que se oía en kilómetros.
– Lo sé. Aunque debo decir que suenas mucho más racional de lo que sería yo en tu posición, Charles Blake – admitió con una pequeña inflexión agridulce en la voz, pronunciando con sumo cuidado su nombre. Un instante después, miró la hora en el reloj de pared que había cerca de un sofá. – Debería ir con Juliet. Ha sido muy maleducado por mi parte dejarla ir sola a esa cocina. No habrá encontrado nada más que agua y las ollas… Mi abuela tiene un orden muy particular.
Alzó su mentón para besarlo antes de irse, pero Charles retrocedió a regañadientes.
– ¿En serio? – se quejó Fiona.
– No quiero dar motivos para que tu familia desconfíe de mis intenciones.
Fiona escuchó pasos en el piso de arriba y un vehículo a lo lejos en la calle. Puede que sus padres hubieran llegado al fin. Tras unos segundos dijo:
– Tienes que escucharme. Pase lo que pase cuando conozcas a mis padres, y digan lo que digan, incluso diga lo que diga mi abuelo, no quiero que te sientas obligado a proponer nada precipitado. Si te presionan, yo…
– No te preocupes, estoy aquí porque quiero y deseo hacer las cosas bien. Puedo afrontar las consecuencias.
– No, creo que no me entiendes. Eso ya lo sé pero… no quiero que ellos decidan por nosotros – señaló. Fiona estaba convencida que las obligaciones del matrimonio le arrebatarían parte de su soñada libertad y que sólo podía confiar en sí misma para encontrar su camino. ¿A qué se dedicaba la esposa de un baronet después de todo? –… quiero que nos veamos, puedes cortejarme, hasta pedir permiso a mi padre para un noviazgo, pero sin que esto se vaya de nuestras manos y acabemos en una vicaría sin saber cómo hemos llegado allí – chasqueó la lengua. – Al menos esperemos a que la guerra acabe y hayamos podido pensar bien qué es lo que tú y yo queremos de verdad para el futuro.
– ¿Y si quisiera más que nada en el mundo hacer esa propuesta? – Inquirió Charles.
– Me temo que tendrías que esperar… pero no para siempre – Contestó, arrugando un poco la frente.
No quería perderle ni espantarle, pero no se resignaba a tener que someterse a las rígidas normas sociales que los rodeaban. No aún.
Si se doblegaba demasiado pronto, estaría casada, con hijos, antes que pudiera darse cuenta. Tal como se esperaba de ella. Y su propósito de conseguir un trabajo de periodista que la hiciese respetable y valiosa por lo que hacía, y no por quien era su marido o su sexo, su hambre de conocimiento por el mundo que la rodeaba… todo ello se habría escapado de entre las yemas de sus dedos... como en un sueño.
Puede que, en ciertos círculos, un marido le diera respetabilidad. Pero no quería que la huella más importante que dejara en este mundo fuera por ser la esposa de alguien, incluso aunque adorara a ese alguien en particular. Antes tenía que emanciparse y conseguir algo por sí misma, por pequeño que fuera.
Su tío la hubiera apoyado en esto.
– Vas a hacer que tu familia me mate – dijo Charles.
– No necesariamente – le miró con cariño. – Y dijimos que íbamos a escaparnos a Europa cuando acabe la guerra – bromeó.
– ¿Sin estar casados? ¿Me estás proponiendo una aventura, Fiona? – Él alzó las cejas y abrió los ojos de manera cómica.
En circunstancias más felices, se habrían reído de ello. Y él la hubiera besado fervientemente, olvidándose de todo lo demás aunque fuera sólo por un momento. Los unían meses de correspondencia personal, pero la moral y las buenas costumbres públicas interponían una barrera física entre ellos que quería respetar, incluso pese a ser demasiado consciente de la atracción que latía entre ambos. Entendía que debía esperar a llevarla al altar o a estar cerca de éste para hacerle el amor sin inhibiciones, no importaba cuan tentador fuera lo contrario.
Charles había tenido experiencias íntimas antes y adoraba la pasmosa seguridad con la que ella se expresaba en muchos sentidos, cuán resplandeciente podía ser el futuro que, confiaba, les permitiría viajar después de la guerra. Pero también se consideraba un tipo fiel y de convicciones sólidas, incluso si antes siempre había protegido su corazón. Deseaba que esto fuera distinto a aventuras y noviazgos pasados, quería que esto fuera serio y duradero, y ella no tenía experiencia con otros hombres.
Fiona dio un fuerte abrazo a sus padres cuando al fin llegaron. Hubo nuevas lágrimas, una profunda pena y maldiciones a la guerra.
La joven se pasó las siguientes horas enfrente a una taza de café, abandonada con cuidado sobre una mesilla de la habitación que su abuela había asignado a Rose, escuchando a su madre y a ésta hablar de Albert y el frente. De las hazañas que le había contado hasta ese momento, de los hombres con los que convivía y trabajaba y de lo mucho que continuaba aborreciendo quitar la vida a otros. Fiona intentó hacer acopió de fuerzas para beberse el contenido de la taza y quizás sentirse mejor, pero fracasó miserablemente.
– ¿Por qué, Maeve? ¿Por qué él? – Escuchó a Rose preguntar amargamente a su madre y se detuvo a mirar a su progenitora luchando para encontrar palabras de consuelo, aunque ambas sabían que no había ninguna respuesta posible.
Mucho después de caer la tarde, vio a su padre acompañado discretamente por Charles salir al jardín oscuro y cavar un hoyo donde enterraron las ropas. Más tarde, supo que por expreso deseo de su abuela que no suportaba tenerlas en casa y les había rogado no volver a verlas… ya que no podía resistir el odor de las mismas y creía con fervor que no representaban bien el espíritu y la memoria de su hijo.
Pasarían años hasta que les fuera posible visitar la tumba de su tío más allá de los campos de batalla de la guerra, en el tramo más septentrional de la frontera franco-belga.
Lo único que Rose insistió en conservar ese día, pese a la determinación de su suegra por librarse de cualquier rastro del uniforme al que culpaba de la muerte de su hijo, fue la gorra flexible que, según dijo, él se colocaba siempre hasta la nuca con dedos nerviosos. También quiso guardar la caja de cigarrillos y el encendedor de gasolina que habían encontrado en uno de sus bolsillos.
La Nochebuena fue especialmente triste y aciaga. Y por supuesto, Rose no bajo a cenar.
La presencia reconfortante de Charles a su lado creó para Fiona un espacio en el que respirar cuando la tristeza amenazaba con ahogarla. Puesto que sus abuelos habían dado fiesta al señor Reid y su esposa para celebrar la Navidad en familia y que se negaron a dar trabajo a Juliet, que se ausentó discretamente ante la sugerencia que podía compartir mesa con ellos, su abuela les sirvió ella misma un plato de pastel de carne que les habían traído los vecinos durante la tarde…
En una de las paredes del comedor habían quedado puestos unos adornos de Navidad que nadie había tenido ánimo para quitar. El árbol yacía desbaratado en el jardín.
Fiona se preguntó si en realidad Charles no estaría deseando irse de esta casa después del comportamiento de su abuelo. Pero su padre y su madre le habían dado conversación buena parte de la velada y él había sido exquisitamente educado y considerado…
Al menos a ellos parecía agradarles su predisposición.
James Maclachlan observó a su hija y a ese muchacho inglés, Charles Blake compartir una breve mirada antes que Dougal pronunciase la bendición de la mesa dedicando unas palabras a Albert.
–Nuestro amado hijo, hermano y tío. En el dolor de la muerte, esperemos que el Señor lo reciba y lo llene para siempre con su amor. Y a nosotros nos consuele y nos dé fuerzas… –.
Todos empezaron a comer en absoluto silencio hasta que el mismo Dougal se dirigió a Catrìona para pedirle que le sirviera un poco de agua. La cena se tiñó de una extraña sensación de irrealidad.
James jamás habría creído que tendría que vivir el resto de su vida sin la hermosa complicidad y camaradería con su hermano menor, esa que había tenido a su disposición desde la más tierna juventud. Y pese a todo, allí seguía lo bastante vivo para darse cuenta del dolor en las facciones de su madre y ver profunda ira y desazón en el fondo de los ojos de su pertinaz padre…
No habían tenido nunca celos entre ellos. Y sin duda, Albert, con todos sus postulados modernistas y su anticonformismo, había sido una valiosa ayuda para compartir lo extraordinario y difícil que al principio le había parecido criar a una hija.
Su hermano había estudiado y después había vivido una vida dedicada a su profesión y a su pasión por la historia y la política hasta que se había casado ya pasados los 35. Nada podría consolarlos fácilmente ante el carácter desgarrador de su perdida, pero tarde o temprano, la vida que era así de cruel y despiadada, acabaría abriéndose paso.
James Maclachlan sentía un profundo amor por su esposa y su hija. Por eso había estado tan asustado estos últimos años, pero nunca había pensado que tenía que temer por su hermano, incluso cuando éste se había visto obligado a marchar al frente…
Albert parecía demasiado fuerte y seguro de sí mismo para morir joven. Y él había estado distraído en otras funestas ideas para imaginar esta tragedia. Cuando Fiona había retrasado su vuelta de Belfast, se había hecho a la idea que un buen día aparecería con un apuesto joven rebelde irlandés, llena de ideas insensatas y temerarias que por razones distintas su hermano Albert y su suegro Cillian le animarían a apoyar.
Esa línea de pensamientos le había preocupado enormemente. La situación política en la amada tierra de su esposa era inestable, incluso en medio de esta guerra que los afectaba a todos.
Desde pequeña, Fiona había adorado las historias que contaba su abuelo Cillian y le había fascinado aprender sobre los rituales católicos que su abuela Peggie aún respetaba con admirable devoción.
James, que había desafiado a muchos para casarse con su querida esposa, se había prometido que nunca juzgaría a su hija, fuera cual fuera su elección en la vida, pero había temido lo que ese momento acarrearía…
Los Murphy habían sido un poco reacios a que su nieta fuera bautizada en la Iglesia de Escocia, pero al final Maeve había tomado esa decisión sin pestañear. Ella había vivido en su propia piel el odio y la discriminación que acarreaba ser católico en ciertos lugares y no quería eso para su hija. A Fiona la habían acabado juzgando igual por ser hija de un matrimonio mixto y había crecido para ser esta chica valiente y decidida que amenazaba con comerse el mundo de un bocado.
Estaba casi agradecido que ese joven fuera su elección, aunque aún algo sorprendido.
Aparentaba ser un hombre sensato, inteligente, de lenguaje articulado… y del tipo que no metería a su hija en una revolución. Eso pesaba más para James que su posición.
Charles Blake había sido increíblemente agradable cuando le había echado una mano para enterrar esas ropas hechas añicos que no guardaban ningún verdadero rastro de su amado hermano y, a la vez, parecía tan prendado de su hija…
Desde su perspectiva, era difícil no aprobarlo.
Por eso, aunque estaba agotado y destrozado anímicamente por la muerte de su hermano, le pidió que se quedara un momento después de cenar a compartir un trago de whisky entre caballeros.
Fiona reprimió una mueca cuando escuchó el ofrecimiento de su padre hacía a Charles, pero éste la miró con tanta seguridad que las pequeñas dudas que podían habérsele ocurrido se disiparon.
El abuelo Maclachlan se acababa de retirar y Catrìona tuvo que ser persuadida por Maeve para no acabar de recoger y dejarlo en sus manos.
James se colocó de pie, apoyado en la chimenea. Sirvió un vaso de whisky al invitado de su hija y le rogó con amabilidad que se sentara en el sofá.
Charles decidió que era el momento para hablar, aunque comenzó a preocuparse por la mirada especulativa del hombre. Fiona acababa de retirarse con su madre un momento antes. Esta noche ella compartiría habitación con Juliet que dormía hacía horas.
– Me gustaría su permiso para visitar a su hija con intenciones serias, señor Maclachlan – dijo. Fiona le había pedido que no hiciese una proposición formal de matrimonio, pero esto no era eso. Esperaba que este hombre pudiera deducir de sus palabras cuan decidido estaba a esperar por su vástaga. – Pretendo continuar con nuestra amistad con la esperanza que después de la guerra ella me permita expresar privada y públicamente mi más sincera devoción y compromiso aunque me temo que voy a tener que esperar hasta entonces para pedir su mano.
Desde un principio, James Maclachlan le había parecido un buen hombre, vio como trataba con delicadeza y consideración a su hija, motivo por el cual Charles no dudaba que estaría de acuerdo en respetar la opinión de ésta en un asunto tan delicado como el del amor y el matrimonio.
A James el muchacho le parecía el perfecto para desposar a su hija. El hombre que fuera merecedor de su pequeña no mostraría nada menos que éste respecto por ella. Tomó aliento, aunque entendía ahora más que nunca la necesidad de esperar al final de la guerra, desearía que ese asunto pudiera resolverse pronto.
– Teniente Blake, no dude que estaré encantado de escuchar su propuesta cuando ella nos permita tener esa conversación – Ese muchacho iba en serio y no parecía para nada aliviado ante la idea de dejar para el futuro sus intenciones. James estaba cada vez más convencido que sería un buen esposo para Fiona – Hasta entonces puede visitarnos en sus permisos. He sabido que esta tarde mi padre no ha sido muy amable. Le ruego le disculpe dadas nuestras actuales circunstancias. Un hombre tosco como él debe, seguro, estar aterrado ante el dolor de la pérdida. Podrá, si lo cree conveniente, cortejar a mi hija, aunque deberán llevar chaperona, coincido con mi querido padre en qué no quiero ver comprometido el buen nombre de Fiona.
– Claro – Asintió Charles.
James lo observó un par de segundos mientras le daba un sorbo al whisky.
– Mientras esté en esta casa o si nos visita en Glasgow – midió cuidadosamente las palabras que iba a decir – si se mantienen en espacios abiertos, una chaperona no será siempre necesaria. Confío en el buen criterio de mi hija y en el suyo, supongo que ya sabe lo que puede pasar si se comportan de forma irreflexiva… Eso sí, le pido que sean visitas anunciadas, para que uno de nosotros pueda estar en casa en esas ocasiones. Espero que después de todo, un día sea usted de la familia, Blake. No me decepcione.
– Muchas gracias, señor – respondió Charles – Mi interés por Fiona es firme. Eso no va a cambiar.
James consintió con la cabeza. La barba le daba un aire elegante a su perfil. Charles degustó con cuidado una copa de Glen Càidh, el popular whisky de los Maclachlan, intentando memorizar el intenso y característico sabor ahumado con notas de tierra, cebada malteada y roble y un toque a miel y vainilla.
Mucho después que Fiona se hubiera metido en la cama y el mundo hubiera enmudecido, la joven decidió ir de puntillas hasta el piso de abajo en búsqueda de un poco de agua que le permitiera pasar una sed voraz y aclarar las ideas. Al salir de la cocina, cerró la puerta con cuidado y encendió la débil luz del corredor, dándose cuenta que alguien sollozaba en la galería. Se acercó con paso lento para no sobresaltar a la persona que estaba allí, recolocándose su bata de dormir.
Pronto se dio cuenta de que era su abuela que había bajado hasta aquí para estar a solas con una fotografía de su hijo. Fiona contempló con cuidado la escena, el rostro pálido tan digno y delicado de su Catrìona lleno de lágrimas. Se preguntó por qué hasta ahora nada de esto le había parecido tan real.
Millones de jóvenes habían muerto estos años, había también millones de heridos. Quizás en su infancia y adolescencia no había hecho suficientes amigos entre los chicos de su edad, y aquellos algo mayores, para haber sido lo suficientemente consciente del goteo incesante de pérdidas que sacudía las casas de todo el país… no al menos en toda aquella enormidad.
Conocía a jóvenes debutantes socialities a las que habían presentado en la temporada en Londres, algo a lo que se habría negado a participar, en caso de que su padre hubiera tenido la posición y el mal sentido común para sugerir. ¿Con cuántos chicos que ahora yacían en una trinchera en Francia habrían bailado y coqueteado en ese baile y otras fiestas sucedáneas todas esas jóvenes de su edad?
¿Y cuántos jóvenes de clase baja habían corrido la misma suerte?
Recordó a su tío, su mirada y sonrisa iluminándose al poco de conocer a Rose. La determinación que siempre ponía al defender sus ideas en las sobremesas que ella recordaba de su niñez, cuando él era un joven universitario de veintitantos.
Escuchó a su abuela llamarle repetidamente, con un hilo de voz y un llanto persistente: – ¡Albert! ¡Oh, Albert! –.
Con el corazón roto, Fiona se acercó a la mujer mayor, se puso de rodillas y la abrazó, esperando consolarla de algún modo. ¿Pero cómo iba a consolarla si no podía devolver la vida a su querido hijo?
Grantown-on-Spey, Boxing Day de 1917
Fue un año sin un verdadero día de Navidad en casa de los Maclachlan, aunque por estas tierras los regalos y la verdadera celebración llegaran siempre en Nochevieja. Al día siguiente de una jornada opacada por el luto, los largos silencios y el recogimiento, ambos jóvenes salieron por la puerta de la entrada, pero en vez de dirigirse al jardín, tomaron el sendero que bajaba al lago y que Fiona creía recordar bien de su infancia. Juliet los acompañó discretamente unos pasos por detrás.
Fiona les guió siguiendo el curso del río Spey entre árboles y arbustos que crecían a un lado del camino. Su vestido de lino y seda con detalles de encaje y cinturón de satén había sido teñido a negro la tarde anterior para que pudiera guardar luto apropiadamente y, con un abrigo corto de piel de conejo que dejaba a la vista el vuelo de la falda y la caída de la tela, ella parecía deslizarse por el sendero con él.
Pasaron cerca de un precioso edificio victoriano de piedra reconvertido en un pequeño hotel apenas 10 años antes.
Oírla hablar de su infancia y su primera juventud con tanta franqueza hacía que a Charles se le acelerará el corazón. Se esforzaba por no besarla, resistiéndose a dejarse llevar, pese al profundo efecto que ejercía en él. Durante largos momentos del día de Navidad había tenido éxito en esa determinación: cuando habían estado ayudando a Maeve a ordenar la galería, acompañando a su abuela Catrìona en el comedor o cuando habían hecho un largo inventario del equipaje que su padre tenía que traer pronto de Aberdeen para que Rose se pudiera quedar aquí hasta que naciese su hijo. James Maclachlan había partido esa mañana temprano para disponerlo todo lo más pronto posible.
Veinticuatro horas antes el tiempo parecía haberse detenido entre ellos.
Fiona tropezó con una raíz, pero se sobrepuso rápidamente. Miró a Charles con expresión sonrojada.
– No me has preguntado a dónde vamos.
– Confío en ti… – dijo Charles. La verdad era que no le importaba en lo más mínimo, mientras ella le acompañara.
– Bien, porque es una sorpresa – murmuró.
Fiona se volvió de nuevo hacia el camino. El viento le había despeinado el pelo y aflojado aún más los largos mechones de su moño. A Charles le aturdió la sensación de afinidad, más todavía que la profundidad del deseo que sentía por ella.
Caminaron hasta un recoveco del rio que quedaba escondido entre árboles. Pasar por aquí no era fácil y Charles tuvo que ayudar a Juliet a no caerse. Fiona intentó no poner los ojos en blanco ante sus perfectos modales de caballero.
Charles miró alrededor, hacia un viejo y gran árbol con un agujero hueco a través de su tronco por donde fácilmente cabria una ardilla o un animal de un tamaño similar. En el agua había una pequeña cascada. El curso fluvial se enfurecía a partir de este punto para quedar estancado unos pocos quilómetros más allá, donde los mapas que había visto Charles indicaban que empezaba el lago.
– Este es el lugar preferido de mi padre para pescar salmones cuando es temporada. – Les informó Fiona – ¿Sabías que en Escocia está prohibido pescar los domingos?
Charles asintió con una media sonrisa y la miró a ella y a Juliet.
Fiona. Estaba preciosa. Cabello rojo y tez blanca. Pecas.
– Juliet, me preguntaba si podrías… dejarnos un momento a solas – Su mirada debió acertar con la clase de ruego, porque Juliet asintió, y se apartó con una sonrisa.
– Claro que sí… con su permiso, señorita Maclachlan.
Un momento después, la doncella de los Foyle fingió estar distraída observando los pequeños remolinos que el agua provocaba en el río y desapareció entre la vegetación y los matorrales de ese lado de la orilla. Juliet parecía aprobar de buena gana el romance entre ambos.
– ¿Era este lugar el que querías que viese?
Fiona lo miró fijamente, con determinación y un gesto resuelto. Charles se sorprendió a si mismo contando los centímetros que los separaban. Estaban muy cerca. Doce centímetros, quince como mucho. Fiona levantó la mano para posarla en el rostro de él. En su mentón.
Charles cerró los ojos y notó las yemas de los dedos de Fiona en la comisura de los labios, en los párpados, en la frente.
– Contaba con que le pidieses eso a Juliet… – Ella le besó la mejilla y rozó la boca con sus manos. Charles inclinó la cabeza contra sus manos y buscó su boca. Respiró e inhaló tinta, frutos silvestres y jabón de lavanda. Fiona susurró entre besos: – Yo… quería saber qué tipo de promesa de buen comportamiento le hiciste a mi padre hace dos noches…
– Ninguna que vayas a conseguir que rompa… – dijo en un tono suave que nadie que no estuviera pegado a su cuerpo podría haber oído –… Aunque me tientes de este modo – la rodeó con los brazos y volvió a besarla.
Su piel ardía bajo el uniforme.
– Creo que es oficial, has conseguido gustarle a mi padre – le informó Fiona un momento después – Y a mi madre… esta mañana te ha dado el trozo más grande de pastel de manzana y sus mejores galletas de mazapán.
Los ojos de Charles parecían mucho más oscuros en la fría mañana escocesa. Tenía los labios entreabiertos y Fiona se percató de que respiraba agitadamente. Podía oler el aroma de su colonia… Sus labios eran firmes y cálidos al mismo tiempo. Fiona enredó los brazos alrededor de su cuello y acarició su cabello.
Charles murmuró su nombre mientras la abrazaba con fuerza, tomó su cara entre las manos y volvió a besarla largamente. Cuando bajo los labios hasta su cuello, ambos sintieron un sobresalto interior, tan peligroso como exquisito… Ella revoloteó de nuevo su cabello con las manos conteniendo la respiración y Charles tuvo que hacer un esfuerzo para no tumbarla sobre la hierba helada que tenían bajo los pies. En vez de ello, la empujo lentamente hasta apoyarla contra uno de los árboles, y solo entonces la soltó y apoyo su frente contra la suya.
Por supuesto, sabía que ella también lo deseaba… Pero aun así… debía detenerse en este instante.
– Voy a volver, Fiona. Te lo prometo. Y si me dejas convencerte, vamos a ir a Irlanda y voy a presentarte a mi primo… sin ningún compromiso ni expectativa más que querer verte allí, quiero que os conozcáis. Piensa en ello, por favor. Vamos a ir al paso que tú digas, después de la guerra tendremos todo el tiempo del mundo para planear un futuro.
– Tiempo… – Le interrumpió. En las últimas cuarenta ocho horas había sido golpeada cruelmente por esa realización, aunque eso fuera en contra de la posición que había tomado sobre su noviazgo – Oh, Charles… Estoy siendo muy tonta, ¿verdad? Pidiéndote tiempo. Nadie sabe si va a volver de esta guerra. Mi familia lo ha comprobado de primera mano, aunque antes hayamos querido ignorarlo durante mucho tiempo. Yo misma he vivido indiferente hacia la guerra hasta que la sombra de la muerte ha alcanzado a mi queridísimo tío, que ni siquiera creía en el heroísmo abstracto de la misma. Él no odiaba a los alemanes ni amaba especialmente a los belgas o a los ingleses…
– Me las apañaré y volveré… – le aseguró Charles determinado y entre besos cortos – Ansío tanto tenerte en mis brazos sin temor a provocar un escándalo…
– Bueno, aquí nadie puede vernos. Juliet no volverá si nadie llama por ella… – protestó Fiona, en voz quieta pero persuasiva – Estamos sólo tú y yo. Hace tanto frío que ni siquiera hay pájaros…
Charles dejó caer su cuerpo contra el suyo, apoyando el antebrazo en el árbol y una mano en su cintura.
Fiona lo volvió a besar, ávida por aprovechar el momento. Por encontrar una vía de escape a la tristeza, una huida hacia adelante en medio de esa terrible verdad que era que el futuro era demasiado incierto para atraer especulaciones. Notó el peso del cuerpo sólido de Charles, moviéndose ligeramente contra ella. Un instante después, él se despegó con verdadero esfuerzo de sus labios y apoyo su cabeza en su hombro, exhalando aire.
La forma en la que Fiona tembló, le hizo despertar de su desasosiego. Sus músculos se tensaron. ¿Qué es lo que estaba haciendo?
– Lo siento, perdóname… – dijo Charles entrecortadamente.
Fiona suspiró. Pese a su inexperiencia, sin duda era la que tenía un mayor dominio de esta situación.
– ¡Charles, basta! No soy de porcelana. Esto no es para nada inconveniente… somos dos adultos libres y no necesitamos unas alianzas para besarnos... ¡No sé por qué te preocupas! Pensé que estabas por encima de juicios morales o de valor, no quiero sentir menos que la persona con la que esté… ni ser tachada de disoluta por…
Él se la quedó mirando un segundo y asintió.
– Tienes razón… pero podría malinterpretarse y… – negó con la cabeza – Perdóname… prometí a tu padre que no te pondría en la línea de fuego de peroratas y habladurías.
Fiona se revolvió entre sus brazos, resignada.
El tiempo, desesperadamente breve y valioso, parecía volar de repente.
– ¡Así que aquí es dónde estabais! – El grito vino del sendero por donde ellos habían llegado, entre la niebla y los árboles. Fiona se apartó de Charles y dio unos pasos hacia el camino, pero sólo vio una figura indistinta que se apresuraba hacia ellos. Luego, cuando su visión volvió a estrecharse, pudo distinguir a dos personas más que esperaban a lo lejos. Charles frunció el ceño ante la súbita aparición de la borrosa figura. Quien fuera también llevaba el uniforme de la marina británica. Cuando se acercó, la figura se materializó en alguien conocido. Alto, moreno y apuesto. Impoluto de tal manera que no parecía pertenecer a este entorno de campo.
– Tony…
Muy por detrás, le esperaban Ruby y Fergus.
– ¡Fiona, Charles…! Llevamos rato buscándoos. Tu madre nos ha indicado dónde podíais estar – Tony se quitó la gorra del uniforme y sonrió con prudencia. – Fergus y Ruby se van ya esta tarde. Pero antes mi madre nos manda a por Juliet y Charles… y a ofrecer cualquier ayuda que tus abuelos necesiten.
– Oh… gracias – Fiona disimuló bien su decepción. Aunque deseaba que Charles se quedara más tiempo, había sido consciente des del principio que no podía seguir imponiendo la presencia de casi un desconocido a sus abuelos y a Rose, no en esas condiciones de duelo. Tampoco podían obligar a Juliet a quedarse mucho más cuando éste no era su trabajo. El hogar de los Maclachlan era amplio y acogedor, pero no una mansión. No tenía las suficientes habitaciones ni servicio para que un arreglo de varios días no resultara inadecuado.
Lady Gillingham había sido lo suficientemente atenta para darse cuenta de ello y avanzarse ante la posible impresión de impropiedad.
Ruby, que se había acercado pese a que Fergus con muletas aún les esperaba en la distancia, debió notar la tensión y la expresión contrariada de Charles y Fiona, porque intercedió con la mirada clavada en Tony: – ¿Por qué no decís nada? Espero que no hayamos interrumpido algo… ¡Le dije a Tony y a mi hermano que debíamos esperaros en el jardín de casa de tus abuelos!
– No pasa nada… – Fiona aseguró apurada, aunque el mismo Tony debió reconocer su metedura de pata porque le dirigió una callada mirada de disculpa.
Ruby pareció satisfecha por su expresión y se agarró tímidamente de su brazo uniformado con el fin de no caerse, al pasar por encima de una rama caída para acercase más a ellos.
Un segundo después, la chica abrazó a Fiona amistosamente. – Me alegro de verte de nuevo, dadas las circunstancias. El otro día casi no encontraba palabras adecuadas. A veces es difícil obtener consuelo de gente a quien apenas conoces, pero si necesitas cualquier cosa, aquí estamos…
– Gracias, Ruby, querida.
Ni Charles ni Fiona fueron capaces de reanudar la encendida conversación que habían iniciado antes de la aparición de Tony y los Findlay. Después de tres días y algunas horas en los cuales habían atravesado una montaña rusa de emociones opacadas por la aflicción de la guerra, tenían que despedirse sin saber cuándo podrían reencontrarse.
A primera hora del mediodía, Tony, Ruby y Fergus subieron al coche, un Hudson verde oscuro de seis plazas nuevo de trinca, que pertenecía a los Findlay y no a Tony; y Juliet se sentó inmediatamente después junto al chofer. Éste aún tardó otros quince minutos en marcharse, los que Charles se demoró hasta unirse al grupo y en los que se despidió de Fiona.
La señora Reid, con la ayuda de Maeve Maclachlan, les preparó unos sándwiches antes de irse.
– Parece mentira que hayamos podido compartir apenas unos pocos días en persona…
– Lo sé – Abrazó con fuerza a Charles y enterró la cara en su pecho – me siento como si hubiera pasado un siglo entero desde ese primer momento en Belfast o incluso desde que me viniste a buscar a la estación de tren en Inverness.
– No quiero decirte adiós.
– No – Fiona repitió temblando, en parte por el frío del invierno escocés, pero también por el esfuerzo de retener las lágrimas que asomaron a sus ojos.
Él la besó en la frente.
– Te quiero, Fiona.
– ¿Charles? – lo sujetó del brazo cuando ya se iba, percatándose sin decirlo que él también estaba al borde del llanto – Vuelve si puedes, antes de marcharte de Inverness. Y regresa ileso de la guerra, por favor.
Se verían muy poco después. Porque Charles, que esa semana la llamó cada día desde la elegante casa de Inverness de Tony Foyle y sus padres, no pudo evitar visitarla con un ramo de rosas color rosa palo antes de partir a Portsmouth prematuramente por órdenes de sus superiores. Fiona lo notó cansado, pero no supo hasta mucho después que había estado incubando unas anginas y que tendría que haber guardado cama en vez de visitarla. Al menos había sido durante su descanso y se había encontrado mejor al embarcar. A bordo de los barcos de guerra, los marineros eran presa fácil de resfriados y enfermedades.
– Lo único que podemos hacer es no perder la esperanza – le había dicho Charles durante esa nueva despedida. El rato en qué habían estado juntos en el jardín de Dougal y Cat Maclachlan apenas habían hablado, ambos se habían mantenido tozudamente cogidos de la mano en un día especialmente sombrío y helado – Esto acabará. Sólo tenemos que pensar en el cuándo y en cómo habrá cambiado el mundo de después.
El almirante John Jellicoe, el criticado héroe de Jutlandia "por su precaución" y "su exceso de control", había sido destituido unos días antes por decisión del primer ministro, Lloyd George, según le había contado el mismo Charles esa mañana. La decisión de alejarse de la amenaza de los torpedos le había hecho ganar no pocos enemigos en el gobierno.
Fiona recibió el nuevo año sentada en un coche de regreso a Glasgow con sus padres. Observó las tenues luces de las vías cuando pasaron cerca de una pequeña estación ferroviaria a pocos quilómetros de Stirling. Para ese entonces Charles y Tony ya debían estar de regreso a ese maldito barco al mando de hombres que era incierto si tendrían la misma voluntad que Jellicoe de mantener el mayor tiempo posible a la Gran Flota a resguardo en los accesos septentrionales del mar del Norte.
Aunque aborreciese la idea de lo que podía significar el matrimonio para una mujer joven en su situación, Fiona quería a su lado, de un modo u otro, al hombre arrogante y ferozmente inteligente del que estaba enamorada. Apenas pensaba en otra cosa.
Las semanas que siguieron, tuvo que hacer un esfuerzo por no despedazar cada periódico que hablaba de la guerra en términos de ideal noble y gesta moral a favor de la patria y su rey.
Siguieron carteándose. Impacientes por dejar de conformarse con el mero intercambio epistolar. Ahora se trataba de permanecer en contacto hasta que pudieran reencontrarse…
