Capítulo 6. The 1919 Influenza Blues

"It was nineteen hundred and nineteen;
Men and women were dying,
With the stuff that the doctor called the flu.
People were dying everywhere,
Death was creepin' all through the air,
And the groans of the rich sure was sad.

Well it was God's almight plan,
He was judging this old land,
North and south, east and west,
It can be seen,
It killed the rich, killed the poor,
It's gonna kill just a little more,
If you don't turn away from the shame.

Down in Memphis, Tennessee,
The doctor said it soon would be,
In a few days influenza would be controlled.
Doctor sure man he got had,
Sent the doctors all home to bed,
And the nurses all broke out with the same [...]

Influenza is the kind of disease,
Makes you weak down to your knees,
Carries a fever everybody surely dreads,
Packs a pain in every bone,
In a few days, you are gone.
To that hole in the ground called your grave".

Essie Jenkins (Essie Jenkins, 1920-'30-ish)

"Aren't we the lucky ones to have loved."

— Isobel Crawley, Downton Abbey, Season 4, Julian Fellowes.

Dublín, 11 de noviembre de 1918.

El 11 de noviembre de 1918, multitudes jubilosas celebraron el final de la guerra en todo el Reino Unido. Pero otras nuevas luchas recién estaban comenzando.

Enormes masas de personas se regocijaron en Londres y otras ciudades del país hasta bien entrada la noche. A un mundo de distancia, la joven escritora Vera Brittain, que había cuidado a los heridos en Francia y había perdido a su prometido, sus dos amigos varones más cercanos y su único hermano, escribiría que, a las puertas de 1919, este era ya "un mundo diferente... un mundo en el que la gente sería alegre y olvidadiza, en el que ellos mismos, sus carreras y sus diversiones borrarían los ideales políticos y los grandes problemas nacionales".

Pero en Dublín, otros pensaban justo lo contrario. Fiona Maclachlan se alejó de la multitud preguntándose qué diría su tío Albert de haber sobrevivido y contando las horas para tener noticias de Charles Blake…

Había recibido su última carta en octubre y no había llegado a contestarle pese a que Charles cumplía años ese mes. Aún intentaba dar sentido a la charla que había mantenido con Elinor Blake el pasado verano. No podía parar de preguntarse qué elección era la más sensible en ese imposible dilema. No podía sacárselo de la cabeza. Soñaba con él, se imaginaba que lo veía en la distancia en la calle, y en la imprenta y el mercado; se sorprendía mirando embobada la corriente del río Liffey o el oleaje del mar en la bahía, fantaseando con esa tarde en el estanque chinesco de Killoughagh Castle. Pensava en él en sus frecuentes paseos por la calle principal de Dublín, Sackville Street, o alrededor de Merrion Square hacia el sud.

Para intentar aclarar su mente se había volcado en el trabajo. Comenzó a escribir varios artículos a la vez, a proponer entrevistas casi imposibles que nadie le había pedido y que habían sido recibidas con escepticismo en la dirección del periódico, como la que había hecho a dos de los detenidos por el supuesto complot alemán, dos hombres que las autoridades inglesas habían soltado después de retener durante meses en la cárcel de Frongoch en Gales y enviado a casa por enfermedad.

Ese lugar está lleno de ratas – le había confesado uno de ellos – Escriba, escriba eso en la entrevista, que todos sepan como de infestadas están sus cárceles porque es una clara metáfora para su justicia.

Aquellos eran trabajos periodísticos difíciles que estaba semanas en conseguir y días enteros redactando, por la censura y las trabas que ponían las autoridades británicas a su publicación y porque todo el mundo esperaba encontrarse con Andrew Buchanan, y acababa apareciendo ella y teniendo que dar complicadas explicaciones desde un primer momento.

Con incontables horas escribiendo a sus espaldas, agotada, ahora también se había propuesto hacer fotografías. Michael Gregson se había mostrado encantado por el torrente de propuestas en septiembre, pero en este momento podía adivinar, mayormente por su tono de voz a través del teléfono, que empezaba a estar preocupado por ella. – Tómatelo con calma, Fiona, sería un tonto si rechazara un tema como el que propones con voces nuevas, pero podemos esperar. Guárdate las fuerzas porque en esta profesión siempre hay un enésimo esprint en el horizonte – le había dicho ya un par de veces.

También había insistido en qué podía mandarle un fotoperiodista siempre que lo necesitara como habían hecho ya para varias de sus piezas en el pasado. Pero Fiona había querido probar ella misma con una Vest Pocket Kodak Autographic que otros habían usado en el frente como cámara portátil.

Estaba en el centro cuando vio como una multitud representaba un funeral de burla y teatrillo por el Kaiser: con un coche fúnebre de verdad y estudiantes vestidos como capellanes. ¿Era una bandera del Sinn Féin lo que alguien había puesto sobre el falso ataúd? Debería escribir algo para Michael lo antes posible. Puede que en las crónicas del día del periódico pudieran incluir cuatro líneas sobre como Dublín estaba viviendo el armisticio… aunque no tenía manera de comparar el entusiasmo que veía aquí con el de otras ciudades como Londres o Manchester. Las hostilidades entre los que ondeaban orgullosos la bandera británica y los que no consideraban esa insignia como propia le habían parecido particularmente ausentes hasta este momento. Puede que por las calles hubiera tanto de alivio como de celebración…

Estaba distraída sacando la cámara de la funda y preparando el proceso para sacar más fotografías de la muchedumbre cuando sintió a través del abrigo que alguien la rozaba y la tocaba de manera inapropiada por debajo de la cintura. Cuando se giró, evitó que las manos desconocidas, enormes y huesudas, se quedaran en su cadera, una palma rozándole una nalga por encima de la ropa, pero quién fuera la sujetó del codo con brusquedad al reaccionar. Fiona se dio cuenta que conocía perfectamente al hombre claramente ebrio que pretendía ¿qué? ¿asaltarla? y por un segundo quiso vomitar. Se quedó en estado de shock.

Había tenido un par de encontronazos desagradables con el señor Dempsey desde verano.

Hacía semanas que había decido que tenía que encontrar otro lugar en el que vivir, pero la búsqueda no estaba siendo nada fácil.

Un domingo por la tarde, el señor Dempsey se la había quedado mirando fijamente cuando se habían cruzado en la puerta de entrada de casa. Él iba hecho una cuba y cuando ella se había girado para comprobar que ya se hubiera ido y convencerse que la intensa manera como la miraba eran ideas suyas, éste seguía impasible en el umbral. Menos de un mes después, se lo había encontrado saliendo de su habitación una tarde que había llegado antes a casa. Su esposa lo había excusado, explicándole que ella misma le había pedido que revisar el radiador, pero había encontrado su ropa íntima revuelta por el suelo.

Hizo fuerza para que le soltara el brazo pero antes de lograr articular palabra, alguien más alto que el señor Dempsey se interpuso entre ellos. Ese alguien le dio un puñetazo en la cara a su casero con tanta fuerza que le derribó de espaldas contra el suelo.

Hubo un pequeño revuelo en la calle y Fiona miró rápidamente en torno.

– ¿Estás bien?

– ¡Tony!

– Maldito bastardo inglés – Escuchó farfullar a uno de los hombres que había acudido a socorrer a Dempsey y vio claramente a un par de los jóvenes que acompañaban la comitiva del falso funeral plantarle cara por ello. Fiona, aún en su estupor, se dio cuenta que había que sacar a Tony de allí antes que a alguien se le ocurriera convertir esto en algo que claramente no era...

– Vámonos de aquí…

Tal era el gentío que se concentraba en la calle en ese momento que escabullirse fue fácil. Con una mano en el brazo de Tony, se subieron a un taxi y bajaron cerca del parque Fénix.

– ¿Qué demonios haces en Dublín? – le preguntó, conmocionada. Esa era una sorpresa inesperada. Le habían dicho que Dublín se parecía a un pueblo porque era muy fácil cruzarse con conocidos en el centro, pero esto era demasiado. Tony estaba aquí. ¡Y le había quitado de encima a Dempsey! ¡Cielos! Tenía todas las cosas en casa de los Dempsey… ¿Cómo iba a volver ahora?

La multitud que estaba por todas partes sonaba ruidosa y alegre.

Tony pareció extrañamente callado. – Vine a buscarte. Pero después pensé que era una terrible idea, caminé y me perdí por las calles entre la multitud. El falso funeral llamó mi atención… y allí estabas – se explicó después de un pequeño silencio.

– ¿Me buscabas? Pensé que aún no habríais vuelto de Portsmouth… o que quizás el anuncio de la paz os había sorprendido en alta mar…

El rostro de Tony se ensombreció y entonces algo helado recorrió el interior de Fiona.

– Deberíamos buscar un mejor lugar para sentarnos y hablar. Quizás, en tu casa…

Fiona suspiró. – Bueno, puede que acabes de dejar sin un diente a mi casero, así que…

– Oh…

– No te preocupes, se lo merecía por tener las manos largas y ser un asqueroso pervertido… aunque iba a hacer lo mismo yo misma, antes que me interrumpieras… – dijo con el ceño fruncido. Intentó sonar lo bastante segura de sí misma pese a sentir un profundo repelús al pensar en las manos de ese hombre tocándola.

– Claro – Tony hizo una mueca. – Perdóname. De todos modos, tenía ganas de darle un puñetazo a alguien y cuando vi que se propasaba no pude evitarlo. ¿De verdad, que estás bien?

Fiona rebobinó sus pensamientos, sujetando aún la cámara entre sus manos, se saltó la conversación que estaban teniendo ahora mismo y la inquietud por la aparición de Tony sin compañía alguna, la funesta idea que se había formado en la cabeza un momento antes, ¡no, eso no era posible!, e intentó volver al momento en el que Dempsey había intentado manosearle el culo en plena calle y quien sabe qué más.

Había sido horrible y chocante, nunca le había pasado nada igual.

Se había sentido profundamente consternada y avergonzada por ello durante un instante que había durado una eternidad, y luego se había encontrado huyendo de allí con Tony… ¡Debería haberle plantado cara! Y los amigos de su casero habrían matado a Tony… ¡Oh, Dios! ¡Tony! ¿Qué hacía allí, y sin Charles? Debía centrarse.

– ¿Qué haces aquí solo, Tony? – insistió preocupada apartando todo lo demás de su cabeza. Un nudo en su garganta le impidió decir el nombre de Charles en voz alta. Rogó por favor que no le hubiera pasado nada…

– Acompáñame, he reservado habitación en el Imperial Hotel porque no estaba seguro de qué hacer. Hay un restaurante en la planta baja donde podemos hablar…

Fiona vaciló.


En el trayecto de Dublín a Killoughagh Castle el pasado mes de julio, Tony le había contado todas esas anécdotas sobre sus hermanos, las fechorías de niños en la mansión de sus padres a las afueras de Londres y en sus propiedades escocesas. Fiona había reído la mayor parte del camino y Tony había declarado entre el tono solemne y la parodia que le gustaba mucho más su sentido del humor que el de Charles.

El honorable Anthony Foyle y Charles Blake eran sin duda un extraño par unido por esta guerra…

A veces Tony parecía retraído, algo deprimido, pero Fiona había decidido muchos meses atrás que le caía bien. Y nunca podría olvidar lo muy amablemente que él y su familia se habían portado con ella después de la muerte de su tío.

– ¿Cuál es el problema? – Le preguntó apenas travesaron la puerta del hotel, incapaz de esperar que el camarero les guiara a una de las mesas del fondo, tal y como Tony había pedido. – No me hagas rogar por una respuesta…

Tony aparentó atribulado por su insistencia.

– Creo que se aproxima tormenta. ¿Has visto esas nubes? – La interrumpió. – No parece que la gente se vaya a dispersar de las calles antes que la lluvia arrecie…

– Tony…

Él la miró mudo, como inconsciente, palideció tanto que Fiona temió un síncope.

– No quería decírtelo de repente… pero no sé cómo hacerlo – cogió aire de manera visible – Charles se está muriendo.

El corazón de Fiona se paró.

– ¿Qué… qué dices? – le cuestionó con una voz que no parecía la suya.

– Charles está muy mal – repitió Tony en tono grave – Enfermó de gripe, gripe española, cayó malo tan buen punto llegamos a Portsmouth el miércoles pasado. Llevaba días con irritación de garganta y tos. Luego, vino la fiebre y el dolor de cabeza. Pensé que quizás sus padres te habrían llamado o escrito un telegrama… ¿No sabías nada?

– No.

– No pareció ser nada en un principio – se explicó Tony Foyle – Pero el caso se volvió muy serio hace dos días. Se encuentra en casa atendido por una enfermera que está haciendo todo lo que puede hacerse. Yo estuve allí… pero el doctor… prohibió que nadie entrara en la habitación. No sabía qué hacer y no podía irme a casa sin más… por eso vine.

Fiona no pareció entender lo que él le estaba diciendo y fue incapaz de reaccionar.

– Escúchame, Fiona. Esta enfermedad es impredecible, y mientras hay vida, sin duda debe haber esperanza…

Un camarero vestido de punta en blanco se quedó parado a su lado, impaciente porque le cedieran los abrigos, el sombrero de ella, la gorra militar de él y los guantes de ambos, y se sentaran en la mesa que por entonces ya les había preparado.

– El mejor doctor de Sheffield estuvo en casa de los Blake hace dos noches y dijo que están haciendo todo lo posible – reiteró Tony. – Puede que no debamos avanzar acontecimientos pese al mal pronóstico, Charles tiene a favor su fortaleza. Y el hecho de ser un cabezota.

De pronto a Fiona le pareció que el semblante de Tony era cansado y que incluso había envejecido un poco pese a la insultante juventud de ambos.

La abrazó afectuosamente, sujetó su cámara y la ayudó a sacarse el abrigo después que el camarero carraspeó incómodo en un gesto tremendamente descortés.

Fiona apartó las manos de Tony de su hombro con delicadeza y se sentó en la silla como una autómata aún con su sombrero y los guantes en las manos. Miró por la ventana confundida. Esto no estaba pasando. ¡Charles no se estaba muriendo!

Hacía frío y el aire traía fragor de lluvia aunque no llovía. Incluso a través de las ventanas cerradas del restaurante, se podían escuchar los sonidos de júbilo de la calle. Por todos lados sonaban las campanas, las sirenas y todos los sonidos de celebración imaginables...

En el fondo, había tenido la ilusión que se pertenecían el uno al otro y que eso los protegía de cualquiera que pretendiera separarles sin su expreso deseo.

Amaba a Charles, eso estaba fuera de duda. ¿De verdad había pensado que podría vivir si él sin caer en la más profunda desesperación? Toda esa agonía por las palabras de Elinor Blake… había sido tan torpe, estado tan ciega… Sin él, ni siquiera sus más queridas ambiciones podían tener algún valor en sí mismas. Puede que esa revelación llegara demasiado tarde como para servirles de consuelo a ninguno de los dos… desde aquí ni siquiera podía acompañarlo hasta el final. ¿Cuántos años de soledad se presentaban ante sus ojos? ¿Cómo iba a soportarlos?

La incertidumbre hizo que reaccionará y volviera un poco en sí cuando sus pensamientos se agolparon y dejaron de tener sentido.

– ¿Por qué simplemente no me llamaste? Podría haber intentado venir… llegar antes que…

– No lo sé… pensé que sería más fácil y no sabía qué hacer conmigo mismo. Pese a las recomendaciones del doctor, no podía simplemente irme a casa. Así que, bueno, la pasada noche me subí a un tren y luego a un barco… contaba con que cuando llegara aquí todo el país estaría de celebración en las calles… Llamé de vuelta a Sheffield después de reservar una habitación en este hotel. No pude hablar con sus padres pero su mayordomo me aseguró que no había cambios… sigue muy enfermo, no hay signos de mejoría.

Fiona le miró un largo momento con los ojos encharcados.

– ¿Tú te encuentras bien? – la voz le temblaba.

– Sí. Me encuentro perfectamente. Estoy bien.

Fiona recordó un par de estúpidos titulares en los periódicos sobre como el brote de influenza era probablemente un signo más del agotamiento por la guerra o incluso una excusa para sabotear las posibles elecciones generales. Pero también el comentario que le había hecho de pasada un oficial del ayuntamiento de Dublín sobre las defunciones: el 8 de noviembre se habían registrado hasta 50 entierros el mismo día en el cementerio católico de Glasnevin.

Habían cerrado escuelas, desinfectado otros sitios públicos con soluciones químicas y le había parecido surrealista que le contasen que el sargento de Arranmore había escrito al castillo de Dublín para preguntar si podían conseguir un suministro de whisky para las víctimas de la influenza, ya que había escasez y algunas personas creían que podía ser de ayuda.

La influenza estaba siendo grave en algunos lugares, lo bastante para que hubiera quien planteara remedios como aquél cuando la medicina y la ciencia no parecían dar una respuesta satisfactoria, había hablado de ello por teléfono con Michael Gregson hace pocos días…

– Recóbrate, Fiona… me estás asustando – Le pidió cariñosamente Tony desde su silla en la mesa. – No debía haber venido ni haberte dicho nada hasta que nada hubiera pasado. Me doy cuenta que he añadido sufrimiento innecesario…

– No, no – Fiona negó rápidamente con la cabeza, saliendo de una especie de trance – Agradezco saberlo, pase lo que pase de ahora en adelante. Pero me gustaría estar allí, aunque no sirviera de mucho…

Él la miró comprensivo, algo parecido al cariño se reflejó en sus ojos y entonces asintió de forma amigable.

– Creo que es la misma gripe que tuvo a mi madre en cama este verano, estuve con ella acompañándola durante horas, si no enfermé entonces, pueda que ya no lo haga… Pero Fiona, podría ser peligroso estar en la misma casa… – Explicó – Y cada hora que pasa hay más celebraciones en marcha por todo el país, me temo que no podríamos salir hoy y tardaríamos más de un día en llegar a Sheffield. Puede que entonces ya…

Tony no acabó la frase pero Fiona entendió perfectamente su significado.

La joven pelirroja inclinó sobre la mesa y negó con la cabeza mordiéndose el labio. No había consuelo posible en esta situación y notó su presión por los suelos: – Ahora mismo querría irme a casa y encerrarme en mi habitación hasta convencerme que esto es una pesadilla, pero a estas alturas no tengo casa en esta ciudad… así que… – Hizo un gesto de exasperación con la mano.

Tony Foyle asintió con cara de culpable:

– Sí… puede que haya contribuido a eso…

– No es tu culpa. No habría podido ni querido volver allí después de que ese hombre hiciera eso…

– Bueno, pero, déjamelo compensártelo… puedo acompañarte a recoger tus cosas y seguro que hay una habitación disponible en este hotel. Puedo pagarla si es necesario.

– ¡Oh, no! Tengo dinero para ello… yo sólo... No me preocupan mis cosas, ahora mismo no quiero ir a por ellas, pero hay un carrete que mandar a revelar… y creo que no me encuentro bien… querría estar a solas y lo más alejada posible de cualquier rastro de celebración… algo que evite que me eche a correr y haga una tontería. ¿Podrías mirar por mí si hay alguna opción de viajar, aunque tengamos que esperar a mañana por la mañana? Si pudiésemos llegar a Sheffield en un período razonable… Estar allí, incluso si no me es permitido entrar en la casa o ya es tarde, sería mejor que permanecer aquí.

– Claro.

Fiona tragó saliva y con una mueca en sus labios, una mala imitación de una sonrisa, se levantó de la mesa y recogió de encima la mesa el sombrero, los guantes y la cámara que nadie había llegado a guardar.

El cuerpo parecía reconocer su pena y se sintió desorientada, comatosa. Al menos aquí con Tony estaba acompañada, pero no quería ninguna otra compañía que no fuera Charles. Si dejaba que esa pena le abrazara el corazón sin una mano en el brazo que la consolara, el dolor estaría más desnudo y puede que se sintiera un poco más cerca de él…

Tony pensó en ofrecerle subir a su habitación para estar sola y esperar a saber algo más, pero no lo hizo. Las normas de convivencia y de conducta propias de la sociedad en la que vivían le impedían tener ese gesto, aunque fuera sólo por amistad. No era lo suficientemente apropiado que invitara a una amiga soltera a la habitación de hotel que había reservado a su nombre.

– ¿Podemos vernos en un rato? Antes de que atardezca me gustaría intentar llamar por mí misma, saber cómo está, si está… pero necesito un momento.

– Sí, por supuesto.

Fiona atravesó el comedor como una autómata. Recogió su abrigo, rechazando el intento del camarero por ayudarla a colocárselo apropiadamente. Cruzó el vestíbulo, pidió estoicamente una habitación, pagó el precio de una noche y una pequeña reserva por si tenía que quedarse más días, dejó un recado para un mensajero que mandara por correo su carrete a un colaborador de confianza de Michael Gregson, porque aquí difícilmente podría revelarlo ella misma y tampoco tendría fuerzas para ello, y finalmente subió la escalera rechazando que la acompañara un botones hasta su planta, rompiéndose en lágrimas en el proceso.

Ya en un cuarto que le costaría lo mismo en una noche que un mes con los Dempsey, se dejó caer sobre el colchón, y se quedó mirando la pared sin llegar a verla. Ni siquiera encendió la luz. Quiso recomponerse y acabó llorando como una criatura desvalida. El peso en el pecho era más fuerte que cualquier pensamiento racional y por primera vez en toda su vida Fiona lloró con hipo y las mejillas empapadas. ¡Charles se estaba muriendo!

La verdad era que se encontraba lejos de casa, a cientos de millas de Charles, y que mañana por la mañana se despertaría en éste desnudo cuarto de hotel cuya vulgaridad ostentosa no le serviría de consuelo…

La gente se había lanzado a la calle a celebrar que un grupo de hombres de bandos opuestos habían firmado la paz en un vagón oscuro de tren y un viaje de este calibre se presentaba casi imposible. Se habían eliminado las tarifas de los autobuses y los ferrocarriles y en todos sitios había multitudes.

Transcurrido un lapso prudencial de tiempo y con sus pesquisas hechas, Tony logró que le dijeran cual era la habitación de Fiona con la excusa que era un familiar cercano. Se paró en la puerta, dudó en llamar al no oír ruido alguno, pero finalmente descartó molestarla y pasó de largo hacía su estancia. Podía dejarla a solas un rato más.

Fiona acabó por dirigirse a la ventana y acurrucarse frente al ventanal viendo pasar centenares de personas en ambiento festivo y en paz.

Un sinnúmero de gente desfilaba por las calles cantando y vitoreando, hombres de todas las clases, soldados y mujeres con el cabello desatado. Se sintió como en un sueño, el sueño de una tarde de tormenta en la que no llegó a llover, el cielo se mantuvo amenazante, puede que chispeara o incluso que lloviera en algún momento, pero el asfalto se mantuvo mayormente seco mientras lo observaba, algo realmente extraño para cualquier tarde de noviembre en Dublín.

Si Charles se iba y no podía hablar con él, si no había ni una palabra ni un abrazo de despedida, no podría superarlo nunca. Ella también deseó morir. Por primera vez en toda su vida quiso que un vacío oscuro y definitivo le arrebatara el corazón para no tener que seguir escuchándolo latir. Ahogó un grito llenó de dolor y agonía contra uno de sus puños.

Rogó para que Charles se salvara con todas las oraciones que su abuela Peggy le había enseñado de pequeña. – Aguanta, mi amor. No me dejes.


Sheffield, el mismo Día del Armisticio.

Elinor Blake consiguió con insistencia que el doctor que atendía a su hijo la dejara entrar y hacer vigilia sentada al lado de su cama.

El medico les había dicho que a algunos enfermos se les ennegrecían la cara y las extremidades y que una vez que eso aparecía la muerte sobrevenía en cuestión de días o horas. Pero Charles estaba blanco, tremendamente pálido y con sudor frío. Su hijo yacía semiinconsciente en la cama de la habitación donde había crecido y el olor a enfermedad era como de paja enmohecida.

El doctor Bill Kelly era un médico de unos cuarenta y pocos años con el cabello liso y charolado y fino bigote aunque en ese momento llevaba una especie de gasa como cubre bocas.

Entró en la habitación con su abrigo en el brazo y en la mano libre una maleta y su sombrero.

– La enfermera Redgraves va a quedarse al cargo. En la casa de los Loxley han enfermado dos de las hijas, la más pequeña de 14 años, y parte del servicio. Debo ir – se explicó.

Elinor asintió sombríamente. Se sirvió un vaso de agua – Espérese y le caliento el café.

– No, muchas gracias. Es urgente que vaya – contestó el médico en voz baja. Escribió unos garabatos en la hoja de un formulario y se la entregó – Esta es una enfermedad extraña. A veces va tan rápido… Pero otras transcurre durante días. Puede que haya un cambio, aún no podemos tirar la toalla, señora Blake. Usted debería descansar, su hijo está luchando extraordinariamente… ¡Oh! y no se quede aquí, ya les he dicho que es mejor que… ¡no quiera caer enferma!

– Es mi hijo. No voy a irme a ninguna parte… – dijo y el médico pudo ver en su rostro los estragos del insomnio de las noches anteriores.

Elinor suspiró y se frotó la frente como si, de hecho, le doliera mucho la cabeza.

El doctor vaciló pero no quiso discutir de nuevo con ella.

– Lo entiendo. Recuerde la habitación debe estar ventilada. Y… use gasas para protegerse. Vuelvo a insistirle en ello. Una gasa plegada en siete u ocho dobleces desde la mitad inferior de la nariz, puede sujetarla por medio de una cinta. Rocíela con unas gotas de gomenol en la parte exterior, lo tiene escrito aquí… – le ofreció la hoja de papel –… renuévala o hiérvala cada vez que entra y sale de esta habitación. Todas las personas que entren deberían protegerse. Aunque cuantas menos haya, mejor.

– Doctor…

– ¿Sí?

– Esta madrugada con tanta fiebre estuvo como horas diciendo disparates…

El médico de los Blake no pudo evitar una mueca. – Claro, esta mañana ya le dije que eso era normal en cuadros con temperaturas tan elevadas. Voy a volver en un par de horas, cuídese ¿ehm?

Inquieta, Elinor se levantó y volvió al escritorio de Charles. Allí en una silla habían dejado la chaqueta de su uniforme. Desplegó por enésima vez la carta que su hijo había llevado consigo en uno de los bolsillos y que al parecer había querido entregar en persona. Escuchó la puerta de la habitación cerrarse después que el médico se marchara.

"Cariño mío:

Creo que por fin estamos llegando al final de esta guerra. Uno puede adivinarlo por la cantidad de soldados que están mandando a casa. Quizás ya nos hayamos reencontrado cuando te llegue esta carta que espero que recibas sin contratiempos. ¡Si alguna autoridad la lee puedo estar en problemas! Turquía está a punto de recapitular y la batalla de Vittorio Veneto va a acabar en Austria. No sé si debería ser tan optimista sobre esta condenada guerra pero me resisto a ser otra cosa…

El amor es un maldito fastidio, sobre todo cuando está unido a la distancia.

Creo que te gustará saber cómo se encuentra el ánimo de los hombres. Al fin y al cabo, todo el mundo está ya totalmente harto y quedan pocas fuerzas o patriotismo. Espero de verdad que nadie lea esta misiva, porque me fusilarían por esto que voy a decir (puede que lo mejor sea entregártela en mano): a nadie le importa ya un rábano que pase con los gobiernos, todos queremos acabar e irnos a casa. La mayor esperanza es que la paz llegue en las próximas semanas porque estamos agotados. Pero no te preocupes, amor, seguiré hasta el final, contigo y mis padres en el pensamiento. El esfuerzo que hago es para vuestra seguridad y eso lo que me da fuerzas para soportar los peores días.

¡Mi primer objetivo y aliciente es volver a casa sano y salvo para plantar cara a ese futuro que nos espera! Mi madre me ha confesado en una de sus cartas que tuvo una conversación contigo en Killoughagh Castle, no quiero imaginar que ese es el motivo por el que no he recibido respuesta tuya de mi último envío. Estoy seguro que como otras veces tus palabras se han retrasado por algún oficinista harto de leer las cartas de los soldados y de todos los que les aman.

Aún con su mejor intención, quiero que sepas que mi querida madre no tiene ninguna razón en esta cuestión. Es esta guerra y no tú quien me ha arrebatado prácticamente todo el patriotismo ciego con el que me alisté, y si heredo las propiedades de mi primo, no es para repetir los mismos errores de su generación. Aunque quisiera, no podría, porque el mundo ya ha cambiado. ¿Y cómo me alejarías tú de allí? ¡Eres el principal motivo para querer estar en Irlanda ahora mismo! Siempre me imaginé asumiendo esa responsabilidad familiar al envejecer, después de una vida entera en Londres, algo que hasta hace poco veía como mucho más estimulante intelectualmente. Puedo verme mucho antes en Killoughagh Castle de tu mano, durante temporadas mucho más largas… ¡Tenerme allí mucho más seguido, es eso mismo lo que ha querido mi primo desde que cumplí 18 años!

En cuanto a la religión, que Dios me perdone, no ocupa ni uno de mis muchos pensamientos estos días, y menos si por ello ha de peligrar el compromiso con la mujer que amo.

No voy a marcharme de tu vida.

'Au revoir' mi amor, mantente a cobijo hasta que amaine la tormenta, aunque sé que en Dublín y Belfast hay otras nubes en el horizonte y no quiero que pienses que no las temo o no pienso en ellas, simplemente estoy seguro que esas tampoco no nos van a poder separar, mi cariño implora tu corazón.

Con mi más ávido afecto. Rendidamente tuyo,

Charles".

Elinor Blake volvió a doblar la carta cuidadosamente con lágrimas amargas. Le había pedido a esa chica que no dijera nada a su hijo sobre su conversación pero después había hablado con Theodore y él la había convencido que fuera sincera con Charles. Ambos sabían que él era terco y que siempre había odiado que intercedieran en su vida personal. Aquella vez se había enfadado tanto porque habían invitado a Kathleen Miller, la hija de unos amigos, a cenar… Había hecho de tripas corazón y le había contado todo lo que había dicho a Fiona, el por qué pensaba que esa historia no podía funcionar y no debería acabar en boda. Charles le había contestado por carta que amaba con todo su corazón a su chica escocesa y que no podía importarle menos la política y la religión, que admiraba su pasión y sus ideas, y eran lo suficiente maduros para navegar por sus diferencias.

Elinor no había quedado para nada convencida, pero ahora su hijo estaba en cama, se moría, y ella daría lo que fuera por decirle que siempre estaría de su lado… por verlo esperar radiante la llegada al altar de la mujer que amaba. Deseó que Dios le bendijera con esa oportunidad.

Había una segunda carta para Fiona en el bolsillo de Charles pero Elinor había dejado de leerla tan pronto las primeras líneas se habían dibujado en su visión. Era algo demasiado íntimo.

"Dentro de este amor que siento por ti, hay un deseo que intento mantener a raya. Te quiero con todo mi ser. En mis sueños te atesoro, te mantengo a salvo… beso tu cuello, tu sonrisa, con mi deseo más apasionado. En mis pensamientos te hago el amor sin parar todo el día… Te perdonaría si creyeras que estoy loco por escribirte estas líneas…".

Elinor volvió a acercarse a su hijo cuando éste se movió incomodo bajo el peso de las sabanas, aun inconsciente. La fiebre de Charles subía y remitía. Le tocó la frente para comprobar la temperatura. En ese momento la enfermera entró en la habitación, la miró impenetrable y después de un leve gesto de amabilidad con la cabeza la ayudó a aplicarle toallas empapadas de agua fría para bajarle la fiebre.

Tal como había hecho la noche anterior, Charles nombró a Fiona en sueños…


Dublín, esa tarde.

Antes que el atardecer se cerniera sobre la ciudad, Fiona se puso de pie y bajó la escalera. Hacia horas que se había aislado del mundo. Llamó al Manchester Guardian y dejó un mensaje para Michael Gregson. Sintió la algarabía de la calle cuando travesó la puerta del hotel para tomar por fin el aire. Al cabo de unos momentos, apareció Tony, que se encontraba en el hall en ese momentoy que la había visto caminar hacia el exterior un segundo antes.

– ¡Fiona!

El tono de Tony le pareció demasiado jovial, sobretodo en contraste con su estado de ánimo luctuoso y desolado, pero pronto se dio cuenta que éste no estaba solo. Un hombre que también vestía el uniforme de la marina, con un montón de galones en el pecho, le acompañaba.

– Tony – preguntó Fiona casi sin aliento – ¿Todo va bien?

– Creo que sí – le contestó – Antes de encontrarte ya había hecho algunas pesquisas por si decidía volver a casa hoy mismo, aunque debo decir que sin muchas esperanzas de éxito. Supe que el capitán George Armitage estaba en Cork. Así que le volví a llamar esta tarde. Éste es el comandante Fisher, nos ha conseguido un billete a Liverpool para esta misma noche.

– El capitán aprecia mucho a su prometido, señorita Maclachlan. Me ha rogado que les facilite al máximo las cosas para que puedan viajar a Sheffield lo antes posible – dijo de pronto el oficial desconocido. Fiona miró sorprendida a Tony pero no se atrevió a hablar y estropear o contradecir la historia que fuera que éste hubiera contado al susodicho capitán.

La desesperación impulsó a Fiona a ignorar cualquier ápice de prudencia respecto a este viaje.

– Tenemos que llamar a los Blake, Tony. Para saber cómo sigue.

– Discúlpame, Fiona – dijo Tony con rictus culpable – Sé que dijiste que querías llamar tú, pero debía asegurarme que no íbamos a viajar en vano. Acabo de hablar con alguien del servicio de los Blake. No hay cambios… pero el doctor cree que esa puede ser buena señal. Ha resistido muchos días ya raspando lo peor… quizás lo consiga si resiste la próxima noche…

Fiona se sintió flaquear aún más. ¡Oh, Charles!

Puede que éstas fueran buenas noticias, pero el temor a lo peor constreñía su garganta y mantenía su corazón en un puño.

Si no fuera porque Tony le ofreció su brazo, hubiera caído al suelo al bajar el último escalón que ocupaba en la entrada del hotel. Puso los pies con cuidado en el asfalto de la calle.

– Nos vamos ya, Fiona. No sufras por dejar tus cosas en casa de esa gente con la que vivías… He pedido al hotel que manden a alguien a recoger toda tu ropa. Le pagaran bien por asegurarse que no se deja nada y chequearan que trae tu equipaje a buen recaudo. Sólo tienes que indicarles cual era tu dirección.

– Tony… eso ahora es lo de menos…

– Lo sé. Pero es mejor que nos aseguremos que todo lo que tienes en esa casa está a buen seguro, ya que vas a estar unos días fuera de la ciudad. Ya tendrás tiempos de visitarles y dar, no perdón… – se corrigió –… pedir… las explicaciones que haga falta.

Ella consintió con un gesto y pintarrajeó una dirección en un papel que llevaba en el bolsillo del abrigo. Siempre llevaba papeles y una tiza de grafito en el bolsillo desde que trabajaba de periodista. Tony hizo una seña a alguien de recepción y cedió el papel a uno de los muchachos que ejercían de botones en el hotel, tal y como parecía habían hablado. Una vez con eso resuelto, el hijo de los vizcondes Gillingham buscó con la mirada el coche que los esperaba al otro lado de la calle. – Vámonos.

Fiona estaba a punto de subir al coche cuando vio como una mujer se acercaba en la calle a un hombre trajeado que no reconoció en absoluto pero que ésta sí debía saber bien quién era. La desconocida arrojó una Unión Jack a la cara del hombre y, pese al ambiente festivo que había por todos sitios y el interés creciente de los peatones que se agolpaban en las aceras, le gritó muy enfadada: – Ya es hora que los rebeldes os la traguéis. ¿Dónde está ahora el Sinn Féin y el oro alemán? ¡Traidores!

A continuación, le escupió en la cara y se perdió entre la multitud ante una mezcla de cantos probritánicos y los gritos indignados de un grupo de jóvenes que se encontraba de gresca en una de las aceras.

– ¡Dios mío! – Fiona escuchó a Tony exclamar a su lado – ¿Esto es normal?

– No es nada excepcional… – Le contestó el comandante Fisher que se había unido a ellos para acompañarles hasta el puerto. – Quién sabe si el final de la guerra hará algo para unificar Irlanda, aunque sea en recuerdo del sacrificio compartido de los hombres de esta tierra que han perecido en Europa… Me temo que expondrá aún más las divisiones políticas.

Fiona no dijo nada, estaba convencida que en este momento el desacuerdo sólo podía empeorar.

Sabía por experiencias vividas en los últimos meses que si la escena hubiera sido al revés los dos policías que estaban en esa calle y que habían visto la escena en primera fila con cierta indiferencia, habrían corrido a detener a la mujer y llevarla a comisaría, donde no acostumbraban a ser agradables.

Y puede que fuera por su propio sesgo, pero pensó que el comandante Fisher estaría significativamente más molesto por la conducta exhibida por la mujer de la bandera.

Irlanda estaba bajo control inglés y los ciudadanos que se oponían a ella seguían siendo tratados como inferiores, simplemente porque eran irlandeses, no ingleses, y no se suponía que tuvieran derecho a quejarse.

Sin mencionar que el ejército británico recorría periódicamente Irlanda para "patrullarla" con actitudes sistemáticamente espantosas.

Se sintió muy mal al darse cuenta que en las actuales circunstancias no sentía rabia ni la suficiente indignación por ello… sólo una sorda indiferencia. Los retos a superar como sociedad después del primer estallido de alegría por el final de la guerra, el conflicto in crescendo en Irlanda, todo ello parecía palidecer ante un escenario tan terrible como la muerte de Charles.

Debía llegar a él… y entonces quizás podría volver a pensar con claridad… darse cuenta de lo privilegiada que era por poder distanciarse a sí misma de los problemas políticos y sociales que afectaban en masa a gente real cuando las cosas se torcían en su vida…

Días después supo que una turba hostil había atacado esa tarde la sede del Sinn Féin. Sonaron disparos, mezclados con insultos y gritos de "¡Dios salve al Rey!". El estado de terror reinó en todo el barrio hasta muy tarde, cuando la multitud se dispersó…


Sheffield, 12 de noviembre de 1918.

El grito de angustia de su madre y un portazo eran lo último ruido que recordaba haber oído cuando se despertó en la cama, confuso y sediento. Aún tenía fiebre. Una mujer vestida de enfermera, que olía a lejía, se inclinó sobre él y le tendió un vaso de leche. Charles la miró y a sus ojos pareció tan confundido como estaba.

– Beba. Es leche caliente con canela. Y debe tomarse también una aspirina – le indicó la mujer – Ha estado muy enfermo, pensaban que no se despertaría. Esto lo ayudará a fortalecerse.

– ¿Qué me ha pasado? ¿Y mi madre?

– Tenía una fiebre muy alta. La llaman la 'dama española', a la enfermedad. Hay muchos más casos en la ciudad. El doctor ya no sabe qué hacer. Dos de las hijas de los Loxley han muerto en las últimas horas. Beba, beba leche, le ayudara.

– No creo que pueda tragar nada como esto… tengo sed, preferiría agua…

La enfermera fingió no haberlo oído.

– Dé las gracias a la leche con canela – declaró con la sonrisa más áspera que había visto en alguien como esta mujer, bajita y pequeña y de ceño firme – dicen que es lo único que funciona… aunque no en todos los casos, claro.

Charles intentó oír si había pasos en el pasillo pero la casa parecía en silencio. – ¿Y mis padres? – cuestionó.

Encima de una de las mesillas de noche de su habitación estaba la gruesa biblia anglicana que reconoció como una de las más queridas pertenencias de su madre.

Sintió la sensación de humedad de la fiebre en el pecho y la rugosidad del nuevo paño frío que la enfermera colocó en su frente.

– ¿Cuánto tiempo hace que se fue mi madre de aquí? – insistió. De repente volvió a sentir la necesidad urgente de dormir, notó que estaba sumamente débil cuando se volvió a tumbar completamente en la cama. Pensó que debía orinar antes de perder la consciencia e intentó resistirse a la ola de sueño. – Tengo, tengo que usar el servicio…

Envolviéndolo en la sábana con un suspiro, la enfermera Redgrave lo ayudó a incorporarse y lo acompañó a orinar. Los huesos le dolían uno por uno, pero ya no tenía las toses que había notado por primera vez aún a bordo del barco de su compañía y que habían provocado que le doliera el pecho durante todo su viaje de regreso a casa. Apenas miccionó unas pocas gotas con un enorme esfuerzo.

Cuando volvió a la cama el terrible sueño y su endeblez pudieron más.

– Duérmase, señor Blake – dijo la enfermera. – La biblia de su madre le protegerá y puede que la protege a ella también. No se preocupe.

– Pero pensé… – Le vino a la mente otro pensamiento – Espere, debo llamar a Fiona… avisarla que estoy en casa…

– ¿Quién es Fiona? Balbucea y dice usted tonterías, señor. Debe descansar.


– Charles es un hombre de recursos, que hace que las cosas pasen, muy organizado, muy práctico y muy competente en todo aquello que se propone, es uno de los mejores oficiales de su rango que he visto en alta mar… si la guerra hubiera durado medio año o un año más estoy convencido que habría llegado a comandante o a capitán – Estaba diciendo Tony cuando la silueta de la casa apareció de repente frente a ellos a las afueras de la ciudad.

Pese a ser primera hora de la mañana, había luz en las ventanas del segundo piso y bajo cubierta. Hacía frío en el campo inglés y el sol apenas empezaba a salir en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja. Fiona contuvo el aliento. Fuera lo que fuera que les dijeran al llegar algo cambiaría para siempre. Ahora sabía que no podía vivir sin él.

Hubo un silencio sepulcral, como si el tiempo se hubiera detenido absorbiendo todo el ruido.

Fiona tenía los ojos inyectados de sangre. Mientras Tony hablaba, ella se movía inquieta en el asiento, nerviosa se pasaba los guantes de una mano a otro, los enrollaba en sus dedos, los apretaba hasta formar una bola, los desenrollaba.

Podía recordar sus cartas casi de memoria, incluso aquellas partes más tontas. Charles le había enviado una postal ese invierno llamándola "mon chéri" y "mon ange". Y ella había disfrutado perversamente encabezado su siguiente carta con un "Mi estimado Chuck, ¿podemos evitar el francés?". Él había firmado una de las cartas de ese verano con un "Aquél a quien aún nunca has enviado una foto. ¿Puedo pedirte una?" y Fiona le había enviado un bucle de cabellos envuelto en papel de algodón con la réplica: "Odio que me hagan fotos, espero que esto te sirva. Mi padre aún guarda un mechón de cuando cortejaba a mi madre en un cajón".

Después de las palabras de Elinor Blake, Fiona no había sabido, o no había querido saber, qué era correcto hacer con su floreciente relación. Podía reconocer que la mujer tenía razón, pero no podía verse renunciando enteramente a él ni tampoco a todas las otras partes de sí misma. Puede que fuera una posición egoísta, por eso no había llegado a responder la última carta. Pero eso había sido antes. Antes de poder perder para siempre lo único que importaba… su vida.

El coche se acercó más y más a la casa, diáfana en apariencia pero al más puro estilo de la campiña inglesa. Hacia un rato que habían dejado atrás la ciudad y el pesado humo de sus industrias del metal, un sector que había seguido en marcha durante la guerra.

Cuando el chofer frenó frente a la puerta principal, Fiona se quedó absorta. No quería ir, si no bajaba de este coche, no podía pasar nada malo… o al menos podía fingir que todo estaba bien.

Puede que fuera por esa misma razón por la que, aunque lo había planeado mentalmente durante la travesía en el ferri a Liverpool y antes en el hotel, había acabado por no pedir a Tony que la ayudara a encontrar un teléfono y volver a llamar a casa de los Blake. No podía enfrentarse a lo peor.

Cuando alguien que supuso era un criado le abrió la puerta del vehículo, Fiona salió de allí con inquietud y aferrándose a una ligera esperanza, dirigiéndose a Tony con gesto inquisitivo.

Éste se encogió de hombros y luego le contestó con una sonrisa forzada: –Hablaremos con sus padres y luego podrás visitarlo. Todo irá bien, ya lo verás.

No, todo no iba a ir bien.

Una de las criadas apareció en el jardín visiblemente preocupada. Les miró como traspuesta y entonces se dirigió otra vez hacía la casa.

– Se habla en voz baja de la peste… y ahora hay visitas ¡fantástico! Fiebres, escalofríos, toses profundas, dolor de pecho, esputos de sangre y el morir, la absoluta nada – Fiona le escuchó refunfuñar – ¿Qué tanto quieren ver? Que pasen, que pasen…

El criado que les había recibido les dirigió hacia dentro con expresión sombría pero sin decir una palabra.

– Tony, espera… – Fiona dijo aturdida.

– ¿Sí? Fiona, estoy seguro que, si está consciente, te está esperando…

Acababa de darse cuenta del coche fúnebre que estaba aparcado en medio del jardín.

Un escalofrío le recorrió la columna, un único pensamiento ocupó a su mente.

– No puede ser… – murmuró – no puede ser...

Se le cayó el mundo encima y se echó a llorar aunque no fue exactamente consciente de ello.

Tony la miró sorprendido y aún no muy alarmado: – ¿Qué tienes, Fiona?

– Charles… Es muy tarde para despedirnos – sollozó sin querer.

– ¿Por qué dices eso? – preguntó Tony – Acabamos de llegar…

– Hay un coche fúnebre, Tony. ¿Qué crees que significa? – dijo Fiona con las lágrimas ya inundándole las mejilla y la vista borrosa.

Tony dudó visiblemente conmocionado, dándose cuenta de ello en ese momento. – Pero el médico dijo que hay mucha gente enferma en la zona… puede que alguien del servicio…

Hizo una pausa en su llanto, un poco pálida. Tony también se calló. No parecía una suposición realista. Fiona buscó con la mirada al criado que les acompañaba para obtener una respuesta, pero éste ya había entrado en la casa. Puede que a avisar al mayordomo o uno de los señores Blake… sin duda nadie había esperado su visita esta mañana.

La pelirroja se paró en seco antes de atravesar el umbral de la puerta. Tony la observó detenidamente.

– No puedo hacer esto…

– Sí que puedes – dijo él – Sea lo que sea no vamos a descubrirlo quedándonos aquí fuera.

Con el corazón abotargado de angustia por el temor a malas noticias, Fiona escuchó el sonido torvo de sus zapatos de tacón de saldo pisando el delicado suelo de madera del recibidor. Sus pasos agiles pero temblorosos entraron luego en la sala que el criado les indicó.

El cambio de la claridad creciente del jardín a la oscuridad del interior le cegó los ojos un momento y por un segundo precipitó sus pies al interior con desazón. Pensó sin proponérselo que había una cierta atmósfera de muerte en esa casa y eso la paralizó.

Su respiración, agitada hasta entonces, se heló. Daría lo que fuera por escaparse de aquella sensación de mortandad y respirar una vez más el aire de la calle. Sin embargo, debía estar aquí.

Un escalofrió le recorrió como un látigo y fue incapaz de reaccionar cuando Theodore Blake salió a recibirles vestido de duelo y con ojos vidriosos. Puede que saber lo peor fuera preferible a esa horrible incertidumbre.

Notó como Tony caminaba hacia el hombre en esta pequeña y claustrofóbica estancia. El mobiliario de la sala era elegante pero con acabados rústicos, los sofás de líneas suaves y grandes cojines. Una fuerza invisible la mantuvo inquieta y asustada incapaz de mover un solo musculo hasta que el padre de Charles por fin logró articular palabra.

Alguien descorrió las cortinas de la habitación mientras Fiona empezaba a dar sentido a lo que el hombre estaba diciendo.

– Ha sido algo muy rápido. Ayer estaba bien, tenía jaquecas pero insistió en permanecer al lado de Charles durante todo el día. Luego, se desplomó después de cenar… le subió la fiebre y hubo momentos en que no parecía recordar donde estaba. Mi mujer, pobre Elinor. Ha muerto esta madrugada. El doctor ha dicho que probablemente no haya ayudado en nada que se callase los síntomas y no nos alertara que ella también tenía fiebre hasta que no pudo mantenerse en pie.

– ¡Oh, señor Blake! Cuanto lo siento – declaró Tony – Estuve aquí y parece imposible, cuando me despedí anteayer parecía estar absolutamente bien, como imaginar… ¿Cómo sigue Charles? ¿Él...?

– Está mejor. Pudo pasar la noche. El doctor dijo que se pondrá bien.

Theodore siguió hablando a Tony con apenas un hilo de voz. Lo hizo sobre los preparativos para el funeral de Elinor. Fiona se quedó mirando la escena con una mezcla de alivio y horror… la angustia de la noche anterior abandonándola por completo pero con una pesada tristeza por el gesto perdido del hombre que tenía delante. La cálida sensación de saber a Charles sano y salvo extendiéndose en su pecho al mismo tiempo que la pena por una mujer de tanto carácter como Elinor.

Había un dulzor amargo, desagradable y lánguido en aquello.

Observó un momento la luz que entraba por la ventana. La mañana se presentaba acre pero soleada a medida que la bruma de la madrugada se levantaba entre los árboles.


El doctor permitió que Charles volviera a tener visitas esa tarde, mientras permanecía acostado. Habían ventilado la habitación por enésima vez y hacia un frio terrible en ella.

Fiona acudió con un nudo en la garganta pese a saber que estaba fuera de peligro. Pocas horas antes, había sido testimonio de como el luto envolvía dolorosamente la casa por la reciente muerte de Elinor.

Se sintió extraña al entrar a su habitación y tremendamente agradecida al verle.

– No puede estar mucho rato – le informó la enfermera antes de irse puerta para allá. Ella asintió y entró en la habitación con unos primeros pasos vacilantes, sujetando un pañuelo de seda con un horrible olor a desinfectante contra su nariz tal como le había indicado la misma mujer.

Se acercó a la cama donde Charles se mantenía acostado boca arriba con expresión doliente y sus manos entrelazadas sobre el pecho. Estaba mirando el techo y una extraordinaria palidez se extendía por sus facciones. Respiraba con normalidad, en perfecta correspondencia con el ligero movimiento de su abdomen. Lo observó un momento, congelada por un océano inmenso de emoción.

– Fiona, has venido… – dijo mirándola un momento, apenas girando el cuello hacia el sonido de sus pasos. Se veía delgado y débil y aún tenía la huella de la enfermedad marcada en el rostro con unas profundas ojeras. Limpió con el puño del pijama los rastros de sudor de su frente y las lágrimas que habían caído por sus mejillas al saber de su madre.

Ella intentó que su expresión se suavizara un poco y se acercó un poco más a la cama: – Por supuesto… tenía muchas ganas de verte.

– No deberías estar aquí… – hizo una mueca, sin duda pensando en Elinor.

– Tengo permiso de tu doctor y solo va a ser un momento, pero no voy a irme muy lejos – Le prometió, apretándole la mano de forma repentina. Él la dejó ir enseguida. Fue brusco al soltarla y movió la mano fuera de su alcance inmediato, contradiciéndose a sí mismo, pues lo que más deseaba era que ella no se alejara y permaneciera para siempre a su lado. La había echado terriblemente de menos.

– Este no era el reencuentro que queríamos… – lamentó con fatiga y un profundo dolor en la voz.

– Pero te pondrás bien, Charles, ya lo verás. Le debo a Tony estar aquí… vamos a tener que agradecérselo para siempre – Intentó guardarse sus propias lágrimas para sí ante la súbita punzada de emoción que le provocaba la aflicción en el rostro de Charles y el evidente desconsuelo por su pobre madre.

– ¿Tony?

– Vino a Dublín a buscarme – le contestó intentando dar un tono constante a su habitual dicción escocesa. Su acento era más cerrado cuando estaba angustiada – Se ha portado muy bien. Pero ahora eso no importa. Primero debes recuperarte del todo, tu padre te necesitara.

– Creo que es mi culpa – Charles frunció el ceño con rabia y confusión. La voz se le quebró, seguida de un carraspeo. Él había traído esta enfermedad a casa.

– ¡No digas eso! No estás siendo justo contigo mismo. Ella quería estar aquí – Fiona se sobresaltó por lo firme que sin querer fue su respuesta. Acabó de acercarse y quiso acariciarle la mejilla para consolarle, pero él se volvió a apartar con un gesto contrariado.

Charles no pudo hablar en ese momento. La última vez que había visto a su madre estaba intentando atenderlo, fue poco después de llegar a esta casa desde el ocaso de la guerra. Por cómo había dejado su biblia en la mesilla de noche había estado aquí sentada durante horas días más tarde.

Fiona abrió la boca, pero luego la cerró de nuevo. No estaba segura de qué decir para reconfortarle. Mantuvo el pañuelo en su rostro. ¡Dios, quería abrazarle! Pero sabía que si lo hacía la enfermera no sería la única que iba a sacarla a rastras de la habitación, Charles no se lo permitiría.

Todos debían tener cautela, pero ahora mismo haría lo que fuera para que él dejara de castigarse con esa idea que no podía traer nada bueno.

La enfermera Redgrave había salido de la habitación a su llegada, pero la puerta estaba parcialmente abierta. Oyó murmullos y los zapatos de alguien contra las baldosas del pasillo. Redgrave asomó la cabeza y casi le pareció que iba a pedir disculpas por interrumpirles. Sin embargo, no lo hizo.

– Debe marcharse ya – dijo de forma grave. Fiona pudo identificar su inquietud en el rabillo de los ojos – El joven señor Blake necesita descansar, cuando se recupere del todo podrán hablar. Recuerde que debe lavarse bien al salir. Nariz y boca con buches y gárgaras de agua oxigenada.

En tiempos mejores o puede que tan solo unas semanas antes, Fiona se habría reído. Redgrave debió ver su expresión porque aclaró:

–… agua oxigenada muy diluida, una parte de agua oxigenada por dos de agua hervida. Y vaya, no se entretenga más…

– Pero…

– No te preocupes, Fi – la tranquilizó Charles en voz baja. Esta vez estiró el brazo y le sujetó por encima de la muñeca por un breve y efímero segundo. Le sorprendió la suavidad de su roce, la firmeza que podían transmitir aun en un instante tan corto – Pronto voy a estar contigo.

– Te quiero – Esas dos palabras vinieron a ella de repente, pero la acompañaban siempre. Estuvo a punto de guardárselas para sí, como las ganas de llorar de un momento antes, pero al final no le importó que tuvieran público. Él ya lo sabía y eran su mayor verdad.

Salió de la estancia con cierta renuencia. No quería volver a dejarle pero no quería cargarle con otro cargo de consciencia si por alguna razón se contagiaba…. El médico les había dicho que en este momento, con Charles débil pero casi recuperado, era lo bastante seguro si tomaban ciertas precauciones… pero nadie parecía saber nada del cierto con esta enfermedad.


Hubo un entierro rápido sin velatorio pero con una pequeña misa en una de las iglesias locales. Charles no se libró lo suficientemente rápido de los últimos rastros de enfermedad para asistir, pero estuvo en el cementerio durante horas al día siguiente. Tony insistió en quedarse hasta esa misma tarde. Tanto retrasó su marcha que Fiona empezó a preguntarse si había una razón para no querer irse a casa. Al final comprendió que ésta era bien simple y tan terrible como la pesadilla de aquellos últimos días: cuando al fin se dirigiera a su casa de Escocia o a Oxfordshire y se reuniera con sus padres, la guerra habría acabado y todos tendrían que afrontar de manera total y definitiva que la paz no había traído de vuelta la feliz y completa familia que habían sido en aquel lejano 1914 ni a sus dos hermanos mayores.

– Los echo mucho de menos – le había confesado Tony – estar en casa no será lo mismo sin ellos. No podré volver a mirar por la ventana o bajar al comedor sin sentir que me falta algo. Excepto durante la guerra, nunca llegué a casa sin que Archibald y Hector estuvieran allí para recibirme.

– Lo siento mucho, Tony. Tienes mi amistad para lo que sea, ¿lo sabes, verdad? – le aseguró.

Él sonrió con franqueza. – Lo sé. Y perdóname, tienes algo más importante en que pensar en estos momentos. La enfermedad de Charles y la muerte de su madre han sido algo horrible e inesperado…

– Eso no quita que me tengas como amiga, aunque no pueda saber lo que ha sido estar en la guerra como lo sabéis Charles y tú. Te agradeceré siempre que vinieras a Dublín y me ayudaras a llegar aquí.

La vida parecía en este momento despojada de ilusiones y a Fiona empezaba a parecerle demasiado cruda.

La joven pelirroja sintió una mezcla de tristeza y resentimiento por la guerra. Por fin había acabado y otras calamidades se cernían ya sobre este mundo. Ni siquiera el fin de la pesadilla resultaba un consuelo, había destrozado demasiadas vidas y ahora una plaga seguía matando gente y destrozando familias.

Tony y ella se alojaron en un hotel del centro de Sheffield en habitaciones de pisos diferentes porque Fiona quiso evitar a toda costa cualquier habladuría que pudiera perjudicar a Charles.

De todas formas, había tomado una decisión consigo misma antes incluso de saber si podía producirse un milagro. Si Charles vivía, ella iba a seguir su corazón y poner fecha de caducidad a su aventura en Dublín. Las lágrimas por el miedo pasado en las últimas horas amenazaron con inundar sus ojos una vez más, pero logró contenerlas.

Durante el funeral, Fiona se había dado cuenta que la charla que había tenido con Elinor Blake en la biblioteca de Killoughagh Castle sería la única que llegarían a tener nunca. Después de ese verano, Fiona no habría vuelto a ver con vida a la mujer que había traído al mundo al hombre que amaba. Nunca podría saber si ella aprobaba la decisión que había tomado sobre su futuro…

Escuchó a una de las mujeres que conocían a la madre de Charles lamentar que el ataúd estuviera cerrado y declarar enfáticamente que el pose clásico de Elinor habría hecho de ella la muerta más elegante y hermosa que alguien pudiera contemplar jamás. La verdad, les había dicho Theodore, probablemente no muy consciente de sus palabras ni del horror en sus caras, era que la enfermedad había vuelto sus labios de color violeta y su piel había adquirido un tono grisáceo incluso antes de dar su último suspiro.

Fiona sabía que el dolor que sentía Theodore Blake era casi intolerable.

Su abuela Peggy siempre hablaba del cielo como un lugar exquisitamente bello, pero Fiona era más escéptica en ese aspecto. De ser ese un lugar hermoso, no sería nunca lo mismo que estar aquí entre los que la amaban y poder compartir con su hijo y su marido tantas cosas que estaban por llegar…

– Vengo a invitarte a dar un paseo por Sheffield… – dijo Charles al día siguiente al doblar la esquina del camposanto. Parecía exhausto y derrotado. Iba vestido de luto con traje y una banda negra en el brazo en señal de duelo. No había permitido que nadie le acompañara durante la visita a la tumba de su madre, pero Fiona había decidido esperarle en esta calle cercana el tiempo que hiciera falta. No había mucha gente que pasara casualmente por esta zona sin tener que entrar o salir del cementerio – ¿Qué te parece si vamos hasta el parque y el jardín botánico? Están a pocos pasos.

– Estaría muy bien – contestó Fiona suavemente. Estrechó su mano para consolarle y ésta vez ese gesto pareció ser de más ayuda para Charles que las palabras – Me dejo llevar donde quieras.

Charles la contempló mientras caminaban por un sombreado sendero del bosque. Ya no había una guerra a la que volver y parecía que el destino se empeñaba en darles una oportunidad para vivir el futuro que se abría dolorosamente ante sus ojos.

Ella también llevaba un vestido negro, no uno de los suyos de mucha mejor calidad, sino uno más modesto que había comprado en la ciudad y que se asemejaba a lo que solía llevar últimamente en Dublín para pasar lo más desapercibida posible en el papel público de secretaria de un americano y muy ficticio Andrew Buchanan. De todos modos, no había querido que Tony ni Theodore Blake pagaran por su ropa, no había traído nada más que lo puesto hasta Sheffield, pero con el dinero que llevaba en el monedero debía bastar para vestir decentemente. Charles la admiraba por su terquedad.

El día se mantenía soleado pese a que las circunstancias eran terribles. Se sentaron en un viejo banco al llegar a los jardines botánicos.

El parque y los jardines conservaban cierta belleza aunque en pleno noviembre no había flores ni mucha vegetación que admirar. El aire era frío y el murmullo de las ramas de los arboles parecía a ratos más bien un chirrido de desesperanza.

– Lo que ha pasado es terrible, lo siento mucho, Charles… – Le dijo una vez más ese largo día.

– Fiona, ¿cómo está yendo en Dublín? ¿Estás cumpliendo tu sueño? ¿Es el trabajo que te esperabas? – preguntó Charles. Algo en su tono comedido y sincero y en el dolor de sus ojos hizo que su corazón quisiera salírsele del pecho.

– Desde luego. Pero me he dado cuenta que se debe poder cumplir más de un sueño a la vez, incluso si uno exige más tu atención por un tiempo… – afirmó lentamente. Quería acabar de hablar pero no encontraba bien las palabras.

Charles la miró:

– Yo tengo un sueño, ya lo sabes. Tú estás en él, compartimos un hogar, viajes, y somos padres de un par de mocosas y un niño para no dar un infarto a mi primo.

Ella contuvo el aliento.

– Oh, Charles…

– Sé que debo esperar por una respuesta, no padezcas por eso…

– Charles, perdóname por mencionarlo en este momento… perdóname de veras, pero tu madre me advirtió del error que podíamos cometer… y puedo ver que estaba en lo cierto… he estado pensando mucho en ello… – empezó a decirle con cuidado al principio pero a borbotones casi al final –…. Yo…

– Fi, ella me explicó aquello que te dijo y estaba equivocada. Sé que se lo admitió a mi padre estos últimos días. Escúchame…

– No, no – Fiona logró recobrar el sentido del habla con un poco de esfuerzo. Los ojos le brillaban y se miró en los de Charles por un segundo. Él dudó pero la dejó continuar – Lo he estado pensando mucho y creo que hay una manera de hacer esto, una que incluso tu primo va a aceptar con el tiempo…

– Fiona…

– Casémonos. Hagámoslo – Soltó ella. – Démonos unos meses, un año, y convirtámonos en marido y mujer. Ahora más que nunca no vamos a poder correr tanto como quizás habríamos planeado… necesitamos ese tiempo para pasar el duelo, mostrar a tu madre el respeto que le debemos, y tenemos que encontrar un lugar para vivir… pero... Escucha, mi amor…, Michael aún no me ha asegurado que siga queriéndome en Dublín después de diciembre, esperaba convencerlo… especialmente si hay elecciones… – dijo de una retahíla –… pero cuando nos casemos, daré esa etapa por acabada. Habrá otros temas sobre los que escribir… otros más aceptables para la esposa de un futuro baronet norte irlandés… hay injusticia y derechos por conquistar en otros sitios, sitios mucho menos controvertidos para un orangista como tu primo. Mi tío solía coleccionar antiguallas y documentos sobre momentos y lugares concretos de la historia de Escocia… quien sabe si podría recuperar su trabajo y escribir un libro…

Charles dudó. Se había quedado sin palabras porque ella parecía tenerlo todo pensado.

Se dijo que no debía dejar que hiciera eso, que no debía permitir que renunciara a Dublín de ninguna forma, pero se calló porque su subconsciente le insistió egoístamente que esa era la última pieza del puzle, encajando al fin…

– William Dudley Ward me escribió hace unas semanas – explicó un largo segundo después. – Cree que algunos de los análisis de previsiones que redacté en mi último año de universidad a más de una década vista podrían tener base para encajar en la idea de Lloyd George sobre el futuro de la economía en la Inglaterra rural de posguerra. Insiste en que podría trabajar para desarrollar algunas de esas tesis con datos actuales si me presenta a la genta correcta de su gabinete. El primer ministro valora poner sobre la mesa del Parlamento una propuesta para la reforma agraria a medio o largo plazo si hay un nuevo mandato y busca gente capaz para ello. Están estudiando incorporar nuevo funcionariado – se interrumpió – Fiona… la verdad es que no estaba seguro de qué contestar a la propuesta de William, porque mi único deseo es reunirme contigo en Irlanda y pasar juntos el mayor tiempo posible…. evitar que las cartas sean nuestro único refugio de nuevo. Por supuesto, mi primo también sería un hombre feliz si me quedara cerca de Killoughagh Castle o al menos lo bastante cerca para no tener que usar un ferri cada vez que quiera tratar asuntos importantes sobre la propiedad conmigo... La verdad es que siempre me ha querido más en aquella isla que en esta…

– Dios, Charles… – exclamó, mirándolo con esos enormes ojos azules que él tanto amaba y por los que haría cualquier cosa – Pero esa que cuentas es una magnífica oportunidad para trabajar en tu campo predilecto de estudio… Parece algo importante…

Charles Blake asintió, admitiéndose a sí mismo por primera vez que deseaba recibir esa encomienda y explorar si tenía opciones reales de convertirse en sirviente civil para el gobierno de Lloyd George:

– Es una gran oportunidad, una que puedo tomar de buena gana sabiendo que hay una fecha para que seas mi esposa. Mi patriotismo de juventud se ha esfumado con la guerra pero aún quiero ayudar a que las cosas funcionen para la gente en este país.

Fiona sonrió tenuemente y levantó los ojos para mirarle con absoluto orgullo. Tembló involuntariamente por la sensación de su mano en su mejilla. – Nunca olvidaré las horas en que creía que te morías, amor mío. Creo que no habría podido vivir con ello… – le confesó.

– Pero estoy aquí. Y el futuro y la dicha que nos esperan cuando estos días grises hayan acabado van a curar parte de este pesar. Es un para siempre, Fiona. Sé que eso hubiera hecho feliz a mi madre, que allá donde esté tenemos su bendición.

– Aunque para ello tengamos que esperar unos meses más, haremos que valga la pena. ¿Crees que podremos esperar tanto?

– Viajaré muy a menudo a Dublín y a las propiedades de mi primo. Usaremos el teléfono más que la tinta y el papel. Antes de que me dé cuenta te tendré conmigo y ya no nos separaremos.

Charles la acercó y la besó en los labios. Ella dejó que él la atrajera hacia sí, que la besara, y llevó su mano a su cuello. Estupendo. Le miró a los ojos con una sonrisa.

– Te quiero.

– Tengo que contarte algo más…

Esta vez fue ella quien lo besó. Lo besó en la barbilla antes de seguir hasta la boca y le rodeó el cuello con los brazos. – Bien, pero, de momento, abrázame, tenemos tiempo para ello…

El aire era frio y seco, quizá demasiado. Pero Fiona se sintió reconfortada. Tuvo la sensación que lograrían ser felices cuando hubiera pasado el invierno y la vida dejara de parecer tan vacía y tramposa.

Durante la semana que se quedó en Sheffield, Fiona paseó varias veces con Charles por esos jardines. Su duelo era algo muy humano que costaría de cicatrizar. A veces, se quedaba de repente como perdido y ensimismado, se le borraba la expresión de la cara, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparecía una máscara de dolor.

Algunas mañanas, empezaba a hablar de prisa y con vehemencia acerca de cualquier cosa sin importancia, aferrándose al tema, como si ese fuera un remedio seguro contra su desconsuelo y un venenoso sentimiento de culpa que le acompañaría hasta bien entrado el nuevo año.

En los pocos ratos que Fiona pasó en su habitación de hotel porque Charles debía dedicar tiempo a su padre, la joven intentó anular varias veces su reserva en la capital irlandesa y pidió que no fueran a por sus cosas a casa de los Dempsey. Pensó que era mejor hacerlo ello misma cuando volviera, pero cuando pudo hablar con alguien de dirección, ya habían recuperado todo su equipaje y lo estaban guardando a buen recaudo.

Su padre James la ayudaba con las cuentas, pero no quería depender en exceso de su dinero: así que intentaba llevar una vida lo bastante austera para depender el mínimo posible de la paga de su progenitor y sufragar sus gastos con el dinero que recibía del periódico.

Al volver a Dublín, tuvo que pagar por esos días y buscarse un nuevo alojamiento… Su corazón roto por la profunda pena que sentía Charles.


Sheffield General Cemetery, 5 de diciembre de 1918

Charles llevó flores a la tumba de su madre ese día. Esta vez para contarle con un hilo de voz que quería regalar un preciado anillo familiar que le había pertenecido a quien estaba seguro que era el amor de su vida. Elinor siempre había sido una mujer fuerte, discreta y serena. El mejor pilar para su pequeña familia.

El mundo de su hijo se habría venido abajo si no fuera por Fiona.

La pérdida de una madraza tan firme como Elinor, una verdadera roca para su marido y su hijo, parecía imposible aún a estas alturas.

El más afectado era Theodore Blake que había perdido a su única compañera y estaba demasiado afectado para comprender la razón por la que se había ido tan pronto y tan deprisa. Charles había intentado que su padre compartiera algunos recuerdos de ella, pero éste se había encerrado en sí mismo: endiabladamente triste y sombrío.

Sabía que su padre había llevado rosas a la tumba de su esposa cuatro veces por semana desde ese terrible día. Llorando, había mostrado una fe absoluta en que ella les cuidaría incluso desde el otro mundo.

Theodore había pedido estar solo para pasar su luto e insistía en no querer cargarlo por más tiempo del estrictamente necesario con la compañía de su viejo padre.

Le había suplicado que abandonara la idea de quedarse en Sheffield con él hasta Navidad, aconsejándole reiteradamente que se fuera a Dublín unos días, que pasara todo el tiempo que pudiera con Fiona y el resto lo dedicara a su futuro profesional.

A medida que corrían las semanas Charles se enfadó consigo mismo, primero por no encontrar verdadera satisfacción en nada pese a tener el amor de su vida al alcance de sus dedos, después por los destellos de felicidad que podía vislumbrar pese a la irreparable y desoladora pérdida de su madre.

Charles se había enfrentado a una de las situaciones más difíciles que le podían ocurrir en la vida como hijo, y no sabía cómo hacerlo. La experiencia le había hecho comprobar que no existía una única fórmula sobre cómo las personas afrontan el dolor: había descubierto que cada uno lo hace como puede.

El cementerio era grande. Estaba rodeado de arbustos y tenía distintos árboles. La puerta era baja y de hierro, un poco oxidada. Había nuevas tumbas con flores frescas por todo el recinto. La mayoría eran de piedra gris o parda, toscamente talladas. Estas contrastaban con el resto de losas viejas del lugar, desgastadas por los embates del tiempo y en que algunas de las inscripciones eran ya indescifrables. Por detrás del cementerio de Sheffield había un bosque y pasaba un riachuelo. Distintas construcciones que imitaban el estilo clásico con características romanas hacían de ese lugar un espacio imponente al aire libre. La capilla anglicana estaba construida en estilo gótico.

La primera sensación después de la muerte de Elinor había sido de aturdimiento. Ni siquiera había podido ver el cuerpo de su madre, porque él mismo había permanecido en cama. Entumecido por no haber podido estar tampoco en el entierro, Charles se había sumergido en una profunda tristeza. Fiona era lo que más lo aliviaba, porque aunque era evidente que ella quería ayudarle con todas sus fuerzas, respetaba sus tiempos y sus momentos de silencio tanto en persona como por teléfono o a través de la pluma y el papel. Con ella no tenía que justificarse ni explicar nada si no quería.

Abatido, por la pérdida de su madre, ella era probablemente su mayor consuelo.

Aunque generalmente la muerte no es culpa de nadie, no podía evitar sentirse enfadado con los médicos, por no haber hecho lo suficiente, y consigo mismo, por haber dejado que Tony le trajera a casa pese a estar enfermo…

Aquellos días todo parecía de un color ceniza polvoriento que evocaba lluvia, invierno y muerte. No había suficiente azul matinal ni púrpura crepuscular que borrara la sensación de desasosiego.

En apenas una hora en el cementerio, vio pasar dos entierros sin apenas compañía. Ambos coches fúnebres con las cortinas blancas se desvanecieron a través de la niebla y la llovizna.