Capítulo 8. Fire on Fire
"My mother said I'm too romantic
She said, "You're dancing in the movies"
I almost started to believe her
Then I saw you and I knew
Maybe it's 'cause I got a little bit older
Maybe it's all that I've been through
I'd like to think it's how you lean on my shoulder
And how I see myself with you
I don't say a word
But still, you take my breath and steal the things I know
There you go, saving me from out of the cold
Fire on fire would normally kill us
But this much desire, together, we're winners
They say that we're out of control and some say we're sinners
But don't let them ruin our beautiful rhythms
'Cause when you unfold me and tell me you love me
And look in my eyes
You are perfection, my only direction
It's fire on fire, mmm
It's fire on fire
When we fight, we fight like lions
But then we love and feel the truth
We lose our minds in a city of roses
We won't abide by any rules […]"
Sam Smith (Sam Smith y Steve Mac, 2018).
"Plantagenets are as susceptible as housemaids when it comes to sex".
— Charles Blake, Downton Abbey, Season 5, Julian Fellowes.
Fiona tomó aire.
– ¿Por qué quieres casarte conmigo?
Charles arrugó la frente y las cejas con preocupación. Ella mantuvo sus brazos en jarra en actitud defensiva.
– Porque estoy enamorado de ti, quiero pasar el resto de mi vida contigo. Tener una familia.
– Y sin embargo, has amado a hombres… ellos te gustan, te atraen.
– No… sí, sí. Fiona, pero tienes que escucharme… – Charles vaciló y las palabras se tropezaron en su voz. Sus ojos castaños le imploraron que le dejara explicarse.
Fiona estaba igual de desconcertada y asustada que él por lo que significaba perderle y no le ofreció tregua.
– ¡Que Dios me ayude! He sido lo bastante tonta para hacerme ilusiones sobre nuestra historia – exclamó. Suspiró, y mientras se le rompía el corazón y se tapaba la cara con una mano, no pudo contenerse y admitió: – Supongo que muy a pesar tengo una vena literaria y fantasiosa, uno no estudia esa materia tantos años sin acabar con la cabeza llena de pájaros. ¡He fantaseado sin querer con todas esas parejas felices o trágicas de los libros que había encontrado ridículas toda mi vida, de las que me había mofado mientras las chicas de mi edad se dejaban cortejar por muchachos ansiosos y torpes… ¿para esto?! – se movió después de un largo momento y, acto seguido, se quedó tan quieta que bien parecía que quisiese convertirse en roca, con un libro entre las manos del que Charles no pudo distinguir la tapa.
– Fiona…
– El duque de Orsino y Olivia (y también Malvolio), Heathcliff y Catherine Earnshaw, Anna Karenina y el conde Alexei, Tristan e Isolda, Paris y Helena de Troya, incluso en la vida real: Mary y Percy Shelley, Jane Austen y Tom Lefroy… Todos ellos enamorados sin remedio – Fue cínica y cruel consigo misma – Una nunca espera convertirse en Constance Lloyd por mucho que admire su literatura… y prefiere pensarse en el lugar de un joven Lord Alfred Douglas.
Hubo otro instante de pausa. Fiona rió bruscamente, una risa para no llorar con los ojos empapados en lágrimas.
– ¿Constance Lloyd? ¿Alfred Douglas? ¿De qué estás hablando, Fiona?
Ella le dejó entonces el libro que llevaba en las manos y un confundido Charles Blake lo examinó con curiosidad. Poemas de Oscar Wilde. La portada no era en absoluto interesante. Parecida al anodino programa de una opereta en el teatro. A Fiona le temblaban las manos. Charles buscó sus ojos tratando de encontrar allí una respuesta. Se aclaró la garganta. Por primera vez desde que había entrado en esta casa sabía exactamente qué decir.
Constance Lloyd era la esposa de Wilde y Alfred Douglas el amante por el cual había acabado en prisión por conducta indecente y sodomía.
– Lo eres, Fiona. Eres el amor de mi vida. Eres Alfred Douglas antes de perder todo su encanto y traicionar a Wilde. Eres Beatriz Portinari y Persephone.
– U Ofelia antes de caer al arroyo y ahogarse.
– No, eso no. Te quiero ¡y que me parta un rayo si es mentira! – Charles replicó sin aliento, poniéndose en pie. Conservó su gesto de preocupación bajo su semblante exasperado.
Fiona parpadeó y le miró, reconociendo genuina frustración en su voz: – No veo como podría ser eso cierto – reconoció – Quiero creerte con todo mi alma, pero ¿acaso podrías amarme y no echar siempre algo en falta? ¿No encontrarás un día a tu Alfred Douglas?
– No es así como funciona esto, Fi. No siempre. No para mí – Charles movió los brazos esta vez, incapaz de estar quieto un momento más. Dejó el libro en el escritorio y se dirigió hacia ella sin saber muy bien qué hacer consigo mismo. Finalmente, alargó una mano para tocar su hombro, con la esperanza de borrar el rictus contrariado de su rostro, pero ella permaneció insensible a la caricia un instante más. – Tienes que creerme porque no tengo otra forma de demostrártelo. Soy un tipo absurdamente fiel que ha amado a hombres y mujeres y ahora te ama a ti…
Se daba cuenta que todo lo que tenían descansaba en cartas y en unos cuantos días esparcidos en el tiempo y cargados de besos y promesas, incluso teniendo en cuenta todo ese pasado diciembre en Dublín. No se había atrevido a hacerle abiertamente el amor por carta hasta una de sus últimas epístolas cuando la guerra ya se acababa. No había llegado a enviar nunca ni a entregarle esa misiva en particular.
Puede que se hubiera equivocado en no hacerlo. Bien podía pensar Fiona que la trataba como a una andanza frívola y a la vez platónica. Pero mirándola ahora sabía que la oportunidad seguía estando ahí, aún estaba a tiempo de no decepcionarla y de que le creyera.
– Tengo que volver a Londres mañana al atardecer, pero el mes que viene tendré dos semanas libres, catorce días de los que podré pasar contigo cada hora si es necesario…
Le miró inquieta, puede que nerviosísima. No podría soportar escuchar de su boca que todas esas palabras, esos besos y abrazos, habían sido una especie de juego…
Tambaleó la cabeza para decir algo, pero luego, por fin, él le tomó la mano y se la estrechó. Con ello intentó expresarse de manera más efectiva de lo que podía con las palabras. Fiona respondió no soltándole la mano. Quería creerlo, ¡Dios!, como quería creerlo.
Estaban frente a frente. Charles la besó, con cuidado al principio, pero después la ciñó fuerte entre sus brazos y siguieron besándose.
Ella se despegó de él para por fin decir algo: – Quiero que me hagas el amor antes de irte como se lo harías al mejor amante que hayas tenido, no quiero ser tratada nunca más como a una criatura de porcelana… no por ti.
– Fiona…
– Nos vamos a casar en unos meses… quiero ser tu amante desde este mismo momento…
¿Estaba celosa? Puede que sí, aunque ese sentimiento era lo más irracional que había sentido nunca en su vida. Estaba celosa de Dave Hawthorne y Freda Dudley Ward y esos otros que habían estado antes en sus brazos. De golpe y porrazo comprendió que el género de esas personas no le importaba en absoluto…
Puede que fuera imprudente por su parte, el tipo de imprudencia que puede conducirte a mil años de desdicha, pero le creyó cuando dijo que era fiel, que había tenido relaciones con mujeres y hombres y que era a ella a quien amaba. Y muy a su pesar, no sintió que aquello fuera suficiente. Impaciente, ávida por aprender y ser la mujer de mundo que quería ser… quería demostrarse a sí misma que ella podía sonsacarle esa hambre que hasta ahora apenas había vislumbrado en sus ojos. Era virgen e inexperta, y no quería seguir siéndolo. No en sus brazos.
Aparte de las novelas y los poemas que había leído, aparte de eso y de esos libros monstruosos y aleccionadores para damas casadas, no tenía la más mínima idea de la cuestión del sexo, pero iba a remediarlo.
La sociedad les hablaba de la virtud y de la pureza, mientras muchachas como ella ardían en una pasión no resuelta para la que no encontraban ninguna respuesta…
Charles, suspirando, se pasó una mano por el pelo. Su consciencia aun lo hacía sentir un poco culpable por no esperar a la noche de bodas, pero pronto iba a hacerla su esposa y quemaba por ella. Con sus ojos clavados en los suyos, no existía nada que le apeteciera más hacer: – ¿Estás segura?
Todo su cuerpo estaba en tensión por la lucha entre el deseo que sentía y su mente que le obligaba a esperar.
Apenas Fiona asintió con una pequeña sonrisa en la comisura de los labios, él aprisionó su boca en un beso acalorado.
Sin dejar de besarla, Charles tiró suavemente de su cintura y avanzaron juntos por la habitación. Hubo un tanteo primerizo, el sonido de tela sobre tela mientras buscaban como acariciarse por encima la ropa. Charles posó la mano en uno de sus pechos, frotando la tela sobre el vestido. Ella le mordió la mejilla con la mano en las solapas de su camisa. Ambos cerraron la puerta de la habitación con más énfasis del pretendido. Se quedaron un momento en silencio intentando adivinar si el portazo se había oído abajo.
Hubo un nuevo forcejeo desesperado.
Hasta que chocaron con la cama y fue entonces que algo parecido a la razón se abrió paso en el embarullado cerebro de Charles Blake. Quería hacerle el amor pero no como si aquello fuera algo secreto y sucio que resolver en cinco minutos en esta habitación.
Pese a toda esa fachada de valentía de la que presumía, ella aún era inocente en aquel asunto.
– Por mucho que lo desee, no podemos seguir esto aquí – murmuró, con los ojos cerrados – tenemos que parar.
Margot Fistzimmons estaba en la cocina. La puerta de la habitación de Fiona era gruesa, pero eso no les favorecía: de esa forma no les llegaba ningún sonido ordinario del resto del ático, era fácil olvidarse del mundo exterior y meter la pata.
Era demasiado tentador y les podía conducir al terrible equívoco de pensar que estaban solos. Olvidar que tenían una chaperona a pocos metros y posibles consecuencias a considerar.
Notó como sus pulsaciones bajaban, acompañando a sus respiraciones acompasadas.
No podía hacerle el amor aquí, no importaba cuánto lo deseara, pero que lo asparan si no podía tocarla, darle un pequeño anticipo de ese deseo que le consumía por dentro. Antes de apartarse, iba a regalarle (a regalarse) un recuerdo huidizo al que aferrarse hasta que pudiera volver de Londres y ofrecerle una mayor seguridad y un lugar adecuado que les diera suficiente intimidad.
Iba a convertirse en su amante antes que en su marido como ella le había pedido.
Tras recuperar el aliento y volver a besarla fugazmente en los labios y en el cuello, la tumbó sobre la cama con cuidado. – Te prometo que continuaremos esto muy pronto, lo que vas a sentir ahora es solo el principio… – susurró con la voz ronca.
Charles separó sus rodillas, subió lo que pudo la falda y metió la mano en sus enaguas acariciando el interior de sus muslos. Sus dedos peligrosamente cerca de ese calor novel que sentía entre sus piernas, haciendo círculos en su piel.
Temblando, Fiona automáticamente levantó las caderas para disfrutar de la caricia. Charles sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír desde que había entrado hoy a esta habitación. Pero era una sonrisa diferente a cualquier otra que él le hubiera dedicado. Era osada y seductora, y la desarmó por completo.
Con los ojos clavados en los de ella, Charles buscó en su mirada el permiso que necesitaba para avanzar con dulzura por su muslo. Desamparada, Fiona le tiró del pelo y le prensó la cara contra sus pechos. Gimió con docilidad y su respiración quedó atrapada en su garganta cuando él presionó un dedo contra aquella humedad que la engullía. Empezó a penetrarla con él, pero se detuvo al sentir su sobresalto de sorpresa.
Le rozó el cuello con los labios y susurró contra su cuerpo: – ¿Estás bien?
– Sí. Es sólo… es una sensación extraña. No pares.
Ella nunca se había tocado. No había explorado su propio placer.
Charles dudó un instante, pero entonces Fiona movió las caderas como si tuvieran voluntad propia y le quisiera justo en ese punto. Continuó delicadamente con su cometido hasta que sus fluidos le empaparon la mano. Exhaló aire. Tanteó con un segundo dedo la entrada a la vagina, presionó allí contra una cierta resistencia y, al penetrarla, le arrancó un gemido trémulo de invitación que le estremeció entero.
Empezó a hacer círculos con el pulgar y a estimularla rítmicamente. Las paredes de su vagina se ceñían a sus dedos y Charles añadió un tercero, presionándolo contra la abertura. Pudo sentir su primer orgasmo a punto de producirse.
En la habitación solo se escuchaba la respiración entrecortada de la chica.
Entonces, cada músculo del cuerpo de Fiona se contrajo por fin; su espalda se arqueó, mientras exhalaba un sollozo ronco y contenía un grito. Sudorosa y con la respiración agitada quedó casi inerte en sus brazos.
Margot Fistzimmons los mataría si los encontraba de esa guisa. Estaba abrumado. Había pensado que podía concentrarse en ella y parar cuando Fiona llegara a su cima, pero esto estaba muy cerca de escapársele de las manos. Agradeció a un Dios en el que no creía que la cama no hubiera crujido bajo su peso y entonces se dio cuenta que había una pequeña mancha de sangre en la tela gris de su falda. Estaba duro, jodidamente duro, y su erección le dolía tanto que apenas podía pensar en otra cosa, con la palma de su mano libre apretó sutilmente su propia entrepierna y se maldijo.
– Joder, Fiona. ¿Te he hecho daño? ¿Estás bien?
Ella negó con la cabeza, librándolo del horror de haberla herido de alguna manera. – Estoy bien.
Ya había ido demasiado lejos. Eso debía ser todo: No estaban solos, la casera de Fiona estaba en algún lugar del piso de abajo, puede que incluso pensara que en este momento él ya se había marchado como había hecho tantas otras veces.
Era cuestión de tiempo que subiera preguntándose donde se había metido Fiona…
Empezó a retirar sus dedos, pero Fiona puso una mano temblorosa en su brazo.
– ¿Quieres que yo…? Dime que tengo que hacer…
Con todo, permanecían casi enteramente vestidos. Gracias a todos los dioses, los antiguos y los nuevos.
– No – masculló Charles con los dientes apretados y se apartó con un gruñido. Por un segundo, su voz fue áspera y dura – Te deseo, Fi. Te lo juro por lo más sagrado. Pero no aquí, no así… debemos parar ahora o no sé si podremos detenernos…
Aquello era lo más correcto, se dijo. Tomó una bocanada de aire para intentar relajarse.
– Pero…
– Shht – La besó en la frente – Confía en mí.
De repente y sin aviso, Fiona dio un vistazo a las sabanas y a su falda arrugada y se echó a reír. La risa era franca y espontánea y revelaba una alegría casi juvenil. – Me estremezco al pensar en lo que la sociedad civilizada diría de esta situación...
Charles le dirigió una sonrisa brillante pero trémula, le acarició la mejilla y le guiñó un ojo pese a la tensión física aún presente en él. – ¿El qué? ¿Qué es un escándalo, una desvergüenza? ¿Un pecado mortal? ¿O un tremendo error de juicio?
– ¡Oh! Todo eso y seguro que más, de nosotros en esta cama pensarían cosas que no pueden ni pronunciarse ante compañía decente… y de mí y mi comportamiento inmoral, habría cuchicheos horribles…– sonrió, feliz, enamorada.
En un lugar cualquiera de la isla de Irlanda, 8 de marzo de 1919.
Éamonn de Valera regresó a Irlanda el 20 de febrero aun siendo un fugitivo.
De Valera había estado al mando del tercer batallón de Dublín en 1916. Los rebeldes se referían a él como el jefe e inspiraba un gran respeto en las filas nacionalistas.
Fred Gallagher condujo a Fiona en un viaje de 90 minutos a altas horas de la madrugada por sinuosas carreteras rurales cerca de Dublín, la subieron a un segundo automóvil, se cubrió los ojos con la gorra de uno de los hombres que les acompañaban y se ajustó su grueso abrigo de invierno, antes que finalmente le permitieran subir por una vieja escalera de madera y la dejaran entrar en una habitación.
De pie ante la gran chimenea, calentándose las manos, se encontraba un hombre alto con un traje negro holgado, expresión severa y un pañuelo de seda negro alrededor del cuello en lugar de un cuello alto de camisa convencional. Llevaba zapatillas con suela de goma. Era De Valera.
Fiona miró a su alrededor. Se trataba de una habitación grande donde tapices y cortinas rojizas ocultaban las ventanas e impedían ver el exterior. De Valera era un hombre espigado y pálido, de unos 37 años de edad. La saludó con un gesto cortés y a continuación habló con la concentración de un estudiante sin apartar la mirada del resplandor de la chimenea. Sus guantes blancos de piel y el sombrero en el recoveco del codo.
– Señorita Maclachlan…
– Señor De Valera.
Fiona adaptó sus ojos a la luz intentando recuperar el aliento.
Se dispuso a preguntar.
–… siento decir que la violencia puede que sea la única alternativa que le queda a los patriotas irlandeses si la Conferencia de Paz de París no toma medidas para reconocer la autodeterminación a Irlanda. La revolución continuara hasta que se reconozcan los derechos de Irlanda. Ya lo ha visto, más de un mes después de la primera reunión del Dáil Éireann, el parlamento de la República provisional, ¿qué otra solución se nos ofrece? – apuntó De Valera al ser interpelado por la joven periodista sobre el futuro de la causa – No pueden encarcelarnos para siempre.
Fiona escuchó atenta, apuntó, preguntó y repreguntó, encontró algunas pequeñas contradicciones en su efusivo discurso y admiró su ferviente e incondicional determinación, pero no se amilanó por su imponente presencia o sus simpatías políticas.
De Valera se estaba preparando para la guerra y su lenguaje está impregnado de imágenes militaristas.
– ¿Cuántas muertes puede justificar la República Irlandesa? ¿Por qué no abogar más explícitamente por las huelgas y la desobediencia civil pacífica al poder inglés? Ya ha habido éxitos como el movimiento contra el alistamiento de hace menos de un año y el uso que se dio a las últimas elecciones al Parlamento británico para proclamar el Dáil. Usted mismo ha defendido antes el constitucionalismo del Sin Féin bajo el respaldo popular que obtuvieron en los comicios del año pasado.
Éamonn de Valera sonrió serio y afable: – ¿Con cuántos muertos hemos cargado ya, señorita Maclachlan, lo sabe? No hablo solo de 1916 sino de 1795, 1803 y 1867. París es nuestra esperanza. Las fuerzas de ocupación han ejecutado sin piedad alguna aquellos irlandeses que proclamaron la República en Pascua del 16 y han llevado a cabo centenares de detenciones ilegales desde entonces. Prácticamente destruyeron el centro de Dublín como contrapartida y siguen oprimiendo a nuestro pueblo. Estoy convencido que el hecho de que nací en América fue lo que me salvó la piel hace tres años, otros no tuvieron tanta suerte. Créame, soy el primero que no quiere sangre irlandesa en las calles, pero si no nos escuchan fuera, no veo que nuestros patriotas tengan muchas opciones. No estoy lanzando una amenaza sino advirtiendo del peligro de conducir a Irlanda a un callejón sin salida si no se reconoce su soberanía. Irlanda tiene derecho a escoger su propio gobierno y su propia política exterior.
Éamonn de Valera tenía fama de ser un rebelde bastante moderado, uno que últimamente mantenía la mirada en los dignatarios europeos que se reunían en Versalles. Tenía un carácter pausado y reflexivo, pero Fiona pensó que también era un hombre obstinado.
De Valera quería hacer llegar su mensaje alto y claro al pueblo irlandés, inclusive a la diáspora de Estados Unidos, pero sobre todo al presidente americano que se encontraba en París. "Éste y no otro era el momento de Irlanda porque el ánimo del pueblo irlandés estaba de su lado y porque el movimiento para conseguir la libertad era ya imparable". Como estadista sabía que hacer calar esa idea era fundamental para que la naciente República tuviera futuro.
Le dio la impresión que no parecía disfrutar en absoluto el prospecto de que sus vaticinios sobre la violencia se cumplieran, pero que pensaba que no se podían permitir titubear si quería que Wilson le escuchara. El violento era un marco que Fiona sabía atractivo para muchos de los que rodeaban a De Valera, aunque fuera por la ley del talión, aquello del "ojo por ojo y diente por diente".
Éamonn De Valera había nacido en Estados Unidos de una madre irlandesa y un padre español, hijo y nieto de vascos afincados en Cuba. Sus ojos negros brillaban cuando se refería a la República Irlandesa. Se expresaba de manera enfática y firme pero en voz baja.
Un día ese mismo hombre defendería la importancia de legitimar un ejército irlandés y se enrocaría en las posiciones más duras de la contienda por el norte. Pero ese día, no era hoy.
Su gran mandíbula se tensaba al mencionar la represión británica, las ejecuciones posteriores al Levantamiento de Pascua, que se había cobrado más de un centenar de muertes entre los alzados contra el dominio colonial inglés y otros tantos que habían sido víctimas colaterales. Dado el fracaso de la revuelta, mal planificada y poco realista, el batallón que dirigía De Valera en 1916 se había rendido, como el resto.
– La República Irlandesa ya no es un sueño – le aseguró Éamonn De Valera – está siendo sellada a diario por las muertes de nuestros compatriotas y con cada uno de nosotros que ejecutan o condenan ponen a más personas de nuestra parte. No podemos no actuar, no si en París nos ignoran. Pero en algo de lo que ha dicho sí tiene razón, señorita Maclachlan. Derrotaremos al Imperio Británico al ignorarlo y hacer sus instituciones inviables en Irlanda, creando una situación de crisis generalizada que abra inevitablemente la puerta a las negociaciones.
Cuando se distanciaba a sí mismo de ciertos manierismos autoimpuestos, De Valera sonaba como un líder mejor convencido de sus ideas políticas y que entendía bien su lugar en la historia. Le explicó que en la cárcel había sufrido torturas, palizas, hambre y humillaciones.
Fiona se pasaría transcribiendo, escribiendo y repasando aquella entrevista los siguientes 10 días, mañana y noche, intrigada por el hombre, el líder firme y el estadista. Cuando más pensaba en ello, más convencida estaba de creer firmemente en la causa irlandesa, aunque no a cualquier precio.
¡Tenía que haber una manera! Irlanda no podía convertirse en una carnicería para que la libertad fuera posible, pero tampoco podía seguir con 700 años más de opresión y crueldad.
Fiona era suficientemente inteligente para ser escéptica sobre la vía de París que proponía De Valera y que consistía en que la opinión pública americana acabara pesando de forma crucial sobre Gran Bretaña. También veía los defectos de una resistencia puramente civil como la que se había atrevido a teorizar ella. Si bien el mundo estaba cambiando y cada día más y más países reclamaban su propio camino fuera de los grandes imperios, el sacrificio de sangre parecía más y más inevitable para las aspiraciones irlandesas si se seguía por los derroteros actuales.
La lucha en Europa de los ingleses había guardado cierto parecido, ¿no?, tratándose de no dejar que fuerzas extranjeras sometieran la autonomía de un país.
Iba a entregar su trabajo a Kieran Maguire y éste iba a procurar que alguien lo hiciese llegar a América de forma segura. Debería después responder preguntas de la policía y sabía que no iban a ser corteses.
¿Habría valido la pena?
Dublín, 10 de abril de 1919
Fiona cumplía 24 años ese jueves de abril.
Se reunió con Kieran Maguire en la redacción de The Irish Daily Post por segunda vez ese mes, llegó pronto después de dar una caminata por los embarcaderos hasta el Liberty Hall, y una vez más le resultó evidente que algunos de los periodistas que trabajaban allí desconfiaban de ella. Los cuchicheos y las miradas de su primera visita habían sido más que suficientes para darse cuenta de aquello.
Este periódico era un nuevo proyecto que intentaba ganarse el favor del público nacionalista en Dublín y que vendía ejemplares entre las alargadas sombras del Irish Independent y el Freeman's Journal. Como estos otros periódicos, condenaba la acción violenta y no abogaba abiertamente por la República, porque eso lo hubiera confrontado directamente con el Castillo de Dublín y hecho casi imposible su publicación, pero sí pedía una autonomía amplia y era muy crítico con las fuerzas policiales y militares de la corona y sus actitudes en suelo irlandés.
– Ya les perdonaras. No has perdido la confianza de tu editor en suelo de Gran Bretaña. A estas alturas y después de tu entrevista a De Valera eso sorprende y asusta un poco.
Fiona asintió. Llevaba una chaqueta verde claro de entretiempo con un sinfín de botones y una falda de color gris oscuro. Sin embargo, el día era magnífico y en esta sala hacía mucho calor. – Puedo entenderlo.
Maguire se rió por debajo de la nariz. – Si no te conociera, yo mismo pensaría que puedes ser una espía.
– Con todo el respeto, eso sería una estupidez.
Kieran Maguire se sentó en su escritorio dejando la puerta abierta de su despacho y toqueteó la mesa.
– Supongo que lo sería – miró a su alrededor y señaló a una joven que se acercaba a ellos, con la melena corta rizada recogida con una cinta y una especie de pantalón falda como si fuera una de aquellas jóvenes del París que había visto en alguna revista – ¡Oh! Esa de aquí es Louisa… Está escribiendo sobre el asalto injustificado de la policía a una adolecente en Cork. A la pobre muchacha le raparon el cabello al cero mientras oponía resistencia…
– Dios… ¡Eso es terrible! Pobrecilla. ¿De qué edad?
Louisa la interrumpió sin molestarse a saludar primero. – Dieciséis. Su padre dice que no apoyaba la causa de la República pero que no va a dudar más de ello ahora. Se va a apuntar a la Fuerza Voluntaria Irlandesa.
Hubo una conmoción en el edificio.
La puerta de la redacción se abrió de golpe, y tres agentes de policía caminaron hacía ellos entrando a la sala armados y de uniforme. Entre los gritos, escuchó que decían su nombre un par de veces. Fiona había barajado que eso podía pasar en su casa durante semanas, pero no había esperado que fuera aquí, hoy, cuando tuviera que responder las preguntas de la policía.
No había hecho nada malo, excepto su trabajo. La cabeza de Fiona fue a mil por hora por un segundo, pero enseguida guardó la calma. La idea que pudieran detenerla por entrevistar a De Valera era absurda. Era periodista. No tenían nada contra ella. Aunque había sabido desde un principio que tarde o temprano iban a interrogarla…
– Buenos días, señor Kieran Maguire, señorita Louisa Brennan – dijo la voz de uno de los guardias con un acento que no era dublinés – Parece que no dejamos de encontrarnos. Y usted debe ser la señorita Fiona Maclachlan, ¿o debería llamarla señor Andrew Buchanan?
Alguien abrió la cortina del despacho y los ojos de Fiona tuvieron que acostumbrarse al cambio de luz repentino. Kieran apenas tenía encendida una lámpara ubicada en su mesa de trabajo y la habitación había estado algo oscura hasta hace un momento.
El policía de mayor edad se presentó a sí mismo como John Galvin. Era un hombre alto, con las mejillas hundidas y acento de Lisburn o Newry. Vestía un característico uniforme color verde oscuro con botones negros e insignia y una gorra a juego. Se movió a disgusto y despectivamente.
Llevaba su arma reglamentaria desenfundada aunque en la sede de un periódico no había razón para ello.
Le acompañaba un muchacho mucho más joven y aparentemente muy nervioso que pese a su uniforme no parecía querer estar allí y otro policía alto y callado.
Los tres se movieron a la vez y eso pareció causar la ira de Louisa que le miró con los ojos celestes llenos de desafío. – No tienen ningún derecho a entrar en esta redacción de esta manera – les recordó.
John Galvin silbó y se le dirigió burleta – Cálmese, señorita Brennan. Hágase un favor. Por una vez, no venimos por sus ridículos artículos. Tenemos órdenes de no detener a nadie hoy, siempre que se comporten como personas razonables…
– ¿Y entonces qué quieren de mi periódico? – interrumpió Maguire con tono hostil.
– Ya le gustaría que fuera su periódico. Usted es una marioneta – se rió Galvin de forma desagradable – De momento nada, aunque si han ayudado a publicar cierta entrevista en el Chicago Daily Tribune, ese diarucho yanqui, pronto tendrá muchísimas cosas que contarme. Esta mañana sólo deseo hablar con su buena amiga, aquí presente. Fiona Maclachlan. Es usted escocesa, ¿ehm?
Fiona asintió.
– ¿Cree que nos pueda dejar su despacho, Maguire? ¿O debemos llevar a la señorita Maclachlan a nuestro cuartel?
Sentándose, Galvin se sacó la cajetilla de cigarros del bolsillo y colocó la pistola en la mesa. Ordenó con un gesto a sus compañeros que se quedaran en el corredor y sacaran al resto de periodistas de la habitación.
Fiona vio dudar visiblemente a Kieran Maguire y oyó protestar a Louisa mientras éste les acompañaba a la puerta y la cerraba.
Galvin se inclinó hacia adelante para encenderse un pitillo, diciendo: – Con su permiso.
Ella le miró sin mostrar ninguna expresión.
– Haga el favor de sentarse. Dígame, ¿dónde entrevistó al gusano de De Valera?
– ¿Honestamente? No tengo ni idea.
El policía gruñó y volvió a alzarse después de un momento, apagando el cigarrillo en unos papeles de Maguire sin ceremonia alguna. Caminó tocando el borde de la mesa para ponerse enfrente de ella, que seguía en pie pese a que le había ordenado lo contrario, y dirigió uno de sus dedos al hombro de Fiona, intentando parecer amenazador.
Sus gestos delataron que estaba encantado de ejercer ese papel. Fiona se preguntó mentalmente si parte de su deleite tenía que ver con el hecho que ella fuera una mujer joven, alguien aparentemente indefenso ante su autoridad.
– Siéntese. No haga que la detenga, señorita Maclachlan – pidió con tono duro – Mis compañeros Daniel y Adrien se oponen a la violencia innecesaria y les horrorizaría que me sobrepasara, créame… pero en el cuartel hay otros que no son tan amables. ¿Admite al menos que usted ha escrito esa bazofia?
– Firmé esa entrevista, agente. No Andrew Buchanan, sino Fiona Maclachlan. Evidentemente que lo admito. Es parte de mi trabajo – replicó la joven sin moverse.
– Entonces podríamos acusarla de haber ayudado a esconder a un fugitivo, no juegue conmigo. Tendría que cumplir una pena importante bajo esos cargos. Y no me llame agente, es intendente.
John Galvin sonrió porque por su expresión supo que la había tomado por sorpresa.
Fiona se movió incomoda ante la repentina intrusión en su espacio personal. Ese hombre se acercaba demasiado para su gusto y no podía acusarla de nada.
– No puede hacer eso intendente y no creo que a estas alturas se le pueda considerar un fugitivo… sus superiores deben saber perfectamente donde se encuentra: protagonizó una aparición pública el 1 de abril y participó en una convención del Sinn Féin ayer mismo. Medio Dublín salió a recibirlo. ¿Dónde estaban ustedes?
– No se haga la sabelotodo conmigo. Puedo asegurarle que si nos ayuda tendremos en cuenta su cooperación y no presentaremos cargos… De lo contrario, usted está metida en graves problemas. Esa gente es culpable de actos rebeldes – siguió impávido.
Fiona contestó, disimulando los nervios que la atenazaban por dentro por la sensación de peligro y una urgente necesidad de salir de aquí de inmediato:
– No tiene ninguna base legal contra mí. Entrevisté a un irlandés del que a estas alturas todo el mundo sabe el paradero y que es de interés internacional. Lo hice para un medio americano y lo único que sé del señor De Valera está reflejado en el artículo. ¿A quién buscan en realidad? ¿A Michael Collins? No sé nada de él.
– Las preguntas las hago yo. Si sigue por ese camino le va a pasar algo peor que la prisión… –.
– ¿Peor?
El hombre apretó los dientes con una rabia que no parecía del todo controlada y, pese a que le había asegurado que sus compañeros estaban en contra de la violencia gratuita y no querrían que la ejerciese aquí, la cogió bruscamente de un brazo para tirar de ella y tirarla hacia él de manera que pudo sentir su aliento en la cara.
Fiona pensó que todo parecía mal ensayado. Galvin estaba cabreado y se expresaba con unos aires de superioridad y prepotencia que eran en buena parte su rutina. Ahora bien, había en él un punto de irritabilidad impredecible. Quería asustarla y puede que fuera a conseguirlo.
– Parece usted muy frágil para estar en una celda, podría sufrir toda clase de accidentes allí…
– ¿Me está amenazando? ¿Qué hará? ¿Matar a una periodista? – la joven pelirroja se irguió.
– ¿Usted qué diría?
Por la mente de Fiona pasaron la represión y las torturas en celdas que algunos aseguraban que tenían lugar. Las ejecuciones y las desapariciones que se habían producido en 1916. Los secuestros.
– No puedo delatar a mis fuentes si es eso lo que pretende – respondió Fiona – Me abala mi profesión y la libertad de expresión. Pero le puedo asegurar que no tengo ninguna información de interés sobre el paradero de Éamonn de Valera o ninguno de sus colaboradores antes o después de aquella fecha y que no conocía sus planes en cuanto a las últimas apariciones públicas. ¿De verdad cree que alguien del Sinn Féin me confiaría donde se encuentra su líder prófugo cuando está en una posición de vulnerabilidad, o cualquier otra información delicada sobre su lucha que le pudiera ser de interés a usted? ¿A mí? Tomaba a la policía a órdenes de la corona británica por más inteligente y efectiva – soltó.
Algo de lo que dijo, o la manera en cómo lo dijo, incrementó la ira en los ojos de John Galvin que la miró con cara de asesino. Fiona no supo qué había sido, pero sin duda no había ayudado que pusiera en tela de juicio la profesionalidad del cuerpo.
– Creo que después de todo va a tener que acompañarme… no podemos permitir que esos rebeldes sigan propagando sus mentiras sin consecuencias y usted parece estarse convirtiendo en un excelente altavoz de sus ideas. ¿Su lucha? ¿Ehm? ¡Cuánta epicidad para un montón de traidores al Rey!
La joven periodista escocesa apretó los labios pero evitó titubear.
– ¡Daniel! ¡Ven aquí! – gritó el policía mayor, apartándose de ella, y dando voces para que el agente que era sólo un muchacho volviera a entrar al despacho –… espósela de una maldita vez. Vamos a interrogarla en el cuartel. Adrien, acompáñame – le dijo al otro compañero.
Fiona sintió que la sangre le subía a la cabeza y el corazón le latía con fuerza. Retrocedió un paso por instinto. El agente más joven la esposó y la arrastró de malas maneras hasta la puerta del edificio y la camioneta policial.
El tal Daniel no tenía más de 20 años, era un niño haciéndose pasar por un hombre, uno que jugaba con armas. De manera brusca, mantuvo su cabeza baja mientras la empujaba. Fiona se dio cuenta que al chico le temblaba el pulso. Pero la cogía con tanta fuerza del cuello que tiraba de su cabello sujeto en un moño bajo. Eso le dolía y cuando intentó oponer resistencia para mirar por donde pasaba, la zarandeó. Cuando llegaron a la calle, tenía parte del moño despeinado y mechas de cabello rojo en la cara.
Escuchó las quejas de Kieran Maguire y la voz de Louisa que les acusó de estar abusando de su poder, pero apenas pudo ver ninguna otra cara de la redacción. – Usted también viene con nosotros señor Maguire… ya estoy harto de tonterías. E igualmente íbamos a tener que interrogarle tarde o temprano por su extraña amistad con ese rebelde de Gallagher.
Al subirlos al vehículo, Galvin se acercó a Daniel para darle un par de golpecitos de felicitación el hombro y susurrarle algo que Fiona no llegó a oír. El guardia de menos edad cogió aire bruscamente y la empujó de tal manera que cayó de bruces en la parte posterior de la camioneta. Fiona sintió un destello blanco cerca de sus ojos, seguido de un intenso dolor por el golpe. Estar esposada le había impedido parar la violenta caída con las manos.
– Fiona, ¿estás bien? – Kieran Maguire se arrodilló a su lado cuando ya estaban en marcha. Él había sabido que si abría la boca acabaría también detenido pero esa era exactamente su intención, había querido acompañarla porque se sentía responsable de ella – Respóndeme, por favor.
Ninguno de los agentes se había quedado con ellos aquí detrás, pero se habían asegurado de cerrar la puerta. Hacía un calor espantoso aquí dentro y todo estaba oscuro, podían sentir el traqueteo propio de la carretera y el ruido del motor. Con la cabeza embotada, a Fiona se le hacía difícil respirar y le envolvió un opresivo sentimiento de claustrofobia. Le dolía la sien izquierda, cerca de donde se había golpeado al caer, pero eso le preocupaba poco ahora mismo. Apenas intentó mover los brazos se dio cuenta que su espalda quemaba de dolor por las esposas.
– ¿Qué pretenden? – preguntó en voz alta.
Maguire contestó en un murmullo aunque en realidad Fiona no había esperado obtener ninguna respuesta.
– Atemorizarnos. He vivido antes estas detenciones cortas, siempre acaban soltándote al cabo de unas horas – aclaró con el orgullo herido – En mi caso, suelen haber golpes y burlas mientras me invitan a revelar cualquier información de valor. Podría decirse que somos viejos amigos – ironizó. Y luego intentó tranquilizarla: – No creo que se atrevan a tanto contigo, Fiona. Ya los has escuchado, tenían órdenes de no detener a nadie, quizás hoy ni lleguemos a pisar una celda. No creo que esto sea un arresto. Escribes para un medio inglés y esta vez lo has hecho para uno americano, muchacha… No querrán que fuera de esta isla se publique que maltratan a periodistas y odiarían ser aleccionados la libertad de expresión por los americanos…
Fiona intentó convencerse de ello. Pero John Galvin le había parecido un hombre cruel y tremendamente imprevisible. No era la primera vez que actuaba de esta forma. Quería acobardarla. Su objetivo era infundirle el suficiente miedo para no volver a escribir nada como esa entrevista que había quedado fuera del control de la censura británica.
Había leído sobre los hombres como Galvin, varones arrogantes y enfadados que poseían cierta autoridad en cuerpos policiales como aquel.
Se estremeció por la idea de lo que pudiera doler cualquier cosa que ese hombre le hiciera, pero se prometió a si misma que resistiría con dignidad. Dejó que el silencio y el aire húmedo y viciado los envolviera hasta que el vehículo se paró en algún punto de Dublín.
Alguien abrió la puerta trasera de la camioneta y un agente que no había visto en la redacción de The Irish Daily Post la encomió a alzarse, la sacó a la calle y de allí la arrastró a empujones por los pasillos de lo que debería ser la sede de la Real Policía Irlandesa, de espíritu claramente militar y a favor del Rey y la corona.
La llevaron a una sala de interrogatorio y unos minutos después volvió a entrar Galvin y se sentó frente a ella.
– ¿Cuál es su simpatía política?
Fiona dejó escapar una risa hueca.
– ¿De verdad quiere que conteste a eso?
El hombre le mantuvo la mirada con cierto desdén.
– No veo por qué no – le dijo – Podría ahorrarle muchos problemas, sabemos que también se codea con personas decentes. La vieron en el Café Cairo hace unos meses, yo diría que muy bien acompañada. Sería una pena que echara a perder sus buenas perspectivas en nuestra sociedad por un puñado de cerdos rebeldes empeñados en desafiar al gobierno de Su Majestad...
– Soy periodista y hago bien mi trabajo. Eso es lo único que debe importarle – insistió.
– Eso la perderá para siempre, Fiona. A usted y a quien se le acerque demasiado. ¿Me permite llamarla Fiona? – Hizo un ruido con la lengua y se rió como si hubiera contado un chiste particularmente gracioso – Un día le darán una paliza por ser una mujerzuela y estar contaminada de la suciedad de esos fenianos. Puede que hasta la reciba en estas cuatro paredes. Con esos rebeldes no tardará en ser mercancía dañada, y entonces tristemente sólo servirá para que le dejen el culo rojo a cachetadas y aprenda la lección que no le enseñó su padre…
Galvin alzó las cejas buscando una reacción a sus palabras, puede que esperando ver repulsión en sus ojos, pero Fiona no se inmutó. Esto no era un pub de baja estopa o un burdel y aquellos eran policías a órdenes de la corona. A estas alturas aún estaban obligados a mantener cierta disciplina fuera y dentro del cuartelillo.
– No puede hablarme así. Voy a contarle a todo el mundo con qué clase de cortesía tratan en este agujero a mujeres jóvenes completamente inocentes – espetó.
– ¡Oh! ¿Y quién iba a creerla a usted y a regañar a un oficial como yo? No lo harían, incluso si sale de aquí con cada centímetro de su piel de color púrpura – le advirtió él en un susurro más para amedrentarla.
Eso le puso el vello de punta.
– ¡Díganos donde está!
– ¿Quién?
– El maldito Fred Gallagher, que hace de chico de los encargos a Michael Collins.
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
Después que se opusiera a hablar y una vez había quedado claro que lo habían estado espiando, Kieran Maguire había sido arrastrado hacia una especie de salita oscura donde otro agente tan parecido a Galvin que podía ser su gemelo, pero con un aspecto más desaseado, visiblemente irritado y engorilado y supuestamente de menor rango, decidió que iba a obtener sus respuestas metiendo su cabeza una y otra vez en una palangana llena de agua helada que mandó a preparar como quien pide una nueva pluma para tomar nota.
No era por supuesto el trato estándar, pero se notaba que Maguire era un asiduo a esta comisaría y había hecho ya algunos enemigos por aquí. Le informaron que esta vez no sería tratado como periodista sino por sus actos rebeldes.
El policía se remango la camisa hasta los codos para volver a meterle la cabeza bajo el agua.
Kieran sabía que estaba en lo cierto sobre Maclachlan. No se atreverían a dar ese tratamiento a Fiona, no en mil años. Su padre era un empresario rico escocés y estaba ese joven que sería baronet y poseería una de las mayores propiedades en el Úlster. Ella escribía para un reputado periódico inglés y había tomado encargo para uno americano, no querrían arriesgarse a ver impreso según qué en ninguno de los dos medios. Para ello necesitarían un motivo de mucho peso y en este momento no lo tenían.
El periodista irlandés sintió el agua llenar sus pulmones cuando su torturador lo dejó sumergido por unos angustiosos minutos. Aspiró agua y se sintió pronto al desmayo, si bien el hombre le permitió sacar la cabeza cuando sus fuerzas escaseaban. Apenas puedo tomar una bocanada de agua antes que volviera a sumergirlo.
Lo suyo aquí era muy distinto. Él ya era un viejo conocido de la policía y su periódico solo lo leían los convencidos.
– ¿Por qué se empeña en desafiarnos? Sabemos que ha estado en contacto con los fugitivos y los que les ayudaron. Que fue su idea involucrar a la señorita Maclachlan. Puede que ella no viera donde la llevaban, pero usted lo preparó todo con ese endiablado Fred Gallagher, y Gallagher está a la sombra de uno de los autonombrados ministros del gabinete irlandés, ese maldito Collins, que actúa como si fuera el gallo del corral. No me creo que usted no supiera que De Valera planeaba reaparecer por todo lo alto.
– Entonces tiene un problema porque no lo sabía – apenas pudo hablar. Solo podía toser mientras vomitaba el agua que sentía en la garganta.
El policía le sacudió con fuerza y lo arrojo de espaldas al sueldo, escupiendo al suelo y finalizando la tortura. Maguire intentó ponerse de rodillas, tratando de respirar. Sentía como le dolía el pecho por la baja temperatura.
– Piensa que su profesión de gacetillero lo salvara siempre, pero llegara un momento que no le sirva para nada.
Lo tomaron de los hombros y lo volvieron a sentar en la mesa del interrogatorio. El hombre que le torturaba lo cogió del cuello y entre dientes le alertó – Yo de ti dejaría de involucrar a muchachas jóvenes como Brennan y Maclachlan en tu mierda de periódico porque un día alguna va a acabar pasándolo muy muy mal y alguno de los chicos se va a divertir de valiente.
Después lo escuchó discutir con otros guardias fuera de la sala de interrogatorio. La puerta estaba entreabierta, tal y como la habían dejado, y se les oía con claridad a través del corredor.
– ¿En qué estabas pensando?
– En que es un maldito cómplice de esos asesinos…
Uno de los guardias que discutía alzó la voz como si se irguiera, convencido, casi severo:
– ¿Y por eso amenazas de violar a sus compañeras? ¿Qué tipo de policías crees que somos?
– ¡Ha! Eres una nenaza, una nenaza, Rick – escupió su torturador – Está claro que necesitamos que nos envíen mucha más gente como John Galvin, algunos lleváis demasiado tiempo en Dublín.
– ¡He nacido en Dublín, capullo! Cállate, anda.
– ¿Se ha comunicado últimamente con alguien del partido?
– ¿Qué partido?
– El Sinn Féin.
– No.
– Aja… ya veo – Galvin meditó sacudirla violentamente para ver si le contaba algo, pero recordó que de momento tenía órdenes de lo contrario.
Ya había tenido que lidiar con la sorpresa de su jefe al traer detenidos pese a que le habían ordenado que no se precipitara. Le habían pedido también que la espantara, pero fuera lo menos agresivo posible. Eso estaba por ver…
– Mis fuentes me ofrecieron la entrevista. La habría aceptado cualquiera que se precie como periodista. Eso es todo, tal como ya le he contado.
Fiona intentó mantenerse serena y se encogió de hombros pese a seguir esposada. El policía asentía molestó con cada declaración y seguía murmurando y amenazándola, pero no había vuelto a tocarla.
– Es una pena que no vaya a pasar la noche en una celda… quizás tenga que convencer al inspector que debe quedarse. De momento, quítese el abrigo. Como no parece que quiera ayudarnos, esto va para largo…
– No gracias, tengo frío – mintió. Aunque se asara no iba a quitarse ninguna pieza de ropa en ese lugar.
– Quíteselo – le indicó severo – Es una mujer, así que preferiría no tener que quitárselo yo mismo.
En cuanto le sacó las esposas, Fiona no tuvo más remedio que obedecer pero lo hizo con actitud desafiante. Dejó caer el abrigo sobre la mesa con desdén y un punto de orgullo.
– Vuelva a sentarse. Que se siente, le digo – Él le dio un tirón violento del brazo y la empujó. Cuando consiguió que Fiona se sentara, ella alzó la vista para mirarle y eso fue la gota que colmó el vaso: le cruzo la cara con una bofetada que resonó en la sala. Fiona notó el sabor metálico de la sangre en la boca y entonces hubo una segunda bofetada.
– ¿Cómo se atreve? – la chica protestó.
– ¡Eres una hija de puta pretensiosa! ¡Todos los que estáis a favor de esos traidores fenianos sois así! Especialmente, las que aspiráis a ser sus fulanas. No te creas que eres mejor que los que acribillaron a balazos a dos de nuestros compañeros el pasado mes de enero y a un inspector en marzo con tus aires de periodista impoluta, porque no lo eres – Galvin gritó repentinamente, fanático, extrañamente enfadado, y ella comprendió que en ese momento daba igual qué ordenes tuviera y que sólo quisieran asustarla, lo que movía a este hombre era algo más, quizás la venganza, sin duda su furia era personal y había estado conteniéndola, enmascarándola en una inquina superficial.
Puede que ni siquiera hubiera conocido personalmente a esos agentes caídos pero eran su gente, y estaba dispuesto a hacer pagar por su muerte a cualquiera que tuviera algo que ver con sus asesinos. Le enfurecía especialmente que una mujer le plantara cara y que tuviera órdenes de tratarla "con cuidado".
– Yo no estoy a favor de la violencia.
– Eso dicen muchas de las ratas que se esconden detrás de De Valera. No me las creo, a ninguna de ellas – Se apartó con brusquedad al decir aquello. Encolerizado.
Fiona intentó controlar sus emociones. Temió que si seguía mucho más rato aquí, Galvin volvería a la carga y ésta vez puede que perdiera el control.
– Si conoce la historia de Irlanda lo sabrá bien, señorita Maclachlan… – Le había dicho De Valera en la entrevista de hace poco más de un mes – Durante 700 años cualquier movimiento para liberar nuestro país ha sido desmontado por espías e informadores. No lo aplaudo en absoluto y en otras circunstancias no lo condonaría, pero no puede culpar a las brigadas irlandesas ni a mis colegas del gabinete de gobierno por querer acabar definitivamente con ese problema… Al fin y al cabo, si Paris nos ignora, puede que nuestra única salida sea dejar aislado el castillo de Dublín como si de una isleta se tratara… y advertir a los cómplices de la corona en suelo irlandés que es mejor perder su empleo que tener que afrontar las consecuencias de traicionar a su país y a su pueblo...
Fiona había deseado que De Valera y Collins y los hombres como ellos que enarbolaban la bandera tricolor verde, blanca y naranja que proclamaba la Nueva República encontraran otra salida. Que no fuera necesario que las calles de Irlanda quedasen manchadas de sangre para conseguir la ansiada libertad.
Louisa Brennan sabía por Kieran Maguire que esta tarde el prometido de Fiona Maclachlan llegaba a Dublín. Tenía que haber estado aquí hace tres semanas pero un imprevisto en su trabajo le había impedido venir antes.
Por lo que conocía de él era un inglés rico cuya familia tenía tierras en el condado de Antrim. Él era el motivo por el que algunos en el periódico desconfiaban de la posición de Fiona, incluso cuando su entrevista a De Valera había sido espectacularmente bien recibida. La maldita escocesa era buena periodista. No podía negar que le daba un poco de rabia admitirlo, sobretodo porque habría querido que Kieran Maguire confiara en ella para entrevistar a De Valera, que se deslomaba cada día en su periódico, y no en una chica de clase alta que escribía para el maldito Manchester Guardian, que no es que fuera un periodicucho unionista como el Irish Times, es que era directamente uno inglés...
Supo quién era Charles Blake enseguida que lo vio aparecer en el portal donde vivía Fiona. Nadie en este barrio tenía a simple vista esa compostura encantadora tan británica al ser abordado por un desconocido. Ni siquiera los unionistas.
El joven no subió al edificio, y en vez de eso le pareció que estaba esperando a Fiona en la calle.
– Señor, Blake.
– ¿Sí? Dígame. ¿Usted es?
– Debería acompañarme. Han detenido a su prometida.
Charles la escuchó decir aquellas palabras sin acabar de creérselas. Era consciente que Fiona había corrido un riesgo entrevistando a ese hombre, pero ella misma le había asegurado que no podía pasarle nada por aquello y la había creído. Todo había aparentado estar inusualmente tranquilo pese a las apariciones públicas de De Valera, por eso había querido recogerla aquí.
– ¿Tiene idea de dónde la tienen? – inmediatamente su rostro se tornó rígido. Sabía lo que Fiona siempre decía que pasaba en los cuarteles y el mismo día que la había conocido había visto la brutalidad con la que esos guardias del puerto de Belfast la habían tratado a ella y a su vecina Ava. No iba a permitir que le tocaran un pelo.
Cuando llegaron al cuartel, Charles nervioso exigió hablar con alguien al mando.
– No pueden detenerla por el mero hecho de ser periodista – argumentó – Es intolerable. Debe liberarla ahora mismo…
– ¿Y quién es usted?
– Me llamo Charles Blake, soy su prometido. Trabajo para… –.
– El gobierno de David Lloyd George, sí, estoy al corriente. Es usted un economista. Tengo entendido que va a poder optar a ocupar plaza fija de funcionario a partir del próximo año, si por entonces sigue su encomienda con la brillantez que ciertas personas le atribuyen. Debería vigilar mejor a su prometida, señor Blake. Su actitud no va a llevarla a ningún sitio – dijo el hombre que estaba por encima de los agentes que habían actuado ese día, un sextuagenario con cabello gris, bigote grueso y uniforme de inspector. Jonathan Borshon, detective inspector en jefe en este lugar – Yo si fuera joven y con una posición como la suya me casaría con una mujer cándida y bondadosa y no ese demonio escocés descarado.
Charles se quedó inmóvil ante la tosquedad que ese hombre escondía bajo capas de modales y buena educación. Sin duda, ese inspector creía tener el poder para hacer o decir cualquier cosa en entre estas cuatro paredes, pero él no podía permitir que mantuvieran a Fiona allí un minuto más.
Se cruzó de brazos en actitud defensiva.
– ¿Discúlpeme? No tiene cargos de peso contra la señorita Maclachlan, ¿con qué autoridad hacen esto?, libérela ahora mismo, porque le prometo que voy a mover cielo y tierra para que la dejen ir y usted y sus hombres la compensen por este atropello – espetó. Vehemente y también preocupado. Engulló la congoja que le provocaba el pensamiento de Fiona en una celda helada o siendo maltratada de algún modo por esos hombres como a una bola de espinas desgarrándole la garganta.
Era la primera vez en su vida que hablaba a alguien en esos términos y se sorprendió a sí mismo: estaba dispuesto a romper con sus principios por ella, desnudo de todo sarcasmo, cortesía o urbanidad. Él había luchado por su país y su rey en la Gran Guerra. Si se negaban a liberar a Fiona ahora, habría alguien que pudiera hacer algo, ¡encontraría a ese alguien antes de que cayera la tarde y se viera obligada a pasar la noche sola en algún tipo de celda insalubre! No podía concebir que estos hombres que habían jurado servir y proteger al pueblo le pusieran una mano encima, pero era consciente de que no eran precisamente unos angelitos…
Recurriría a cualquier influencia a mano para hacerlos entrar en sus cabales. No era algo que le gustaría admitir en voz alta. Pero iba a llamar a su primo o a William Dudley Ward, utilizar sus contactos como veterano de guerra, contactar con quien hiciera falta, para que le ayudaran a sacarla de aquí, pasando por encima de las órdenes de este hombre y sus galones si era necesario.
Borshon alzó una mano para apaciguarlo al ver la determinación en su rostro y su enfado. – Bueno, no hace falta que nos enfademos. Íbamos a soltarla hoy mismo igualmente. Pero de lo contrario, créame, no me importaría en lo más mínimo quien es usted. Tiene mi respeto porque ha estado en la marina, en Jutlandia con el almirante Lord John Jellicoe tengo entendido, y sé que llegó a teniente comandante, pero me pregunto por qué no siguió con una carrera militar sin duda prometedora y me da igual si trabaja para Lloyd George, es un conde, un duque o el mismísimo hijo del rey – dijo en un odioso tono paternalista y Charles adivinó que mentía en aquella última apreciación – En este país se han de cumplir las leyes… es una obligación que tenemos todos, incluso los periodistas.
Charles exhaló aire. No era momento para ponerse a discutir sino para que dejaran ir a Fiona lo más pronto posible. Su gesto era ahora el de un hombre angustiado. Uno que había ganado una guerra y empezaba a entender ahora la seriedad de lo que podía enfrentar Fiona haciendo su trabajo.
Esta no era una batalla a muerte en el frente o en alta mar, pero el conflicto iba a estallar igualmente en la cara de todos los que encontrara en su camino y a cobrarse más víctimas inocentes.
Hasta ahora ya las había habido, recordó a Fiona diciéndoselo más de una vez.
Charles Blake era consciente que los ingleses no habían hecho las cosas para nada bien en Irlanda y sabía lo muy apasionada que ella era sobre la cuestión. Pero estúpidamente había esperado que la cosa no acabase por escalar como lo estaba haciendo, que hubiese un camino del medio, uno que diese más autonomía a Irlanda sin que el odio siguiera acumulándose...
Seguían llorando las pérdidas de la guerra y aún no se habían librado de la plaga de la gripe. Pese a ello y sin tiempo para asimilar nada, Irlanda se dirigía ahora a un nuevo desastre. El ambiente militarizado que había percibido en el interior del cuartel y por las calles no dejaba lugar a dudas de lo que se avecinaba.
Ella le había hecho más consciente de las injusticias que se cometían cada día en esta isla, pero ahora permanecer en Dublín se estaba volviendo demasiado arriesgado.
La conocía demasiado bien para no saber que ahora era cuando más querría quedarse…
Charles observó con horror su ojo morado y la rojez en su mejilla cuando por fin le permitieron poner un pie en la calle. Habían dejado salir a Maguire cinco minutos antes y había sido consciente de las marcas de golpes que adornaban la cara del hombre pero nadie le había preparado para esto.
La apretó contra él, fuerte, muy fuerte.
No se atrevió a besarla porque supo que le dolería.
– Fiona – le pidió con ternura, al ver que dejaba escapar un quejido cuando pasó su mano por su hombro. Bajó la mano por su brazo hasta el codo – Muéstrame dónde te duele exactamente, por favor.
– No.
– Por favor. Álzate la manga de la blusa, te lo ruego.
Ella le miró resignada.
Lentamente, Fiona se desabrochó el botón de la muñeca de la camisa y fue subiendo la tela hasta el codo. Al dejar a la vista el moratón que le había producido el agarrón violento de Galvin, Charles posó las yemas de la mano derecha sobre el hematoma y la acarició como si intentara borrarlo.
– Por favor… – le pidió ella – Olvidémoslo.
– No puedo olvidarlo – respondió levantando el tono y alzó la vista para reforzar su negativa – No han debido tocarte. ¿Tienes otras marcas? ¿Qué te han hecho?
La alarma en Charles era palpable por el temblor de sus manos, pese a la firmeza en su tono.
– Sólo han sido unos tirones y dos bofetadas, voy a sobrevivir – ella intentó quitarle importancia.
Esta vez, sí. Ardía de rabia. Furioso, frustrado. Amaba a esta mujer, maldita sea.
– No tienen ningún derecho, ninguno. Voy a volver a ese maldito cuartel y voy a denunciarlos o a enfrentarme a puñetazos a ese tal John Galvin… Esto no puede quedar así…
Fiona se sintió mucho más preocupada por lo que él decía querer hacer, que por los golpes recibidos. – Charles, escúchame – le rogó – Son policías y están cabreados, tienen el gobierno de su parte, no vale la pena que te metas en un embrollo así por mí...
Charles gruñó, indignado. Su rostro mostraba una mirada furiosa pero también todo el amor que sentía por Fiona.
– Ese Galvin es un cobarde que no se metería con alguien de su tamaño… déjame que vaya y le aclare cuatro cosas sobre tocar a una mujer…
– Estás diciendo tonterías, ¿qué crees que lograrías? – le riñó ella.
– Pero, Fiona… – las manos le temblaron.
– Vamos, dijiste que tenías una sorpresa por mi aniversario. Estoy deseando que me la enseñes. ¿Puedes hacer eso por mí?
– Pero…
– Shtt. Decir o hacer según qué aquí puede traerte serios problemas… puede que no enseguida, por tu posición… pero a la larga. No vale la pena.
Ella se lo imploró con la mirada. Y Charles cedió a regañadientes. Aceptó llevársela lejos de ese lugar sin más preámbulos, tal como le rogaba, en vez de volver a entrar y pedir explicaciones, aunque tuvo que hacer un enorme esfuerzo para contener su exaltación y un profundo enfado.
Cuando subieron a un taxi, Charles Blake le puso una mano bajo la barbilla y le apartó el pelo de la cara con cuidado. – Deberíamos ponerte un paño mojado sobre el hematoma – dijo, aceptando estoico el hecho que el malnacido que le había dejado esas señales no pagaría por sus acciones y sintiendo una impotencia inconmensurable por ello.
Era quizás la primera vez en su vida que se sabía desamparado por las autoridades de su país. En la guerra les habían exigido sacrificios por la patria y la corona, sí, pero esto era distinto.
Llegaron a la cabaña que había alquilado al caer la noche. Charles la ayudó a salir del coche dándole la mano y pagó al viejo taxista que les dirigió una mirada inquisitiva y crítica, sin duda juzgándoles por ser una pareja joven, sin anillo de casados en las manos de ninguno de los dos, y estar a punto de quedarse solos en este lugar.
– Esta era mi sorpresa – dijo Charles. – Es de un conocido de mi padre a quien le gusta salir solo al campo a cazar liebres. Esperaba que pudiéramos inventar alguna excusa antes de traerte aquí y evitar suspicacias de cualquier tipo, pero dadas las circunstancias entiendo porque no querías pasar por el piso de la señora Fitzsimmons y preocuparla más aún. Maguire le dirá que estás bien y mañana daremos explicaciones. Feliz cumpleaños, cariño.
Fiona asintió con una sonrisa agridulce. Torpemente Charles le acarició la mejilla y le beso los ojos. Los dos se fundieron en un abrazo.
Más tarde, comprenderían que no dar una correcta explicación a la mujer que a todas luces respondía como chaperona de Fiona era desconsiderado y juvenil. Pero en este instante sólo querían permanecer abrazados al otro sin que nadie se interpusiera…
El lugar era pequeño pero acogedor. Charles encendió la chimenea, y pese a que en una mesa alguien había dejado flores, una cena fría y una botella de champagne, la condujo a un sofá de terciopelo verde de tipo Chesterfield que había enfrente del fuego y dejó que se recostara.
– Debes descansar un poco primero, luego podemos cenar. No te preocupes en absoluto por nada.
Fiona despertó de madrugada. Solo la tenue luz de las brasas iluminaba el interior de la pequeña construcción rustica. Recordaba vagamente que la noche anterior él la había besado en la frente y luego se había hecho un hueco entre ella y el respaldo del sofá para dormir a su lado, sosteniéndola contra su pecho.
Charles seguía yaciendo en el sofá sin chaleco, chaqueta ni corbata. Había abandonado esas piezas de ropa encima de la mesilla del recibidor.
Sin moverse mucho, le besó en la frente y luego se puso de pie para estirar las piernas. Ésta era la sorpresa que él llevaba preparando semanas, porque habían acordado que iban a consumar su amor, que por fin serían amantes, antes de convertirse en marido y mujer en otoño…
En vez de eso, su cara estaba magullada, su brazo y su espalda adoloridos, y nadie había tocado la cena. Fiona contempló en el espejo su ojo levemente morado y las marcas rojas en la mejilla, mientras colocaba las flores en un jarrón intentando no hacer ruido. Hizo una comprobación para asegurarse que aún llevara escondida la cadena con el anillo de su compromiso en la camisa.
Si quería seguir haciendo ese trabajo no debía involucrar a Charles. Lo último que quería es que le convirtieran en sospechoso de apoyar la independencia de Irlanda. Su trabajo para el gobierno correría peligro y también la relación con su primo. Le debía al menos eso a Elinor Blake.
Puede que debiera escoger entre el corazón y su vocación de periodista mucho antes de lo que había esperado…
No estaba segura de poder alejarse de Dublín. Si Michael Gregson le daba permiso, iba a contar su experiencia en ese cuartel… Y Fred Gallagher había prometido volver a escribirle… Aquella era una buena fuente en un momento histórica. ¿Qué clase de periodista se apartaría de ello? Muchos sabían la respuesta: una mujer, una a punto de casarse. Ella habría odiado a cualquiera que insinuara que estaban en lo cierto los primeros 20 y tantos años de su aún corta existencia…
Era horrible tener que darles la razón, aunque Charles Blake fuera el amor de su vida.
Examinó con detalle su figura en el reflejo, juzgándose.
– Mierda… mierda, cariño… ¿cómo no voy a escribir sobre…?
Entonces, la voz de Charles la sobresaltó. La había estado observando en silencio desde el sofá y creía poder adivinar el motivo de su gesto contrariado y de su queja a media voz.
– No necesito que me protejas ni que renuncies a tu trabajo o a tus ideas para ser mi esposa, da igual lo que hayamos dicho o planeado hasta ahora… – dijo en un murmullo firme, reconociendo la frustración que reflejaba su mirada. No podía quitarse de la cabeza el desdén con el que Jonathan Borshon había hablado de ella –… Fi, puedo seguir esperando o podemos casarnos en otoño. Lo único que pido es que, por favor, no te apartes de mi lado… Dame la oportunidad de estar contigo, haz tu trabajo mientras sientes que debes y yo me encargaré de que valga la pena... aunque si quieren volver a tocarte van a tener que pasar por encima de cadáver…
Fiona aún no había tenido tiempo de pensar con cuidado cómo se sentía. ¿Cómo podía él leerle el pensamiento de esta manera? No se movió de enfrente del espejo.
– Uno de mis artículos podría arruinarte la vida.
– Me da igual.
– Si destrozo tu reputación, tu primo nunca me lo perdonaría… ni tampoco a ti – giró la cabeza para observarle – Y si quieren volver a llevarme al cuartelillo, no hay nada que tú puedas hacer… no sabemos qué va a pasar en Irlanda…
– Van a tener que llevarme a mí. Me importa un cuerno lo que tenga que decir mi primo de este asunto, tú eres lo primero… ¡Fiona, estaría dispuesto a renunciar a la herencia si Severus me pone entre la espada y la pared…!
– Creo que tu madre intentó advertirme que lo estarías, y no puedo permitirte hacer algo así…
Charles, que se había alzado del sofá, se acercó a ella con una sonrisa en los labios.
– Shtt.
Fiona titubeó y se dio cuenta que le quemaba el ojo morado porque le bajaban lágrimas por las mejillas.
– ¿Quieres que volvamos a Dublín?
– No. Por favor, hazme el amor – rogó.
– Hacerte el amor – repitió él y la sostuvo por fin en brazos. – ¿Estás segura?
Ella asintió.
Los ojos de Charles se expresaron por un segundo con más elocuencia que sus labios. Entonces, por fin eliminó cualquier espacio que quedara entre ellos y la besó. Su mano tomándola de la cintura y estrechándola contra su cuerpo con delicadeza, como una ligera caricia, temeroso de hacerle daño o de ejercer demasiada presión en alguna magulladura.
Siguió besándola y ella respondió. Los labios de Charles se mantuvieron ocupados en su boca, mientras sus manos firmes avanzaron por su cuello y empezaron a bajar por delante hasta rodearle los pechos con las palmas, deslizando los pulgares por la tela de su ropa. Podía sentirla temblar y ello provocaba que en sus ojos bailara una cierta emoción de principiante.
Fiona estaba mareada por aquel beso, por sus dedos agiles acariciándola y desbotonando su blusa. Tanto que simplemente dejó que él la apoyara en la pared.
Con cada botón que desabrochaba, una caricia, un nuevo beso en la boca, hasta que finalmente dejó a la vista la blusa abierta con el corsé y el collar con su anillo en el hueco entre sus pechos. Sentir su mano de hombre en la piel desnuda de su estómago hizo que se estremeciera. Él la cubría, estaba en todas partes.
— ¿Te he dicho alguna vez —le susurró— lo enamorado que estoy de la comisura de tus labios y de tus malditas pecas?
La joven pelirroja ahogó una carcajada.
Pero su cuerpo volvió a temblar cuando él separó los labios de los suyos, carmesís, hinchados y húmedos de tanto besarlo,… para bajar por su cuello hasta su clavícula, dejando un rastro húmedo usando un poco los dientes, con la respiración agitada.
Fiona pudo notar su pulso acelerándose, lo que la hizo sentir expuesta, ansiosa.
– Quítate tú también la camisa – le pidió a Charles, ahogando un gemido mientras él seguía besándola, le suplicó, vocalizando mejor su solicitud, de manera directa, tajante. Sus propias palabras resonaron entre las paredes de la pequeña cabaña y se puso colorada.
Él alzó sus ojos para mirarla y le sonrió. Fue una sonrisa gloriosa. Genuina. Charles Blake estaba satisfecho de sí mismo, más enamorado que nunca de su chica escocesa. Tan guapa y valiente que mirarla hasta quemaba. Era así como conseguía desarmarlo.
Fiona se mantuvo dónde estaba para observarlo con cuidado, hecha un flan. Él obedeció su deseo después de mordisquearle el labio inferior. Dejó caer al suelo su camisa y también su cinturón. Sin ellos, era magnífico. Fiona se fijó en su estómago plano y el vello que terminaba en los pantalones desasidos… y después tuvo que luchar contra el nudo en su garganta, sorprendida. El contorno de su erección era visible.
Abrumada, apartó la mirada.
– Charles…
– Dime. ¿Aún estás segura?
– Sí, pero…
– Estás muy tensa, podemos ir más despacio – murmuró.
Eso hizo que ella se mordiera el labio, ahogando una sonrisa callada. Charles Blake era su primer amante, su único amante.
– Creo que ya hemos esperado demasiado. Sólo dime qué debo hacer, ¿de acuerdo?
Su corazón latía ahora como si fuera a salírsele del pecho. Allí estaba, con los 24 años acabados de cumplir, ya muy lejos del papel de una debutante, y a punto de perder su virginidad sin pasar antes por el altar. Charles vio en sus ojos una vulnerabilidad que ella muy pocas veces dejaba transpirar y se prometió que estaría a la altura.
– Sigue tu instinto, Fiona. Puedes tocarme donde tú quieras, puedes besarme donde tú quieras, sin restricciones... ardo sólo con verte, amor.
Se acercó y volvió a besarla. Sus manos enmarcaron su rostro por un momento y luego la ayudó a deshacerse del todo de su blusa. Charles dejó que sus ojos vagaran un instante más por las marcas oscuras que había en su piel, y sintió de nuevo aquella rabia cegadora que había estado muy cerca de hacerle cometer una tontería irreparable el día anterior.
Las manos de ella se dirigieron automáticamente a su torso masculino y le acariciaron la piel, trazando círculos alrededor de su corazón.
Hacía frío en el vacío que dejaban sus cuerpos. Temblaron.
– Fi…
– Todo está bien. Yo estoy bien – le aplacó Fiona, besándole en el cuello y bajando sus manos tortuosamente por su abdomen.
Charles dejó escapar una bocanada de aire. Presionó su cuerpo contra el de ella y le levantó la falda justo por encima de la rodilla.
Fiona lo miró, intentando dominar su respiración.
Hubo una pequeña pugna por dirigir al otro en una dirección u otra. Sus alientos atrapados, moviéndose uno contra otro.
Sin darse cuenta como habían llegado allí, Charles descubrió que su cuerpo la tenía acorralada contra los ángulos rectos de la escalera de madera que se usaba para subir al altillo. Su mano izquierda en su cintura y la derecha deshaciendo su corsé. Intentó acomodarla mejor para no lastimar su espalda.
Mientras se besaban Fiona le tiraba sin resultado de la cintura de sus pantalones. Él le besó la clavícula y ella le mordió el lóbulo de la oreja. Su excitación era insoportable y lo único que quería era despojarla de la ropa que quedaba y hacerle el amor con tal intensidad que ella no volviera a dudar jamás de su deseo.
Estaba tan concentrado que su cerebro no volvió a registrar los moratones que había en su cuerpo. Puede que su mente no quisiese estropear con la presencia de terceros lo que para él también era una especie de primera vez; que deseara imaginar que las marcas desaparecían con su tacto.
– Si quieres que pare, sólo tienes que decírmelo. En cualquier momento.
– Sí.
– ¿Entonces, me detengo? – estaba muy serio.
– ¡No! – Ella dejó ir una pequeña risa, sintiéndose flotar entre su aroma y la ronquez en su voz que había dado un vuelco a su bajo vientre. – Quiero decir que eso ya lo sé, sé que pararías si te lo pido, confío en ti. No te detengas, por favor…
Después de un momento, se deshizo al fin del corsé (mucho más sencillo que los que ella habría llevado antes de la guerra) y le dejó los pechos al descubierto. Su sortija de compromiso tocaba su delicada piel gracias a la cadena de oro blanco que le había regalado. Fiona tenía unos senos maravillosos que encajaban perfectamente en su mano. Unos pechos blancos, redondos y firmes. Sus areolas y el pico de sus pezones, de un rosado oscuro.
– Dios – susurró él, acariciando su pezón, haciéndola morderse el labio. Bajó la cabeza y lo introdujo en su boca. Sus dientes se abrieron paso por su piel, mordisqueándola y besándola.
Después de un largo momento, hizo exactamente lo mismo con su otro pecho. Tenía la piel suave, tersa y su aroma era embriagador.
Ella se arqueó y gimió despacio, sujetando su cabeza. Le temblaban las piernas y era incapaz de mantener el equilibrio. Él quería acabar de desnudarla entre las sabanas de la cama que, sabía, les aguardaba en alguna parte de la cabaña, beber de la palidez de su piel y sopesar sus senos con las manos durante un largo rato. No iba a durar tanto.
Aquella imagen de Fiona, con la cabeza hacia atrás, su moño casi deshecho, los ojos cerrados, los labios separados, semidesnuda y en sus brazos, le acompañaría para siempre. Sería parte de él tanto como la soledad de las noches en alta mar durante la guerra.
Comenzó a descender con sus manos hasta sus caderas, subiendo por sus muslos por dentro de la falda deshaciéndose sin prisas de las últimas prendas que cubrían su hermoso cuerpo. Los gemidos de la chica aumentaron cuando sintió la mano de su prometido en su intimidad como esa tarde de febrero. Uno, y después, dos dedos en el centro de su cuerpo. Abrió más las piernas para él y Charles estuvo tentado de arrodillarse y besarla allí, entre el montículo de rizos, en la cavidad húmeda que masajeaba y presionaba.
Pero no podía esperar tanto. La pesadez de su erección era casi dolorosa. Recordó que ella se casaría con él, podría besarla de mil maneras distintas durante toda la vida.
La tomó en brazos, las piernas de Fiona envolviéndose instintivamente alrededor de su cintura. Entonces, la mano de ella bajó indecisa hasta su entrepierna en el espacio entre sus cuerpos y él lucho un momento para bajarse el pantalón y los calzoncillos.
No, no.
Debía parar antes un momento para colocarse protección como habían acordado hace semanas. Arrastró su mano hasta uno de los bolsillos del pantalón para encontrar una pequeña caja metálica donde había guardado condones, gomas profilácticas. Eran de caucho crudo ajustable, reutilizables. Un poco un engorro.
Bajo voz se esperaba que se usaran para evitar enfermedades entre los casanovas que visitaban a mujeres de moral distraída y no para interferir en la planificación familiar.
Las palabras sexo o embarazo ni siquiera se pronunciaban fuera del dormitorio.
Existían incluso opiniones contrarias a la profilaxis masculina que no tenían nada que ver con la religión o la moral. Marie Stopes se oponía a su uso y prefería otros métodos por razones médicas poco claras y porque desconfiaba que fueran los hombres de quienes dependiera ese asunto y el fundador del psicoanálisis Sigmund Freud argumentaba que reducía el placer sexual y causaba frustración.
Con Fiona en sus brazos y la responsabilidad que recaía ahora en sus hombros, toda esa palabrería confusa no podía importarle menos. Que fuera un poco engorroso le era igual. Llegaría el día en el que no querría otra cosa que tener una familia con ella, pero no antes de llevarla al altar y proteger su reputación.
–… es cierto que hay maneras con las que prácticamente reduciríamos a cero el riesgo de engendrar un hijo aun siendo amantes. Así nadie sabría nunca que nos hemos acostado antes de casarnos, Fi. Pero la decisión es tuya, no hay por qué arriesgarse en absoluto, sabes que puedo esperar a la noche de bodas – le había dicho poco después que ella le pidiese que se acostaran juntos, que insistiera en ello, enloqueciéndolo de deseo aunque se lo callara, haciendo pulsar su sangre impaciente pese a su lado más sensato.
Se moría de ganas de hacerle el amor, y no lo podía negar más. Quería demostrarle con hechos lo mucho que la deseaba…
Puede que fueran un poco incautos porque la educación de ambos recibida en plena época eduardiana seguía pesándoles como una losa, pero pensó que bastaba que tomaran ciertas precauciones.
Aquella era además la única enseñanza católica de su abuela que Fiona estaba decidida a no cumplir. Deseaba ser tan libre como pudiese y no entraba en sus planes esperar al matrimonio para consumar este amor suyo. A Charles no le quedaban argumentos para oponerse cuando no quería otra cosa que amarla de manera completa y hacerlo para siempre...
La llevó una vez desnudo hasta el sofá y recostó su cuerpo sobre el de ella, sosteniendo su peso en sus codos como pudo. Se preparó, colocándose la goma.
Observó su cuerpo, tocó su rostro, su pelo. Se apretó más contra ella.
Fiona le miró. Tenía la piel ardiendo y el cuerpo agitado de deseo.
No pudo evitar volver a besarla en los labios, y mientras le exploraba la boca con la lengua y bajaba por su cuello, se sujetó a sí mismo y la empezó a penetrar muy despacio, suavemente, hasta que un gemido sordo brotó de la garganta de Fiona. Dudó, deteniéndose por un instante. Él era su primera vez y no quería hacerle daño. Tenía que ir con cuidado. Pero ella le apremió decididamente a acortar distancias con las manos en su cabello y sus piernas rodeándole en el sofá. Onduló sus caderas sin pensar en por qué lo hacía.
Charles, entregado y con el corazón desbocado, sostuvo enseguida sus muslos con ambas manos para que le envolviera del todo. Se hundió más en ella.
– Ah… No… No te detengas… – consiguió decir la chica, acostumbrándose a su invasión. Sintió dolor de forma fugaz y dejó escapar un suspiro tembloroso – Haz lo que quieras, pero no…
Charles vio un pequeño signo de dolor en el entrecejo de Fiona, pero luego sintió que sus uñas se clavaban con determinación en su espalda y sus cuerpos encajaban.
No se detuvo. No, esta vez.
Ella levantó la barbilla y sus ojos se encontraron. Charles comenzó a moverse a un ritmo lento que Fiona imitó, primero un poco deslumbrada por aquel montón de nuevas sensaciones y luego como si antes ya hubieran hecho mil veces el amor.
Un torbellino los barrió a los dos en un abrir y cerrar de ojos.
Aceleraron sus movimientos en una espiral de respiraciones entrecortadas y caricias. Hasta que Fiona dijo su nombre, lo gritó luego con voz ahogada y toda ella se tensó debajo de él estremeciéndose de placer.
Charles pensó con una ferocidad poco habitual en él que se encontraba en ése punto en que estaba disfrutando tanto que no quería acabar nunca. No quería que nada interrumpiera lo que sentía en aquel momento. Pero perdió el poco autocontrol que le quedaba al sentir el orgasmo de su prometida. Muy pronto olvidó cualquier intención de explorar su cuerpo y deleitarse en él para siempre, y se dejó llevar por su propia petite mort.
Había tenido amantes, pero en ese momento, lo que Charles Blake estaba sintiendo era genuinamente en cuerpo y alma, y no se parecía a nada que hubiera sentido antes con nadie…
Fiona se quedó dormida en el sofá, sus cuerpos pegados, piel con piel, y la cabeza contra su pecho. A Charles, el sueño no le llegó tan pronto como a ella y la contempló durmiendo durante un rato.
Deberían trasladarse a la habitación donde estarían más cómodos y habría sabanas limpias. En vez de eso, la estrechó más contra sí.
Ella era audaz y tan decidida, excitante, pero de algún modo también era idealista y había algo vulnerable en como lo amaba. Si la perdía, no quedaría nada en este mundo para adorar de esta forma… Hubiera podido convertirse en su sombra o en la sombra de ésta, si eso servía para mantenerla a su lado, pero eso era algo que ella no le permitiría hacer. La amaba más por aquello, por ser quién era y estar dispuesta a luchar por el futuro con uñas y dientes, no como la mayoría de personas que conocía.
Al amanecer, volvió a hacerle el amor.
Lo hizo con delicadeza, conquistando de nuevo cada rincón de su cuerpo, saboreándola, porque temió que estuviera adolorida después de la primera vez, pero Fiona no sólo se dejó llevar sino que respondió con cada pequeña fibra de su ser, envolviéndolo en su piel y permitiéndole naufragar en ella una vez más. Charles se movió dentro de su chica, con un ritmo deliberadamente lento, la respiración entrecortada.
Con cada empujón, Fiona soltaba un gemido y se aferraba a Charles como si estuviese a punto de caer, y en contra de toda razón, él se volvía más, más y más loco por ella.
Michael Gregson leyó los últimos teletipos sobre Irlanda. Había una atmósfera inquietante. Quizá en este punto no había suficientes bajas para hablar de una guerra con todas sus letras pero todo podía empeorar.
Pese al excelente trabajo de Fiona no estaba seguro que los lectores de su periódico fueran suficientemente conscientes de los errores y atropellos que estaba cometiendo su gobierno en Irlanda. Muchos colegas británicos e incluso del continente habían prescindido directamente de la verdad los últimos años. Se había hablado de submarinos alemanes trayendo armas para los rebeldes, se había vilipendiado a cualquiera que pudiera sentir simpatía alguna por estos, incluso se habían escrito artículos ruines donde se atentaba al honor y la dignidad de personas que lo único que tenían que ver con esa lucha eran los lazos familiares o los apegos románticos.
Ante la no probada orfandad de Éamonn de Valera, en un giro copernicano, lo habían difamado con supuestos padres de toda laya y procedencia geográfica.
Incluso él no había podido impedir que en el periódico para el que trabajaba se publicaran columnas de opinión que echaban por tierra el incisivo punto de vista que Fiona ofrecía en sus artículos.
No la culpaba en absoluto por la magnífica entrevista en el Chicago Daily Tribune.
Un miembro del gabinete de Lloyd George había escrito a unos de sus colegas del Manchester Guardian que los sensacionales artículos del señor Andrew Buchanan le trastornaban los nervios.
Gregson no estaba tan preocupado por el futuro de Irlanda como lo estaba por el de su profesión, claro. Este era un tiempo peligroso para el periodismo.
La prensa estaba controlada a través de la legislación pero también por la intimidación violenta.
Sabía que la administración irlandesa en el castillo de Dublín requería que los periódicos trabajaran bajo las cláusulas de prensa de la Ley de Defensa del Reino (DORA), legislación que se había introducido durante la Gran Guerra.
No le gustaba para nada.
Pero poco podía hacer. En su vida personal tenía otros problemas que debía afrontar e iba a dejar definitivamente el periódico…
Le habían ofrecido la oportunidad de comprar por un buen precio una revista londinense cuya administración le permitiría más tranquilidad de mente y mucho más tiempo en casa. The Sketch era principalmente una revista de sociedad con artículos regulares sobre la realeza, la aristocracia y la alta sociedad, así como el teatro, el cine y las artes.
Lizzy, a la que también le gustaba escribir y que durante años había garabateado poemas y relatos cortos en todos los papeles que caían en sus manos, estaba peor hasta el punto que a veces ni siquiera le reconocía y lo único que podía hacer era protegerla y evitar que su nombre fuera arrojado al centro de todos los chismes. Ningún médico era capaz de decirles qué hacer o como curar su trastorno psiquiátrico.
La mente de su esposa, aquella que una vez había admirado por su mezcla entre dulzura y carácter, confundía a veces realidad y fantasía hasta el terreno desconcertante de lo extravagante: intentos de escapadas desnuda, gritos entre pesadillas a media noche, largos períodos de mudez, paranoia y amnesia, pero sobre todo estaba marcada por una terrible depresión. En este punto sabía que tarde o temprano tendría que asumir su ingreso en un sanatorio sin que nadie hubiera sido capaz de poner nombre a su enfermedad y le rompía el corazón.
Quería olvidar el desorbitado movimiento de sus ojos y sus facciones hinchadas cuando pensaba en la que un día había sido una joven increíblemente bella que le había hecho inmensamente feliz, pero ya no lograba quitarse esa imagen de la cabeza y no podía evitar culparse: quizás si no hubiera ido a Francia, habría encontrado la manera de frenar a tiempo el rápido deterioro de su salud mental.
Charles acompañó a casa a Fiona esa mañana y ella insistió en dar sola todas las explicaciones que hicieran falta a su casera.
La joven se dio cuenta que él se encontraba perdido en sus pensamientos cuando le abrió la puerta del coche con gesto distraído. Había estado muy callado desde que habían abandonado el refugio en el que habían pasado las últimas horas.
Apenas había tocado la comida que había en la cabaña.
La mirada de preocupación de Charles se dirigió a su cara magullada e hizo una nueva mueca.
– ¿De verdad estás bien? Deberíamos haberte puesto hielo en ese hematoma… y deberíamos denunciar a ese hombre…
– Estoy perfectamente – Fiona sonrió y no pudo evitar repasar mentalmente cada intenso momento en el que se habían entregado uno al otro esa madrugada. Cómo de brillante, cegador y apasionado había sido su hacer el amor.
Lo último de lo que quería volver a hablar era de la tarde anterior o de porque era inútil que denunciasen a la policía a órdenes del Castillo en Dublín.
Después de una pausa, Charles asintió con gesto adusto. Apretó los labios, mientras debatía consigo mismo si decir en voz alto lo que le pasaba por la cabeza o no. Debía haber sido más firme con aquello de pedir explicaciones ante el abuso policial al que ella había sido sometida. El color más oscuro que tenían sus hematomas esta mañana lo había perturbado y tenía la sensación de haber despertado de una especie de ensoñación.
– ¿Podemos volvernos a ver este mediodía?
Sólo entonces Fiona se permitió reír, fingiendo estar escandalizada. – ¿Quiere otra cita como la anterior tan pronto, señor Blake?
Charles sonrió un poco al fin, mordiéndose el interior de la boca.
– Ojalá. No pensaba en nada demasiado inapropiado… no esta vez ni hasta que esté seguro que la señora Fitzsimmons no me odia por ello. Un paseo por el parque puede que nos haga bien, no hemos tenido oportunidad de hablar en profundidad… no de… bueno, aún tenemos que escoger la fecha de una boda…
Se miraron una al otro por un segundo y Fiona deseó besarle, pero se recordó a sí misma que estaban enfrente de su casa en plena calle y que Margot Fitzsimmons o alguna de sus vecinas podía verlos…
Tenía que buscar una buena excusa después de haber pasado la noche fuera, y empezar un corrillo de habladurías en el bloque de pisos donde vivía no sería el mejor camino para ello. Especialmente no, con este aspecto de haber recibido una paliza.
– ¿Me pasas a buscar en unas horas, entonces?
– ¿Y qué debo decirle a la señora Fitzsimmons?
– Eso déjamelo a mí. Tú espérame en el portal por si se disgusta mucho, no te dejaré mucho tiempo solo…
No podía ser más feliz, si no fuera por la cruda realización que el mundo seguía girando implacablemente y ellos estaban atrapados en él. Charles se detuvo en las escaleras del hotel camino a su habitación. Una seductora sonrisa inconsciente se dibujó en su rostro a la vez que la habitual claridad de sus inteligentes ojos cafeces se enturbiaba fantaseando con la madrugada anterior… la urgencia por su piel… la necesidad de… Tuvo que pestañear para ponerse serio y evitar sentir cómo el mero recuerdo del placer le estremecía entero. La había tenido en sus brazos y le había hecho el amor por primera vez. Un fuerte escalofrío le devolvió al presente y sintiéndose algo culpable se apresuró escaleras arriba. Apenas disponía de un par de horas para arreglarse antes de volver a recogerla. Estaba deseando pasar la tarde con ella.
Frunció un poco el ceño. No había sido un sueño sino una realidad encantadora, pero se había visto manchada por los moratones que Fiona había adquirido en ese cuartelillo…
Pensó de nuevo que debían denunciarlo sin falta a alguien que estuviera por encima de Jonathan Borshon, aunque sabía que Fiona no se dejaría convencer. Ella quería hacerlo a su manera, hablar con Gregson, publicar un artículo que fuera más allá de sí misma, que recogiera el trato a Maguire y a otros.
Así era ella: su determinada chica de cabello pelirrojo… su futura esposa... ¡Cómo de enamorado estaba! No sabía si estaría a la altura.
Fiona era una mujer joven que con 24 años no había tenido ningún otro hombre en su vida, ningún amante. Cuando se habían empezado a cartear durante la guerra, él había visto con claridad que aquella chica extraña no iba a conformarse con Belfast o Glasgow, quería comerse el mundo… estaba ansiosa por explorar, aprender, luchar por cada causa justa en y fuera de Irlanda, viajar, madurar, volar por sí misma…
¿Sería suficiente para Fiona estar con él por el resto de su vida? Era joven, inteligente y hermosa. ¿Era justo planear años de vida en Londres cuando el mundo la esperaba para rendirse a sus pies?
La simple verdad era que al pedirle que se casara con él, sólo había pensado en pasar la vida con ella, en no dejarla ir, como si egoístamente eso la hiciera algo propio suyo. En el fondo para Charles estaba claro que no era así. Un hombre no era el dueño de una mujer, no incluso si se casaba con ella. Podía amoldarse a lo que ella decidiera. No tenía por qué renunciar a nada para casarse con él, debía recalcárselo.
Suspiró. Estaba deseando volver a tenerla entre sus brazos. Sin embargo, antes tenía que poner un poco de orden en su equipaje, vaciar la maleta, ordenar documentos de trabajo que había arrastrado con él hasta aquí, porque si podía iba a quedarse las próximas dos o tres semanas y a aprovechar cada minuto de su noviazgo, planear su boda de manera que los pomposos y snobs planes de su primo para las nupcias de su heredero en Killoughagh Castle no empañaran un día que tenía que ser para los dos.
Por la pose que había adoptado esa mañana cuando había llegado y la había encontrado desayunando, Fiona estaba segura que su casera había podido leer entre líneas ante las burdas excusas que le había puesto después de no dormir en casa. Era evidente que lo desaprobaba y no le gustaba para nada, pero al menos no la había juzgado duramente ni amenazado con echarla de casa por la vergüenza que podía infligir a este hogar. Quizás porque en realidad le había preocupado mucho más la parte de la historia en la que Charles Blake iba a buscarla a un cuartel y la rescataba de esta guisa o quizás porque era menos rígida con los pecados de juventud de lo que habría dado crédito por.
– Tu querido chico es un buen hombre, pero ya sabes que somos nosotras quien debemos cuidarnos porque si no pagamos los platos rotos, ¿ehm? – era lo único de lo que la había advertido.
Pese a ello, esa tarde Fiona se sorprendió mucho cuando entró al comedor de Margot Fitzsimmons y lo encontró sentado en una butaca, cabizbajo. Habían quedado que la esperaría discretamente en el portal en nombre de la prudencia y para no agravar el más que posible enfado de su casera.
Sin duda, deberían haber pensado mucho mejor su desaparición de anoche...
Charles tenía en las rodillas una libreta abultada llena de páginas torcidas por la humedad y descosidas del lomo, sujetaba un vaso de whisky que a buen seguro le había servido la señora Fitzsimmons y mantenía la vista hacia el suelo un poco perdida. Su semblante parecía cambiado.
La pacientísima y esmerada casera de Fiona se había retirado sin duda a otro lugar de la casa, queriéndoles dar espacio. Eso era algo sorprendente en sí mismo, especialmente después del fragante desdén por las normas sociales que había demostrado la conducta de ambos, pensó Fiona.
Se suponía que no podías desaparecer una noche entera con tu novia y esperar un golpecito en el hombro y un vaso de buen licor de sus guardianes y allegados, sino un escándalo o al menos una sonora regañina, así como la irreparable pérdida de la confianza puesta en ti y el bastante probable desmoronamiento de la reputación de la muchacha implicada…
Fiona Maclachlan no estaba para nada preocupada por su buen nombre en aquellos derroteros morales y se reiría un poco si alguien insinuara que podía acabar protagonizando su propia versión de la letra escarlata, confiaba ciegamente en él, pero en cambio sí que le extrañaba que Charles hubiera acabado nada más llegar en esta butaca con el gesto contrariado y el claro favor de la señora Fitzsimmons. Sin un sermón ni ningún pero a la vista.
– Charles…
– Al volver al hotel he encontrado un paquete de mi padre en el fondo de la maleta que traje – le explicó entonces su prometido con voz afectada. Hizo una pausa antes de agregar – No me había fijado en la caja ni en el estuche que contenía esta libreta, ni en que no era algo que yo pusiera allí… y eso que he estado viajando días con la misma maleta y, créeme, abrí el equipaje unas cuantas veces en Londres y en el ferri. Es importante.
– ¿Qué es?
– Un manuscrito. El diario de mamá – Fiona se dio cuenta que sus ojos estaban húmedos cuando él levantó la cabeza. Charles se apoyó en el respaldo de su asiento y golpeó ligeramente con sus delgados dedos el vaso de vidrio en sus manos.
Hubo un largo silencio.
El color cobrizo otoñal de ese whisky no le interesaba en lo más mínimo, y tampoco la manera como el líquido se reflejaba en el vaso, ni su aroma con notas avainilladas, dulce, de nueces tostadas y de especias cálidas como la canela, algo que le recordaba un poco al que producía la familia de ella. Pero se quedó observando la bebida en sus manos como si fuera crucial distinguir cada pequeño detalle. Luego, se volvió a erguir en la butaca con incomodidad y la miró.
– Querido…
No podía soportar que Fiona le viese en este estado, no tendría que haber venido, pero tenían el tiempo contado por el trabajo que lo obligaba a volver una y otra vez a Londres, y no había querido fallarle, decepcionarla, ausentarse de la cita sin una explicación o con excusas, hacer que dudara de él después que ella le confiara su cuerpo, sus caricias desnudas, cada centímetro de su piel de porcelana y pecas, y eso que algunos llamarían banalmente su virtud o su honor, y que casi todos los que la querían considerarían que no eran suyos para tomar hasta que hubieran pasado por el altar.
Puede que aquel asunto de la virginidad fuera tan accesorio para Fiona como para él, ¡que la quería, la adoraba!, y no había pretendido que el regalo de aquella noche fuera su inexperiencia, sino su deseo mutuo, compartido... Sin embargo, era indudable que una mujer joven ponía todo su futuro en las manos de un hombre en aquellas circunstancias, no importaba cuánto hubieran cambiado las cosas desde la guerra...
Contaba con el amor de aquella joven extraordinaria y tenía que estar a la altura.
Charles Blake no era de piedra. Su devoción a Fiona no era menor o mayor por ser el primero, y se habría perdido el respeto a sí mismo si ese fuera el caso; aun así le enorgullecía que ella tuviera la suficiente fe en él para haber dado ese paso de su mano.
¡Quería que Fiona lo admirará, lo quisiera, no que lo compadeciera!, pero encontrar aquel diario entre sus cosas había sido como si una enorme piedra dejara de pesar sobre sus hombros y era incapaz de contener la conmoción que eso le causaba, el llanto, pese al revés que su ego masculino pudiera sentir por eso.
Negó con la cabeza.
Le debía sinceridad y honestidad pese a que se sentía incluso más desnudo ahora que lo había estado en sus brazos. Se puso nerviosamente la mano en la barbilla con un ligero estremecimiento y apostilló: – Hay una página inacabada. En esas líneas mi madre explica cómo se sintió cuando llegué enfermo a casa. Yo… mi padre quería que leyera ese extracto… yo pensaba que él… que también me culpaba de su muerte... pero ahora estoy seguro que lo dejó en mi maleta para que lo encontrara hace semanas…
– ¡Oh, Cariño…! Amor mío… – Fiona le interrumpió con un hilo de voz –… pero no es tu culpa, ¿cómo iba a culparte tu padre de su muerte?, claro que no… ¿De verdad es lo que pensabas que…?
A Charles se le empañó la visión y el bonito rostro de Fiona se desfiguró por el efecto de las lágrimas que no habían brotado aún de sus ojos marrones y la brillante luz que había en la habitación en ese momento. Por un momento, apenas pudo distinguir el rojo de su cabello y su voz.
– El hecho es que yo la contagié, esa gripe llegó a casa por mí. No lo elegí pero es así.
– No es algo que pudieras controlar.
– Lo sé, me sé a pies juntillas la teoría, lo que diría cualquier persona sensata, me lo he repetido varias veces… pero lo que pasó es mucho más complicado de encajar y de aceptar.
Charles Blake habría deseado que esta conversación se acabara aquí, no le gustaba mostrarse inseguro o vulnerable enfrente de otros, ni siquiera de ella.
A pesar de ello, Fiona se acercó más a él, movió la mano para tocarle la cara y con su proximidad cada pieza de su alma dañada encajó repentinamente en su lugar como en un rompecabezas.
Era evidente que la muerte de Elinor le había causado una profunda pena, pero hasta ahora Charles había evitado hablar de ello más de lo necesario, se había esforzado en centrarse en esa relación que florecía, en su trabajo. Tampoco era la clase de emoción que estuviera preparado para mostrar a todo el mundo, todo el tiempo.
Abrió la libreta con sumo cuidado, como si las páginas pudieran desintegrarse ante el trajín de unos dedos que no eran su dueño y Fiona le animó a leer en voz alta algunas de las consideraciones que su madre había plasmado en el papel. La chica le dio coraje con una pequeña sonrisa.
– Déjame escuchar qué escribió… puede que te alivie.
Él accedió a su petición con un suspiro.
"Mientras siga respirando seguiré llorando y amando a mi hijo con toda el alma. Perder a un hijo es algo que la naturaleza, Dios, no deberían permitir, pero el mundo, la vida, nuestro creador, no sabe de injusticias. No puedo, no quiero imaginarme guardando duelo por mi querido Charles, por mi entero corazón. Ojalá, el medico esté equivocado. Ojala, la gente pueda entender que el dolor va a durar para siempre, porque el amor que le tenía también era para siempre", había rubricado Elinor en la última página.
Charles leyó aquel fragmento con la voz áspera y Fiona recordó con un nudo en la garganta que el hombre que amaba había estado al borde de la muerte, desahuciado por el médico que lo había tratado.
– Charles…
– No sé cómo se supone que debo seguir con mi vida, Fi. Era mi querida madre, una de las personas que mejor me conocía, y se ha ido demasiado pronto…
La joven que amaba, pelirroja, determinada, acabó de situarse con gentileza donde podía ver su expresión. Se puso de cuclillas para tomar las manos en las que aún sostenía el whisky entre las suyas y mirarle a los ojos. Le ayudó dejar el vaso en una mesilla próxima, apoyó las manos sobre sus rodillas. Y le habló suavemente. – Era una buena mujer y te quería con locura, así que… tendrás que seguir por ella.
Charles asintió, luchando contra las lágrimas y contra una cierta vergüenza inculcada. No se suponía que los hombres hechos y derechos lloraran…
Llorar era inefectivo y demasiadas veces una debilidad.
– Una buena mujer – estuvo de acuerdo.
– La mejor. Estoy segura de ello.
El hijo de Elinor dejó caer contrariado algunas pocas de las muchas lágrimas que había estado conteniendo con un nudo de emociones en la garganta. Sujetó el rostro de Fiona con las dos manos y la miró con ojos cansados y tristes. – Gracias.
– Es la verdad…
Se alzó de repente, tomando a Fiona de la mano, poniéndola de pie y acercándola más, engulléndola en su abrazo. Puso los brazos a su alrededor y cerró los dedos en su nuca y en los mechones deshilachados que le caían por la espalda con una ligera convulsión.
La bebida del color del oro antiguo olvidada en una pequeña mesa al lado de la butaca.
Charles Blake era un hombre valiente, inteligente, seguro de sí mismo y a veces incluso arrogante. Práctico, determinado y poco dado a sentimentalismos, pero también honesto, gentil y enamorado.
Se sostuvo en ella con fuerza como si su vida dependiera de ello, mientras su cabeza descansaba en el hueco de su cuello.
Fiona le devolvió el abrazo con la misma intensidad.
– Siento que tengas que verme así después de la pasada noche. Esta no era la confesión que tenía pensada después de tanto tiempo ansiándote, me siento patético, un poco ridículo… – le acarició uno de los hematomas del brazo – y, maldita sea, tú eres tan fuerte…
– No digas eso… no conozco a nadie más fuerte que mi apuesto y cabezota marino inglés – su voz fue una vez más como una caricia – estuviste en Jutlandia y hasta debajo del mar en uno de esos submarinos… Pero estoy aquí por ti. ¿Qué sentido tendría nada de esto si no nos tuviéramos el uno al otro?
– Fiona…
– ¿Sí?
Charles estaba cansado, exhausto de sentirse culpable.
Ella no le soltó.
El tenso cuerpo del heredero de Killoughagh Castle se fue relajando hasta que por fin rompió a sollozar como un niño, sin excusas ni más contemplaciones. Cuando sus brazos le rodearon del todo no pudo contenerse más y las lágrimas empezaron a caer a raudales. Fue como si se abriera la caja de Pandora, con una mano entre las suyas, mantuvo la cabeza en el hueco de su cuello, inhalando el aroma de su cabello a duras penas recogido en su cogote.
Mientras se desahogaba, Charles quiso hablar y tuvo que hacerlo con la voz quebrada, con un imperceptible tremor en los labios: – Era yo quien encajaba con el perfil de todas esas muertes. Todos estos meses… durante meses no me podía sacar de la cabeza que tendría que haber muerto yo… –.
– Oh, Charles. Eso le habría destrozado el corazón, ya lo sabes. Me lo habría destrozado a mí.
Lo besó en la mejilla y lo apretó más contra sí.
– A veces no puedo soportar pasar tanto tiempo sin ti, han sido años de paciente espera para llegar aquí – le confesó Charles en un susurro varios minutos después – Tu ausencia se me hace intolerable – admitió. Charles había ido bajando la voz hasta ser ya solamente un murmullo.
Fiona luchó contra sus propias ganas de llorar. Él tenía la mano helada. Le dio otro beso, primero en el dorso, luego en todos los dedos, uno por uno.
– Estás agotado… déjame que te prepare algo caliente, algo mejor que un whisky, ¿de acuerdo?
Medió un silencio desahogado entre ellos.
Charles siempre se había sentido muy cómodo con Fiona, libre, como si con su tenacidad todo fuera mucho más fácil.
– Lo que tú quieras…
El descubrimiento que su padre no le guardaba rencor y la aceptación de su propio duelo en este momento congelado en el tiempo, permitió que Charles soltara lastre y lo liberó del cargo de consciencia por la injusta muerte de su madre. Lloró por Elinor y esa maldita enfermedad.
Pero aquello también le ayudó a dejar atrás las cosas terribles que había visto, experimentado u oído en la guerra y que había escondido en recovecos casi inaccesibles de su cerebro con el mismo talento. Las explosiones, el miedo, los cuerpos de todos aquellos jóvenes en el mar…
Todos los que habían estado en su lugar habían ido hasta el mismo infierno, y al volver casi ninguno era el de siempre. Pero Fiona y él tenían un futuro por el que luchar, un futuro qué podían moldear, siendo confidentes, amantes, esposos.
Fi siempre sería una mujer con quien pudiera bromear, o simplemente conversar… una verdadera compañera, su mejor amiga. Le hacía sentir un calor que emanaba del interior: certeza.
No podía dejar de mirarla porque ya nunca se conformaría con algo menos que aquello.
– Creí que iba a volverme loco, siendo tan feliz contigo pero no pudiéndome sacar de encima el dolor por la muerte de mi madre, lo que yo entendía como el desprecio de mi padre. Tratando de conservar la cabeza, comiendo, bebiendo, trabajando, pensando en el futuro que no podré compartir con ella… en la boda a la que no asistirá o los nietos que no conocerá… – murmuró.
– ¿Crees en la vida después de la muerte, Charles?
– ¿En Dios? No lo sé.
– Yo sí creo que hay algo… algún día nos encontraremos aquellas personas que hemos perdido en otro mundo… uno mejor que este.
– Suena demasiado fácil.
– Puede, pero es importante tener fe aunque a veces nos corroa la duda. Una vez escuché que hay pueblos sin ejércitos y sin murallas pero ninguno sin Dios.
Charles sonrió un poco pese a su tono triste, con la mirada vidriosa del color del café oscuro.
Al fin y al cabo no importaba qué fe hubiera crecido amando cada cual, sino las buenas personas. Su madre era una ferviente anglicana pero habría dicho exactamente lo mismo que Fiona en un momento así, y no era un secreto que Fi había crecido influenciada por una ferviente católica como su abuela.
– Me gustaría que hubiera algún tipo de eternidad, pero ¿a quién no?, sino, no seríamos humanos.
