Capítulo 9. The Last Waltz

"I wondered should I go or should I stay,
The band had only one more song to play.
And then I saw you out the corner of my eye,
A little girl, alone and so shy.

I had the last waltz with you,
Two lonely people together.
I fell in love with you,
The last waltz should last forever.

But the love we had was going strong,
Through the good and bad we get along.
And then the flame of love died in your eye,
My heart was broke in two when you said goodbye.

I had the last waltz with you,
Two lonely people together.
I fell in love with you,
The last waltz should last forever […]".

Julian Ovenden (Barry Mason y Les Reed, 1967)

"I know, we all need a purpose".

— Lady Edith, Downton Abbey, Season 4, Julian Fellowes.

Fiona estaba enamorada de Irlanda mucho antes que estallara la revolución. Y fue paradójicamente en esta isla donde hace tres años había conocido a Charles Blake, justo cuando Kieran Maguire le había dado una oportunidad para pasar textos en su periódico y ella se había empezado a reafirmar en la idea de desbaratar cualquier pretensión que sus padres pudieran tener de encontrarle un buen marido…

¡…Quería crecer por sí misma, ser su propia persona y sabía que un conjugue tendría demasiado poder sobre ella… aunque fuera todo lo que se esperase de una chica de su edad!

Tiempo después, en un ferri de Dublín a Liverpool y al lado de un buen amigo, había tomado la determinación contraria con lágrimas en los ojos, la de pasar la vida al lado del hombre que amaba y renunciar a lo que hiciera falta por ser fiel a una promesa: si Charles sobrevivía a la gripe, se casarían en cuanto pudiesen y vivirían en Londres si era necesario. A él lo quería con todas sus fuerzas, puede que más que a Irlanda y al periodismo, y eso era aterrador.

Charles Blake era un joven heredero inglés de mirada liberal. Un hombre bueno que creía que cada uno debía dirigir su vida bajo su propio criterio y que era consciente de los privilegios de su clase.

Fiona miró una de las fotos de Sligo que había conseguido revelar la última semana y suspiró. Era del funeral de un hombre a quien habían disparado a sangre fría en plena noche. Unos decían que era por rencillas vecinales, otros que había sido la misma policía.

Intentaba huir del efectismo y la artificiosidad cuando se trataba de la miseria y la violencia de baja intensidad que mostraban explícita e implícitamente sus fotografías por el momento… pero la guerra de guerrillas y la represión amenazaban con recrudecerse y con ella la vida diaria de muchos irlandeses y el contenido de sus imágenes.

Sus textos no querían mostrar demasiada emoción ni caer en el campo de la opinión y, sin embargo, a veces no podía ayudarse a sí misma. Había un odio creciente y una animadversión casi feroz en ambas partes, pero unos luchaban por liberar a su pueblo de siglos de humillaciones y otros persistían en ellas cada vez con más crudeza.

Ella tenía sus ideales, aunque ahora la acompañaban las dudas y podía reconocer mejor los matices: ¡había gente decente, buena gente, atrapada en ambos lados!

Como reportera y articulista (e hija de una irlandesa) apoyaba la resistencia civil y la persistencia del bando oprimido, pero condenaba la violencia sin sentido, la aterrorizaba.

Con todo, lo único que podía hacer como periodista era documentar los hechos, conseguir que en los periódicos y, con suerte, en los libros del mañana quedara constancia de los porqués de la historia irlandesa, las diferentes caras de un relato que muchos querrían en blanco y negro. Por eso, se encontraba en este lugar: siguiendo los pasos de Fred Gallagher.

El Chicago Tribune había vuelto a contactarla. De Valera había viajado a América para internacionalizar su causa y ellos querían un perfil de los jóvenes irlandeses que se involucraban como voluntarios en un conflicto que crecía mes a mes en intensidad y pasaban a las filas de la llamada Fuerza Voluntaria Irlandesa que algunos medios habían empezado a llamar el Ejército Republicano Irlandés (IRA).

Decían que el gabinete del autoproclamado gobierno irlandés estaba organizando hombres por todo el país, aunque hasta el momento solo se habían producido un pequeño puñado de atentados contra agentes de inteligencia de la corona y ataques esporádicos a cuarteles de la policía británica especialmente aislados, lo que a su vez estaba obligando a ésta a concentrarse a la defensiva en ciudades más grandes.

Por lo que Fiona había podido ver hasta ahora la mayoría de los comandantes de los grupos de voluntarios no aceptaba plenamente ninguna autoridad central y se resistían al control político del gobierno del Dáil… Quizás por eso Michael Collins y los suyos reunían dinero de los convencidos fuera y dentro del país y habían mandado hombres de confianza como Fred Gallagher a reclamar lealtades y a organizar unidades viables de guerrilla en distintos puntos de la isla: para tener un mayor control.

Después de la crisis de conscripción de 1918, se habían alistado como voluntarios unos 100.000 irlandeses, pero eso era sólo sobre el papel. Eran muchos menos aquellos hombres dispuestos a empuñar un arma por ninguna causa, por honorable que la consideraran.

En Dublín, el objetivo de la fuerza de voluntarios eran las unidades del servicio de inteligencia británico… parecía ser que Collins había empezado a dirigir él mismo a sus hombres allí para que ejecutaran a los espías que trabajaban para el Castillo a pesar de la negativa de los políticos del Dáil a reconocer al IRA o a apoyar sus actividades… Gallagher se negaba a comentar ni mu sobre el tema y no mencionaba nunca a esa figura envuelta en misterio que era su supuesto jefe.

Desde que Michael Gregson había dejado su puesto en el Guardian, Fiona había tenido mucho menos contacto con Inglaterra y sorteado peor la censura en aquellos artículos que escribía para ellos, pero en América era otra historia.

Fred Gallagher era un hombre alto, casi insultantemente guapo y estaba dispuesto a morir en aquél conflicto contra los ingleses si con eso podía ayudar en algo a acabar con la ocupación de Irlanda. Fiona le observó. Una vez le había parecido lo bastante sensato para escucharlo. La guerra o lo que fuera que era aquello no había sido una elección para él. Pero la guerra era todo lo que Gallagher concebía en ese momento y eso complicaba las cosas.

El hombre de Collins, nacido en el este de Cork de familia numerosa y muy católica, encontraba a menudo momentos para su humor cáustico, pero también tenía cierta sensibilidad. Era difícil imaginarlo como un asesino.

Le vio estudiarla de vuelta un instante con esa sonrisa cínica suya, entre la ironía y la incredulidad. Con los ojos, que Fiona aún no podía decir si eran azul grisáceos o verdes, plegados en algo parecido a una mirada afable y las pequeñas líneas de expresión eludiendo los vapores irritantes del tabaco que él mismo había estado fumando. Tomó el cenicero que descansaba en una mesa cerca de ella y bufó:

– No se puede negar que se ha adaptado asombrosamente bien a las incomodidades del campo, señorita Maclachlan… Ya habla incluso peor que los muchachos… le he escuchado echar todas esas pestes cuando esta noche se ha encontrado una araña en su saco de dormir – Él se rió con su voz sosegada y ella no escondió su mirada de desaprobación.

A los hombres como aquel no les gustaban los periodistas demasiado dispuestos, no cerca de su línea de acción. A algunos les incomodaba ver a una mujer allí. Fuere como fuere, Gallagher no era un Voluntario común y sabía que ella se sentía firmemente comprometida con la tarea de mostrar a América la contienda irlandesa, aunque también que tenía intención de dejarlo estar muy pronto por razones estúpidas.

Un día muy cercano se encontraría en la comodidad del otro bando con su apuesto inglés…

Si su entrevista a De Valera no hubiera sido brillante y Maguire no insistiera en que su posición le daba aún cierta ventaja a la hora de pasar desapercibida, pese a su último encontronazo con la policía, Gallagher no habría permitido que estuviera aquí hoy. Fiona Maclachlan le había asegurado que no le importaba convertirse en su sombra esas semanas si con eso podía hacer mejores perfiles de los jóvenes rebeldes que se decían a sí mismos voluntarios, y a los que estas semanas él intentaba reclutar...

La joven periodista sabía que sus salidas de tono no eran una acusación o una recriminación. Solo parte de su extraña manera de ser:

– Aprendo rápido, Gallagher – Usó un deje muy parecido al de él. – ¿Cuál es el plan para hoy?

Fred Gallagher negó con la cabeza.

– Voy a ir hasta el puente con dos de los chicos, pero allí hay siempre dos centinelas, uno en cada extremo. Haría bien de quedarse aquí. No va a tomar muchas fotografías muerta… debería no arriesgarse tanto.

– Y usted no va a ayudar a su pueblo en un hoyo o en una prisión inglesa. ¿Qué pretenden hacerle al puente?

Jaque mate.

– No es de su incumbencia. Pero si eso la tranquiliza, la respuesta es nada, de momento. Quizás el año que viene si necesitamos aislar esta zona. Necesitaríamos un cierto número de hombres para volarlo. No sé cuántos. Se lo diré cuando haya estudiado el susodicho puente. También necesitaríamos explosivos. La verdad es que espero conseguir a más muchachos, los hay a montones desperdigados por esta zona. Granjeros y campesinos. Pero difícilmente vamos a conseguir la suficiente dinamita antes de que llegue el invierno.

Le miró sin saber si hablaba totalmente en serio sobre la posibilidad de volar ese puente, puesto que no llegaba a ninguna ciudad principal ni punto de interés de los ingleses, por aquí solo había pastos y granjas.

– ¿Ya lo sabe verdad…? – Fiona esperó un instante más de un silencio que de pronto se había vuelto incómodo para hablar – No hay ninguna guerra totalmente justa. La muerte nunca lo es.

– ¿Entonces por qué está usted aquí? Ya debería saber que no estamos precisamente jugando a muñecas.

– Es mi trabajo y tengo su permiso. Pretendo informar sobre lo que está pasando en Irlanda y ustedes sin duda están en el meollo de todo.

– Ya le advertí que esto no sería un día de campo, no necesito que me aleccione. Pero si quiere teorizar sobre muertes inútiles… acuérdese que su trabajo también podría matarla un día, especialmente si insiste en ser un grano en el culo para ambos bandos. Fiona, acéptelo – enarcó una ceja.

Estaban en una casa a las afueras de Galway. Fred había dejado la brigada con la que había convivido en Dublín dos días atrás y se había llevado con él a otros jóvenes. Los británicos habían llenado el Castillo de Dublín de sus mejores hombres de Belfast y habían traído refuerzos de Londres. La brutalidad de los regimientos oficiales empeoraba cada día.

Puede que por eso Gallagher esperara órdenes y tuviera a sus muchachos sin nada más que hacer que fumar y merodear por propiedades abandonadas como aquella. …Le habían herido en un brazo en un enfrentamiento con la policía británica tras una redada, pero no era nada que no fuera a engordar su lista interminable de cicatrices y marcas. Él no se consideraba un soldado al uso, y decía que sólo respondía a su país y a sí mismo. No podía responsabilizarse por la salud o la vida de terceros. …Pero esa periodista llevaba ya 11 días aquí con sus hombres y estaba dispuesta a seguirlo al menos una semana más.

No la culpaba. Uno de sus chicos le había sugerido apenas dos días antes buscar otro sitio "más cómodo" para hacer fotos y escribir. "Vogue puede encargarte un bonito reportaje donde se vea a nuestras mujeres colaborando y apoyando a los rebeldes en la contienda, bonita. Este no es lugar para muchachas solas".

Había hombres mucho menos capacitados que Fiona Maclachlan para entender este conflicto. Pero no era plato de buen gusto reconocerlo y menos cuando sabían que estaba involucrada con un maldito inglés.

Quizás si no abandonaba su trabajo demasiado pronto aún tendría tiempo de presentarle a Collins y éste podría decidir hasta qué punto debían confiar en ella, pensó.

En el fondo, estaba seguro que por eso estaba aquí. Todos los periodistas de la isla, especialmente los que trabajaban para medios ingleses y americanos, querían saber qué aspecto tenía en este momento el hombre más buscado de Irlanda, Michael Collins, y ella no debía ser menos.

No estaba en contra de los periodistas. Algo le decía que lo peor del choque de trenes contra Gran Bretaña estaba por venir y, puesto que muchos de ellos no sobrevivirían si la cosa se recrudecía y otros acabarían detenidos, alguien tendría que explicar al mundo porque hacían lo que hacían, aunque fuera con cuatro líneas ridículas en el Chicago Daily Tribune.

Gallagher no era un hombre de letras pero podía ver la importancia de la prensa en el plan de los miembros del gabinete irlandés.

El mismo Sinn Féin editaba actualmente un boletín de noticias que, para sortear la censura y hacer públicos los atropellos del otro bando, hacía llegar periódicamente a los corresponsales extranjeros. Esa era la razón por la que habían contactado con periodistas como Kieran Maguire.


Condado de Galway, finales de junio de 1919.

Eran primos y habían sido cercanos desde la infancia… y sin embargo una extraña distancia se había posado entre ellos cuando Fiona se convirtió en una adolescente pecosa y dejó de visitar Coatbridge cada Pascua con sus abuelos.

Quizás porque, después que su padre les abandonara, su madre se había distanciado más y más de sus propias hermanas, especialmente de una de las pequeñas, de la que resentía su mayor suerte en el amor y el matrimonio. Maeve se había casado con un buen hombre que le había dado una buena posición y una casa enorme, ella con un borracho que les había dado mala vida.

En otra vida, Robbie Murphy habría querido estudiar medicina y sabía que a su tío James Maclachlan no le hubiera importarlo costearlo. ¡Él habría estado dispuesto a trabajar duro para devolver ese dinero! En ésta, había repudiado el apellido de su padre (Kerr) y había huido de Escocia en cuanto lo habían llamado a filas en el último año de la gran guerra, haciendo que mucha gente estuviera avergonzada de él. La sola idea de entregar su vida por la patria y el Rey inglés le removía las tripas.

Su madre había prohibido expresamente a sus abuelos que contaran a los Maclachlan que era un objetor de consciencia. Había pensado erróneamente que eso haría que el menor de sus hijos (tenía otras tres hijas mayores ya casadas) fuera menos valido u honorable a sus ojos. Especialmente si decidían comparar su situación con la heroica muerte de Albert Maclachlan, que había fallecido dejando atrás una esposa joven y una niña pequeña por culpa de la guerra, y a quien su cuñado James tenía en una alta estima.

Cillian y Peggy Murphy le habían intentado hacer ver que en su hermana y su familia sólo encontraría comprensión y cariño, pero no les había querido escuchar.

Así que Robbie había huido a Derry y después viajado hasta el sud de Irlanda y vagabundeado por estas tierras sin tener la menor idea qué era de la vida de su prima Fiona.

Hasta ese momento.

A Robbie no le había importado nunca contar a sus amigos quien era Fiona y porque vestía mejor que él o tenía mejores modales. Su padre es rico y tienen una casa repipi en Glasgow, les había dicho alguna vez. Es mucho más divertida que cualquiera de mis hermanas, le habría gustado añadir.

Cuando era pequeño y estúpido incluso había pensado que podían casarse de mayores… durante años había sido la única chica que no le causaba rechazo… La verdad era que no se había sentido atraído por ella… ni por nadie hasta… bueno, hasta que un día se había dado cuenta que pensaba demasiado en uno de los muchachos que había conocido en Cork, con quien había compartido colchón y algún que otro roce por falta de un puñetero espacio mejor donde malvivir en ese piso con cucarachas y ratones. La vida de fugitivo no era fácil.

A estas alturas ya no era un adolescente. Había cumplido 20 años no muchas semanas atrás.

Suponía que no podía seguir excusando sus gustos y escondiéndoles como una nimiedad, como si se tratara de la dudosa moralidad de los antiguos griegos, padres de toda una civilización, o al menos de las ideas de filosofía y democracia, pero también de estas perversiones contra natura, según le había dicho un cura al que se había confesado una vez.

Convencerse que sólo estaba experimentando en cuestión de cama y que volvería al redil, aunque fuera para sentirse mejor consigo mismo, no parecía demasiado sensato ni racional, pero era todo lo que tenía para no sentirse peor y pegarse un tiro… Al fin y al cabo, su madre había sido siempre una católica muy devota. Lo mataría ella si se enteraba de sus inclinaciones.

Cogió aire y aprovechó ese momento para mirarse la herida que le hacía caminar renqueando. Estaba en el costado derecho, justo debajo de las costillas, y era del tamaño de una moneda. No había tenido mal aspecto durante mucho tiempo, pero la piel de alrededor seguía estando roja, quizás lo estaba ahora más que antes, y Robbie notaba algo dentro de ella, moviéndose cuando caminaba. Quizás era un pedazo de metralla. Era muy incómodo.

Continuó caminando con Reginald y Sam, otros dos prófugos a quien ser detenidos por los británicos costaría la cárcel. Iban por una tortuosa carretera del condado de Galway que ahora más bien parecía un camino perdido en la nada. El día anterior habían dormido en un granero. Miró al mapa. El sendero salía del costado de una casa donde los malditos ingleses habían llevado a cabo una redada no hace muchos días. Había sido tal vez el hogar de un ferroviario.

Había rastros de animales en el barro, jirones de tela rayada con los bordes ennegrecidos, restos de cortinas. Se enderezó, sujetó con fuerza su abrigo, dobló el mapa y entonces – cuando ya había dado unos cuantos pasos sin pensar hacia la casa – lo oyó.

– Gabh mo leithscéal.

No podía entender del todo su significado, pero sí sabía qué lengua era. Alguien salía de la casa con un tono no necesariamente preocupado y parecía no estar solo.

Detrás de él, Reginald y Sam aún hacían planes sobre si quedaría algún tipo de comestible o agua potable por allí. Y Robbie se encontró instintivamente buscando su pistola.

Reginald retrocedió y Sam sólo dudó el instante necesario para sujetar más fuerte el arma que ya llevaba en las manos.

Una chica de cabello pelirrojo, extravagantemente vestida con ropa de hombre, los miró justo en el umbral de lo que en otra vida parecía haber sido la puerta principal.

Alguien más la siguió. Y otros dos muchachos salieron detrás.

An bhfuil tú ceart go leor?

El primero de los hombres los apuntó con su revólver. La brisa al alza pareció hacer crujir algo dentro de la casa. Hubo un disparo. La maldición de Reg al encontrarse su arma encasquillada. Y entonces todo se enlenteció.

Fiona Maclachlan lamentó haber escogido precisamente ese momento para practicar con Gallagher su oxidado irlandés de escocesa recalcitrante. Creyó maldecir en inglés aunque no fue consciente de lo que pasaba hasta un momento después.

Reginald cayó como un saco al lado de Robbie.

Gallagher… Gallagher era quien había disparado.

Lo primero que vio Fiona fue un cuerpo golpeando contra el suelo y después a un chico joven inclinarse hacia él profundamente alterado y alzarse apuntándoles a gritos con un arma.

Lo reconoció enseguida y él también a ella.

Conocía a la chica… la chica de melena pelirroja era su prima Fiona.

Robbie intentó reaccionar – joder, ¡qué le pasaba! – pero notó un dolor más profundo al volver a moverse y…

Y en ese momento el hombre rubio y alto que había disparado a Reginald se avanzó. El tiempo pareció volver a su ritmo otra vez, algo muy rápido sucedió y Robbie se vio atrapado entre la pared y el revólver de ese maldito hombre.

– Somos de los vuestros… queremos la República. Somos de los vuestros – Balbuceó Sam un trozo más allá, alzando los brazos para que nadie le disparara.

Por un momento Fred Gallagher también detuvo su dedo en el gatillo.

Le incomodaba la mano en la garganta del desconocido y el revólver frio en la frente. Pero en ese momento Robbie comprendió que no era por eso por lo que su cuerpo parecía estar a punto de colapsar. De pronto se sentía exhausto, notaba ahora cada punzada precisa y tensa de la herida de metralla. Había algo dentro de ella, algo afilado cerca de la superficie.

Había escuchado las palabras de Sam pero no había podido poner sentido en ellas aún. Su cuerpo se había entumecido por un segundo e inexplicablemente tenía sueño… y le vino a la mente esa imagen… la de Fiona corriendo por Coatbridge años atrás. No sobreviviría a esto. Cuando los rebeldes irlandeses cayesen, habrían perdido pero él no tenía ningún lugar donde volver. Los británicos lo atraparían y lo ajusticiarían por cobarde y traidor.


Robbie abrió lentamente los ojos. No recordaba en qué momento se había permitido dormir, pero ahora le tomó un segundo ajustar su visión al blanco de las paredes que parecían rodearle. Su mirada fue a parar a la ventana y vio que en el exterior, dónde fuera que estuviera, hacía sol. Se dio cuenta que la ventana estaba abierta y que en cambio seguía teniendo calor.

Tenía la impresión de haber tenido fiebre antes… en sueños. Pero esto no parecía producto de la fiebre… era cómo si… cómo si en verdad esa fuera la temperatura de ese lugar. Intentó sentarse pero entonces una mano le presionó suavemente en el pecho y lo empujó de nuevo hacia la almohada. – Está bien, amigo, está bien. Parece que vas a salir de ésta.

Robbie dudó al ver el hombre que le hablaba y entonces seriamente notó la falta del aire en los pulmones. Ese… ¿Se encontraba en una especie de prisión? ¿Dónde estaban los demás? – Tus compinches se fueron el 1 de julio. Dijeron que van por libre, no les interesa estar a órdenes de nadie – Siguió Gallagher con tranquilidad. – Fiona insistió en que te esperaran, pero parece ser que no tenían intención de malgastar espacio con alguien que deja podrir sus heridas hasta el punto que casi se muere. ¿En qué estabas pensando?

Le tendió una mano de forma seca. – Ah. Y soy Fred, Fred Gallagher. No te preocupes demasiado. Resulta que al final esos dos con los que ibas son unos rufianes pero supongo que de eso ya te habías dado cuenta… Nos robaron armas y comida.

Robbie ni siquiera estaba seguro de estar entendiendo algo. Eran todo sonidos inconexos.

Se movió con cuidado. Llevaba vendas debajo de la camisa de lo que parecía un pijama y había marcas amarillentas en las sábanas. – Yo… – se sintió mareado – Yo tenía que volver a Cork. ¿Por qué… por qué estoy aquí? ¿Dónde estoy?

El hombre que lo observaba ni siquiera parecía tener ganas de estar allí. O quizás… quizás solo estaba profundamente fastidiado con algo de ese lugar. Recordó, por un momento, a ese hombre y a una chica… ¡a Fiona! hablando irlandés. Y después… – ¡Reg!

Sus constantes se aceleraron y creyó poder recordar.

Las cejas de Fred Gallagher casi parecieron indicar que iba a burlarse de él. Negó con la cabeza. – Ese desgraciado está bien… Por suerte suya tengo muy mala puntería… o muy buena… Una bala le rozó el cuello, ni siquiera le toqué… nada vital interferido. Una gasa y un buen cabreo. Insultó a tu prima… antes de irse.

El hombre rubio siguió hablando pese a su silencio. Con un papel doblado en la mano.

– Fiona me dijo que eras Robbie… Robbie algo. Pero tu documentación falsa pone que eres Robbie Murphy. Ella dice que ese es el apellido de soltera de tu madre. No es que me importe… mira mi suerte… he acabado en este puñetero lugar con una periodista y un escocés moribundo. Bienvenido, Murphy – Los labios del hombre formaron una extraña sonrisa – Robbie Murphy. Escocés. Fugitivo. Con una higiene cuestionable. Objetor de consciencia… hmm. Eso último tu prima no lo sabía. Pero yo tengo mis trucos.

Había algo que… algo que él había dicho en toda aquella perorata. Ese nombre tenía contactos. Y Fiona… sabía que pretendía ser periodista… pero esto… – ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Cómo…? Es imposible… los policías y militares ingleses están en todas partes. Deberíamos estar detenidos.

Pensó en su prima e intentó levantarse de nuevo. Era una casualidad desconcertante… o quizás no. Si hubiera seguido contestando las cartas de su abuela Peggy y le hubiera facilitado una dirección para comunicarse, a estas alturas ya sabría que Fiona también estaba en Irlanda, en el sur, ¿con los rebeldes?

Los ojos verdes azulados de ese hombre se situaron con ferocidad encima de él. – Compórtate. Esto no es un juego.

Fred sintió la necesidad de irse de esa habitación: porque ni siquiera ahora entendía por qué se había arriesgado tanto, esperando que este chico se recuperara… y además odiaba hacer favores.

Robbie lo vio alzarse y quedarse mirando la ventana y recordó lo que le había dicho a su abuela en una de las cartas que habían intercambiado, muy al principio de su huida.

En ese entonces aun creía que su historia podía reanudarse donde había sido interrumpida…

… Que podía volver a ser el chico que, la noche anterior a la carta que le citaba para comparecer con urgencia delante de un médico militar e irse al frente, cruzó el parque Drumpellier de Coatbridge, en Escocia, pavoneándose con la promesa de una vida modesta pero digna. Vestido con la ropa con la que hacía de cartero, y dispuesto a trabajar para ayudar a su madre a tirar de la frágil economía doméstica y a buscar una buena chica para casarse… pese a que las muchachas de su edad (ni tampoco las mayores) no le hicieran ni frío ni calor.

Había imaginado como sería su vida una vez rehabilitado su expediente, cómo podría solicitar un ingreso en la facultad de medicina cuando acabase la guerra y le perdonaran, o incluso rectificar y pedir un puesto en el cuerpo médico. Ahora mismo, en ese mismo momento del presente, ni siquiera parecía conservar su autonomía para salir de aquí.

– Vístete – Gallagher salió de la habitación – Tengo que ir hasta Limerick y después nos volvemos a Dublín. Voy a acelerar nuestro retorno… y allí se acaba la aventura de tu prima.

Fiona.

No estaba seguro de qué iba a decir a Fiona…

Sabía cómo de cercana había estado de su queridísimo tío Albert. ¿Ella también le condenaría por haber huido del servicio militar y haberse negado a luchar con los ingleses? ¿Por querer luchar por una causa que sí le perteneciera? ¿Qué demonios hacía ella también aquí?


Londres, julio de 1919.

Había pasado días sin ninguna noticia de ella. Charles Blake estrechó sus manos entre si y miró al cielo. Su nombre o el de Andrew Buchanan no figuraban en ningún artículo que se hubiera publicado en el Manchester Guardian o el Chicago Daily Tribune en las últimas semanas.

Se había producido un nuevo atentado contra un agente de la inteligencia británica en Dublín. Y luego una inspección de la policía en casa de un empresario irlandés donde se celebraba una reunión política había acabado con gente en el hospital y dos heridos críticos. No le constaba que Fiona hubiera estado allí ni que tuviera que estar pero era exasperante no poder estar seguro.

En una guerra desaparecía y moría gente, incluso periodistas… aunque estos últimos a veces pareciesen pensar que eran inmortales.

Fiona era cabezota, pero sin que él se lo pidiese o ni siquiera lo pensara, ya le había prometido meses atrás que al final dejaría Dublín. Se había reafirmado en esa determinación cuando él le había asegurado que podían esperar. No tienes derecho a pedirle que lo adelante. Septiembre llegara pronto y octubre os encontrara casados. No vas a perderla ahora, se dijo sintiéndose como si tuviera que ahogarse al intentar respirar justo a continuación. "Está con G., cerca de Cork. Es espabilada. No se preocupe", Kieran Maguire le había mandado un telegrama después que llamara a su periódico y rogara a Louisa Brennan que le hiciese llegar cualquier cosa que supieran de ella.

Si Maguire hubiera tardado un día más a contestar, habría empezado a buscar su nombre en los hospitales y los cuarteles de la isla.

Con el panorama inestable en Irlanda, la correspondencia se retrasaba o no llegaba… y no podía hacer más que torturarse releyendo las cartas que ya conocía. Las que se habían enviado esos meses de guerra que él había pasado en el mar… pero también las tantas que habían llegado este año. Cuando no podía estar en Dublín. Si la censura era férrea antes, ahora no podían escribir más que generalidades y complicadas metáforas que sólo ellos podían descifrar. Nada salía de Irlanda sin pasar un duro control.

Habían hecho algo muy parecido al amor por carta durante años, no con palabras sensuales o provocadoras, no hablando de sexo ni de desearse, pero sí compartiendo sueños e inquietudes, dejando desnudas sus almas. Se daba cuenta de ello ahora porque las nuevas misivas cifradas le parecían artificiales y llenas de trivialidades. Recordó las semanas que pudo estar con ella después de ese maldito interrogatorio del que había salido con marcas en la cara, como después habían hecho el amor de verdad…

Había querido repetir ese instante tantas veces después, tenerla entre sus brazos y hacerla suya de nuevo… pero más allá de aquella madrugada, solo lo había podido conseguir en otra ocasión hacia el final de su última visita a Dublín. Porque no podía colarla en el hotel sin planearlo bien antes y no podía meterse en su cama en Crow Street.

Volver a llevarla a la cabaña después de aquella noche habría sido una enorme falta de respecto a Margot Fitzsimmons, que no sólo era la casera de Fiona, pero que se había convertido en una especie de abuela, y que habría involucrado a sus padres de haber pasado otra madrugada en compañía masculina. De manera que habían malgastado los días con paseos amables y mayormente no más osadía que besos, caricias y su mano firmemente aferrada a su cintura…

Cuando había comprendido que su tiempo en Dublín se volvía agotar y que debían separarse varias semanas más, se había dado cuenta que tenía que tomar cartas en el asunto. Respetaba a la señora Fitzsimmons y a los Maclachlan pero estaba locamente enamorado de Fiona y no podía irse sin volver a tenerla.

La había invitado a tomar un café a media mañana en el restaurante del Imperial cuando nadie los estuviera esperando en ningún lugar, y había dudado como plantearle si deseaba subir a su habitación, pero no había hecho falta decir mucho, porque ella había sonreído con un aire que no era en absoluto el de la joven inexperta con quien se había prometido antes de asentir.

Habían aprovechado el ir y venir de gente y la actividad frenética del servicio a esa hora del día para conseguir subir juntos a su habitación, encerrándose allí a cal y canto.

La de Charles era una suite individual, pero para nada diminuta o simple. La cama era doble y había un balcón con vistas a la calle transitada. El baño era más grande que el comedor del piso que había alquilado en Londres para evitar tener que usar la casa que su primo tenía en la ciudad, y la bañera, una delicia.

Aunque los dos parecían de acuerdo en lo que iba a pasar en su habitación, Charles tuvo que contener la respiración para que Fiona, que iba a su lado defendiendo cabezonamente su opinión sobre las esperadas sanciones económicas a Alemania y los acuerdos de París, no se diera cuenta que le traía totalmente loco y no iba a poder esperar mucho más para besarla sinsentido.

Los hombros de los dos se tensaron al sentir al otro a su lado en el camino al ascensor, después que Charles recogiera las llaves de su habitación en el mostrador y haber sorteado dos huéspedes del hotel que le conocían bien…

A veces la mejor forma de pasar desapercibidos era actuar con la mayor naturalidad posible.

No puedo creer que esté haciendo esto pero, que Dios me ayude, Fiona, he de tenerte —dijo con voz entrecortada, tomándola de la mano.

Yo también te deseo, pero eso ya lo sabes – Ella acentuó su sonrisa.

Cuando se cerraron las puertas del ascensor y por fortuna se encontraron solos en él, Charles repasó algún tema banal con el que mantener la conversación y evitar que Fiona notase lo muchísimo que desordenaba sus ideas con su presencia. No quería parecer un salvaje.

Éste era uno de los pocos edificios de Dublín que tenía un elevador de madera tallada como aquel, pero en este momento no podía permitirse distraerse con fútiles contemplaciones arquitectónicas u de otro tipo…

Fue Fiona quien se abalanzó primero sobre él y le plantó un beso en la boca, echándole los brazos al cuello. El vestido violeta ligero y el abrigo entreabierto que llevaba le permitieron atraerla por las caderas, dejándole claro que él también estaba muy excitado.

En la cabeza de Charles pasaron varias imágenes a la velocidad de la luz y en algunas tenían sexo en este ascensor. … Pero después el ascensorista entraba y profundamente horrorizado les reprendía por subir sin su permiso y les denunciaba a la dirección y a la policía por indecencia o aparecía alguno de los empleados del hotel y se montaba un follón inaceptable.

Maldición – masculló sin dar crédito. ¿Quería tomar a Fiona en un lugar público como un adolescente libidinoso?

No podía dejarse llevar por esa fantasía y cometer una indiscreción en el interior de un ascensor, porque entonces su comportamiento seria indigno y escandaloso. Fiona se merecía mucho más que él dejándose llevar por esa zona de su cuerpo que ahora mismo no atendía a razones. Debían salir de aquí y llegar a la habitación.

¿Tienes prisa? —bromeó Fiona. – Estos ascensores no son muy rápidos.

No me apetece encontrarme con nadie más – carraspeó.

Pero has estado espléndido quitándote de encima a esos dos hombres que te conocían – dijo. – ¿De verdad trabajan en Downing Street? ¿Los dos?

Estaba absorto. ¿Qué era lo que Fi acababa de decir?

Intentó no moverse, y musitó:

Quiero llegar a la suite antes de perder la cabeza.

Me parece bien – Fiona se rió con un ligero rubor.

Charles bajó la cabeza, la besó con ansia, exploró su boca con la lengua. Ella respondió con igual abandono, volviendo a apretar su cuerpo contra él.

Una vez entraron en su cuarto, situado al final de un largo corredor con moqueta granate y paredes blancas, los dos amantes iniciaron un maratón de besos y caricias, entre risas y tropezando con los muebles… habían sorteado a duras penas el pasillo donde (¡por suerte!) no había nadie que pudiera ser testimonio de su presencia en esta planta y a estas horas…

Fiona se quitó los zapatos en la entrada. Y Charles besó cada centímetro de su cara, sus labios, su barbilla, el lóbulo de sus orejas y su cuello antes de situarla delante de un espejo que había al lado de la cama, manteniéndola allí, en tanto le deshacía el cabello. Invitándola a mirar, mientras seguía la desescalada de besos por su cuerpo esbelto, liberándola del abrigo que ella ya se había desabrochado en la calle y quitando uno a uno los modernos enganches metálicos de su vestido.

Cubrió su espalda desnuda de besos ardientes hasta conseguir descubrir más y más pedazos de su piel. Si no fuera por las finas enaguas de seda estaría totalmente desnuda…

Con Charles a punto de terminar su periplo por la piel expuesta hasta el momento, fue Fiona quien se giró, curvando sus labios en una sonrisa brillante y exigió que estuvieran en igualdad de condiciones. Empezó a desnudarle. Él se arrancó la chaqueta y los zapatos. La corbata. Fiona le quitó la camisa, pero el futuro baronet no dejó que le acabara de desabrochar los pantalones, en vez de eso la posó muy suavemente en la cama, para quitarle ahora sí lo que restaba de su ropa interior y perderse en sus piernas.

Un último vistazo al espejo no le dejó duda que ese era el momento más excitante de su vida adulta: el cabello rojo espeso de ella esparcido por la cama, ambos en cueros o casi y él haciéndole el amor con la boca. La mano de Fiona en las ondas castañas de su cabello.

Había también un espejo en la cabaña donde habían estado aquella prístina madrugada, pero no se había atrevido a mirar por miedo a perderse algo de lo que pasaba delante de él, queriendo memorizar cada uno de sus gestos y sonidos durante su primera vez y la vez que vino después de aquella.

Cuando esa mañana se adentró en ella y la penetró, se puso muy serio, acariciándola con la mirada, adorándola, y manteniendo las manos en su piel. Con tanto deseo que casi se le saltaron las lágrimas.

Estaba en su interior, entrando y saliendo de su cuerpo, lenta e inexorablemente, y lo estaría muchas veces más cuando fuera su esposa. Fiona arqueó la espalda.

Eres perfecta. Preciosa y absolutamente perfecta – murmuró con la voz grave y Fiona le volvió a besar antes de llegar al orgasmo.

La chica le rasguñó la espalda con las uñas de su mano izquierda, viniéndose con un gran gemido, y susurró su nombre como si también hiciera el amor a esas siete letras. "¡Charles!".

Al acabar el acto sexual, él se quedó dentro de ella apenas un momento de más, besándole el cuello y un hombro desnudo, despacio, extenuado. El sol de la mañana bañaba sus cuerpos a través de las cortinas abiertas.

Te quiero –insistió –. Oh, Dios, cómo te quiero –.

Ese día hicieron el amor dos veces más hasta quedarse dormidos pasada la hora del almuerzo.

Después de aquella pausa, Charles la observó con una sonrisa. Fiona estaba en sus brazos agotada… lo cual le recordaba...

No nos quedan... mmm… gomas profilácticas… siento mucho que la última resbalara tanto… digan lo que digan, amor, no creo que éstas debamos reutilizarlas... no quiero tentar nuestra suerte – lamentó acariciándole el cabello ondulado por el sudor – Eso significa que este ha sido nuestro 'último vals' hasta que vuelva a ti… 'la dernière valse' – canturreó en francés.

¿De verdad?

Me temo que sí. En la cajita había tres y ya has visto qué susto nos ha dado esa última… ¡Es una murga porque son las más caras que he comprado nunca hasta ahora y creo que las que peor se ajustan…! ¡Quería que fuera lo mejor posible! Pronto tendré que regresar a Londres, y… – Su pulgar fue bajando por el cuello de Fiona y le recorrió el escote hasta donde la cubría la sabana, sintiendo la suave carne bajo la yema de su dedo –… no nos va a dar tiempo a repetir una escapada como la de hoy… no sin levantar sospechas en el hotel y ganarnos una buena reprimenda de la señora Fitzsimmons…

La besó.

Un latido. Dos.

Cuando apartó los labios de ella, se estremeció. Su cuerpo empezaba a anhelarla y aún no se había despegado de su piel. – Eres tan hermosa, tan hermosa, tan hermosa, Fiona.

¿Sabes que no podré soportar que estés lejos, ¿verdad? Charles…

¡Ni yo! – se rió con sinceridad – ¡Te echaré de menos horrores…!

Podrías… ya sabes… si lo volvemos a hacer… podrías simplemente no derramarte dentro de mí… ¡No es que no haya sido maravilloso hasta ahora! Es que… creía que teníamos algo más de tiempo…– sugirió roja como un tomate. La cara se le puso del color del pelo. Aún se le hacía extraño hablar de sus relaciones íntimas con naturalidad.

No es buena idea…

Lo sé, ¿pero cómo vamos a sobrevivir hasta que regreses a mis brazos? – Fiona agitó la cabeza, con una pequeña y descarada sonrisa femenina en la cara: – ¿Cuánto tiempo va a pasar? ¿Uno? ¿Dos meses?… ¿Podrías?

Él puso los labios en su frente, en una caricia. Ella cerró los ojos con las mejillas encendidas.

Charles sabía que no debían seguir pero no pudo aguantar el perverso impulso de torturarse, metió un dedo dentro de su cuerpo, acariciándola, comprobando su calidez. Fiona estaba más que preparada para él, más caliente y húmeda de lo que jamás hubiera imaginado después de horas juntos en la cama.

¿Es esto lo que quieres?

No exactamente – dijo sonriéndole más, soltando despacio el aire.

Tumbados en ese colchón de hotel, continuaron acariciándose y entregándose a mil ternezas y juegos amables.

¿Cómo iba a resistirse?

Era un hombre en llamas.

Se amaron prodigándose mimos y carantoñas, la tensión creció y creció, hasta que en contra de su buen juicio y con el entusiasta permiso de la mujer que le rodeaba el cuello con sus brazos, la volvió a penetrar, pero esta vez sin nada que le impidiese sentir todo el fuego y dulzura que su cuerpo desprendía, su piel era suave como la seda. «– Acabaré fuera – la miró a los ojos con firmeza y la voz ronca – Pero no se convertirá en una costumbre». Hundiéndose en su calor, se mordió la lengua mientras intentaba mantener el control de todos sus músculos y terminaciones…

Hubo un beso apasionado, gemidos, la hipnótica liberación de Fiona… y Charles se apartó casi al límite de su sentido común y vertió su semilla en las sábanas blancas, hasta ese momento impolutas, a su lado.

En la lluviosa Londres del presente, fría y gris incluso en julio, Charles Blake era muy consciente que no volvería a recibir carta alguna de Fiona hasta que ésta retornase a Dublín con su último artículo casi terminado y otro encargo periodístico en el bolsillo. Pero eso no evitaba que estuviera extremadamente preocupado por su prometida y su testarudez. La echaba mucho de menos. Era como si sin ella le faltara el oxígeno, y sentía que algo terrible podía pasar en cualquier momento…

Por esa misma razón, no le importó recorrer a sus colegas de profesión y dar su dirección de Londres a Louisa Brennan para que pudiera contactarle de inmediato si sabía pronto algo de ella.


Condado de Limerick, ese día.

Fiona se sentó junto al arroyo, contemplando el agua clara que bajaba entre las rocas, y descubrió frutos silvestres al otro lado del riachuelo. Saltó sobre el agua con cuidado, cogió los que pudo y los lavó en la corriente. Guardó un puñado en un pañuelo que llevaba y se los puso en el bolsillo de la chaqueta. La ropa de hombre era mucho más práctica que nada que hubiera llevado antes. Nunca se había imaginado que un bolsillo podía tener esta profundidad.

Luego se arrodilló junto al agua, se inclinó, sujetándose con una y otra mano sobre las piedras que había en el borde y bebió a morro. El agua estaba tan fría que le dolía el pecho al beber.

Cuando se irguió y volvió la mirada hacia arriba, hizo un gesto brusco y todo dio unas cuantas vueltas dentro de su cabeza. Vio a Fred Gallagher y a su primo bajar como cabras por las rocas del monte. Con ellos iba otro hombre, vestido con camisa de rayas azules, pantalones de pana y un niño cargado al hombro.

– ¡Och, camarada! – dijo el hombre del niño, sonriendo. Era corpulento pero no muy alto.

– ¡Salud! – dijo Fiona recuperándose, un poco extrañada por el visitante. La chica estudió el rostro del recién llegado, muy vivaz y de gesto pícaro. Ojos de color avellana. Estaba segura que lo había visto en otro lugar.

Robbie sonrió a Fiona. Habían disfrutado de una extensa charla la pasada noche durante la cena, sentados en un campamento improvisado al aire libre cuando los hombres de Gallagher hicieron un alto en el camino.

– Es el jefe aquí. Dickie – dijo, satisfecho, y con un ademán imitó a un atleta mientras miraba al hombre con admiración un tanto irrespetuosa – Y éste es el pequeño Patrick.

– Ya lo veo – dudó Fiona, sonriendo.

No le gustó la manera que tenía el desconocido de mirarla, y se sintió incomoda.

– ¿Qué tiene usted, señorita, para justificar su identidad? – preguntó el tipo.

Fiona miró a Fred Gallagher y éste abrió el imperdible que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado que le entregó. El hombre lo abrió, lo leyó y entrecerró los ojos.

– Soy periodista. Mire el sello – aclaró ella en voz alta.

Fred señaló el sello y el otro hombre lo estudió.

– Prensa. Ya veo. ¿Es usted americana?

– No. Escocesa…

–… e irlandesa por parte materna – interrumpió Robbie orgullosamente.

– Sí. Eso es – asintió Fiona – ¿Qué es lo que llevan en esos bultos?

– Armas, si te interesa – respondió hosco Gallagher – Esta noche vamos a cruzar el pueblo de Adare en medio de la oscuridad y subir esos bultos al segundo piso de la iglesia de la Sagrada Trinidad. Tenemos permiso del padre Robert. Mañana partiremos hacia Dublín.

– Armas – repitió Fiona algo tensa – Bien… supongo.

– No está ni bien ni mal – la corrigió el hombre que llevaba el niño en brazos y que mientras le hablaba dejó al chico en el suelo, con agilidad y una risa sorda – Pero a usted no debe importarle. Vamos, Gallagher, ven, hay cosas que debemos discutir en privado.

Robbie guiñó un ojo a la criatura, mientras los dos hombres se alejaban. Fiona soltó aire que no sabía que estaba conteniendo.

– He oído que ese tal Dickie es un guerrillero excelente, que es leal a la República y que es un hombre serio y valiente, que prueba la lealtad con sus actos. Ha traído saludos del Dáil – dijo su primo.

– ¿Dónde has oído tú todo esto? – preguntó Fiona ceñudamente.

Robbie se percató que parecía escéptica, no es que no se creyera ni una sola de sus palabras, sino que mantenía una actitud descreída a cuanto dijera o hiciera Gallagher. No porque no apoyara sus ideas o el hombre le cayera mal, sino porque mantenía que debían ir con cuidado y pensar mejor los próximos pasos sino querían que Irlanda fuera un reguero de sangre donde la violencia fuera la única moneda de cambio.

La Fiona que él había conocido en su infancia no hubiera sido nunca tan irreligiosa con esta causa.

– Lo he oído a decir esta mañana a los muchachos que estaban con Gallagher en la carretera.

– ¿Y qué es lo que van a hacer con las armas?

– Eso no quieren que lo sepas. No se puede publicar. No es asunto de la prensa – respondió.

– Si es algo que pase en los próximos días, no sé si es asunto de la prensa, pero sí es asunto mío, Robbie. Si detienen a Gallagher y saben que he estado con él y sus chicos… nadie va a creerse que no tenía ninguna idea de sus intenciones. Uno no sigue vivo, ni libre, en medio de algo como esto ignorando qué pretende hacer la gente con la que comparte techo…

– No puedo contártelo – insistió Robbie – Pero podemos discutirlo con Gallagher más adelante. ¿Vas a ayudarnos a llevar los bultos a la Sagrada Trinidad?

– No – negó Fiona con la cabeza.

El niño que los había estado escuchando mientras miraba distraído a los otros dos adultos se volvió hacia ellos, de repente, y les habló con rapidez y en tono apresurado e impetuoso.

A Fiona le costó entenderlo en un principio. Era apenas un mocoso de cuatro o cinco años.

– Moriremos por Irlanda con la cabeza bien alta – canturreó.

– ¿Cómo dices? – Fiona parpadeó.

– Es lo que dice mi papá.

– ¿Ese señor de allí es tu padre?

– No, ese es un amigo suyo que nos visita a veces. Papá está en Dublín. Pero cuando está en casa nos enseña canciones y nos dice eso: que algún día todos vamos a morir por Irlanda.

– Cariño…

Fiona iba a decir algo al pobre niño, pero su primo la interrumpió, sin duda fastidiado por su actitud.

– Seguro que preferirías que le enseñara a morir por su patria y su Rey…, como a todos los chicos jóvenes que murieron en la Gran Guerra. Todos ellos, hijos de una madre que quedó desconsolada. No pondrías esa cara de espanto… – le espetó – Mamá siempre decía que tú estarías hecha de otra pasta que nosotros… porque tu padre es escocés, escocés de pura cepa, y tiene todo ese dinero… y porque tu madre no quiso que te bautizaran por la iglesia católica ni hiciste la comunión conmigo… pero nunca me la creí del todo…

– Robbie, por Dios, no es eso – se quejó – Te lo dije ayer y lo mantendré siempre, estoy contigo, tienes mi apoyo por haberte ido, por no haber luchado. Ojalá el tío Albert hubiera hecho lo mismo y ahora estaría con Rose y Hilda, vivo… Pero, Robbie, éste no es más que un niño. Un niño pequeño. Debería estar jugando en otra parte.

– Lo que tú digas… pero si no se lo cuenta su padre, lo va a aprender muy pronto. Tú sabías que el abuelo tenía una hermana pequeña que murió de hambre, ¿verdad? La bisabuela la estaba criando, pero Dios se la llevó porque no tenía suficiente leche. El Señor no tuvo piedad con ella, con tantos otros irlandeses… Fue entonces que sus padres decidieron emigrar, no perdón, huir desesperados hacia Escocia… Tuvieron que endeudarse para conseguir el pasaje.

– Claro que lo sabía, Robbie. Él siempre habla de ella, de su pelo rubio cobrizo, rizado y sus ojos azules encantadores. Una vez me contó que al nacer gorjeaba como los parajillos de los árboles – Fiona hizo una mueca – Es sólo que, bueno, no me gusta cómo suena esa frase dicha por un niño. Uno debería vivir por las cosas que ama, no morir por ellas.

– Sí – contestó Robbie con acritud – Pero de esa forma que dices, nunca iban a cambiar las cosas. Ellos, los ingleses, se iban a quedar aquí y a someter a los irlandeses y a sus hijos por el resto de nuestros días. Íbamos a seguir muriendo igual por Irlanda sin tener voz ni voto en nuestro destino… porque después de todo no habrá tampoco autogobierno, no habrá Home Rule de ningún tipo, si no ganamos esto.

Fiona miró al suelo, insegura por un momento y dividida consigo misma.

– Primo…

– No te culpo. Cada cual tiene que hacer lo que puede y no es que las mujeres tengáis mucha elección – dijo – Yo me fui de casa porque no quería morir por el país equivocado y me escondo aquí. Si me meto en un jaleo, me detendrán y me condenaran a trabajos forzados o quien sabe a qué… Pero no querrás que me quede quieto con la cabeza y la cola escondidas bajo el agua en uno de los ríos que pasa por estos bosques, que es lo que hacen las nutrías asustadas… cuando lo que necesita Irlanda son más zorros, más zorros y lobos salvajes...

– ¡Ja! Bonita metáfora… voy a apuntarla para el artículo… – Fiona fue sarcástica y abrasiva con aquella respuesta, pero entonces Robbie se dio cuenta que la hostilidad que había vislumbrado un segundo antes se acababa de convertir en una especie de tristeza resignada en su mirada y eso le turbó.

Conocía bien lo que hacía esa emoción en la gente, su madre, atrapada en casa, vivía a menudo con esa falta de pasión por las cosas, y descubrirla en Fiona, aunque sólo fuera por un segundo, le preocupó…

Era por ese prometido suyo del que le había hablado Gallagher y que ella había pintado como un hombre absolutamente fantástico la noche anterior…

Ese inglés que iba a arrastrarla al altar y la iba a convertir en otra mujer honorable, una que se levantaría un día y se daría cuenta que no tenía más causa que la de su marido ni más trabajo que parir a los hijos de este.

Puede que ni siquiera fuera la intención de ese tipo pero es lo que pasaría. Es como la sociedad seguía liquidando a las mujeres brillantes como ella.

Se había fijado, sin reparar mucho en ello, que los pantalones y la camisa de Fiona estaban gastados casi por los mismos sitios que la ropa de Gallagher. Esas prendas se las había dejado él para que no se preocupara de faldas, blusas y corsés mientras les acompañaba. Vio un sendero en el que bebían unos caballos y suspiró sonoramente.

No le gustaba esa resignación en su prima. Ese era un sentimiento dañino que se adueña de uno cuando se está alejando de algo, un sentimiento que precede a la traición o el abandono de uno mismo.

El pequeño Patrick se había quedado de pie, ensimismado por un pájaro que se había puesto a beber en el riachuelo.

– Debes desconfiar de los pájaros, muchacho – Fred Gallagher y ese hombre llamado Dickie volvieron a ellos y se pusieron a mover los bultos que habían dejado debajo de un árbol – De los pájaros y de los insectos… y de los ingleses.

– No es muy grande para su edad, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes, Patrick? – Quiso saber Robbie entonces.

– Cinco años para cumplir seis.

– Jesús, María y José, qué niño tan inteligente, ¿eh? – se interpuso Dickie con una sonrisa enorme y lo volvió a tomar en brazos, pero no dejó ni un momento de mirar a Fred Gallagher ni de dirigirse a él en tono de negocios – Voy a llevarte de nuevo con tu madre… y luego vamos a ver cómo nos organizamos esta noche… ¿Todo bien, Gallagher? …Ya conoces mis instrucciones. No me decepciones.


– ¿Qué demonios estás haciendo? – cuestionó Fiona a uno de los hombres jóvenes que iban con ellos, sentándose a su lado a la hora de comer, le llamaban McCroy y era muy moreno y bastante corpulento. Estaba puliendo una caja abierta en forma de rectángulo y se encontraba tallando el travesaño.

– Es una trampa para los conejos – dijo con acento de Donnegal – Este palo, los mata. Les rompe el espinazo. Mira, así – Hizo funcionar la trampa, hundiendo el palo, luego movió la cabeza e hizo un gesto con las manos como imitando como quedaba un conejo en esas condiciones.

– Dios, espero que no haya conejo para comer… no uno que haya caído en esta trampa.

– ¿Preferiría un ciervo real, señorita Maclachlan? – Se burló Gallagher desde una especie de cueva donde otro hombre estaba cocinando. Llegaba olor a comida, a cebolla y aceite y a carne frita, pero a Fiona se le había ido el apetito y el olor le resultó desagradable. Eso hizo que sintiera ganas de arrojar y una terrible sensación de ardor en el estómago…

– ¿Hay vino ahí? – Preguntó Robbie, sentándose al lado del hombre de la trampa.

– ¿Vino? Que si hay… Más que comida.

– ¿Y habrá carne para todos?

– Toda la que quieras, pero de conejo – se rió Gallagher saliendo de la cueva con un recipiente de barro lleno hasta arriba de vino blanco, llevando tres tazas con una sola mano – Aquí vivimos como grandes generales.

Robbie empezó a fumar uno de sus cigarrillos rusos. – Es tabaco del malo. Y está mal hecho – se explicó, pero eso no lo detuvo. Levantó uno al aire, lo miró a contraluz y señaló la boquilla de cartón. A continuación, ofreció uno a todo el mundo, incluso a Fiona.

Ella lo rechazó.

– Prefiero el vino – anunció. Gallagher se inclinó sobre el recipiente que había llevado hasta ellos, llenó una taza y se la dio.

– Bebe. Es bueno, sabe algo a resina, pero es fresco y el paladar lo agradece, casi parece pensado para una mujer...

Fiona alzó una ceja pero no dijo nada. Intentaba provocar que le dijera algo, pero ella no se encontraba muy fina hoy. Puede que hubieran caminado demasiado, pero era sobretodo esa olor a carne pasada lo que le revolvía el estómago.

Comieron todos sin hablar. Efectivamente, Fiona descubrió que el plato principal era conejo con mucha cebolla y patatas.

– Si lo único que haces es beber, te vas a emborrachar. Mira, la carne se desprende sola de los huesos y la cebolla es deliciosa – dijo alguien, pero estaba distraída en sus pensamientos y no supo si era Robbie u otro de los hombres de Gallagher que les acompañaban.

Esa tarde, mientras se preparaban para ir al pueblo a dejar los bultos, empezó a llover y ella se resguardó en la cueva, atenta a cualquier sonido. Algo molesta, porque habían dejado los platos de hojalata sucios, con los huesos amontonados, sin ni siquiera fingir que alguien fuera a limpiarlos en algún momento.

Aún estaba un poco mareada por el vino, pero de pronto vio claramente dos figuras susurrando en la entrada de la cueva.

Eran otra vez Gallagher y su primo Robbie.

Parecían haberse vuelto inseparables el último día y medio.

Robbie tenía algo que decir, pero Fred Gallagher lo sujetaba por el brazo. Inmersos en sí mismos, no la habían visto al acercarse.

– Ven – dijo Gallagher – Luego podemos discutirlo.

– No, no debo. Y menos aquí y ahora…

– Vamos, capullo. No te asustes. Eso que ves en mis pantalones es la pistola – le respondió Gallagher, echándose a reír. Y para asombro de Fiona, a continuación le besó en la nuca.

– Me da pavor que me descubran.

– Déjate de tonterías. No nos van a pescar… cuando volvamos del pueblo, métete.

– ¿Cómo?

– Deslízate en el interior de mi saco de dormir. Hay sitio de sobras – le besó en los labios, manteniéndole bien sujeto, pero Robbie le esquivó desviando la cara.

– Ya lo veremos… – aceptó a regañadientes, alejando la cara de la suya.

– No tienes por qué hacerlo si no quieres. Pensaba que querrías…

– Claro que quiero – le corrigió – Pero me da vergüenza y estoy asustado. Esto, dos hombres, no está bien para nada. Lo dicen los curas y la biblia… y también mi madre.

– ¡Tonterías! Somos dos hombres hechos y derechos, ni la biblia ni los curas… ni mucho menos nuestras madres nos van a decir qué hacer si nos pica a nosotros hacerlo… – protestó Gallagher, pero por primera vez desde que Fiona lo conocía lo hizo en voz baja y guardó silencio.

– Nos podrían ver y no quiero que mi prima sepa que estoy estropeado o que piense que soy un pervertido…

Gallagher ahogó esta vez una carcajada seca.

– ¿Tu prima? ¿No las has visto vomitar la comida? No creo que su situación guste tampoco mucho a los curas ni a su madre…

– ¿Qué dices?

– Bueno, hay una buena razón por la que quiero dejarla en Dublín lo antes posible. No hay desayuno u olor que resista en su estómago y desde que la vi por primera vez en ese piso de la calle Crow ha subido de peso.

– Estás diciendo tonterías. Vamos, vamos.

– No, que va. Tengo una hermana qué está esperando, otra vez… Y tengo bastante idea de lo que es eso, ¿sabes? Mi hermana… en el momento que pare uno, ya hay otro en camino. No sabemos cómo lo hace. Lleva seis años casada y ha tenido siete niños… ¡y ya vuelve a estar en cama! Puedes imaginártelo. Su marido también es un tipo de Belfast. Allí, en el norte, hay un montón de esos protestantes y no se controlan…

Fiona se quedó en silencio mientras se volvían y se iban. Se mantuvo sentada un momento más y negó con la cabeza para sí misma, agradeciendo que no la hubieran visto. Aunque si lo hubieran hecho, le hubiera dicho a Gallagher que estaba loco de remate...

¡No por tener sexo con otro hombre, aunque para más inri éste fuera su primo Robbie, sino por soltar aquella absurdidad!

Además, si los pillaba alguno de los otros, los machacarían. Debía decirle a Robbie que tenía su amor incondicional como prima, eso era lo primero, pero también que fuera con cuidado.

Esperaba que fuera feliz con cualquier decisión que tomara de ahora por delante, con cualquiera con quien compartiera su cama o su vida, siempre que no se pusiera en peligro como con esta lucha… o involucrara a ninguna chica tonta…

Pensó sin querer en aquella historia sobre las fiestas en casa del Duque de Crowborough… Charles y ese hombre…

¡Oh! ¡Charles te ama a ti!, se autoriñó.

Aquel era un pensamiento absurdo e intrusivo. Charles se sentía atraído por hombres y mujeres, creía en su palabra y en este momento sabía del cierto que la deseaba… ¡Dios! Le quería y se fiaba ciegamente de él.

¿Por qué a ratos se sentía tan insegura? ¿De dónde salían ahora esos miedos y cambios de humor?

Debía centrarse y que Robbie supiera que tenía todo su apoyo… al respeto de sus decisiones sobre la guerra… esta lucha… todo…

Puede que le costara un poco porque no había sido educada para entenderlo, pero no iba a juzgar a su primo pequeño por tener un amante, por buscar y encontrar algo de tibieza y conmiseración en otro cuerpo… aunque no fuera aquello que le habían enseñado que era lo convencional…

Al fin y al cabo, aspiraba a una sociedad mejor para todo el mundo, tolerante, más abierta. Una que no encerrará en prisión a sus mejores hombres por amar a otros hombres… como le había pasado a Wilde.

Por lo que respetaba a la ida de olla de Fred Gallagher… bueno, aquella era una teoría estúpida y encima llena de perjuicios hacia los protestantes…

… puede que tuviera algunos síntomas que podrían ser… confundidos con eso… Aunque si cualquier malestar estomacal lo fuera, no cabrían más humanos en este mundo… y además habían actuado con cautela, tomado todas las precauciones que debían tomar. Había estado dentro suyo, pero Charles había usado condón todas y cada una de las veces que había acabado allí. Sacudió la cabeza sobresaltada y logró calmarse e inspirar hondo un par de veces: era imposible.

O bastante improbable.

¡Quizás estuviera exagerando un poco al asustarse tanto por aquella pequeña posibilidad! Charles la amaba. Seguramente estaría feliz con la idea de tener un hijo si ella llegara a quedarse en estado… Eso les obligaría a adelantar la boda, pero apenas por unas pocas semanas...

Tanto daba. No importaba que un bebé hiciera o no feliz a Charles. Lo importante era que aquello era una simple especulación y no estaba embarazada… por tanto, no debía pensar en ello, no podía ser...

Decidió no prestar más atención a ese ligero malestar. Aún no habían hablado de cuando pretendían empezar una familia y estaba convencida que no haría falta que lo hicieran tan pronto…


– Mirad – dijo el tal Dickie poco rato después de salir con coche de Limerick en dirección a Dublín por carreteras terciarias y caminos llenos de fango. Había una gran capa plateada de agua enfrente de ellos. Un lago enorme, precioso – En otros tiempos podríamos parar a pescar y holgazanear, ¿ehm?

Robbie comentó que él siempre había querido pescar anguilas y freírlas, tal como su abuelo contaba que hacían en su infancia en el condado de Derry. Pero Fiona, envuelta en una manta para combatir el frío del amanecer, no miró el lago por la ventanilla. Tenía la cabeza apoyada en el asiento y observaba fijamente el techo del coche.

Intentó centrarse en escuchar lo que decía Gallagher. Entendió que en abril alguien había conseguido penetrar en los archivos policiales del Castillo de Dublín. Era por eso que se había decidido que los llamados hombres de la división G tenían que ser neutralizados o eliminados.

No le gustó su tono y supo que ese era otro artículo que debería escribir cuanto antes y que no gustaría demasiado a nadie… molestaría a Gallagher… y no entusiasmaría precisamente a los ingleses. Tendría que estar haciendo preguntas a los presentes para poder pulir su último artículo y empezar a pensar en el siguiente, pero en vez de eso se dio cuenta que el sueño le estaba ganando esa batalla; no pudo más y se dio por vencida, quedándose dormida. Justo en el momento en que más profundamente sumergida estaba en el mundo de los sueños, Robbie la interrumpió bruscamente.

– Voy a quedarme con ellos y con el tipo grande en Dublín. Espero que nos volvamos a encontrar, prima.

– ¿El tipo grande?

– Así es como lo llaman, ya sabes, a Michael Collins.

– Oh…

– De Valera le dejó al mando de la rebelión y de las instituciones que la apoyan al irse a América. Pero encuentro más interesante lo que hace detrás de escena. Tiene a sus doce apóstoles y… bueno, De Valera, Griffith, Figgis, y otros han frenado por algún tiempo las acciones de los voluntarios, porque creían que el pueblo aún no estaba suficiente maduro pero ya has escuchado a Gallagher, eso está cambiando…

Fiona se sentía algo mareada y no admitió haberse quedado dormida y por tanto haberse perdido esa charla en particular. Tampoco hizo falta que dijera nada.

– Cállate, Murphy. Te arrancaré la lengua si eso sale en portada del Chicago Tribune… o peor del puto Guardian…

– No hace falta amenazar – le advirtió ella – Tu mismo has contado todo eso, ¿no?

– Mientras tú roncabas, bonita. Que no me pierdo una – soltó Fred Gallagher – ¿Estará tu pichoncito en Dublín? Esos protestantes no deberían dejar a sus mujeres tanto tiempo solas…

Fiona le miró a los ojos y dio un golpe suave en la rodilla de Robbie que estaba a su lado. Gallagher podía ser un demonio a veces.

– Yo no soy de nadie, Gallagher. Tengo prometido, que es distinto.

– De nadie. ¿Nunca has sido de ningún hombre? ¿Ni siquiera un cuarto de hora? – se burló McCroy. – ¿Habéis escuchado? No es de nadie. Qué mujer más extraña, entonces. No es de nadie y no sabe guisar ni limpiar… Es bonita pero ni siquiera es obediente.

Uno de los otros hombres que los acompañaba, uno que tenía el típico gangueo dublinés cuando hablaba, se rió como si se hubiera vuelto majara, pero Dickie o Robbie se mantuvieron en silencio. Gallagher apenas soltó un bufido.

Ella no quiso contestar a tal exabrupto. Miró a su primo, pero a continuación notó que tenía la garganta demasiado oprimida para poder hablar.

– Esperemos que él sí que crea que eres suya, ¿no? En menudo problema te vas a meter sino – escuchó murmurar a Gallagher y lo peor fue que su recelo pareció genuino.

– Ya basta, un poco de respeto a la señorita Maclachlan – intercedió Dickie. – Perdónelos, son unos cochinos sin modales. Usted es nuestra invitada aquí, debería caerles la cara de vergüenza – dijo dirigiéndose a ella y lanzando una mirada de soslayo a Gallagher. Sus ojos avellana estaban enmarcados en unas gruesas pestañas negras. Cuando miraba a alguien daba la impresión que se fijaba mucho, lentamente.

– Gracias.

Al susodicho Dickie le gustó su sonrisa honesta y se lo hizo saber devolviéndosela con un ademán amable. Era obvio que esa mujer tenía agallas y no les hacía ningún daño tener a una periodista del Manchester Guardian de su lado. Sería un inconveniente que estuviera en estado de gravidez como Fred no paraba de insinuar.

– Espero que, a parte de los americanos, los ingleses también le dejen escribir algo sobre su viaje con Gallagher y los voluntarios que ha conocido en él. Eso sería interesante…

– Pienso lo mismo.

– ¿Quiere que le cuente algo?

– ¿El qué? – preguntó Fiona con sinceridad.

– En 1916 los Voluntarios tomamos con facilidad el edificio de correos porque se burlaban de nosotros. Bloqueamos puertas, rompimos las ventanas a la altura del suelo con la culata de los rifles… no hubiera sido posible si los hombres de la Policía Metropolitana de Dublín no se hubieran reído al vernos pasar, pensaron que era un simple simulacro, sonrieron y hubo mucha algarabía. Al principio hubo distintos rumores que recorrieron las calles, que todo el país se había alzado o que los alemanes habían aterrizado en el sur. Pero los británicos no tardaron en recuperarse en pocos días, bombardear nuestras posiciones desde el río Liffey. Hubo muertes terribles y después una multitud se congregó en la calle haciendo ondear la Union Jack y gritando que pegaran a los prisioneros con las bayonetas. El sentimiento no tardaría en cambiar. Ahora ya no se burlan ni nos abuchean y nuestros ciudadanos no quieren que nos atraviesen con bayonetas…

– Lo sé. La opinión pública dio la vuelta como un calcetín. Yo estaba en Belfast cuando pasó.

Dickie asintió. – Pásese por el hotel Vaughan, Fiona, cuando haya publicado tu artículo.

Al llegar a la capital, Fiona le miró y esté le devolvió la mirada por debajo de su sombrero de ala ancha que estaba inclinado y no dejaba ver su frente o su cabello.

Estaba segura que el rostro de Dickie le era familiar.

Cuando llegaron, Maguire la esperaba en los embarcaderos. Fiona tomó un atajo por varias calles paralelas, cerca de Croke Park, y dobló hacia el Royal Canal.

Robbie insistió en acompañarla y despedirse más apropiadamente en ese lugar. Ella se había fijado que ahora llevaba una pistola en el cinturón pero no le dijo nada.

– ¿Estás seguro que quieres hacer esto? Aún podrías volver a Escocia.

– Estoy seguro y confío que les cuentes a los abuelos que estoy en buena salud y participando como me toca, haciendo mi parte por la libertad de Irlanda.

– Como quieras.

Fiona extendió las manos en son de paz y para que viera que lo aceptaba concienzudamente: – Es tu decisión. Eres un chico inteligente… Haz lo que creas que debes hacer, Rob. ¿Tal vez quieras considerarlo más adelante? – preguntó – Sea como sea, aunque te quedes con ellos en este momento, no significa que tu familia no continúe siéndolo… Tu madre y la abuela te estarán echando de menos… y a mí me puedes buscar y contar cualquier cosa, ¿escuchas? Cualquier cosa. Por encima de todo, yo solo quiero que seas feliz y que vivas muchos años.

Robbie permaneció en silencio.

Ella sabía más de lo que le decía. ¿Pero cómo?

La observó con perspicacia.

– ¿Nos has visto? Ehm. En algún momento, ya sabes, con Fred Gallagher… – repuso sin decirlo todo, deliberadamente.

– Sí.

– ¿Y no te parece mal? – preguntó con un gesto de nerviosismo.

– No. Espero que encuentres alguien bueno… que acarree menos peso en los hombros y menos rencor que Gallagher… eso sí. Pero lo digo porque eres mi primo pequeño… – se explicó – si ese alguien es un hombre y te hace feliz y no os ponéis en peligro, bienvenido sea. Sólo ve con cuidado, ¿de acuerdo? Que no te detengan ni por unas cosas ni por otras, por nada.

Entonces, Robbie pensó que si esa conversación les permitía ser sinceros, también era justo satisfacer su curiosidad.

– ¿Fiona?

– ¿Sí?

– ¿Cuándo te casas con ese inglés?

– A finales de septiembre. Mis padres van a venir al condado de Antrim para ello y mis abuelos, los de las Highlands, con Rose y Hilda. Aún espero respuesta de Cillian y Peggy. La yaya me dijo que me escribiría. El abuelo no ha vuelto a Irlanda desde que salió de allí de niño y no le entusiasma venir. Todavía no tengo una respuesta, ¿sabes? – Suspiró – Las cartas nunca habían tardado tanto tiempo en ir de un lado para otro como ahora. Estás invitado si quieres, pero…

– No, no. Entiendo. ¿Hay alguna posibilidad, ya me entiendes, que tengáis que avanzarlo?

Era obvio que Fred Gallagher le había puesto esa idea idiota en la cabeza. Fiona consideró la preguntó y respondió:

– Creo que no. Que va a estar bien si lo hacemos en septiembre… hemos sido lo bastante cautelosos. No deberías creer todo lo que dice ese hombre – aseguró.

– Me alegro. Así nadie va a dudar de que tu inglés sea un caballero, como corresponde a alguien que se case con una buena chica de familia católica… Porque tú no eres católica, no de bautismo, pero tu familia sí. Y sabes, creo que deberías convertirte. No pongas esa cara – se burló Robbie – al menos las chicas protestantes tenéis los dientes blancos y bonitos aunque estéis condenadas…

Fiona sonrió, aún algo preocupada. Su primo dejó ir una carcajada, destornillándose por su propia broma.


Cuando se encontró con Maguire, era obvio que esté ya había recibido un telegrama, o quizás una llamada telefónica de Gallagher… eso era lo que le había puesto sobre aviso de su llegada y puede que por eso pareciese inquieto por su salud.

Caminaron hasta su oficina. Fiona se distrajo un momento mirando con pausa como una pareja joven con un niño bajaba del tranvía en D'Olier Street.

– Bienvenida de vuelta, Maclachlan.

Kieran Maguire se sentó en su silla de piel y madera negra de nogal con gesto benevolente cuando llegaron a su despacho.

Ella estrechó con fuerza la mano del veterano periodista y sonrió.

– Me han dicho que en América van a estar contentos. ¿Tienes todo lo que necesitabas para escribir tu artículo?

– Sí, sí.

Maguire la evaluó y no escondió una mueca de intranquilidad. – Bien, entonces. Tienes a Blake preocupadísimo pero tengo buenas noticias. Ha estado en contacto con Louisa Brennan para intentar averiguar cuánto sabíamos de ti – se encogió de hombros – y ya hace un día que está en Dublín. ¿Puedes creértelo?

– ¿Charles está aquí? – Fiona sintió un gran alivio de inmediato y vio la clara satisfacción en Maguire.

– Sabía que eso te complacería…

– Claro – respondió Fiona con una sonrisa – Tengo que llamar al editor de Chicago. ¿Cuándo crees que quieran que tenga mi trabajo acabado?

Maguire torció la boca. – No lo sé. Pero como amigo te pido que te tomes un par o tres de días. Estás pálida y Gallagher me ha dicho que has estado enferma y que apenas has estado comiendo. Trabaja desde casa pero no te fuerces. No lo necesitan para mañana y si te dicen lo contrario, mienten.

Fiona asintió con recelo.

De camino a casa, repasó con lápiz las líneas que ya tenía escritas en una libreta que llevaba consigo en un pequeño petaque y garabateó algunos cambios. Fue al darse cuenta que unas mujeres la miraban de arriba abajo y discutían entre ellas que recordó que aun iba vestida con pantalones de hombre.

Antes que nada debía ducharse y cambiarse y después ir al encuentro de Charles.

Pero no pasaba nada si trabajaba un poco, mientras que el agua del calentador no llegaba a una temperatura decente. Margot Fitzsimmons estaba encantada de tenerla de nuevo allí, pero ansiosa por colmarla de atención y hacerla comer sus deliciosos brownies.

Y después a Gallagher le parecía extraño que hubiera ganado unas pocas libras en los últimos meses…

Trabajaría mejor mañana por la mañana pero ahora quería apuntar algunas ideas. Cuando se encontró por fin en su habitación sus dedos danzaron por las teclas de su máquina de escribir mientras ponía a funcionar su cerebro. Margot había puesto flores frescas y su aroma inundaba todo el dormitorio, cuya cama estaba adornada por los rayos de sol que entraban por la contraventana entornada.

Escribiría sobre los voluntarios que había conocido y sus vidas personales al margen de la política y la rebelión armada. Muchos de ellos eran granjeros y campesinos pero también había maestros a quien sus estudiantes veneraban o incluso poetas. Quería capturar lo que movía esos hombres más allá de la búsqueda de la libertad irlandesa, explicar sus miedos y quienes eran, quienes querían ser, qué errores estaban cometiendo...

Cómo para algunos la prioridad eran sus familias, pero para los más jóvenes ésta casi siempre era Irlanda, inclusive si en casa dejaban a madres o novias aterradas por sus futuros. Hasta qué punto estaban dispuestos a justificar el uso de la fuerza por un ideal que consideraban más importante que sí mismos.

Todo el mundo en círculos más o menos nacionalistas entendía que estaban haciendo su parte por la independencia del país, pero para otros eran simples criminales.


Esa tarde había mercado y una multitud de personas iban arriba y abajo con bolsas de compra y muebles viejos por una calle cercana al hotel donde Charles solía hospedarse. Pudo divisarlo en la entrada del mismo, a punto de subir a un taxi. Seguramente para ir a verla.

Entonces, lo saludó con la mano, gritó su nombre y corrió hacia él.

Charles Blake se encontró con su mirada y le respondió el saludo con una amplia sonrisa. Cuando estuvieron a la misma altura, la tomó en sus brazos de forma urgente y la besó fervientemente, el sombrero cayéndosele al suelo y las manos acariciándole el rostro. Fiona respondió con el mismo entusiasmo y el pulso acelerado. Habían pasado dos meses y medio desde la última vez que se habían visto.

Aquél fue el beso de dos amantes hambrientos, no el de una educada pareja de novios.

– Estoy tan contento que estés sana y salva en Dublín – murmuró Charles.

Sus ojos castaños la evaluaron.

– Yo también me alegro que estés en Irlanda. No sabes cuánto – respondió y en aquel momento pensó en lo que había dicho Gallagher – ¿Me ves cambiada?

– No – Charles se rió y entrelazó su brazo con el de ella. – Estás guapa como siempre.

– ¿No crees que he ganado peso?

Charles la observó confundido.

– ¿Es una pregunta trampa? – preguntó intrigado pero entre risas.

Fiona se rió con él. – En absoluto.

– Espero que no hayas perdido el apetito con esas ideas porque conozco un lugar al que querría llevarte.

Saltándose conscientemente las recomendaciones que recibía de sus jefes, puesto que trabajar para el gobierno británico y estar en Irlanda se había vuelto una muy mala idea, comieron bistec en un pub lleno de gente: El Brazen Head, el más antiguo de Dublín. Al fin y al cabo, Charles se consideraba sólo un economista y estaba harto de ir con pies de plomos en sus salidas juntos.

Luego, la llevó con un coche que había pedido prestado hasta una playa donde pasearon durante horas.

Fiona observó una gaviota parada sobre una roca saliente. Charles la acurrucó contra su pecho. Hacía frío para ser verano y ella temblaba más que de costumbre, el clima del Atlántico se cernía sobre ellos y había empezado a lloviznar.

Se casarían menos de un mes antes de su trigésimo aniversario, el 28 de septiembre. Esperaba que para su cumpleaños (el 26 de octubre) pudieran estar instalados en Londres y llevarla a uno de sus restaurantes favoritos del Soho. Fiona también caería rendida a los encantos de la gran ciudad y seguro que podía encontrar un buen trabajo en un periódico.

¡La animaría a qué acabara por fin sus estudios de Literatura!

Como su esposa, no pretendía que fuera nada más ni nada menos que la mujer independiente, cabezota y culta que ya era.

La besó en la boca intentando demostrar todo lo que aún estaba aprendiendo a decir con palabras sin sentirse un novio o un amante empalagoso, hundió los dedos en su pelo y sintió que se derretía contra su cuerpo cuando la acercó. Cómo la quería…

– ¿Qué pasaría si estuviera embarazada? – soltó ella en voz baja.

Charles la miró, buscando por primera vez esas diferencias que se suponía que debería haber visto en ella al reencontrarse.

– ¿Lo estás?

La sorpresa hizo que notara una extraña calidez que se expandía rápidamente por su pecho. No había planeado empezar ya una familia, pero de repente quería a ese hipotético hijo con todas sus fuerzas.

Pensó que un bebé de dos personas que se amaban era siempre una bendición, aunque para ser sincero, no le hubiera importado tener un poco más de tiempo para ellos dos…

Vio inquietud en los ojos de Fiona y eso le preocupó. Estaba demasiado seria, demasiado pálida.

– No debería… fuimos con cuidado, ¿verdad? – suspiró profundamente la chica, examinando con cautela su reacción – pero no me he encontrado muy bien y Gallagher piensa lo contrario…

– Fiona…

– No puedo estar embarazada de ninguna manera. He sangrado al menos una vez después de que tú y yo… –.

Nunca había sido muy regular con el periodo… pero estaba casi segura de haber tenido la regla en mayo ¿y junio?… eso eran muchas semanas después que ellos hubieran estado juntos…

– ¿Qué quieres que hagamos? Debería verte un médico.

– Abrázame, abrázame fuerte. De momento sólo haz eso y todo estará bien…