Capítulo 11. If you go away
"If you go away on this summer day
Then you might as well take the sun away
All the birds that flew in a summer sky
When our love was new and our hearts were high
When the day was young and the night was lo-ong
And the moon stood still for the night birds song
If you go away, If you go away, If you go away
But if you stay I'll make you a day
Like no day has been or will be again
We'll sail on the sun, we'll ride on the rain
We'll talk to the trees and worship the wind
Then if you go-o I'll understand
Leave me just enough love to fill up my hand
If you go away, If you go away, If you go away [...]
I'd have been the shadow of your shadow
If I thought it might have kept me by your side".
Julian Ovenden (Jacques Brel y Rod McKuen, 1966)
"Real love means giving someone the power to hurt you".
— Tom Branson, Downton Abbey, Season 6, Julian Fellowes.
Dejaron a su madre y a Elisabeta Safford hablando de Lizzy dentro de casa y salieron al jardín.
Michael Gregson le estaba hablando de Lizzy y de la revista que había comprado con parte de los ahorros de toda una vida acomodada y de una juventud algo bohemia. The Sketch, que ahora estaba dirigiendo exitosamente.
Lo que le estaba pasando a su madrina Lizzy era terrible. Incomprensible. Michael intentaba reponerse.
Fiona bajó la cabeza ligeramente. – Espero que no creas que soy egoísta si te digo que estos meses me ha hecho mucha falta un jefe de redacción como tú. En Manchester casi ya no escuchan y mucho menos se dignan a contactar para alertar de extraños cambios de titulares… por no hablar de las frases que desaparecen sin aviso de los artículos… y eso que a mi parecer sigue siendo uno de los periódicos radicalmente más honestos que hay en este país – levantó los ojos al cielo y se mordió el labio interior – No quiero ni saber qué está pasando en otras redacciones... ni qué va a pasar con la nueva estrategia del gobierno en lo referente a la censura en Irlanda.
Gregson la examinó con amabilidad y sonrió, pero apenas ligeramente. – Si quieres que te confiese un secreto… yo también echo algo de menos la batalla de cada día enfrente de una redacción como esa… y tu artículo brutalmente honesto sobre los voluntarios irlandeses, Fiona, ese artículo se merece un premio en periodismo.
Fiona iba a decir algo a eso pero de pronto sintió un dolor que pareció trasladarse de su vientre hacia la pelvis.
Dejó ir un grito cuando sintió una nueva punzada y la invadió un dolor mucho más horrible, como si se fuera a romper el hueso sacro que unía su pelvis con la parte baja de la espina vertebral. La sangre fluyó caliente entre sus muslos.
Aquella sensación la atravesó como una descarga y su visión se oscureció aunque continuó escuchando sonidos, voces.
Michael repitió su nombre varias veces y luego debió perder la consciencia temporalmente porque lo siguiente que supo fue que estaba en una cama y que alguien acababa de colocarle una compresa de paño entre los muslos y había una almohada debajo de las caderas.
– Es una hemorragia, debe haber sufrido una ruptura de placenta, o al menos eso creo por la cantidad de sangre… necesitamos que despierte y expulse el bebé de forma natural si queremos que tenga una oportunidad. No puedo prever el resultado si tenemos que llevarla al hospital y hacerle una cesárea…
¡No podía estar de parto!, ¡no era la hora!
Su madre lloraba y, entonces, llegó alguien más y la misma voz masculina, experta y con aparente autoridad que había hablado de su placenta, y una señora Douglas particularmente brusca intentaron echar al recién llegado con un cierto ardor en la voz que hizo que Fiona quisiera gritar y detenerles, aunque apenas podía lograr que los párpados la obedecieran y no era capaz de abrir los ojos.
– ¡No puede estar aquí!
– No me voy a ir a ningún otro sitio…
– La hemorragia no es tan fuerte como podría, ella puede vivir. Por favor, soy médico, escuche a razones y retírese. No hay nada que pueda hacer.
– Quiero estar aquí mientras da a luz… es pronto, demasiado… ¡no voy a dejarla…! es mi hijo…
Fiona intentó llamar a Charles por su nombre y pedirle que se quedara, que la sostuviera, pero sintió de nuevo un dolor que avanzaba y se retraía cada vez más abajo. La neblina oscura que le impedía abrir los párpados estaba desapareciendo pero el dolor aumentaba y aumentaba y no logró encontrar las palabras sólo volver a gritar sin ellas.
Amor mío. Quédate. Estoy asustada. ¡No quiero hacer esto sin ti!
Alguien lo arrastró al corredor sin que lograra resistirse. Charles tenía la vista cegada del pánico y notó que le temblaban las piernas cuando cerraron la puerta en sus narices.
Cuando los gritos de Fiona fueron más fuertes y frecuentes, Charles no pudo seguir aguardando en la puerta de la habitación e intentó entrar por segunda vez. Las sábanas y las toallas del suelo estaban llenas de sangre.
Los gritos pararon de repente.
Entonces hubo un silencio profundo que lo envolvió todo y Charles se quedó paralizado, incapaz de hablar, moverse o respirar. El médico y la comadrona hablaron a susurros. Ésta dejó caer sobre la cama las tijeras con las que había cortado el cordón umbilical, retiró un bulto que acababa de envolver en un paño de lino manchado y se dirigió hacia él para impedir que pasara del umbral de la habitación.
Charles apenas pudo hacer el más mínimo ademán de reaccionar pero notó los dedos huesudos de la mujer en su brazo.
Maeve no se había movido del lado de su hija a quien ya no le quedaba aliento para gritar o llorar. La señora Douglas rezaba en un rincón.
Fiona.
– Habrá que avisar. Alguien va a tener que disponer del mortinato.
– Déjemelo ver.
– Pero… es mejor que no lo vea. Tendrá su cara en la retina para siempre. ¿Para qué quiere pasar por eso?
– Se lo ruego.
Los latidos del corazón le resonaban de tal modo en los oídos, que apenas se oía a sí mismo.
La mujer salió al corredor sujetándole del brazo, alejándolo de Fiona otra vez. Le entregó el bulto cuando estuvieron donde ella quería y había podido cerrar la puerta detrás suyo.
– ¿Es consciente de la situación? Voy a volver a entrar y le repito que es imposible que esté allí dentro. Tenga un poco más de paciencia. Implore por ella si tiene fe. Su esposa aún no está fuera de peligro…
La comadrona lo miraba con lástima.
Su esposa. Fiona.
Puede que no fuera su esposa frente a la ley, porque no habían tenido tiempo de tomar los sacramentos antes de esto, pero no importaba. Ahora sería para siempre la madre de su hijo. Ese bebé al que esa mujer llamaba mortinato con tanta frialdad. A ojos de la medicina y el Estado, era un mortinato y no su pequeñísimo y precioso bebé, porque su corazón había dejado de latir antes de nacer.
Charles retiró la sabana con cuidado apenas capaz de articular más palabras por culpa de la emoción en la garganta.
Lloró.
El cuerpecito ensangrentado en sus brazos era muy pequeño y a la vez más grande de lo que habría imaginado esta mañana. Puede que pesara un poco más de medio quilo. La luz brillaba a través de su piel y podía ahuecar la cabeza con la palma de su mano y acariciar la redondez de sus mejillas. Contar los diez dedos perfectos de sus manos y sus pies. Las pequeñas articulaciones, rótulas y huesos de los dedos lucían como ópalos, y podía percibir sus párpados, uñas y cejas, aunque estas últimas todavía no tenían ningún color, eran unas pelusillas blancas encima de sus pequeños ojos cerrados. Aún no tenía pestañas. Era su hijo. Un niño.
Oh, Dios, Fiona. No la podía perder de ninguna manera, a ella no. Odió a todos esos hombres que decían proteger el país, a Borshon aunque sus huesos estuvieran ya debajo tierra, convirtiéndose en polvo inexorablemente como lo haría este inocente. Un mortinato.
¿Quién había decidido que un bebé que no respira se llamara así? Era un bebé. Su bebé.
Escuchó unos pasos detrás suyo pero no se dio cuenta que era James Maclachlan ni reaccionó hasta que éste le habló.
– ¿Qué se hará con él? –.
– No lo sé.
– He hablado con Michael Gregson. Él y Elisabeta no quieren interrumpir este momento familiar pero Fiona es casi una ahijada para ese hombre, insiste que podemos contar con él si hace falta solucionar papeleo o lo que sea… – dijo James.
Charles parpadeó. – Tengo que… debo estar con Fiona…
Volvió la vista al bulto entre sus brazos un instante. Necesitaba entrar, pero también contar con unos pocos minutos más. Tan solo unos segundos.
No quería que Fiona le viera llorar. Este era un dolor que sería muy difícil de despejar, pero ella era quien lo había traído al mundo. Quien lo había llevado cinco meses en el vientre. Si hubiera sido un par o tres de meses más adelante en el embarazo, si su corazón hubiese latido sería ella la primera que lo hubiera tenido en brazos, su pecho quien le hubiera dado el sustento.
Pensó en todas las veces que había puesto sus manos en su vientre deseando notar algo, el más leve movimiento, ese aleteo del que Fiona había hablado.
Hubo nuevos murmullos que venían de la habitación donde el médico y la comadrona seguían atendiendo a Fiona, pero hacía mucho rato que ella ya no gritaba de dolor. Tenía que vivir. Si la perdía, no sabía lo que haría.
– No se lo enseñes. Es cruel – La voz destemplada de James lo sacó de su abstracción, de su estopor.
– Ojalá hubiese estado con ella dentro. Solo quería darle la mano, ser el brazo en que se agarraba, no hubiese molestado…
– Ese no es el lugar de un hombre, hijo. No hubieses ayudado en nada – dijo el padre de Fiona sin ningún trazo del enfado que le había demostrado en los últimos meses. Su tono amable le confundió.
¿Entonces, no le culpaba por esto? Eso no tenía sentido, porque él sí se culpaba a sí mismo. Muchísimo.
– No habría ayudado pero habría estado con ella. ¿Qué hace uno en un pasillo mientras la mujer que ama trae al mundo a su hijo muerto? Es absurdo.
El parto era la causa principal de muerte entre las mujeres. ¿Por qué ni siquiera le había pasado por la cabeza que algo pudiera ir mal?
James Maclachlan le dirigió una mirada de compasión, y le contestó:
– Puede que tengas razón, recuerda que ella es mi hija, la única que tengo, ¿crees que me gusta estar aquí?, pero así se ha hecho siempre y es para el bien de todos. Sólo te ruego, como padre preocupado, que no le lleves al bebé. Verle sería algo demasiado amargo y morboso que la perseguiría por el resto de sus días. Es mejor que se imagine a su hijo como hubiera sido una vez formado, que no vea su carita, sus brazos y sus piernas tan pequeñas como son ahora. Sus deditos casi trasparentes y morados. Ella siempre se hace la fuerte pero eso es demasiado para cualquier mujer.
Charles quiso discutirlo pero no tuvo el valor. Respiró hondo y asintió. – Voy a devolvérselo a la comadrona. No deje que se lo lleven a ningún sitio… no sin estar seguros a dónde… habrá que… habrá que darle sepultura y hemos de hacerlo sus padres.
James retuvo la respiración para evitar que a él también se le escaparan las lágrimas pero no pudo evitar que un par le bajaran por la mejilla. Su hija estaba aún entre la vida y la muerte y su nieto era un mortinato, qué palabra tan horrible. Como cabeza de familia no arreglaría nada hundiéndose pero estaba destrozado. Contó hasta diez. Debía apoyar a su esposa y a su niña más que nunca y dar valor a este hombre joven y afligido que tenía a su bebé en brazos.
Ya habría tiempo para el llanto.
– Pero no habrá un funeral… a no ser que… que sea necesario otro – su visión se nubló – No va a haber un funeral como Dios manda para este niño, querido chico. ¿Para qué quieres que les impidamos llevárselo?
– Por favor…
Esta vez Charles llamó a la puerta de la habitación con dos golpes firmes. Iba a rogar a ese médico si hacía falta.
– Puede pasar – dijo la comadrona quitándole el bulto de los brazos y Charles quiso impedírselo, llevárselo a Fiona, pero recordó el ruego de James.
Dudó por un instante.
Y luego la escuchó gemir con el dolor goteando de su voz, llamándole por el nombre, y apenas pudo pensar en nada más.
– Fiona…
Se acercó y la cogió de la mano, intentando respirar hondo. Uno, dos, tres, cuatro veces. Sonreír un poco. Secar las lágrimas.
– Cariño, estás con nosotros, qué alivio.
A Charles siempre le habían dicho que una mujer que da a luz está más bella que nunca. Fi acababa de dar a luz y se veía desorientada, vulnerable, frágil. Su respiración aún era irregular y débil. La abrazó con cuidado por los hombros. Se miraron. Sin decir nada. Entonces ella intentó hablar pero se le rompió la voz.
Tan solo ver la sangre empapada en las sabanas, le recorría un terrible escalofrío.
– Mamá, ¿puedo quedarme a solas con Charles, por favor?
– Claro.
Llevaba suelta la melena pelirroja, más ondulada que nunca por el sudor del parto, los ojos encendidos por la maternidad arrebatada y se echó a llorar. Charles le cogió de las manos y miró su perfil, sus pómulos, la curva de sus pestañas y las lágrimas brillantes que fluían casi silenciosamente por sus mejillas.
No fue hasta unos segundos después que entendió que Fiona le estaba pidiendo perdón en voz baja, muy baja.
– Oh, Fi, no, no. Esto no es tu culpa, de ninguna de las maneras, por favor…
La chica negó con la cabeza intentando explicarse, llorando. Temblaba. Se veía muy perdida. Pálida.
– Yo lo quería porque era tu bebé… nuestro bebé… pero no sé si quería ser madre. No hubiera sido una buena madre… deseé no haberme quedado embarazada… no tan pronto… pensé que me impediría… oh, Dios… puede que lo haya matado yo por no quererle lo suficiente, ¿qué buena madre no siente sino alegría cuando piensa en su bebé? Mi cuerpo lo ha rechazado, Charles, de alguna manera es mi culpa.
– Sht. Cariño, no digas eso… no es tu culpa, por supuesto que no.
Charles no supo qué podía decir para reconfortarla. Ella no veía más lejos que esa culpa, y no tenía ninguna intención de escuchar nada que la eximiera de vivir ese dolor. Le sujetó el mentón, e insistió:
– Por favor. Quiero consolarte. Dime cómo…
– No puedes. Nadie puede cambiar lo que ha pasado. Devolvérnoslo.
Charles supo en ese momento que debía darle a ella la oportunidad de elegir si quería verlo. No era algo que pudieran decidir James o él. – ¿Quieres despedirte de nuestro bebé?
– ¿Él? ¿Es un niño? ¿Lo has visto?
Fiona buscó su mirada por un segundo y sus ojos azules centellearon con angustia.
– Lo he visto y hubiera sido un niño perfecto. Inmensamente querido. Quien nos lo ha quitado, no has sido tú, Fi, mi amor. Por favor, recuérdalo.
– ¿Es bonito? ¿Cómo es su nariz? ¿Y sus manitas?
– Es precioso. Su nariz es pequeña. Como un botón. Pensé que se iba parecer a la tuya cuando lo vi, cariño, pero creo que todos los bebés la tienen de esa forma… Aún le quedaba mucho por crecer, pero se podría decir que era un bebé perfecto…
Fiona dejó salir un poco de aire retenido, se acomodó en el cojín satisfecha con la respuesta, soltando las manos de Charles y poco a poco volviéndose a quedar dormida, dejándose llevar por una ola de repentina somnolencia contra la que no tenía fuerzas para luchar y que por un momento le hizo pensar que el bebé del que estaban hablando no podía estar simplemente muerto, congelado para siempre en el tiempo. Había estado dando todo lo que tenía, haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero ahora estaba agotada.
Todos sus miembros se sentían de pronto muy pesados y la energía que había sentido unos minutos antes producto de la adrenalina, el bautismo de dolor y el shock del final del parto se había esfumado. Creía poder recordar su cabecita aterciopelada y los bracitos con hoyuelos en manos de la comadrona, pero ésta se lo había llevado de los pies de la cama envuelto en un paño blanco en vez de entregárselo al pecho. Allí echada y pese a no tener apenas experiencia previa con recién nacidos había esperado escuchar aquel sonido agudo que ya no iba a llegar: el llanto de su hijo. La abrumadora falta de ese sonido pulsó una cuerda dentro de ella y las lágrimas afloraron a sus ojos azules.
– Tráeme... — murmuró con voz aletargada – Tráeme... quiero verlo... el bebé…
– Por supuesto – prometió Charles sin saber que ya no estaría en sus manos cumplir con su palabra.
Puso la palma sobre su frente y comprobó que tenía fiebre.
– Ha pasado lo peor, pero ha perdido bastante sangre y hemos de asegurarnos que no haya otra hemorragia… debe dejarla descansar – le informó el doctor que la había atendido y que acababa de volver a entrar a la habitación después de permitirles unos instantes de intimidad.
– Ella quiere… quiere ver al niño.
Charles insistió con la cara gris, demacrado.
– Puede que no vuelva a estar consciente en un buen puñado de horas y me temo que la señora Kirby ya se lo ha llevado. Hay una fosa desacralizada en el cementerio para casos así.
– Eso no puede ser. No tenía el permiso de ninguno de sus padres para sacarlo de esta casa…
El médico movió la cabeza impaciente. – ¿Y qué quería? Lo conozco poco pero tengo en gran aprecio al señor Maclachlan. No tiene ningún sentido alargar innecesariamente el sufrimiento de esta familia teniendo aquí por más tiempo ese cuerpecito sin vida que no puede ser bautizado ni enterrado en lugar sagrado…
Desgastado por las horas de agonía en ese maldito pasillo, Charles bajó la mirada y volvió la atención a Fiona. No dijo nada.
– Si es creyente debería dar las gracias a lo que sea que haya impedido que hoy necesitáramos una cesárea. La medicina tiene sus límites y ella ya había perdido bastante sangre, perder más la habría puesto en una situación muy delicada – explicó el doctor glasguano – Debemos ser prudentes, pero creo que en este caso lo peor ya ha pasado. Tiene una mujer muy fuerte, señor Blake.
– Gracias. Gracias a usted por venir y hacer todo lo que estaba en sus manos.
El médico sonrió suavemente.
– El señor Maclachlan ha insistido en dejar claro qué se casaron hace unos meses. No estoy en posición de dudarlo ni se me ocurriría. Pero dígale, por favor, que no se preocupe por eso. Tratándose de una muerte fetal nadie espera que registren al nacido muerto.
Esa pieza de información se suponía que tenía que aliviarlos, porque evitaría preguntas incomodas, poner en tinta su falta, pero hizo que Charles quisiera gritar de rabia. Su pobre hijo sin nombre ni apellidos. ¡Un cuerpecito sin vida que ni siquiera podría ser abrazado por su madre como todos los bebés de este mundo!
Lloró por su hijo, por la dulce promesa de un bebé de ambos en los brazos.
Saldrían de ésta. Pero ese primer hijo siempre sería parte de ellos. Se esforzaría para que de algún modo el paso del pequeño por sus vidas no fuera sólo el recuerdo de este terrible día. Continuarían amándolo incluso cuando tuviera hermanos, y estos llenaran sus vidas. No de inmediato, por supuesto. Fiona debía recuperarse y tenían que casarse. Ella tenía que estar segura que era lo que quería.
Iba a escucharla y no darían un solo paso que ella no ansiara dar…
Si ella lo deseaba, podía dejar Londres, acompañarla a Chicago… Haber estado a punto de perderla daba sin duda nueva claridad a sus prioridades.
Ahora mismo ni siquiera quería seguir trabajando para este gobierno.
Le avergonzaba haber defendido el espíritu liberal de Lloyd George pese a que su gobierno dependía en buena parte de los conservadores. Si nunca la hubieran detenido por ese artículo, si no la hubieran tratado como ganado en prisión, si Londres no dejara que la sed de venganza de esos policías se convirtiera en ley, puede que su placenta nunca se hubiera roto o desprendido, que su hijo siguiera vivo y ella no hubiera estado a punto de morir desangrada…
Con intención seguramente protectora, no le dieron ninguna posibilidad de conocer a su hijo y poder así decirle hola y adiós.
Fiona sabía que Charles no tenía la culpa, que la decisión había sido tomada por otros sin darles voz alguna en el asunto. Para remediar su pena, la comadrona, que por alguna razón creía que estaba casada y la llamaba insistentemente señora Blake, le había recomendado olvidar lo sucedido y buscar un nuevo embarazo cuanto antes. Un nuevo embarazo, había dicho, le devolvería la confianza en sí misma.
No quería otro bebé que no fuera este. Algún día, sí, pero no ahora ni dentro de un año. Puede que tampoco dentro de dos o de cuatro.
Sentía como si hubiera perdido el control de lo que pasaba a su alrededor, y estaba segura de haber decepcionado a Charles, traicionada por su propio cuerpo y sus dudas previas sobre la maternidad, como si algo fuera mal con su feminidad. ¿Cómo podría volver a pasar por algo así?
Su abuela Peggy había llegado horas después que volviera a recobrar la consciencia y se había instalado en casa dispuesta a mantener un ojo sobre su nieta y dejar descansar a Maeve y a la señora Douglas.
Le había sorprendido que Charles insistiera en participar de sus cuidados y en quedarse durante las curas que le había estado aplicando la comadrona durante toda aquella semana. Que se ofreciera a cepillarle el pelo las primeras noches.
Casi tuvo que sacarlo a rastras de la habitación cuando quiso ayudarla a bañarse y cambiarle el camisón.
Su padre James había empezado a contar a todo el mundo que se habían casado sin decírselo a nadie aquí en la ciudad, aunque era evidente que Peggy no se lo había tragado.
– Querida niña, no estés triste, los niños muertos sin bautizar van al limbo, lugar donde aunque no se siente alegría, tampoco se sufre, ni se padece – intentó consolarla.
Fiona hizo una mueca. – Charles ha logrado encontrar donde lo enterraron. Vamos a ir esta tarde.
– Es muy pronto para salir de tu confinamiento.
– Voy a ir. He visto los documentos del cementerio que Charles logró encontrar. En esos papeles califican a los bebés que entierran en ese lugar como "restos humanos de entidad suficiente procedentes de partos prematuros y malpartos". Es una pesadilla. Hay una fosa común sin nombre que tiene una puerta de acceso directo, sin comunicación con el resto del cementerio… – dijo rota, con la voz quebrada.
Las lágrimas se le habían secado hacía días, y no había cosa peor que perder las lágrimas, insistió Peggy, porque las lágrimas lavan.
– Ese hombre inglés tuyo no debería haberte enseñado esos papeles – protestó su abuela – Sé que os creéis muy modernos y libres y os pensáis que los demás no estamos a la altura, pero una mujer que ha pasado por tu trance no debería tener que preocuparse por esas cosas sino por recuperarse. Él debería ser quien vaya, si es que hay que ir.
– Yaya…
– Debes ponerte buena pronto porque esa historia de tu padre de la boda no hay quien se la crea, bueno excepto quizás la señora Kirby, la comadrona… Es muy buena mujer pero no la alma más brillante que he conocido. Ya no tenéis la edad para casaros a escondidas y no hace ni dos días que tu padre me dijo que estabais esperando la licencia para casaros en el condado de Antrim, querida… hay que formalizar las cosas cuanto antes por tu bien y el de tu honor como muchacha decente.
Fiona suspiró.
– ¿Qué prisa hay a estas alturas?
– Niña, estuviste de parto… uno de difícil donde perdiste mucha sangre. Tu madre mandó llamar al mejor médico obstetra sobre el que tu padre lleva semanas pidiendo referencias y la señora Douglas arrastró hasta esta casa esa bendita comadrona. El marido de tu madrina, ese periodista, estaba contigo cuando te desmayaste en el jardín y gritó ayuda a todo pulmón antes de cogerte en brazos y entrarte en casa, donde tengo entendido que la cocinera estaba recibiendo los pedidos de fruta y verdura para la semana… Tu padre y el señor Blake… Charles… habían ido a la destilería por no sé qué asunto y cuando los avisaron llegaron aquí en taxi y con el corazón en un puño, a toda prisa como si los persiguieran cien fantasmas. ¿De verdad, piensas que hay alguien en esta bendita parte de la ciudad que no sepa que has dado a luz?
– No hay ningún bebé, ¿no?
– Pero ya no eres una doncella y debes casarte con ese joven si es que quieres hacerlo alguna vez.
– Oh, yaya…
Cada vez que recordaba el parto se quebraba. La comadrona le había alzado la falda y se había deshecho de la ropa interior mientras pequeños estallidos de dolor brillante la atravesaban como relámpagos en medio de una niebla penetrante. Le había colocado una compresa de paño. Había mucha sangre y sentía las contracciones cada vez más fuertes, las ganas de empujar.
No estaba segura de ello pero creía recordar que en un momento dado la mujer había llegado a hacer presión apretando su vientre para que el bebé saliera, siguiendo siempre las instrucciones del doctor. Recordaba esas manos en la parte alta de su barriga y mucha presión como si todo el peso de una persona de mediana estatura estuviera encima suyo, un dolor cegador.
Habían hablado de llevarla al hospital y mientras ella atravesaba el valle de las sombras habían incluso barajado la posibilidad de pedir permiso a su padre y a "su esposo" para actuar e intentar sacar el bebé con instrumental que podía llegar a desmembrarlo si el traslado tardaba. Estaban desesperados por no tener que hacer una cesárea porque las últimas que se habían hecho en la Royal Infirmary de Glasgow no habían sido muy exitosas.
Era un procedimiento con riesgos graves.
– Ay, Fiona, no estés así – le pidió Peggy, seriamente alarmada por el aturdimiento y la profunda tristeza que veía en su nieta. No quería que su mente nadara en aguas demasiado oscuras – Debemos tener fe que Dios tiene un plan para todos nosotros aunque sea difícil de aceptar; y no es que sea santo de mi devoción, tu Charles, no después de haberte puesto en esta tesitura antes de casarse contigo, pero trata de ser valiente, aunque sea sólo por él y tus padres. Están muy preocupados por ti. Hay que ser fuerte. Debes hacer un esfuerzo por recuperarte…
– No me digas que fue la voluntad del Señor… ni que ese niño inocente está mejor donde está, abuela. No voy a creer en eso – protestó apasionadamente, agonizando con la imagen quizás imaginada de su cabecita redonda y perfecta – No vivió lo suficiente para bautizarle, ni siquiera respiraba al nacer, y por lo tanto la religión considera que no ha ido al cielo… que está en el limbo para toda la eternidad y no tiene manera de salir de allí… aunque nada de esto sea culpa suya. Las últimas semanas había empezado a notarle... sus pequeños movimientos… Había crecido dentro de mí hasta convertirse en ese bebé que su padre tuvo en brazos. ¡Le latía el corazón hasta no mucho antes de nacer! ¡Estoy segura…! ¿Qué Dios permitiría tal cosa? Deberíamos haber podido bautizar su cuerpecito y darle un nombre y un funeral, debería poder descansar en un ataúd forrado de terciopelo con una mortaja. Creo que no hubiera sido buena madre si hubiera vivido, pero en muerte no se me ha permitido ni intentarlo, ni ofrecerle eso. Le he fallado. Les he fallado a los dos, a él y a Charles.
Después de días sin lograrlo se echó a llorar con hipo, uno de esos sollozos que te nacen de las entrañas y que son imposibles de detener durante minutos.
Peggy la abrazó durante mucho rato, susurrándole palabras de consuelo, pero en las que creía desde el fondo de su corazón: – Habrías sido una madre fantástica, niña mía. ¿No lo ves? No una de la vieja escuela, eso por supuesto. Pero habrías enseñado a ese hombrecito a volar hasta lo más alto y no tener miedo… a levantarse cabezonamente cuando cayera. Cómo su mamá.
Su nieta era una mujer del siglo XX y estaba segura que con el caballero adecuado a su lado conseguiría lo que se propusiera. Desde pequeña ella había sido testaruda. Cómo ese cabezaloca de Robbie cuya madre había tenido la desgracia de casarse con un borracho. Le dolía el pecho pensar en su nieto y sus pesares, pero tenía esperanzas para Fiona.
Para muchas mujeres jóvenes un embarazo fuera del matrimonio hubiera sido el primer paso hacia la perdición pero su nieta tenía mucho carácter para dejarse amedrentar por un puñado de alcahuetes y sus chismes y habladurías y ese inglés no parecía tener ninguna intención de abandonarla.
¡Cuántas chicas que Peggy había conocido de niña en Derry, destituidas de cualquier futuro por sus padres y por los malnacidos que las habían engañado, habrían querido su buena fortuna pese a la desgracia de un niñito muerto!
Peggy seguía creyendo que Dios a veces ponía pruebas despiadadas por un buen motivo.
En Escocia la vida y la muerte estaban muy unidas. No era de extrañar, pues, que uno de los lugares más bonitos de Glasgow fuera su cementerio jardín, situado en una colina baja, un parque con vistas a la catedral de San Mungo con obeliscos y estatuas, mausoleos y sepulcros. Árboles, verdín, viejas lápidas caídas por la lluvia y vistas a la ciudad.
La llamada "segunda capital del Imperio Británico" brillaba en el asunto en la muerte. Era menos gris entre sus tumbas que en sus concurridas calles.
Se vistió con un vestido blanco, no negro, porque ¿qué era su pequeño sino una alma pura? ¿Cómo iba a llorarlo de negro?, y pese a las protestas de sus padres y de su abuela se fue de la mano de Charles a visitar ese yermo trozo de tierra donde su bebé y el de otras madres descansaba para siempre.
Caminaron un rato entre abetos, olmos y cauces hasta llegar a una de las puertas de la necrópolis, lejos de la entrada principal que se hacía a través de un puente y cruzaba un arroyo. En el puente había una procesión funeraria cuando llegaron.
Apretó la mano de Charles con más fuerza y le temblaron los labios cuando intentó sonreír.
– Fiona… – el tono de Charles era cansado y reflejaba su profunda tristeza.
Caminaron por un camino que rodeaba la colina hasta un trozo donde no había tumbas, sólo hierba y parches desnudos de tierra, era evidente que en algunos de aquellos trozos de tierra hacía poco que se había enterrado. Pero sin ninguna indicación era imposible saber cuál era el lugar de descanso de su niño.
– Es aquí – anunció Charles con voz apagada y dulce mientras las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas. Puso una mano en el hombro de la chica. Ella se volvió y abrazándose a su futuro marido, lloró contra su pecho.
– No hay una piedra, ni una cruz, nada.
– El hospital entrega al sepulturero los cuerpos que no han sido donados para fines médicos. Cuando fueron informados por la señora Kirby, ellos llegaron a preguntar a tu padre si podían… si podían quedárselo…. Dicen que no es algo inusual…
Fiona intentó ocultar la angustia en su voz. – A mi padre. ¿Por qué no a ti?
Charles cerró los ojos un instante.
– Yo quería que esperaran para que pudieras abrazarlo… pero no solo tu padre… también el medico creyó que sería perjudicial para tu salud…
Fiona suspiró. No podía comprenderlo, no le entraba en la cabeza.
– Pero cuando tuvieron que pedir un permiso para disponer del cuerpo… ¿por qué no preguntarte a ti?
Charles apretó los dientes. La miró con la respiración pausada y le sostuvo la mirada.
– Fiona. Si nuestro hijo hubiera vivido lo suficiente para bautizarlo… hubiera podido darle mi apellido bajo la ley escocesa, pero habría figurado como ilegitimo.
– Eso sería mejor que haberlo perdido…
– Lo sé, amor. Me rompió el corazón perderlo. Habría tratado de darle todas las oportunidades para que fuera feliz. No pienso en otra cosa, excepto que sólo puedo dar las gracias porque tú te hayas salvado.
– Ni siquiera teníamos ropita preparada o un moisés, pero al final ese es su lecho, frío, oscuro y estrecho. Ayer llovía y estaba en la cama y no podía dejar de pensar en el agua golpeando sin piedad este lugar...
Charles le puso una mano en la mejilla. – Lo siento tanto, Fiona.
La besó en la boca, y notó el regusto salado de las lágrimas en sus labios. Fue el más dulce de todos los besos amargos.
Se quedaron un buen rato en silencio en ese lugar donde estaba enterrado su hijito.
Fiona se arrodilló para poner la mano sobre la tierra pero sintió el eco de un dolor punzante en la parte baja de su pelvis y tembló. Charles se agachó y la ayudó a sostenerse, febrilmente preocupado. Temeroso de lastimarla, puso una mano en la cintura pero no se atrevió a sostenerla demasiado fuerte.
Ella le apartó como si su roce allí le perforara las entrañas.
No podía ni pensar en sus manos cerca de su vientre sin que doliera. Charles había descansado su mano en ese lugar cuando quería sentir los pequeños movimientos de su hijo y ahora…
Charles se quedó perdido con una mano en el aire cuando entendió que su roce le había causado un escalofrío. Pero Fiona no dejó que reaccionara a su rechazo. Y con una aguda mirada que demostraba su determinación a no tocar ese tema, preguntó:
– ¿Habías pensado realmente en cómo íbamos a llamarle? Sé que dijiste que no querías que se llamara como tú cuando hablamos de ello en Edimburgo y que estuvimos de acuerdo que hay tantas personas que nos quieren y a las que queremos que sería injusto elegir un nombre para homenajear solo a una. Cillian, Theodore, James… Albert. Ninguno parecía el adecuado para un bebé, ¿verdad? Al menos no para este.
Fiona bajó la cabeza y fijó la mirada en sus manos. Después las puso en su regazo y lo miró a él.
Charles mantenía la mayor parte de su dolor bajo un férreo control, la angustia y la impotencia que sentía constriñéndole la garganta, pero buscando constantemente el coraje necesario para mostrarse fuerte enfrente de Fiona.
No podía hundirse si tenía que apoyarla.
Puso su mano sobre la de la chica y Fiona pudo sentir su calor aunque era un día nublado y el otoño parecía no dar más tregua a los últimos coletazos de verano.
– Un nombre no puede hacer nada por él, pero quizás sí por nosotros. Para recordarle. Reivindicarle pese a que todo el mundo piense que debemos olvidarle. Vamos a salir de ésta, amor mío.
– Prométeme que no vamos a olvidarlo nunca. Todo el mundo sigue diciendo que será fácil pasar página… pero no quiero que lo sea…
– No lo olvidaremos. Y va a estar inscrito al menos en un lugar. Me da igual lo que diga mi primo – dijo Charles con firmeza – En Killoughagh Castle hay un libro de familia regalado por Jorge III a la propiedad donde consta la rama familiar de cada baronet. Voy a ocuparme que esté allí, a escribir su nombre yo mismo.
– ¿Qué dirá tu primo?
– Es mi hijo. Y va estar en ese libro, mi primo no puede impedírmelo si no es desheredándome.
– Charles…
No iba a ceder.
– Dime. ¿Tu si habías pensado un nombre, verdad?
– Bueno, yo… cuando empecé a notarlo pensé que… – Fiona se tropezó en sus palabras – pensé en llamarle Arthur… no es exactamente tu nombre pero es tu segundo nombre… y Arthur… me parece un nombre bonito para un niño. Arthur como en Camelot.
Ella rehuyó la mirada pero entonces Charles se acercó unos centímetros más y la besó. Fiona intentó ahogar sus lágrimas contra su mejilla.
– Arthur. Me gusta Arthur para nuestro pobre hijo – susurró como si no quisiera quebrar el silencio.
– ¡Oh, Charles! Quiero recuperarme porque te quiero más que nunca, te lo prometo. Quiero vivir. Pero he llegado a pensar que si me hubiera muerto, al menos lo habríais enterrado conmigo y tendría su nombre y la fecha de su nacimiento y su muerte en una lápida… mi cabeza es un desastre…
Fiona notó su mano presionándole el brazo, sosteniéndola por un breve y intenso momento.
– No lo olvidaremos nunca, pero no dolerá así para siempre – dijo Charles con voz contrita, manteniéndose en cuclillas – Te lo prometo.
Entonces se dio cuenta de la mancha húmeda en la solapa de su vestido. No entendió qué era hasta que la misma Fiona puso su mano allí con un gemido lastimero. Leche materna.
– ¡Mierda, Charles, me duele mucho el pecho! Aún sangro allí abajo y un montón de personas bienintencionadas han decidido por mí que no podía ver a mi hijo antes que lo enterraran… Es una pesadilla – se quejó Fiona a media voz. Estaba demasiado exhausta para que una mancha de leche en el vestido o hablar de su sangrado le avergonzara.
– Fiona…
– A veces pienso que todo esto que me está ocurriendo, podría ser una especie de castigo por no haberle querido lo suficiente cuando estaba en mi vientre…
– No, por favor – Charles suplicó entonces, apartándole un mechón rebelde de la cara – Te lo ruego, no pienses eso, eso no es así. No esperábamos que pasara, que te quedaras antes de la boda, y es normal que estuvieras sobrepasada, asustada. Debí verlo. Si es culpa de alguien, es mía. Tu no habías tenido otros amantes antes, yo sí, debería haber sido más consciente de las posibles consecuencias o al menos haberte protegido mejor después…
Una repentina ola de dolor lo invadió, pero no sólo por la reciente perdida, sino por las semanas que Fiona había pasado en esa prisión sin que él pudiera hacer nada por mantenerla a salvo.
Fiona se mantuvo en silencio. Tenía miedo de convencerse que la muerte del bebé había sido su culpa. Entonces, Charles pensó que puede que Peggy Murphy tuviera razón en aquello y ella estuviera mejor en casa, descansando:
– Tenemos que volver. Tus padres van a preocuparse de más si tardamos y aún debes recuperarte. Puede que haya sido inconsciente por mi parte traerte aquí cuando aún estás convaleciente.
Fiona resopló bruscamente ante aquello. Intuyó que Charles estaba pensando en las palabras que le había dicho su abuela antes de salir de casa de su mano. Esa niña tiene el corazón destrozado, no deje que se haga la valiente, señor Blake. Estaba enfadada. Puede que no se hubiera dado cuenta hasta ahora pero estaba colérica por la sobreprotección de su familia.
– Vamos donde tú quieras, Charles, pero no quiero ver a mi padre. No tenía ningún derecho a decidir por mí si podía o no tener el cuerpecito de mi hijo en brazos. ¿Cómo voy a mirarle a la cara después de algo así?
– Fiona…
– ¡Oh, no! No lo defiendas esta vez – Fiona se alzó del suelo en donde aún estaba arrodillada como si todo ese dolor la impulsara.
Estaba triste, herida, enfadada.
Él también se puso en pie después de coger un pétalo de flor caído, ajado y magullado y con los bordes ya rizados, y mantenerlo en sus manos por un momento.
– Llevan semanas diciéndonos qué tenemos que hacer. Una boda rápida. Un viaje largo. Hemos dicho que sí a todo, pero no era suficiente… tenían que llevarse el cuerpo del bebé rápidamente… enterrarlo como si estuvieran enterrando un secreto sucio y no a nuestro hijo.
Charles se acabó de enderezar y por un instante retuvo la mirada en la suya sin decir palabra.
– Fi, amor mío…
Él había escuchado a James, le había hecho caso entregando el bebé a la comadrona, en vez de llevárselo a Fiona enseguida… él que nunca habría cometido esa torpeza con otros amantes, había sido lo suficientemente descuidado para dejarla en estado antes de hacerla su esposa…
–… Y luego está mi abuela con ese Dios bondadoso y magnánimo del nuevo testamento, y no déspota y brutal y sinsentido como en verdad parece ser. ¿Si el cielo es un lugar mejor por qué nacemos? Pero no… en realidad, no es ni siquiera el cielo el lugar en el que tenemos que imaginar a nuestro pequeño… y todo porque su corazón no pudo latir fuera de mí – Fiona protestó desesperada – En medio de la primera conmoción… una parte de mi misma esperó sentirse aliviada porque ya no iba a ser madre… pero el alivio no llegó nunca, sólo este sentimiento gélido de culpa y el amor por ese niño que no conoceré…
Conforme hablaba, había ido perdiendo el color, y Charles vio en sus ojos, inquietos y tristes, aquella mirada sombría que tenía estos días.
La abrazó con fuerza incapaz de encontrar las palabras adecuadas para consolarla.
Fiona estaba pasando por inacabables noches de angustia… y días interminables de profundo agotamiento y cansancio: dolorida físicamente y con el corazón roto… y Charles se sentía impotente ante ello. No había nada que pudiera hacer o decir para curar todo ese dolor no merecido ni para encontrar un por qué a su pérdida.
Su prometida cerró los ojos en sus brazos y él la apretó contra su pecho atrayéndola aún más cerca.
Toda ella era una calamidad. Y su estado físico no ayudaba a librarse de su tristeza. Tenía los senos hinchados y adoloridos, calambres en la parte baja de su vientre y estaba empapando una toalla higiénica cad horas. Todo cosas que la comadrona había dicho que estaban dentro de la normalidad pero que hacían que se sintiera mal y que ocasionalmente le subiera la fiebre.
Pese a que en este momento era lo que menos preocupaba a Fiona, la señora Kirby también se había apresurado a aclararles que el nacimiento no le había producido ningún daño interno. Había esperado una vez, podría suceder de nuevo. Todo lo que se necesitaba era tiempo.
– No quiero verte así. Me hace demasiado daño – dijo Charles, apoyando su cara contra la suya.
– No es tu culpa.
– Sí, sí que lo es. De algún modo, he sido causante de tu tristeza. Y no puedo sufrir el verte así y no poder hacer nada. ¡Fi, te quiero tanto…!
– Yo también te quiero. Pero de ningún modo es culpa tuya.
Fiona se encontraba cansada, muy cansada, agotada, exhausta. Miró a Charles suplicando que no discutiera con ella.
Cuando llegaron a casa de los Maclachlan, Fiona iba de su brazo y Charles pensó otra vez en Chicago. Quizás era lo que deberían hacer aunque le supusiera renunciar a su trabajo para el gobierno.
Un hombre los estaba esperando en la pequeña biblioteca de la casa, tomando el café con James Maclachlan. Era grande, recio, con la cara tostada por el sol y los ojos marrones pero encendidos con una avidez extraña.
Estaban hablando de ella. Lo supo porque el desconocido no tardó en examinarla de pies a cabeza con curiosidad.
– Es inspector de policía – dijo el padre de Fiona – No te asustes, sólo ha venido a hacer algunas preguntas…
Fiona notó como Charles la sujetaba más fuerte del brazo y se posicionaba un paso por delante. – ¿Qué clase de preguntas?
– Sobre la perdida que ha sufrido la señorita – aclaró el susodicho jugueteando con la placa en su mano y Charles se dio cuenta de su esfuerzo por subrayar la palabra señorita.
– ¿Perdón?
Fiona intentó reaccionar pese a que estaba igual de sorprendida que Charles: – Me parece que no estoy entendiendo lo que quiere decir… – dijo con énfasis, sobreponiéndose al oscuro sentimiento que la había invadido al conocer la profesión del hombre.
– Es sencillo – apostilló éste – Hemos recibido una denuncia y queríamos comprobar que no había tenido lugar ningún tipo de procedimiento inusual o ilegal. Siendo usted soltera, comprenderá que tuviéramos dudas razonables… no sería la primera muchacha que se hace daño a ella misma o se envenena para acabar con un problema como ese y evitar que su padre la eche de casa al enterarse de sus faltas…
– ¿Cómo dice?
Fiona arrugó el gesto, genuinamente sorprendida. Sintió a Charles tensarse a su lado y lo sujetó de la mano con determinación para que la dejara hablar a ella.
– Tuve una hemorragia… estando en el jardín de mi casa. ¿Quién podría denunciar algo así?
A Charles le hirvieron hasta las entrañas por la presencia del hombre y la insistencia en recalcar que Fiona no estaba casada y lo que parecía insinuar con ello, y no se quiso contener: – ¿Cómo se atreve a venir aquí e insinuar algo así?
– Sentiría haberla asustado. Pero no hay necesidad de perder los estribos – dijo el hombre dirigiéndose a Charles – El señor Maclachlan me ha explicado amablemente la situación y he hablado también con el doctor que atendió a su prometida. No hay caso y no vendré yo a estropear la tranquilidad de la convaleciente. Espero que me perdonen.
Sonrió enseñando los dientes. A Fiona no le gustó su sonrisa. Tenía un no sé qué ofensivo y no parecía sincero.
– ¿Quién me ha denunciado? – preguntó poniéndose suficientemente enfrente del policía para que esta vez tuviera que mirarla a la cara.
– No estoy en condiciones de revelar esa información…
– Fue el recadero que estaba entregando el pedido de frutas y verduras a la señora Floud cuando Michael te entró en casa – aclaró James Maclachlan.
El inspector se plegó de hombros. Era evidente que a su padre si había tenido la cortesía de darle todos los detalles. Fiona no quiso pensar en el por qué entre caballeros parecía estar bien dar información confidencial que a ella acababa de negarle.
– Ese hombre sabe que no estás casada y había escuchado rumores de que te habían encerrado en Irlanda por rebelde. Sintió la necesidad de avisar a las autoridades y les contó erróneamente que nuestra casa era un ir y venir de hombres jóvenes. Supongo que ver a Michael aquí y el hecho que Charles se aloje en esta casa hasta vuestra muy cercana boda lo confundieron… – describió su padre con pausa.
Fiona asintió. Concluyó que aquella explicación, de ser cierta, era horrible, pero no dijo nada porque solo quería que el inspector de policía se fuera lo más pronto posible. ¿Qué pasaba por la cabeza de un ser humano que denunciaba a otro que estaba sufriendo una hemorragia, a una mujer encinta ensangrentada y desmayada? Ese hombre no la conocía, ni a ella ni a sus circunstancias, no sabía de cuánto estaba o quien eran Charles o Michael Gregson. La había denunciado, juzgado, en base a prejuicios y a estereotipos del comportamiento que se suponía debería tener una mujer joven, soltera…
Le asustó pensar que el trato del inspector sólo era educado, amable… porque al llegar a esta casa se había encontrado un padre bien posicionado monetariamente y a un prometido de su brazo.
De algún modo, eso le volvió a recordar lo muy enfadada que estaba con el privilegio que a sus 24 años permitía a su padre tomar decisiones por ella…
No le había pasado por alto lo mucho que James había recalcado que su boda estaba al caer.
– Bueno, yo me retiro. No se preocupen. Señor Maclachlan, le dejo que lidie usted con esta delicada situación sin más interferencias y le prometo que por mi parte no voy a comentar ningún detalle de nuestra conversación fuera de esta casa. Si me permite, puedo encontrar sólo la salida. ¿Cuándo es la boda? – preguntó el hombre, de tal manera que Fiona supo que estaba juzgándola.
A su manera hizo un gesto para disculparse por su desagradable visita ante los dos varones de la sala. Intentó caer menos antipático a su padre con esa especie de media sonrisa cómplice de hombres tan típica que parecía sugerir a James Maclachlan que su hija y aquel asunto quedaban enteramente en sus manos y que ninguno de sus subordinados metería más sus narizotas en esa casa. Le dio la mano a su padre y lo apretó efusivamente, al fin y al cabo era un importante empresario de esta ciudad; y luego hizo lo mismo con Charles, aunque Fiona pudo ver en su gesto que el policía había decidido que éste no era igual de merecedor de su respeto que su padre. Puede que por haber manchado la reputación de una joven escocesa de buena familia con sus modales y acento inglés y no haberla respetado hasta el matrimonio.
Esta vez, Fiona se resistió a callar y a parecer la niña sumisa que en cualquier momento iba a recibir una tunda. – No estamos muy seguros de cuándo será la boda, ahora mismo me estoy recuperando y… – empezó a decir.
– Tan pronto como sea posible – la interrumpió James secamente.
Charles no reaccionó, puede que porque en realidad no habían hablado de ello desde antes del parto prematuro y la respuesta de Fiona lo tomó desprevenido.
El inspector pareció satisfecho y poco después se despidió encasquetándose el sombrero hasta los ojos.
– ¡Oh, papá! – Exclamó Fiona cuando escuchó cerrar la puerta de casa y la voz de la señora Douglas despidiendo al inspector en el corredor – ¡Cuéntanos más sobre cómo vamos a vivir nuestra vida!
El corazón le latía fuerte, descompuesto...
James no pareció comprender la profundidad del enfado de su hija. – Deberíais casaros a más tardar el mes que viene después de todo esto. Entiendo que debes recuperarte y no pretendo que lo hagáis el viernes que viene como estaba planeado. Pero debe ser pronto – se explicó – Quizás podéis recuperar la idea de la iglesia… en octubre se habrán leído las amonestaciones sin problema. Estoy seguro que Charles debe volver al trabajo, no puede quedarse aquí indefinidamente y tú querrás acompañarle.
– Podría irme a Londres con él igualmente – exclamó, con un punto de rebeldía.
– ¡Y pasear tu comportamiento inaceptable por todo el país! Di que sí, cariño. Que tus padres no han hecho ya lo bastante por vosotros dos y esta locura.
James estaba abrumado por el alcance que todo esto podía llegar a tener para el futuro de su hija.
Pero Fiona no podía ver que detrás de las palabras de su padre solamente había un hombre consternado, preocupado. Uno de su tiempo que entendía lo que la sociedad podía hacer a su pequeña sino se plegaba a las normas.
La pelirroja se fue de la biblioteca dando un portazo y dejó a Charles también detrás.
– Yo…
– Ve con ella, chico – dijo James tocándose la barba – Sé que mi hija está sufriendo, no soy ciego. Sólo desearía que entendiera que sus padres quieren lo mejor para ella y también para el hombre que ha elegido. Casados por fin tendréis vuestro espacio, paz. Londres es una gran ciudad, Fiona va a encontrar enseguida algo que hacer. Sé que estáis tristes, hijo, pero no podéis echar a perder vuestra vida ahora…
El aire de la habitación estaba viciado y hacía bastante calor para esas fechas de septiembre. La de Fiona era una habitación preciosa, mirando a los macizos de césped del jardín, con una chimenea tallada. Tenía una mesa escritorio en una esquina, una mesita, sillas y una cama con dosel azul. Peggy Murphy observaba a su nieta sentada en un sillón junto a la ventana.
A su lado había un enorme fonógrafo, del que salían algunos alambres, era un aparato que Maeve y James le había regalado a su hija en el último aniversario que había pasado en casa.
Fiona se empezó a desabotonar el vestido y dejó escapar un suspiro.
– Nunca nos dejaran ser iguales o sentirnos dignas, ¡nuestros cuerpos y nuestras decisiones siempre están en duda! Los hay que disfrutan humillándonos como Jonathan Borshon y sus hombres, o ese hombre que me vio desangrar y decidió que tenía que denunciarme, otros sólo nos ven como algo a proteger, a guardar en una bonita jaula de oro, como papá. Charles es diferente pero…, ¡oh, estoy tan furiosa, abuela!
– No hables así, Fiona, querida, no de tu pobre padre – la riñó Peggy con gesto muy serio, levantándose con visible dificultad de su sillón para ayudar a su nieta a desvestirse y a colocarse una bolsa de hielo envuelta en una toalla por encima de las vendas del pecho – En esta casa todo el mundo te quiere pero tu padre más que nadie, aunque cometa errores…
Alguien golpeó la puerta en ese momento. – Soy Charles.
– Fiona no está visible ahora…
– ¡Abuela, por favor…!
Advirtió la breve expresión de disgusto con la que su abuela arrugó la frente, que desapareció casi de inmediato al concentrarse en colocarle la bata y secarle las lágrimas de sus mejillas.
– De acuerdo – dijo – Os voy a dejar solos, supongo que a estas alturas voy tarde en pedir algo de propiedad, ¿ehm?
– Charles…
Peggy se retiró dejando la puerta a medio cerrar.
– ¿Estás bien?
Fiona hizo una mueca sujetando con trabajo la bolsa de hielo por debajo de la bata de dormir, intentando que ésta no se abriera demasiado.
– Déjame, ayudarte.
Hubo un breve silencio.
– No, estoy bien.
Charles le tocó tentativamente el hombro al acercarse y le acarició la mejilla.
Se sentía torpe, muy poco atractiva, enferma. Le temblaban las piernas como si fuesen de alambre. Pero él la miró como si fuera la única persona en el planeta, como si nunca hubiera existido nadie más. – ¿Qué crees que debemos hacer? Ya sabes, sobre la boda.
Fiona se mojó los labios resecos, buscando una respuesta. Sabía lo que le había dicho a su padre y estaba cansada, y tenía ganas de ir a la cama y pasarse semanas allí, no planificar ninguna boda ni enfrentar al mundo para nada, pero también que daría todo lo que tenía para a cambio de que Charles Blake la mirara así toda la eternidad.
– Supongo que mi padre tiene razón y nadie entendería que te acompañara a Londres sin estar casados. Puede que tremendo escándalo incluso te perjudicara en el trabajo… afectara las perspectivas de quedarte cuando llegue el momento.
Fiona apoyó la única mano que tenía libre en sus dedos y se los apretó. Charles le devolvió el apretón, después se inclinó un poco y le besó la frente. – Tienes los dedos fríos como la nieve, Fi. Deberías estirarte en la cama y descansar…
– ¿No me contestas? – La chica lo miró con curiosidad.
– No has de preocuparte por mi trabajo. Puedo cuidarme solo y además no estoy seguro que quiera conservarlo – suspiró – Tu padre tenía razón en algo, ellos quieren que vuelva enseguida, tendría que estar haciendo puntos para consolidar esa plaza mía… pero yo ya no sé si me apetece estar en el ministerio por mucho más tiempo… prefiero cuidarte a ti… si me lo permites. Dime, ¿aún estás a tiempo de decir que sí a Chicago?
Fiona abrió esos ojos azules que tanto amaba con sorpresa.
– ¿Por qué me preguntas sobre Chicago? No puedes renunciar a tu trabajo, tú, Charles…
– Ve y descansa, Fi – le pidió acompañándola hasta sentarse en la cama, evitando ponerle la mano en la cintura ya que había percibido su reacción en el cementerio – Sé que no me has contado todos los detalles del último interrogatorio con Borshon, me pareció ver tu espalda a través de un espejo, sólo un segundo, cuando te probabas el vestido de novia en Edimburgo… no estaba seguro que mis ojos no me estuvieran engañando y no tuve las agallas para preguntarte por ello en el tren de vuelta a Glasgow o al día siguiente delante de tus padres por miedo a…. no quería hacerte más daño o que te alejaras… Quería encontrar el momento para hablar de ello cuando estuviéramos verdaderamente a solas, pero entonces perdiste el bebé y… Dime, que no es peor de lo que imagino…
– No me tocó, no de manera… no te mentí. El guardia me dio algún pellizco y un solo golpe cuando no decía lo que Borshon quería escuchar y estuve mucho rato de pie, me sentí humillada y dijo cosas horribles. Eso es todo.
Charles asintió mortalmente serio, mientras ella retiraba la bolsa de hielo de sus pechos con una mueca.
– Es suficiente para que no quiera trabajar para el mismo gobierno que da órdenes a esos hombres…
– No me creo que diga esto. Pero no pienso que podamos culpar directamente a Lloyd George, no de mi caso. Londres no quería ese follón con una periodista, no cuando me detuvieron este verano.
– Las autoridades inglesas están siendo brutales en su trato a Irlanda, tú más que nadie lo sabes. No necesito que me protejas, Fi – dijo, algo rígido. Era lo más cercano que habían estado de una pelea en mucho tiempo.
Fiona se mordió el labio y se quitó los accesorios que sujetaban en un moño su brillante cabello pelirrojo, que cayó como una cortina desordenada sobre su espalda.
– No quiero que hagas algo así por mí. No podría perdonármelo… sé que crees honestamente que una reforma agraria puede ayudar a la gente de este país, ¿cómo podría apartarte de algo como esto? Lo que haces es importante. Hay un futuro brillante en Londres para ti.
– No si no estás allí – insistió Charles.
– Lo estaré.
– De todas maneras, mis convicciones me impiden ser servidor civil de un gobierno que tiene las manos manchadas de la sangre de mi hijo… y podría haberte perdido también a ti – reiteró.
– Oh, Charles, no podemos saber si habría tenido o no un parto prematuro de no estar en prisión… no hay una respuesta para ello… No la habrá nunca… y si la hubiera, ¿no sería también mi culpa? Yo sabía qué riesgos corría cuando hice ese reportaje y luego cuando supe que estaba embarazada pero seguí en Dublín…
Charles la acunó contra su pecho sentándose a su lado en el colchón y besándola en la coronilla. Su camisa conservaba el aroma de los árboles que rodeaban la necrópolis.
Fiona habría querido que su alma pudiera reposar igual que su cuerpo. Que dejara de oír el confuso ruido de su cabeza, los susurros de Jonathan Borshon, el silencio aturdidor de después del parto. Se apretó los ojos con las manos, pero siguió envuelta en aquella pena.
– Nunca jamás vuelvas a decir que es culpa tuya – le dijo Charles en voz baja, pero clara y feroz – Fiona, escúchame, por favor, puede sonar presumido y pretencioso decirlo, pero soy buen economista y estoy seguro que puedo conseguir un buen trabajo en Chicago… Ahora, estírate y descansa. Me voy a quedar aquí contigo hasta que te quedes dormida…
– Dime – preguntó somnolienta mientras él la ayudaba a acolcharse – ¿Por qué mi padre te llevó a la destilería ese día? ¿Qué es lo que pasa?
Oh, eso.
Charles repuso rápido su gesto contradicho, no queriendo preocuparla. La insistencia de Estados Unidos de plantar cara al consumo de alcohol y la previsión de grandes restricciones amenazaba con arruinar las exportaciones de la industria escocesa del whisky.
James Maclachlan había querido conocer su opinión sobre los aprietos con los que podía encontrarse su empresa cuando cesaran los envíos al nuevo continente.
La convalecencia de Fiona fue larga, los días se transformaron en semanas y las semanas en meses, y luego los preparativos para la boda siguieron su curso.
Sus padres insistieron que fuera en octubre o en noviembre a más tardar, pero entonces, cuando ya habían pasado 10 días desde el parto, Fiona tuvo fiebre más alta de la normal, los dolores abdominales empeoraron y el médico acabó diagnosticando una infección puerperal que atribuyó al trabajo de parto prolongado y a restos de la placenta que su cuerpo había tardado en expulsar.
El especialista la trató con baños de formol por medio de vapores e inyecciones intrauterinas con bicloruro de mercurio sublimado y agua caliente, obligándola a guardar cama quisiera o no, y aquello consiguió poco a poco ahuyentar la fiebre y el dolor torácico.
Al principio hubo días buenos y otros realmente malos en los que los Maclachlan y Charles llegaron a temer lo peor.
El otoño empezó a instalarse por todas partes y el aire iba cargado de nubes preñadas de lluvia, que ocultaban el sol.
Después, llegó la recuperación física, pero Fiona siguió cabizbaja, deprimida, y la niebla de las mañanas se hizo aún más densa.
En el cajón de la cómoda de su habitación, la joven periodista guardó un sobre con el sello de los Estados Unidos, recibido a mediados de octubre. La oferta de trabajo del Chicago Daily Tribune era en firme y estaban dispuestos a esperar que se recuperara aunque no les había contado que su repentina enfermedad era un luctuoso y asfixiante posparto.
Había días que se levantaba con ánimos y pensaba en el futuro pero otros amanecía con una tristeza que ni ella misma podía soportar y le dolía tanto que tenía que esconderse para llorar y no preocupar más a Charles o su familia.
Durante su convalecencia se carteó con algunas presas y escribió una serie de artículos para los franceses. Luego, se publicaron las amonestaciones, Sir Blake ordenó preparar la iglesia de Cushendall y su madre mandó a arreglarle el vestido que había comprado con Charles para que encajara en su nueva figura.
A lo largo de 53 días, su prometido no se movió de su lado con excepción de un par de breves viajes quincenales a Londres y uno a Sheffield por trabajo y para ver a su padre Theodore que hizo a principios de noviembre con el corazón en un puño.
Charles atribuyó a una indisposición leve de su prometida el retraso de su boda y pidió que le dejaran entregar informes pendientes sin bajar a la capital inglesa cada semana para resolver supuestos asuntos familiares, pero su interés por el puesto se había desvanecido y su animosidad por las acciones del gobierno fue in crescendo con cada noticia que llegaba de Irlanda y cada titular de los periódicos de línea más independiente como el mismísimo Manchester Guardian o The Daily News.
Estuvo al lado de Fiona, dándole agua, palabras de apoyo, ayudándola a levantarse.
Habían pasado una noche especialmente difícil justo después de la segunda inyección intrauterina que se le aplicó para bajarle la fiebre, Charles se quedó junto a Fiona sin vacilar un solo segundo, con el doctor al otro lado de la cama, mirándolo con rictus indescifrable y severo, y Peggy y Maeve muy cerca. La refrescaron con toallas húmedas, cambiaron las sábanas, cambiaron su camisón, todo mientras ella temblaba, empapada de sudor. Su cuerpo nunca había parecido tan frágil.
James y la señora Douglas iban y venían por el pasillo, entraban frecuentemente a la habitación pero no se quedaban, y a la mañana siguiente, su temperatura se había estabilizado.
Él no soltó su mano.
El médico que atendía a Fiona le llevó una taza de té cuando amaneció.
– ¿Se… pondrá bien?
– Pronto lo sabremos.
Aquel rayo de esperanza fue lo que le sostuvo durante todo el día, lo que le mantuvo sin derrumbarse hasta el atardecer. Durante horas fue consciente de las voces de consuelo y compasión a su alrededor y de la sopa que Peggy Murphy le obligó a comer, pero de poco más. Siguió aferrado a la mano de Fiona, ansioso por su estado. Ella se movió y rodó por la cama con más fiebre, pero la temperatura ya nunca volvió a subir tanto como en el peor momento de la madrugada anterior.
Maeve había encendido la chimenea para caldear un poco el aire y que su hija no pasara frío.
Charles la besó en la frente perlada y como si estuviese en estado de trance puso su palma sobre la tela húmeda de su camisón para poder sentir los latidos de su corazón.
Poco después, Fiona abrió los ojos con un gruñido. Sonrió un poco al verle a su lado y pidió agua con una dicción ahogada poco común en ella.
– Oh, gracias a Dios – Charles exclamó con la voz ronca y le acarició el pelo y la mejilla – gracias…
A partir de ese día, Charles compartió mañanas y tardes sentado al lado de su cama o acompañándola con cuidado durante cortos paseos por el jardín o a lo largo del río Clyde, al principio leyéndole libros de la biblioteca de los Maclachlan y luego observándola leerlos por sí misma, viéndola escribir o escuchándola hablar en voz baja de ese niño que no verían crecer, consolándola con palabras de aliento y mucho amor:
«Fi, aunque ahora parezca imposible – le insistió – te prometo que todo irá bien. Sé que podemos hacer esto juntos, dame la oportunidad de demostrártelo».
Así, la convenció para decir que sí a la oferta del Chicago Tribune. Estaba decidido a acompañarla y buscar un nuevo empleo en los Estados Unidos y se ofreció a encontrar a alguien que les ayudara a alquilar una casa en la ciudad americana para empezar una nueva vida como recién casados.
Charles hizo de tripas corazón ante su propio sentimiento por la pérdida del bebé y la angustia por todo lo que les había venido encima después, pero cuando no estaba con Fiona y veía a un pequeño corriendo alrededor de su padre en la calle, seguía teniendo la necesidad de darse la vuelta y respirar profundamente.
Aún tenía pesadillas en las que Fi se moría en sus brazos.
– Hoy no va a llover. Gracias a Dios que, al fin, va a dejar de caer agua – le dijo a Fiona una tarde mientras contemplaban el gato negro de sus padres trepar a un árbol del jardín.
Ella quiso ponerse en pie, pero las piernas, después de tantos días en cama, se negaron a sostenerla y acabó apoyada en el banco donde había estado descansando.
Charles le cogió una mano, diciéndole: – Ve con cuidado.
– Lo intento pero ya estoy bien y estoy harta que tú y mis padres me tratéis como una niña enferma. ¡Oh, Charles! Deberías hacer caso a las insistentes llamadas de William Dudley Ward y volver al trabajo a Londres antes que te pongan más problemas.
Él sonrió con un poco de culpabilidad y le rozó la cara con un beso. – Pensé que te perdía, cariño. Nunca había visto una fiebre tan alta, Fiona. No desde la maldita gripe. Nos has dado un susto tremendo. ¿Cómo no voy a estar aquí? Es lo mínimo que puedo hacer.
– Te quiero – susurró.
– Y yo a ti amor – le dijo mientras la abrazaba.
Fiona intentó disuadirlo de la idea de Chicago, pero él parecía determinado.
Cuando Charles tuvo que ir a Londres por última vez con el objetivo de acabar de arreglar unos papeles y poder comunicar su renuncia, ella le acompañó.
Era diciembre y ahora sí quedaban pocas semanas para su boda.
Aquella era la primera vez que salía de Glasgow desde la pérdida del embarazo y sus padres se mostraron nerviosos y contrariados por su insistencia en ir. Charles la llevó a Trafalgar Square y la dejó allí con cierta renuencia mientras él hacía camino a una reunión en las oficinas gubernamentales de Downing Street.
La lluvia traviesa caía sin cesar sobre su sombrero y su cabello rojo, provocando riachuelos en el suelo, empapando su abrigo de paño azul y levantando un poco de viento; haciendo danzar las copas de los árboles y los paraguas negros y de tonos oscuros de las personas que se movían por la ciudad a esa hora de la mañana…
– Estoy muy contento de volverte a verte, ¡y en Londres! – dijo la voz que había estado esperando Fiona. Por supuesto, Charles se había negado a dejarla sola en medio de Londres sin nadie que pudiera avisarlo en caso de emergencia – Ven, vamos a sentarnos en una cafetería. La lluvia es un poco molesta y sé que no te has estado encontrando bien – le propuso Tony Foyle.
Charles no había contado toda la verdad a su amigo, pero Tony tampoco le pidió muchas explicaciones. Por alguna extraña razón, su excompañero de la marina y Fiona habían congeniado bien desde que se conocieran aquella vez en Escocia y eso seguía siendo verdad hoy.
Fiona se preguntó si Tony podía imaginarse o no la verdad, dadas las veces que habían cambiado la fecha de su boda, pero dudó en sacar el tema. Puede que Tony hubiera adivinado su secreto sin que Charles se diera cuenta. Se acordó de cuando lo conoció, de la amabilidad de su madre y esa historia tristísima sobre sus dos hermanos.
La niebla, húmeda y pegajosa, le escocía en los ojos y en la nariz.
– ¿Estás bien?
– No me importa la lluvia – sonrió – pero Charles ha insistido en que no haga ninguna locura en su ausencia… como no sé… resfriarme y ponerme de nuevo enferma… –.
– Ya veo… – El honorable Anthony Foyle asintió en simpatía ante su ligero sarcasmo y la miró sin dejar de dar vueltas al sombrero. Fiona estuvo cada vez más convencida que sabía la verdad pero no quería que ella se diera cuenta.
Un poco de humor la ayudaría en este momento. Las cosas se pondrían bastante sombrías si tenía que contarle la verdad de manera directa, aunque si él podía intuir algo, le ahorraría aquel mal trago.
Charles había sido bastante críptico sobre lo que le había contado y lo que no, pero habían compartido correspondencia todos estos meses desde la guerra. ¿Qué tan difícil había sido para Tony leer entre líneas?
– ¿Quieres charlar o prefieres que vayamos a un museo o simplemente caminemos? – ofreció Tony. Por primera vez, desde que le conocía, le falló su habitual repertorio de frases amables convencionales y pareció nervioso.
– No me importa que nos sentemos en un café y charlemos. Lo prefiero a estar sola o en silencio – Fiona suspiró. Nunca le había importado estar sola o con sus pensamientos, pero últimamente odiaba pensar demasiado. Lo aborrecía.
Había vuelto a sonreír un poco cada mañana escuchando a Charles haciendo planes sobre Chicago, pero a la vez seguía intranquila por la repentina decisión de dejar de ejercer como economista agrario para el gobierno de Lloyd George.
– Éste es un lugar muy bonito donde podemos sentarnos al lado de una ventana y ver cómo la gente corre para aquí y para allí debajo de la lluvia – le indicó Tony cuando llegaron a un bonito local con una atmosfera tranquila en el interior – Yo siempre me siento aquí. Es un buen lugar para imaginarse la vida de todos esos desconocidos y fantasear sobre lo que a uno le espera en esta ciudad…
– No creo que me apetezca mucho fantasear ahora mismo – murmuró Fiona sin dejar que se notara que eso la ponía inexplicablemente triste –… pero te agradezco la propuesta y que me hayas traído aquí… es un local muy bonito ¡y esos pasteles de dos mesas más allá hacen muy buena pinta…!
A estas alturas ambos habían alzado aquella estúpida barrera que les impedía hablar sin tapujos de algo que a todas luces era socialmente inaceptable.
Tony debió pensar lo mismo porque suspiró sonoramente, pensativo.
– ¿Qué os ha pasado? – preguntó contra todo sentido común – Esperaba la primera invitación de boda tan pronto como se publicó el anuncio de vuestro compromiso, pero después de todos esos cambios… esa boda que iba a ser íntima y de la que debo decirte que me dolió un poco que Charles me dijera que la ibais a celebrar sólo con la familia más cercana… y luego vuelta a empezar… y esta vez una invitación para el nuevo año. Sé de tu detención pero hubo algo más, ¿verdad? – Tony la miró de arriba abajo, notándola más delgada que nunca. Observándola podía ver porque su amigo estaba preocupado por su salud: – Cuando Charles me dijo que no te encontrabas bien, pensé que había adivinado qué era… pero es evidente que estaba equivocado… – trastabilló explicándose lo mejor que pudo.
Fiona se dio cuenta que podía rehuir la conversación o mentir, no habría problema alguno. Tony se reafirmaría como amigo pero uno con el que sólo compartir breves pleitesías a partir de ahora.
Con el viaje a Chicago a la vuelta de la esquina, despedirse de Tony con una amable conversación sobre el clima o la extraña manía de algunos ingleses de colocar la leche antes que el té en la taza parecía lo más sensato.
Y sin embargo…
– No voy a insultarte fingiendo que no sé a lo que te refieres… pero no voy a ser madre, no pronto, si es lo que pensabas… – frunció el ceño un momento y apartó la mirada.
– ¡Oh, Fiona! No ha sido mi intención insinuar… Ha sido de lo más impropio por mi parte… – se disculpó el hijo de Johnny y Agnes Gillingham, arrepentido y puede que algo avergonzado por haber sido él quien sugiriera lo contrario.
Ésta sin duda no era la conversación modosa y amable que en casa o en un internado para chicos le habían enseñado tener con una dama. ¡Insultarla habría sido menos grave!
– No, déjame acabar… – le corrigió Fiona, con gentileza – Había un bebé pero lo perdí. Era demasiado pronto y cuando nació ya estaba… Luego, estuve en cama – negó con la cabeza incapaz de explicarse con todas las palabras – creo que… que me pude morir.
– Dios, no, Fiona. – Ahora sí, Tony parecía genuinamente alarmado. Lo estaba al punto que por unos segundos olvidó que sus amigos no estaban aún casados y qué debería parecerle escandaloso y no doloroso – Qué terrible, qué pérdida tan terrible…
– Lo fue – aceptó Fiona con tristeza, resignándose a remover ese dolor que nunca se iba del todo – Ojalá pudiera decirte cómo era… pero no puedo. No lo tuve en brazos y el cuerpecito que creo que vi en las manos de la comadrona bien podría haberlo soñado. Bueno, nunca sabremos lo que ocurrió, ni creo que adelantaríamos gran cosa sabiéndolo…
Ambos se quedaron en silencio un largo minuto.
Fue entonces que el futuro vizconde se dio cuenta de todas las implicaciones de lo que Fiona acababa de decir.
– Charles va a honorar su palabra y hacer lo correcto, entonces. Aunque no debería haber…
– ¡Tony! – Le riñó la muchacha en voz baja – Tú también no… por favor. Charles siempre ha querido casarse conmigo… No es ningún sinvergüenza que necesite ser arrastrado al altar con una pistola en la sien por haberme deshonrado…
– De acuerdo, de acuerdo… – continuó el joven aristócrata, alzando un par de segundos las palmas de sus manos – No te molestes conmigo. No sé cómo te sientes en estos momentos ni cómo se debe sentir Charles, no puedo imaginármelo… Supongo que todos tenemos el consuelo que un día volveremos a ver a nuestros seres queridos, ¿verdad?…
– No es tan sencillo… incluso para Dios… – dijo Fiona con voz trémula, aunque no dejó que su tren de pensamientos continuara por esos derroteros. ¿No era eso mismo lo que ella le había dicho a Charles cuando había perdido a su madre por esa terrible enfermedad? De pronto le parecía tan absurdo tener ese tipo de fe… ¡Qué vueltas daba el mundo!
No quería ni pensar en si un bebé no bautizado como el suyo se merecía el cielo o no. Le hacía dudar a uno de Dios, sentado allí arriba sin tener piedad con los bebés que murieron sin que los bautizaran.
A veces seguía pensando en cuáles serían sus progresos día a día si su pequeño hubiera vivido. La primera sonrisa o la primera vez que se habría sujetado a sus manos con sus dedecitos. Si había un Más Allá más amable del que su abuela contaba y alguna vez lo volvía a ver… no sería un niño desconocido y le daría todos los besos que la vida les había quitado.
– Lo lamento – Tony puso una mano sobre la suya y la apretó con cuidado. Continuó moviendo la cucharita del café con su otra mano – Aunque me alegro de que me hayas hablado de ello… agradezco tu franqueza, Fiona. Es quizá rara en la alta sociedad, pero un regalo extraordinario en una amistad…
Fiona desvió tranquilamente la conversación. No le apetecía hablar sobre los límites que imponía la sociedad en casos como el suyo.
– Tú viniste a Dublín a avisarme cuando Charles se debatía entre la vida y la muerte y me acompañaste a Sheffield aunque parecía que los quilómetros que íbamos a hacer eran en vano y había un increíble riesgo por la pandemia de gripe… es un gesto que no olvidaré jamás, Tony – le recordó, haciendo un esfuerzo por sonreír – Pero no nos quedemos en todas esas horas negras… ¡Yo pensaba que también te habías prometido! Ruby me envió una carta hace tiempo donde dijo que te la habías declarado y pareció insinuar que pronto anunciaríais una boda…
Tony la miró en ese momento con algo en los ojos que Fiona no supo distinguir.
– Bueno, hubo una declaración y una petición… pero mis circunstancias y las de mi familia han cambiado y…
Alzó los ojos.
– ¿Tus circunstancias?
– Mi padre ha perdido mucho dinero después de la guerra… mucho más que lo que pensábamos que era posible…– explicó con cautela – Mis padres van a vender la casa de Escocia y puede que a alquilar la casa principal de Oxfordshire para mantener las tierras. En la guerra fue un hospital y ya no hemos vuelto… El abril que viene se convertirá en una escuela para niñas si las cosas no mejoran. En estos momentos estamos viviendo entre Londres y la casa que ocupó mi abuela cuando mi abuelo murió. Él fue el anterior vizconde Gillingham.
Pese al privilegio en el que Tony había vivido y a que probablemente la casa de su abuela era tan grande o más que la de sus propios padres, Fiona se sintió apenada por él y por los vizcondes que tan bien se habían llevado con ella, aunque también algo confundida. – Pero… ¿y eso en cómo afecta a tus intenciones con Ruby?
– Pensé que estaba enamorado de Ruby, adoro su dulzura – sonrió – ¿a quién no?… sabe escuchar de verdad… incluso cuando es evidente que el tema debería aburrirle… Mi madre me hizo ver que ha estado enamorada de mi durante años… y creí que juntos podíamos ser muy muy felices… era perfecto porque nuestras familias son amigas… ¡es la hermana pequeña de mi buen amigo Fergus…!, y tarde o temprano debo casarme y tener un heredero.
No era exactamente la explicación que hubiera esperado de un romántico empedernido y probablemente enamoradizo como Anthony Foyle.
– ¿Pero? ¿Y entonces, tú? ¡Tony! ¿Al final no estabas enamorado de ella?
– Sí y no. No como debería. Me di cuenta que me estaba dejando querer cuando ya era muy tarde. Puede que en el fondo me gusten mujeres muy diferentes a nuestra querida Ruby – vaciló – No lo sé y ahora ya da igual porque dadas las circunstancias de mi familia debo casarme con alguien cuya familia pueda ayudarnos a recuperarnos monetariamente y a los Findlay apenas les queda patrimonio.
Fiona se horrorizó. – ¿De verdad debes hacer eso? ¿Casarte por dinero y no por amor? – preguntó.
– ¿Qué otra opción tengo? Estoy atrapado en este sistema – Tony pareció alicaído y defraudado. Sin sonreír, su rostro era melancólico y de expresión ausente, muy lejos del héroe de novela que seguramente Ruby había imaginado en sus sueños.
A Fiona siempre le había parecido alguien fundamentalmente triste. La muerte de sus dos hermanos había sido un duro golpe. Y no parecía que los Gillingham fueran a recuperarse nunca de la guerra y sus secuelas. Eso le resultó injusto porque le consideraba un buen amigo y su madre era deliciosamente amable…
– ¿Sabes? – dijo Tony con voz grave y pausada – Admiro a Charles. Empaquetando todas sus cosas de un día para otro y yéndose al otro lado del océano por un gran amor…
– Yo… yo no sé si debería dejarlo hacer algo así – confesó Fiona. Tony la había pillado desprevenida con aquella confidencia – Me da miedo que se arrepienta si no encuentra un trabajo que le guste, que se dé cuenta que en Chicago es infeliz cuando la indignación por mi encarcelamiento y la tristeza por el bebé se disipen…
– Eso es imposible – le aseguró Tony – Os he visto juntos, ¿recuerdas? Si pudiera casarme por amor, sin duda querría algo como lo que vosotros dos tenéis. Charles sería un idiota integral si lo dejara escapar… sois muy afortunados.
– Gracias… – agradeció Fiona – pero por favor, Tony, no tomes ninguna decisión precipitada sobre tu futuro. No aún. Puede que hace cincuenta años una pareja pudiera vivir sin amor o incluso sin soportarse… pero ¿ahora? Se me hace muy difícil imaginarlo…
– Entonces no conoces bien a la aristocracia inglesa...
Fiona se mordió el labio inferior.
Ella y Tony se encontraron con Charles a la una menos cinco. La lluvia había parado y el día que había empezado con nubes grises y niebla, estaba convirtiéndose a medio día en una explosión de escarlata y oro por encima de los edificios. Fiona vio un arco iris cuando cruzaban la calle. Una gaviota solitaria cruzó los cielos.
– He hablado con alguien de la Secretaría de Estado que conoce un empleado de la embajada americana en Londres ¡y éste tiene un piso en Chicago! Está dispuesto a alquilárnoslo por medio año o hasta que encontremos con calma algo que nos guste más – dijo Charles de una retahíla cuando llegó al restaurante. Pese a la evidente incomodidad de Tony, se acercó y depositó un beso en los labios de su futura esposa antes de sentarse en la mesa donde le esperaban. Ella se lo devolvió. Charles parecía cansado, con el pelo revuelto y sin sombrero: – No quiero que pasemos en un hotel los primeros meses de casados, deberíamos tener un hogar que compartir, en el que estar por fin solos – señaló.
La miró con humor al ocupar la silla a su lado y besando los nudillos de su mano donde excepcionalmente hoy llevaba su anillo de pedida.
Pidieron curry, un soufflé y ensalada de frutas.
– ¿Dónde está ese piso que dijiste? Espero que sea en la misma Chicago. Para los americanos las distancias normales de ir y venir son mucho mayores que para nosotros… y no querría estar dos horas para llegar a casa cada día a cambio de tener un poco de jardín... – cuestionó Fiona a la hora del café.
– No te preocupes. El lugar es precioso y céntrico. No será un piso muy grande, pero lo suficiente para los dos y cerca de un parque y zonas verdes. Se puede ver uno de los puentes más antiguos que cruzan la ciudad desde el comedor – le explicó Charles, y prosiguió – El apartamento tiene tres habitaciones y por lo tanto suficiente espacio para tener un despacho o una pequeña biblioteca o ambas cosas. Es un quinto o sexto piso. El edificio es nuevo… apenas tiene quince años… y dice su propietario que de buena construcción. Es una locura que haya sido tan fácil encontrar algo así…
– Parece perfecto para una aventura en el nuevo mundo – les sonrió Tony.
– Lo es – aseguró Charles – Y por cierto, Tony, te felicito por la elección de restaurante. El curry de Bombay es excelente. El que se suele tomar en Inglaterra no es curry, sino carne picada…
Fiona dudó un instante. Le preocupaba que Charles renunciase a Inglaterra por ella con aquella ligereza. A todo lo que había establecido en su vida hasta ahora. Cuando volvieran no recuperaría el trabajo en el gobierno que tenía en este momento, las posibilidades de ver florecer una carrera política o diplomática se desvanecerían. Severus probablemente propusiera que al fin se involucrara en las propiedades... Pero ¿esa vida podía satisfacer a Charles tan pronto?
Era evidente que no dejaría que Severus acabara vendiendo sus propiedades y que tarde o temprano querría estar allí porque ya ahora rumiaba mil ideas para sacar esas tierras adelante, pero Londres aún estaba llena de posibilidades para él. Le quedaban años hasta tener que establecerse en el Úlster.
Fiona pensó que el apartamento que había descrito Charles no parecía para nada adecuado para recibir niños, sino más bien para una pareja sin ellos, incluso si tenía parques cerca y tanto espacio como quisiesen... sin embargo, sabía que él los querría más temprano que tarde y ella no podía saber cuándo estaría preparada para volver a pasar por algo así…
No lo estaba ahora.
Ni siquiera habían vuelto a tener intimidad. Era como si de nuevo fueran dos novios novatos que estuvieran esperando a la noche de bodas…
Fiona permaneció callada mientras acababan de tomar el café. No se atrevió a levantar la mirada de la taza. ¿Cómo podía él seguirla queriendo cuando su tozudez por estar en Dublín parecía haberles arrebatado el futuro tal como lo habían planeado una vez?
– ¿Vamos a Piccadilly?
Pidieron la cuenta y se levantaron.
Más tarde, Tony aprovechó que Charles había ido a buscar el coche para volverle a hablar. Llevaban un rato de pie en la calle observando pasar a grupos de bobbies, autobuses rojos de dos pisos sin techo, taxis, camionetas de reparto y hombres y mujeres cruzando la calle de aquí para allá.
– Siento mucho lo ocurrido, lo siento de todo corazón – dijo – Casi más por ti que por Charles. El único consuelo es que después de la boda y si os vais a América, os acabareis olvidando de lo que ha pasado. Habrá más niños.
– Tony…
– ¡Estoy aquí! – anunció Charles bajándose del coche en ese instante. La carrocería del vehículo era abierta (pero se podía cubrir en caso de mal tiempo y/o lluvia) y relucía con un característico verde chillón – No sé, si quieres que te llevemos a algún lado, Tony…
El runrún del automóvil la tranquilizó. Era la señal que tenían que irse, la señal de algo que hacer, en lugar de continuar con la conversación que había empezado su amigo.
– Muy agradecido pero estoy cerca de casa – contestó el hijo de los Gillingham dando la mano a Charles y un abrazo a Fiona, antes de despedirse – Hasta la vista.
–Adiós, Tony – dijo Fiona. Y entonces miró a Charles con una sonrisa – ¡Conduzco yo! ¡No puedes negarte!
– ¿Estás segura? – su pareja dudó – ¿Cuándo has conducido antes?
– Bueno, me puedo esperar a que salgamos de Londres – rió – Pero no soy del todo novata al volante.
Durante parte del camino, Charles mantuvo su mano sobre la rodilla de Fiona, mientras la guiaba.
El corazón de ella latía como si no supiera llevar el compás, pero sin duda aquello de conducir fue una distracción bienvenida.
De vuelta a Glasgow, pasaron por Manchester, donde Fiona no recibió buenas noticias sobre las perspectivas de seguir como periodista en el Guardian si alguna vez volvían de Chicago. Dejaron el coche en una plaza grande y de asfalto, bajo la luz de las farolas. Un joven adolecente les miró con curiosidad al darse cuenta que quien conducía era una mujer y corrió haciendo gestos hacia su padre.
– Estamos orgullosos de nuestra línea independiente, pero no podemos seguir publicando propaganda rebelde en este periódico – le soltó sin preámbulos el substituto de Michael Gregson a los cinco minutos de su reunión. Era un hombre mayor enjuto y con lentes.
La redacción hervía de actividad a última hora de la tarde.
– ¿Cómo dice?
– Su propuesta sobre las condiciones de Armagh Gaol, discúlpeme, señorita Maclachlan, pero la situación de las presidiarias en nuestro sistema ha mejorado mucho en los últimos 20 años y criticarlo es una estupidez. Yo crecí en una época en la que ni siquiera podían soñar con una instalación entera para ellas… ni celadoras mujeres para evitar ciertos conflictos – se aclaró la voz – Nuestra editorial no irá por ese camino…
– ¿Me habla en serio? – Fiona intentó mantener la calma y lo logró sólo a medias. El saledizo de la ventana estaba cubierto de lineo verde, y se quedó mirándolo – Estoy segura que Michael Gregson habría dado el visto bueno, doy siempre todo el balance que puedo a mis artículos… En esa prisión se están cometiendo abusos…
– Gregson nos dejó y la dirección del periódico es cada vez menos abierta a correr riesgos con los anunciantes – el nuevo jefe de redacción del periódico tosió fuertemente, como si fuera un tic más que un resfriado – Debe entenderlo por el bien de todos. Piense otro tema para el artículo, rehágalo siendo menos emocional… entiendo que le haya afectado estar allí dentro, a quien no… me han contado sus infortunadas circunstancias… Sé que es difícil verlo con equilibrio con lo que le ha pasado pero… nuestros lectores y subscriptores no nos compran para leer constantes artículos en contra de la línea de flotación de nuestro gobierno, el británico, no cuando no está lo suficientemente justificado… y esta vez no lo está…
– Si usted lo dice….
– Claro que lo digo y espero que me entienda. ¿Me estoy explicando, querida?
– Creo que sí. Me está diciendo que no va a publicar el artículo porque no es lo suficiente patriótico o afín a su gobierno, y por eso me temo que debo informarle de mi renuncia como articulista de este periódico… Sufrí hematomas durante días después del último interrogatorio al que se me sometió, todas les vimos sacar el cuerpo inconsciente de una compañera de una celda a la que le habían puesto una bolsa en la cabeza…
– Ahora no está siendo racional… podría ser una de mis mejores periodistas, sino fuera demasiado sentimental… no hacen falta esos histrionismos para tener razón y es mala idea manchar el nombre de un detective de policía asesinado por el IRA o a cualquiera de sus hombres. Estaría mejor que consiguiera otra entrevista con De Valera o Collins o incluso Griffith, esta vez, claro, para nuestro periódico y no para los americanos. Dejemos que sean ellos quienes critiquen la acción del gobierno y nuestros lectores quienes juzguen. Ya hablaremos de la censura. Además, ese asunto suyo, que no esté casada… – pareció intranquilo al decirlo y se puso rojo. A Fiona le dio la impresión que se estaba mordiendo la lengua – sé que ha estado firmando en nuestro periódico como Andrew Buchanan y que lo ha estado haciendo con el permiso de la dirección, pero como comprenderá no podemos condonar según qué conductas y menos de nuestros periodistas… especialmente cuando dichos periodistas quieren ser tanduros con el gobierno. Odiaríamos ser desautorizados por algún tabloide con alguna historia sórdida sobre la clase de personas que contratamos. Bastante malo es que sea una mujer. Por eso, le urgimos a enmendar cualquier… traspiés de su vida personal. Estaríamos muy complacidos de saber más de su inminente matrimonio con el señor Blake, nos haría la vida mucho más fácil a los que queremos confiar en su trabajo. ¿Me explico? ¿Señorita, me está entendiendo?
No, Fiona, no. No te enfades. Michael te lo advirtió. Si usas cualquier tono airado va a ser peor. Contraproducente. No entrará en razón. Ni te escuchará. Para él eres una mujercita que tiene que aguantar porque por mala pata escribe bien y tiene contactos en Dublín. Es un viejo misógino y amargado que no soporta a las mujeres y que está obligado a recibirte porque cree que dispones de fuentes lo bastante interesantes en el bando rebelde y así quiere evitar que te lleves una exclusiva a otro periódico inglés ¡y la dirección se lo coma con patatas...!
– Naturalmente.
