Capítulo 12. Loving you is a losing game (Arcade)

"A broken heart is all that's left
I'm still fixing all the cracks
Lost a couple of pieces when
I carried it, carried it, carried it home

I'm afraid of all I am
My mind feels like a foreign land
Silence ringing inside my head
Please, carry me, carry me, carry me home

I've spent all of the love I saved
We were always a losing game
Small town boy in a big arcade
I got addicted to a losing game

Oh, oh-oh-oh
Oh, oh-oh-oh
All I know, all I know
Loving you is a losing game [...]"

Duncan Laurence (William Douglas Burr Knox, Duncan De Moor, Joel Nils Anders Sjoo y Wouter H. Hardy, 2020)

"No man can regret loving as I have loved you".

— Mr Bates, Downton Abbey, Season 2, Julian Fellowes.

Cushendall (Úlster), 5 de enero de 1920.

La vigilia de la boda llegó en medio de un vendaval de lluvia y viento que estaba afectando el Úlster con inundaciones y cortes en las vías ferroviarias.

Se acercaba una tormenta eléctrica a Cushendall, lo cual ocurría con frecuencia en esta costa durante julio y agosto, pero era algo muy inusual en enero. Fiona salió a tomar aliento pese a las protestas de su madre. Lo hizo sin la compañía de Charles Blake, que se suponía que no debía verla hasta mañana y que a estas horas debía imaginarla descansando.

Era una extraña y pausada tarde noche de enero y faltaban pocas horas para que caminara hacia el altar. No le importó mojarse por el sirimiri que caía sobre su cabeza porque solo quería estar unos minutos a solas.

Fue bajando a la playa, por el mismo camino en el que una vez él se había arrodillado para pedirle matrimonio, cuando Fiona distinguió una figura conocida envuelta en un grueso abrigo de lana gris que parecía una manta de pastor.

Rocas grandes de perfil irregular y cortante estrechaban el paso hacia la arena.

Hacía mucho frío además de humedad y ella también iba muy abrigada.

La imponente casa que Charles heredaría un día, y que había estado en el mismo terreno desde 1774, con distintas remodelaciones hasta 1860, parecía vacía al alejarse, casi fantasmagórica en el claroscuro. Fiona había dado un paseo por los límites de la propiedad y el camino hacia el mar, observando la luz que salía de las ventanas y la hiedra que se deslizaba por las paredes. La luz de la mansión se reflejaba en el jardín y en las gotas de agua de la lluvia y daba un poco de claridad al camino.

En el interior, los retratos familiares permanecían en silencio y resistían circunspectos al polvo de las tantas habitaciones que un hombre solo como el actual baronet no podía ni soñar en habitar. Los cuartos del ala sud permanecían cerrados cuando no había cacerías o reuniones sociales que celebrar; de otra forma y por muchos criados que hubiese, era imposible mantener cada rincón impoluto y ventilado. Cuadros y fotografías guardaban con rictus imperturbable el legado de los Blake en el Úlster. Era una casa demasiado grande y fría. ¿Cómo iban a convertir nunca aquello en un hogar?

Estos días Fiona había aprendido que Sir Severus Blake era, de hecho, el sexto baronet de Killoughagh Castle.

La novia en desvelo por su inminente boda giró sobre sus pasos y suspiró. Se paró contemplando a la figura que la esperaba casi a final del camino.

Pensó que el susurro de las hojas de los pinos y la densa vegetación perenne del jardín se asemejaba un poco al ruido que haría la falda pesada de seda y mucho vuelo de una mujer gigante que se moviera erráticamente bajo la lluvia, escapando de algo o alguien al anochecer.

– ¡Robbie!, ¿qué demonios haces aquí? – le reclamó. Su corazón en un puño por lo inesperado de su presencia.

Se escurrió, como pudo, tropezando, por las rocas mojadas, hacia el lugar donde la aguardaba la figura de su jovencísimo primo hermano.

– Nada. Desearte un feliz y próspero matrimonio, prima – sonrió el muchacho con aire falsamente infantil. Las sombras y el sonido del mar llenaban la playa rocosa y las olas estallaban contra la tierra a pocos metros de donde se encontraban. Los nubarrones escondían más nubarrones. Tan negros que asustaban un poco.

Fiona no le creyó ni una palabra. Robbie cambió su gesto por una mueca dolorida.

– No deberías haberte colado en una propiedad privada para felicitarme, Rob…

– ¡Ah! Así que al fin te han convencido. ¿Desde cuándo las playas irlandesas son propiedad de ingleses nobles y privilegiados como ellos, prima?

– No me refiero a la playa, Robbie, por Dios. Si me has esperado aquí es porque me estabas espiando, tenías que saber que bajaría por este camino… nadie que esté cuerdo se estaría aquí con este frío, en medio de la oscuridad y la lluvia, con la que ha caído y está por caer en todo el condado… – miró a su alrededor con un temor que no sabía si era o no justificado helándole poco a poco el corazón – ¿Estás solo?

El viento no paraba de soplar, el sombrero de Fiona salió volando y la joven tembló. Era posible distinguir el mar y sus caras y siluetas a la luz de un relámpago, al que inmediatamente seguía un terrible trueno, pero la tormenta eléctrica no estaba aún encima suyo si no en alta mar.

Llevaba su cabello rojo apenas sujeto en un moño. Estaba empezando a empaparse.

Robbie rió.

– ¿Tienes miedo por tu prometido? ¡Vamos, será anglicano pero no se le pueden negar agallas! ¡Después de todo, ha sobrevivido a la terrible ira de los Maclachlan sin un rasguño! – bromeó –.

– Robbie…

Éste hizo una pausa:

– Fiona, sé que el tío James lo ha mantenido bajo su ala estos meses en Glasgow… Que lo ha dejado vivir en vuestra casa, apenas permitiéndoos estar a solas sin la yaya de chaperona, eso sí, pero según cuentan, paseándolo por la destilería cada semana como si fuera el próximo amo… ¡Si el tío James fuera católico, lo habría tirado al río Clyde por lo que te hizo! ¡Aun no entiendo como el abuelo Cillian no lo ha hecho!, siempre ha dicho que Antrim es un hervidero de presbiterianos cabezotas como Escocia y a tu prometido algo se le habrá pegado que haga tan buenas migas con tu padre – la miró – Pero eso no importa. Ambos debéis estar desesperados para que llegue mañana, ¿verdad?… Och, sé que hubo un viaje a Londres, pero aquel día ni siquiera os detuvisteis para pasar la noche después de hacer parada en Manchester… Vaya paliza os debisteis pegar. ¿Estáis expiando vuestros pecados? ¡Yo aprovecharía cada momento de calma en este clima irlandés traicionero… y no me refiero a la lluvia!

Robbie hablaba casi como si la hubiera visto subir a ese coche en Londres o Manchester… llegar agotados al amanecer a Glasgow…

Fiona retrocedió un paso un poco alarmada por ello y sin dejar de sopesar las razones por las que su primo estaba aquí hoy, obviando su mirada de niño travieso, su sonrisa impertinente.

– Robbie, esto es serio…. ¿A qué has venido aquí? ¿Y cómo sabes de ese viaje? ¿De Charles y de mí? Tengo entendido que apenas has escrito a los abuelos desde verano y mi madre hace años que no tiene noticias tuyas… La yaya no puede haberte explicado tanto…

El chico de 20 años hizo un chasquido con la lengua que acabó de incomodarla. – ¿Qué más da que me lo haya dicho Cristo o Barrabás? No soy un plumilla pero yo también tengo mis fuentes – dijo.

Esto hizo que Fiona frunciera el ceño. Sintió aprensión y luego algo de miedo.

– Charles no es de los suyos, Robbie. No está en contra de Irlanda. Es inglés sí, pero es diferente. Si más fueran como él y lo entendieran… Él mismo ha insistido en renunciar a su trabajo para el gobierno de Lloyd George aunque lo que hacía para el ministerio no tenía absolutamente nada que ver con la situación de Irlanda. Espero que eso también te lo hayan contado quienes sean que hayáis tenido espiándonos…

– ¡Oh, sí! Y tú le has insistido que no cometiera ese error, ¿verdad?…

– Sin éxito.

– ¿Quieres ser la esposa de alguien que trabaje para ese gobierno asesino de Lloyd George? Aunque supongo que no debería sorprenderme, puesto que no te importara vivir con el dinero robado a los irlandeses. ¡Después de que los británicos te encerraran injustamente en ese agujero! Sabía que era rico pero esto… – señaló a la casa.

– Charles es un simple economista. Uno que defiende la equidad y la igualdad como clave para el crecimiento económico… un buen hombre.

– Un hipócrita que posee hectáreas y hectáreas de tierras manchada de la sangre de los antepasados de nuestros abuelos, Fiona.

– Él no es un enemigo de Irlanda. Y no posee nada de esto, no aún, son de su primo. ¿Qué pretendes hacer? Dime la verdad, ¿por qué motivo estás aquí?

Robbie se apiadó al fin de la creciente inquietud que mostraba Fiona en sus delicadas facciones y bufó:

– No vamos a quemar la casa el día de tu boda ni tenemos nada en contra de tu prometido mientras no se meta en asuntos que no le conciernen, sólo estoy… espiando a algunos invitados de su querido primo orangista… ni siquiera sabía que poseía esa burrada de terreno y granjas… puesto que tiene un título menor me imaginé… otra cosa. Mea culpa, supongo. ¿No se usó para eso la dignidad de baronet en estas tierras? ¿Para ennoblecer a aquellos hijos segundones de los terratenientes ingleses que se trasladaban a la conquistada Irlanda como colonos y obtener ingresos a través de esta concesión…?

– Sé historia, Robbie. No hace falta que me alecciones – le recriminó callándolo – ¿Por qué los espías? ¿A los amigos de Sir Blake?

– Para tu información creo que el que los amigos del susodicho Severus Blake sean unos hijos de la gran puta sería suficiente para mantener un ojo en ellos – escupió con sorna y desprecio – pero la verdad es que el gran jefe no nos da vía libre para jugárnosla cuando no hay más razón que esa y a mí no me gusta perder el tiempo. Es porque están conspirando contra Irlanda, se ve que ya no se fían ni de sus opresoras fuerzas policiales, y algunos han empezado a tener ideas…

Fiona lo observó. – ¿Ideas? ¿Cómo cuáles?

– Vigilar de cerca a todo aquello que suene, siquiera lejanamente, a nacionalismo irlandés no sólo a los sospechosos de pertenecer a la IRA, despidos masivos de católicos en el norte, inspecciones en casas, asesinatos, si es necesario.

– Eso es una tontería…

– No lo es. Han tenido incluso reuniones en el Café Cairo con espías de la corona. Severus Blake es un asiduo a ellas.

– Robbie, por favor.

– Fred interceptó una carta suya a un tal Ross – dijo, y parafraseó – Está muy preocupado porque teme que el gobierno quiera traicionarlos, si puede, y aprobar un proyecto de ley de autonomía sobre sus cabezas, uno que acabe también implantándose en el Úlster...

– Ningún gobierno inglés haría tal cosa. La última oferta de autogobierno descarta los condados del Úlster, ¿no? Han ilegalizado del todo el gobierno nacionalista, el Dáil y a la mayoría de organizaciones políticas como el Sinn Féin, y están reclutando lo peor de lo peor para patrullar Irlanda, ¿qué más quieren los orangistas? – Fiona frunció el ceño. Enseguida vio donde la quería su primo y resistió seguir con aquella conversación. El frío y la fuerza de la lluvia le obligaban a cerrar los ojos – Robbie, me caso mañana. ¿Qué pretendes de mí? ¿Está el primo de Charles en peligro… o Conor Ross?

Si había alguna duda antes para finales de 1919 había quedado claro que la lucha por la independencia irlandesa iba a ser violenta y sangrienta.

– El lealismo orangista organiza patrullas de vigilancia protestante contra las actividades del IRA en el norte… ¡y todo el mundo sabe que están organizados desde hace mucho más tiempo! ¡En 1911 algunos hombres de Orange comenzaron a armarse y entrenarse como milicias en serio por el pavor a una autonomía! Fiona, tu boda va a ser un hervidero de esa gente que odia a los católicos y a la libertad de Irlanda, puede que algunos hasta esperen pillar algún rebelde y darle una lección aparte. Tengo entendido que Maguire está invitado y puede que hasta me esperen a mí. ¿No te preocupa o avergüenza ni un poco? ¿Por qué crees que el abuelo Cillian no ha querido venir? ¿O la tía abuela de Belfast? Además, claro, de porque todo el mundo parece haberse vuelto loco y hace como que ese hombre no te ha comprometido y faltado al respeto. ¿Piensas que tu padre lo aceptaría con esa facilidad y alegría sino fuera asquerosamente rico? ¿Qué hubieran perdonado que te hiciera un hijo antes de llevarte al altar y convertirte en su esposa si se tratara de un norteño bien parecido cualquiera? ¿Uno que arreglara carreteras o fuera sirviente en esta casa? Ni siquiera James Maclachlan es tan moderno para aceptar un nieto bastardo y pobre – le soltó con altanería.

Fiona le miró. No era solo que el abuelo Cillian no fuera a asistir a la boda, apenas se había dejado ver esos meses que ella había estado convaleciente en Glasgow y no podía negar que se sentía dolida, decepcionada. ¿Era porque consideraba que había ido por mal camino, que era impura y por lo tanto indigna de ser su nieta, o simplemente porque iba a casarse con un inglés con una posición cuya misma existencia aborrecía y que consideraba que no les había mostrado ningún respeto? ¿Era porque se casaba en una ceremonia protestante llena de orangistas y sus abuelos, católicos, conservadores, consideraban que no pintaban nada en esa iglesia o en la hacienda de Sir Blake?

– Robbie, vete por favor. Charles es el hombre que amo, lo quiero con todo mi corazón, no a su dinero, ni a su título. No dejaré que nada, sea lo que sea que acabe pasando con Irlanda, se interponga entre nosotros… Ambos sabemos dónde para el otro en este asunto y nos aceptamos… ¡si te quedas por aquí tendré que avisar a alguien…!

Robbie silbó como si se burlara de ella, aunque su mirada pareció algo molesta de verdad.

¿Hasta qué punto estaba siendo totalmente sincero con ella? Aunque su primo Severus era el orangista, ¿corría Charles algún peligro por lo que significaba esta propiedad… por lo que simbolizaban las casas como esta en cuánto al privilegio y la posición del que gozaban los angloirlandeses en el Úlster?

– Que os vaya bien en América, Fiona, seréis infinitamente más felices que lo que lograríais serlo nunca por aquí… – sentenció Robbie pareciendo de repente extrañamente sincero – Esta tierra está condenada.


La señora Douglas había hecho los últimos retoques a su vestido y esa noche después de la cena Fiona se encontró mirándose al espejo con él. Su madre había añadido un par de cordones trenzados en la tela para honorar una vieja tradición irlandesa.

Se sentía nerviosa, agitada, y quería comprobar una última vez que todos los cambios fueran de su gusto, convencerse que el vestido era el adecuado. Aún tenía el pelo húmedo por la excursión de esa tarde cerrada de invierno aunque su madre la había estado peinando y probándole como le quedaba el tocado de flores blancas y el velo.

Mañana por la mañana sería la esposa de Charles Blake. Saldrían de la iglesia como marido y mujer, una pareja joven, flamante, con toda una vida por delante.

El primo de Charles había mandado a cubrir de alfombras las escaleras de la casa y de rosas todos los jarros de la primera planta. Los invitados de las dos familias habían empezado a llegar puesto que algunos venían de Inglaterra y Escocia. Sus padres y Theodore Blake hacia dos días que estaban aquí, Tony y los Findlay, Ruby y Fergus, habían llegado esta tarde y a primera hora lo harían sus abuelos de las Highlands con Rose y la pequeña Hilda así como los Safford y Michael Gregson.

Su abuelo Cillian se negaba a volver a pisar Irlanda aunque Fiona sabía que Robbie tenía razón: aquello tenía más que ver con la transgresión moral que habían cometido con Charles y con la posición de Sir Blake y lo que significaba que con el país en sí. Peggy y él le habían mandado una carta deseándolo mucha felicidad y todo un ajuar cosido a mano, pero no la abrazarían en el que tenía que ser el día más feliz de su vida. ¡Ella que toda la vida había adorado a sus abuelos maternos, no se habría imaginado nunca que faltarían por voluntad propia en un día como este!

Fiona se miró a sí misma. El espejo le devolvía la imagen de una joven esbelta y de ojos brillantes bajo su velo de novia.

Su vestido de seda blanco pálido con un vuelo de tul parecía perfecto para la ocasión, pese a que le hacía sentir una punzada de tristeza pensar en cuál era su figura cuando lo habían comprado, en cómo había perdido bruscamente la inocencia de la primera maternidad. Un primer embarazo que no había disfrutado porque las circunstancias no habrían sido las adecuadas ni las que la sociedad y su familia suponían correctas y que había acabado con lágrimas y sabanas empapadas en sangre. Aunque un día tuvieran más hijos, había algo de esa vez que ya no recuperaría nunca y le aterraba pensar que estaba un poco rota por ello.

¿Merecía a Charles? ¿Podría hacerlo todo lo feliz que quería? Temía fallarle y que no fuera todo lo que él esperaba de su esposa, pero temía fallarse a sí misma casi con la misma intensidad…

Había rechazado usar la tiara que poseía Sir Blake y que el padre de Charles le había ofrecido bajo la atenta mirada de su primo. Se habría sentido ridícula, pero puede que hubiera empeorado las cosas con el baronet. Severus Blake sin duda la aborrecía ya con suficiente intensidad. No le miraba a la cara desde que Charles le había informado durante la pasada Navidad que viajarían a América una vez casados, pero aquello de la tiara le había sentido especialmente mal.

Cómo si no hubiera bastado que casi no se dirigiera la palabra con su heredero…

Ella se había quedado en Glasgow con sus padres hasta Año Nuevo, pero tenía entendido que la discusión sobre Chicago había acabado a gritos y con algún exabrupto y que Charles apenas le hablaba.

Theodore Blake había tenido que intervenir para que su hijo mantuviera la boda en este lugar y cesara las hostilidades con Sir Blake.

Le inquietaba que Severus Blake hubiera insistido en preparar esta boda como si no estuviera librando una guerra con cada decisión que tomaban los novios. Esta era su casa y no había dudado en invitar algunos de sus amigos. Dado lo mucho que la odiaba, Fiona no había alcanzado a entender por qué quería a toda esta gente aquí mañana de testigo de su enlace.

Suponía que era porqué Charles era su heredero y habría sido inaceptable casarle en Cushendall y no invitar a algunos de sus más asiduos amigos y confidentes, pero le resultaba perturbador. Tony tenía razón, aun a estas alturas no tenía ni idea de cómo era la aristocracia inglesa, aunque se tratara de la baja nobleza con título y tierras…

Maeve entró a la habitación de su hija llevando más margaritas blancas en las manos y la miró emocionada.

– Sabía que ese moño trenzado bajo con ondas te quedaría perfecto con el tocado y el velo y eso que no me has dejarlo acabarlo – sonrió – Le pediré a Rose que mañana me ayude a darle el último retoque. ¡Sólo a ti se te ocurre empaparte de agua el día antes de tu boda! ¡Menuda galipandria vas a tener en tus primeros días de casados!

Su hija intentó centrarse y la observó con curiosidad. – Estoy bien. Y mamá, hay doncellas en esta casa. No tienes que preocuparte por mi peinado. ¡Mañana, ponte tú, guapa! ¡Id estupendas, tú y la tía Rose! Me las arreglaré con doncella por una vez, ya escuchaste a Charles. No quiero verte antes de las 10 en esta habitación…

– Nadie más que yo va a peinar a mi hija el día de su boda – le aseguró.

Y luego hizo una mueca.

El vestido verde menta claro con el que su madre había atendido la cena de esta noche iba en consonancia con sus ojos.

– Este es el momento que pensaba que me iba a costar más como madre de una hija – le dijo Maeve con una extraña sonrisa – Pero voy un poco tarde para contarte los secretos de la noche de bodas, ¿no?

– Ay, mamá…

– No importa, escúchame – siguió Maeve aclarándose la garganta – Puede que sepas todo lo que hay que saber de la noche de bodas y de tu deber matrimonial. Pero un matrimonio… hay más cosas, incluso más importantes. Mañana vas a prometer obediencia a tu marido, es decir a Charles, que claro ya será tu querido marido…

Fiona arrugó la frente: – El nuestro va a ser un matrimonio de iguales. No importa lo que tenga que decirle al reverendo Goodman para que nos case. Ambos estamos de acuerdo en ello…

– Puede – concedió su madre – y sé que lo quieres mucho. Pero a veces el matrimonio pide sacrificios por el otro. No existe el amor perfecto o fácil, mi niña. Esa idea loca de iros a Chicago... No lo hagas… Un gran matrimonio no es algo que encuentras, es algo que construyes y proteges todos los días, con atención, paciencia, honestidad y mucho amor. Si os vais a América con él y su primo enfadados, es un mal inicio.

– Mamá… – Fiona quiso decirle que si se quedaban aquí puede que al final se hiciera evidente que eran de mundos distintos. Si Charles la apoyaba en su carrera como había prometido, habría muchas cosas que Sir Blake desaprobaría a partir de ahora. – Escucha…

– Esta noche no te veo del todo feliz…. – la interrumpió su madre – Ya te lo he dicho, sé lo mucho que quieres a Charles… pero no estás tan contenta como imaginaba y no es sólo por el recuerdo del bebé, ¿verdad?

– Estoy nerviosa – confesó entonces, mirando a su progenitora, aunque no mencionó a Robbie: – No quiero hacerle infeliz. No me veo viviendo en Londres ni como esposa de un sirviente civil del gobierno de Lloyd George, pero no me lo imagino buscando trabajo lejos de casa y alejándose de esto… Tampoco sé si yo sería feliz en Chicago… pero sería peligroso para los dos que volviese a Dublín.

Maeve asintió.

– Habladlo bien. Es un buen hombre, no importa cuán desagradable sea su primo y cuantas enseñas de esa fraternidad anticatólica tenga éste colgadas en esta casa enorme, ¿crees que no las he visto?, ¡pero me da igual!, has sabido escoger y eso es todo lo que quiere una madre. Ese muchacho te quiere, haría lo que fuera por ti, juntos encontraréis una salida a cualquier cosa. Estoy convencida de ello. Y ahora descansa un rato, una novia no es bonita con esas ojeras en la cara…

– Mamá – le preguntó al pensar mejor en ello – ¿Te han dicho algo que te haya incomodado en la cena? ¿Sir Blake o alguno de sus amigos?

– No, claro que no. ¿Crees que tu Charles lo hubiera permitido o su padre?

Fiona esbozó una ligera sonrisa. Sí, había sabido escoger. Sólo esperaba que su aun futuro esposo siguiera pensando lo mismo de ella tras años de matrimonio y no se arrepintiera de lo mucho que ya estaba sacrificando.

La impaciencia hizo que lo fuera a buscar esa noche, quitándose el velo y el tocado de flores del pelo que era solo de prueba porque si no las margaritas quedarían mustias al dormir; poniéndose el camisón de color crudo y pasándose una bata por encima cuando Maeve se había ido a la habitación que compartía con su padre. Debía hablar un segundo con Charles.

Él ya la había admirado vestida de novia y Fiona sólo quería decirle algo rápido y a solas antes que se encontraran en el altar mañana. ¿Qué mal podía hacer que se vieran un momento?


Charles sabía que eran el uno para el otro, fuera lo que fuera que les deparara el futuro o lo que deparara a este lugar, nada cambiaría eso. La felicidad plena estaba en sus manos, podía tocarla con la punta de sus dedos.

Pensaba en Fiona con adoración, soñaba despierto con una vida juntos, no importaba qué. Hace unos años en esa época en qué Freda Birkin era su amante se habría burlado de sí mismo ante tamaña infatuación: sus pensamientos estaban plagados de urgencia, intensidad, deseo y ansiedad.

Mañana dormirían en un hotel en Belfast y en unos días partirían a América. Estaba todo decidido. Pero su primo era insistente y rudo cuando algo le molestaba. Le lanzó el periódico encima de la mesilla de noche cuando fue a verle después de cenar. La lluvia salpicaba con fuerza en las ventanas.

– Dime que nunca defenderías esta animalada…

En portada del Irish Times había un recuento de los miembros de las fuerzas británicas asesinados en el último año. Desde una de las fotos les observaba Jonathan Borshon pausado en el tiempo.

Charles miró el trozo de papel por un largo momento y alzó la mirada sin decir nada.

– Tú no viste la espalda de Fiona después de estar en manos de esta bestia…

– ¡Ah! Así que al final te fue con el cuento – casi escupió Severus.

– ¿Qué?

– Le dije que no te fuera con las estupideces esas que dijo Borshon sobre violarla o ese cuento del guardia bobo acompañándola a la letrina, pero claro… no se podía estar de contaminarte con sus ideas nacionalistas y ese era el camino más fácil… ¡Si fuera una chica normal y decente no la habrían encerrado ni se le habrían dirigido como si fuera una puta!

Charles se quedó callado mirando a su primo sin expresión. Fiona no había sido para nada concreta sobre ese interrogatorio, se había mostrado más reservada de lo normal y él no había querido hurgar en detalles dolorosos, no cuando veía cómo ella se encogía y su infelicidad al tocar el tema. Para su profunda consternación eso que estaba diciendo Severus era mucho más alarmante que la versión que la chica había repetido una y otra vez para calmarle, incluso cuando la última vez había admitido amenazas, pellizcos en la espalda y un golpe. Un golpe que pudo ser lo que al final les costó la vida de su hijo, se dijo a sí mismo.

– ¿Por qué sabes tú eso? ¿Con quién has hablado? – exigió saber con la voz estrangulada, tratando de esconder la rabia que sentía una vez más por esos hombres.

Fiona… en esa prisión… sola… embarazada… siendo amenazada por ese monstruo… maltratada…

Todo lo que él sabía era inconcreto pero no por ello sonaba menos aterrador.

Lo mataría, si Robbie no lo hubiera hecho antes. No le importaba una mierda que las autoridades inglesas lo acusaran de traidor y lo apresaran o lo ahorcaran. ¿Qué haría si no un hombre enamorado? Ese hijo de puta no iba a vivir en paz si no estuviera ya muerto.

Fiona...

– Porque la vi después del interrogatorio, fui a Armagh. Pensé que te lo habría dicho, no creía que se ahorraría los detalles – confesó su primo, quedándose algo descolocado por la actitud grave de Charles, así como la urgencia de su tono. «¿Entonces ella se había callado tal y como le pidió?» – Quería advertirle que lo menos que podía hacer por ti era ser una esposa decente y no meterte en más líos ni ideas estúpidas en la cabeza como esa de Chicago…

Severus había ido a Armagh sin decírselo. Cuando Fiona había sido más vulnerable, estado más desvalida. Ninguno de los dos se lo había contado.

Charles miró a su primo a los ojos y todo pareció quedar en pausa unos instantes.

¿Cómo no lo había imaginado?

– Chicago es mi idea – le interrumpió dotando a su voz de un tono frío y distante – Fiona estaba embarazada en Armagh. ¿Por qué fuiste, Severus? ¿Para hacerle daño? ¿Faltarle al respeto? ¿De qué más le advertiste?

Severus rió con cinismo ante su reproche.

– No le dije nada que ella no pudiera soportar, ¡vamos, hombre! ¿Quieres saber qué hice? Protegerte. Proteger a nuestra familia. Querer salvarte de la ruina. Me preocupas, hijo, y no creo que Chicago sea tu idea. No quiero que Maclachlan te arrastre hacia la podredumbre moral de esos nacionalistas fenianos, pero tampoco que te vayas al otro lado del océano. No eres ningún irlandés de esa secta católica que deba emigrar huyendo de la miseria y las ratas…

Charles negó con la cabeza como si no diera crédito a sus palabras.

Oh, por Dios. Severus…

– ¡No me puedo creer que a estas alturas hables así! – Le recriminó – Esta casa y sus propiedades sobreviven gracias a todas esas familias a las que les rentas tierras. Muchas, católicas.

Los contactos permitían a Severus Blake conocer al dedillo la estrategia del gobierno británico y se movió nervioso alrededor de quien consideraba más un sobrino que un primo. Era lo más parecido que nunca tendría a un hijo.

Lo enfadado que estaba Charles en este momento le hizo ver el problema real con mayor claridad. Se podía decir que estaba visceralmente furioso y en esas circunstancias una pasión cedía paso a la otra. Tuvo claro que había más cosas en riesgo que su futuro profesional o su compromiso como heredero.

Charles quería a ese demonio de muchacha más que a sí mismo y ese no era un buen momento para la retórica romántica… ¡El «soldado» que estaba demasiado enamorado era el primero en morir en una guerra como ésta!

Charles era un realista convencido, un economista dedicado a su trabajo, un hombre práctico, imaginarlo recibiendo un balazo en la cabeza porque esa mujer lo tenía atrapado entre dos fuegos era algo grotesco.

Apretó el puño y los nudillos de su mano derecha se pusieron blancos.

En diciembre la RIC había emitido en Gran Bretaña una orden autorizando el reclutamiento urgente de hombres para "una tarea peligrosa" en Irlanda y, por lo tanto, no era difícil deducir que a partir de ahora las cosas se pondrían muy feas para los nacionalistas. Los primeros reclutas se habían unido a la Real Policía con el nuevo año. Eran pocos pero llegarían más.

Alguien le había dicho a Severus que eran hombres que habían estado presos en Inglaterra por asesinatos, violaciones y otros crímenes serios.

No le parecía mal usar la fuerza para defender Irlanda, especialmente el norte, pero veía a Charles muy perdido…

Si alguien encontraba una excusa para acusarle de estar a favor de los fenianos ese sería el fin. No podría salvarlo de la horca o de algo peor.

– El gobierno de Su Majestad y esos nacionalistas no son los únicos que tienen espías – admitió finalmente en tono desafiante – La Orden de Orange tiene sus propios recursos, hombres fieles. La fraternidad tiene constancia de un encuentro tuyo con el puto Michael Collins hace unos meses. Concretamente, el día que mataron al detective inspector en jefe Jonathan Borshon…

Charles le miró. Le tomó un momento digerir las palabras de su primo.

– Yo no…

– No. Pero sería muy fácil hacer creer lo contrario a cualquiera… especialmente si insistes en que ese hombre tenía las manos manchadas de la sangre de vuestro bebé como amablemente me informaste el día de Navidad. ¿Quién fue el asesino de Borshon?

– No lo sé – mintió.

– Sí, bueno. Que sepas que a Robbie Murphy lo colgarán cuando lo pillen con Collins y los otros – le contestó muy serio – Esta vez he podido convencerles que era un malentendido y que te dejarías cortar la mano antes que confraternizar con los rebeldes fenianos, ¿por qué crees que he invitado a media logia a tu boda? No des por sentado que ha sido fácil. Me ha costado que algunos de mis viejos amigos quisieran venir con el currículum que arrastra esa muchacha y los rumores que hay sobre ti… he tenido que cobrarme algún que otro antiguo favor para que tu boda parezca una ocasión medianamente decente y acallar bocas… de nada – hizo un gesto con la boca – Aun así, a la próxima quizás te habrás metido en un lio del que no te podré sacar… Este casamiento de mañana con esa mujer ya es un lio, un disparate... ¡que tu suegra sea católica no me facilita las cosas!

Charles respiró hondo.

Ya se había discutido con su primo por Navidad para que dejara a Maeve Maclachlan al margen de sus diatribas.

Respecto a su encuentro con Michael Collins, no tenía nada que decir. Los rebeldes disparaban a hombres fieles a la corona por el hecho de serlo, no hacían prisioneros ni preguntas. Nunca en la vida defendería el escuadrón de Collins. Eso no quería decir que fuera a denunciar a Robbie. ¿Qué cambiaría?

No quería romperle el corazón a Fiona de esa manera… y Borshon, ¡ese hombre era responsable de mucho sufrimiento…! No podía alegrarle más que estuviera criando malvas después del daño que había hecho.

Dios, cómo le aliviaba pensar que ese monstruo nunca podría volver a cruzarse con Fi ni a ponerle un dedo encima.

– La quiero, Severus. Estoy locamente enamorado de Fiona y no pretendo vivir un minuto de esta vida sin ella. Debes aceptarlo o dejarme ir a mí también – dijo, algo desencajado, porque su mente no dejaba de especular sobre el interrogatorio que había sufrido Fiona a manos de ese hombre. Se movió, apretando los puños hasta un punto que se llegó a clavar las uñas en la palma de las manos.

El rostro de Severus se descompuso al ver su determinación.

– Has sido un buen actor toda tu vida, hijo, tenido tus secretos, tus idas y venidas, pero sabes que con esto no estás engañando a nadie. Tu amor por ella es casi tan peligroso como otros de tus gustos. Podrías haber hecho grandes cosas por tu país y ahora… ¿Por qué crees que te han dejado renunciar tan fácilmente a tu puesto? Todo el mundo en Londres temía que te cambiases de bando en cuanto os casarais y que empezaras a pasar información a los fenianos, ¡es un milagro que la gente de Inteligencia que han tenido espiándote no sepa que enviaste a Louisa Brennan la maldita nota que les permitió sacar a gente del Vaughan! ¿Y si pensaran que tu intervención fue esencial? ¿Quieres acabar ahorcado o en un callejón con un tiro en la sien?

– Creo que te decepcionará saber que en esta guerra no estoy en ningún bando y desde luego no me interesa nada estarlo… – Charles se pasó las manos por la cara y exhaló aire.

Miró la pose orgullosa de su primo antes de moverse por la habitación.

– Pues quizás deberías estarlo, porque vienen tiempos duros para los angloirlandeses en esta tierra y esta propiedad no va a permanecer al margen – siguió diciendo Severus – ¿Te has parado a pensar qué dirían en Londres si supieran que ya has confraternizado con Michael Collins? ¿En qué posición te dejaría eso? Tu esposa tendrá que asumir quien eres y no volver a comprometerte de esa manera. Tu sitio es el que es.

– Mi esposa será libre de hacer lo que más desee tal como hasta ahora.

– No tienes ni idea de lo que estás haciendo… – le acusó su primo pero se calló cuando un trueno resonó a lo lejos y la luz del dormitorio titubeó y se atenuó por un momento. Charles parpadeó. Severus continuó mascullando entre dientes: –… ni idea.

– Basta, por favor – le pidió su heredero. La irritación se leyó clarísimamente en los ojos de Severus.

Charles resopló. Entonces, caminó lentamente hacia su escritorio y tomó la lapicera. Quería escribir un par de cartas antes de acostarse. Una de ellas a Cillian Murphy y a su esposa. Sabía lo mucho que hubiera significado para Fiona que vinieran a la boda y quería pedirles que les permitieran ir a verles antes de zarpar a América. La otra, unas líneas que quería leer a su flamante novia mañana en el almuerzo.

– Dios. ¡Abre los ojos! – exhaló desquiciado Severus, siguiendo sus movimientos con la mirada – Esa mujer te tiene hipnotizado y eres incapaz de actuar por ti mismo…

No respondió a eso. En su lugar, contempló la obvia contrariedad de su primo y se preguntó si alguna vez conseguirían sanar la brecha que se había abierto entre ellos.

– Deberías irte a dormir, Severus. Es tarde y mañana es mi boda – le sugirió Charles calmadamente. Luego dio definitivamente la espalda a su primo. Tomó una copa que yacía sobre una mesa auxiliar, sirviéndose coñac de una botella que había pedido que le subieran a la habitación por Navidad y que seguía allí, y mezclando un poco de agua de sifón. Cuando se hubo servido una copa, volvió su atención al lapicero y el papel en su escritorio.

No quería escucharle más, no esta noche.

Sir Blake le miró fijamente un momento y luego se marchó de la habitación sin añadir palabra. Solemne, enfadado.


Fiona se escondió en un recoveco del pasillo cuando Severus salió airado de la habitación de Charles. Había podido escuchar parte de la conversación y le inquietó lo que oyó.

Esperó. Golpeó su puerta una vez, dos, antes que él abriera.

Mientras esperaba, uno de los relojes antiguos de cuco del piso inferior marcó medianoche.

Vio la sutil sorpresa en los ojos de su prometido. Instantáneamente Charles contuvo una sonrisa:

– Fi, amor. Se supone que no debo ver a la novia la noche antes de la boda. ¡Es la razón por la que te han subido la cena a la habitación! – dijo – Insistí en ser yo quien no bajara pero os confabulaste contra mí, tu madre me aseguró que así tendrías más tiempo para prepararte y cedí.

Fiona cambió el apoyo de pie y escondió su intranquilidad con un pequeño suspiro.

– ¡Oh! Vamos, Charles… no seas aguafiestas… me viste probarme el vestido cuando lo compramos y – hizo un mohín – te he echado mucho de menos esta Navidad… Sé que has estado al pie de mi cama semanas y entiendo por qué tenías que venir y conversar con tu primo y tu padre a solas… – repuso – pero… te he echado en falta.

A Charles Blake se le formaron aquellos hoyuelos suyos en las mejillas y arrugas en los ojos al escucharla. La tomó en sus brazos y la besó fervientemente hasta que pudo notar sus labios respondiendo con la misma pasión.

Esa no había sido una buena Navidad pero sería un gran año. Mañana… hoy… sería oficialmente su esposa.

No pudo evitar pensar en lo que le había dicho su primo sobre el trato que le había dado Borshon. Sus dedos se aferraron más a ella cuando separaron los labios para tomar aire.

– Charles…

Se quedó muy quieto, murmurando una palabrota.

– Lo siento mucho, maldita sea… – le dijo al oído abrazándola. Su voz iba cargada de repente con el peso de la culpabilidad: – Severus me ha contado que habló contigo en Armagh. No tienes idea de cómo me gustaría borrar esas semanas que pasaste en aquel infierno. Nunca debí dejarte sola en Dublín cuando estabas esperando a mi hijo…

¡Qué estúpido había sido al irse a Londres y dejarla sola y encinta después de la publicación del reportaje! ¡Sabiendo como sabía que Jonathan Borshon y sus subordinados le tenían ganas y que el Castillo la espiaba!

Fiona se apartó del todo de su pecho y le observó. Estaba prendada de sus bonitos ojos marrones, de su boca.

– Tenemos que hacer que sea agua pasada de una vez. Mirar hacia atrás no va a cambiar lo que sucedió, Charles. No nos va a devolver a… – se interrumpió con una mueca y negó con la cabeza – Además, ¿cómo ibas a impedir tú que me detuvieran si querían hacerlo? Son la policía, las autoridades.

– Cuéntame la verdad, por favor…

– ¿Contarte el qué? – dudó arrugando la frente – Ahora no sé de qué me estás hablando…

Sus músculos estaban tensos. La miró y algo pareció removerse en su interior: – Todo. ¿Qué te hizo Borshon? ¿Qué te dijo ese condenado? ¿Qué más pasó en esa prisión?

Fiona se mordió el labio intentando aplacarlo.

– Charles… Fueron varias amenazas sin sentido, además de ese golpe del guardia y…, ya te lo expliqué – exhaló aire – Estoy segura que tu primo te ha dado todos los detalles que faltaban. Lo veo en tu cara, amor. No hay nada más que contar, no quiero recordar a ese hombre ni ese lugar en particular… ¿Podemos no hablar más de ello, verdad? ¿Me lo prometes?

Charles intentó resistirse pero acabó asintiendo a regañadientes. Por ella.

Haría cualquier cosa por esta mujer aunque le pesó no saber si estaba haciendo las preguntas correctas.

– Pero, ¿y… mi primo? ¿Qué demonios quería?... Fi, ¿te faltó al respeto?

– No, nada grave, no tienes por qué preocuparte – reiteró Fiona.

Fue evidente que no estaba siendo del todo sincera. Pero quien iba a ser su esposo no dijo o hizo nada para seguir cuestionándola y ella lo agradeció.

Le mentía porque no quería preocuparlo y no podía contarle que su primo le había ofrecido dinero para marcharse aun si aquello la convertía en una madre soltera rechazada por todos… en una paria…

Sir Severus Blake había estado seguro que podía sobrevivir a algo así, pero ella no lo estaba tanto…

No era tan fuerte como todos creían.

En sus pesadillas todavía estaban Borshon, su interrogatorio y sus amenazas. Estaba esa mujer cacheándola al llegar, el auxiliar de enfermería explorándole el abdomen con torpeza y usando el espéculo con brusquedad aunque estaba casi segura que con ello no podía confirmar un embarazo, el frío y miedo que había pasado cada maldito día… y, luego, esa pobre chica a la que metieron una bolsa en la cabeza y en que no paraba de pensar desde que se había carteado con otras presas y había desempolvado decenas de historias de terror de ese sitio…

Había noches que se soñaba abortando a su hijo, pero últimamente no lo hacía en casa, sino en esa enfermería cutre e insalubre de la cárcel. Gritaba y lloraba en esa sala gris y vacía hasta que notaba la sensación de expulsar por fin al bebé de su cuerpo… y entonces la nada… Ella misma lo cogía de su regazo y lo sostenía en brazos pero su cuerpecito era de un desgarrador aspecto descarnado y nunca podía verle el rostro.

No podía ni concebir describirle aquella pesadilla a Charles porque sentía que no había sabido proteger al bebé y él insistiría que no era verdad.

Charles la vio encogerse al resguardo de sus pesados silencios. Con ello, supo que Armagh Gaol estaba lejos de ser agua pasada tal y como ella quería, y que de algún modo Severus había sido la guinda de esa pesadilla, pero no la presionó porque temía causarle dolor innecesariamente.

Tenían que sostenerse en la promesa de América, de un futuro juntos. Se juró que la amaría hasta el último suspiro y guardaría aquel sentimiento en su pecho, dónde nadie pudiera tocarlo, ni quitárselo nunca…

– Hay más cosas por las que debo pedirte perdón – le suplicó con la mirada.

– No seas tonto.

Oh, cuantas veces en las últimas semanas había repasado esa mañana de abril en el Imperial Hotel de Dublín, maldiciendo su mala cabeza. Había llegado a barajar la posibilidad que algo hubiera fallado ya la primera vez en la cabaña pese a haber tomado todas las precauciones… porque de ese diminuto cuerpecito que había tenido en brazos se intuían las uñas y la pelusilla de las cejas y le parecía extraordinario lo mucho que ya se parecía a un bebé más grande. Arthur

Charles cerró los ojos con fuerza intentando controlar su propio sentimiento de culpa.

La verdad era que Fiona le había tenido preocupado, muy preocupado. Incluso en los mejores días de su lenta recuperación, su infección había presentado un peligro muy real de una complicación grave… y sabía que había estado sufriendo de terrores nocturnos desde su hemorragia, la muerte de su pequeño… puede que desde antes…

La había visto removerse inquieta bajo las sábanas y despertarse sobresaltada cuando aún estaba lo suficientemente enferma para guardar cama y él podía velar su sueño. «– Tranquila, Fi, cariño – le había susurrado varias veces – Estás a salvo, estoy aquí contigo... –».

En pensar en el dolor que ella había sentido, todos sus músculos se quedaban rígidos.

Su corazón estaba lleno de recelos y una parte de él vivía absolutamente aterrado.

Deseaba tener algún día una familia con Fiona, no exactamente de inmediato, claro, pero mientras fueran razonablemente jóvenes y estuvieran llenos de energía, tan buen punto ella se sintiera preparada y no tuviera dudas; aun así le paralizaba el pensamiento de perderla o lastimarla. ¿Qué iban a hacer si ocurría lo que era natural con el entusiasmo de los primeros meses de casados? No podía arriesgarse a engendrarle otro bebé si había una mínima posibilidad que el precio a pagar fuera su vida balanceándose en el precipicio.

El médico, tal como había hecho la comadrona Kirby antes incluso de pedírselo, les había asegurado que podía volver a quedarse embarazada sin que necesariamente hubiera dificultades, que era joven y estaba sana. El hombre había insistido en que el útero no parecía afectado y le había comentado un par de veces, cuando le tenía a solas, con una copa de whisky entre las manos gentileza de James Maclachlan, que no podían avanzarse a los acontecimientos hasta que ella volviera a estar esperando, pero que volver a probarlo era lo más sensato para dos recién casados…

Sus palabras habían sido que cuando llegara ese momento sólo debía tener confianza y recordar que Fiona había peleado su primer parto como una jabata. Eso no le calmó.

Parecía como si el obstetra pensara que iba a rechazarla o abandonarla si insinuaba lo contrario, pero no sonaba para nada a certeza. Qué absurdo. Charles sabía por Peggy Murphy que la otra abuela de Fi, Catrìona, había tenido no una sino dos perdidas muy complicadas al principio de su matrimonio. No iba a correr ningún riesgo ni a jugar a la ruleta rusa sin certezas…

Hizo un esfuerzo por serenarse. Le intranquilizaba que nunca más pudieran volver a hacer el amor sin aquel miedo oprimiéndoles el pecho, interfiriendo en cada aliento… ¡sentía una impotencia que jamás había experimentado antes! Había visto toda aquella sangre y aunque racionalmente sabía que había pasado suficiente tiempo para que estuviera recuperada físicamente, seguía aferrado a aquella imagen, ¿qué pasaría si la lastimaba al…?

¿Y si de algún modo estaban condenados a revivir aquella pesadilla? Otro Arthur… o algo peor… mucho mucho peor…

Muchas mujeres morían en el parto o en complicaciones posteriores. Había ignorado cual era la cifra (40 de cada 10.000 no parecía mucho en el frío papel pero era un mundo de dolor) hasta que Fiona se había encontrado espantosamente cerca de cumplir con la estadística.

Su deseo era mantenerla en un abrazo íntimo donde nadie pudiera llegar a ella, ¡pero le asustaba tocarla y ser él quien de algún modo acabara por hacerle daño!

Quería protegerla, borrar todas las inseguridades y esos muros que les tenían a ambos petrificados y salir pitando del lugar que, de alguna manera, les había hecho todo esto.

La observó con detalle, se fijó en sus pies y ella se rió al ver la expresión de confusión en su rostro.

Fiona era hermosa incluso en bata y él no dejaría nunca de decírselo, pero…

– ¿Has venido descalza?

– Me temo que sí…

Charles hizo un esfuerzo por aliviar su preocupación y volver a sonreír.

– Dicen que verte antes de la boda trae muy mala suerte – advirtió con voz templada – Nos casamos en unas horas. Debería cerrar los ojos o sacarte de la habitación ahora mismo…

– Estoy segura como a los sirvientes de esta casa les encantaría verte llevándome en volandas fuera de tu habitación – la chica bromeó.

– Fiona…

– No crees en esas bobadas, ¿o sí? – le preguntó ella al verle algo serio pese a que una ligera sonrisa bailaba en sus labios.

Charles intentaba centrarse en su belleza y su amor y no en la pesadilla que habían vivido, pero se podía decir que no lo estaba logrando muy bien.

– No querría tentar mi suerte… y ya que lo has mencionado antes tampoco tendría que haber visto el vestido… puede que sea un insensato…

– ¿Voy a tener que buscarme una herradura para tranquilizarte y que las hadas no me secuestren?

– ¿Cómo?

Fiona le dedicó una media sonrisa y entrecerró los ojos.

– Es una costumbre del campo – se rió.

– Oh…

Entonces, él le acarició la muñeca con el dorso de su dedo índice, le miró a los ojos y fue como si el tiempo se hubiera detenido.

Ambos desearon por un momento que esa noche toda su conversación fuera sobre esa tonta tradición de no ver a la novia antes de la boda.

De hecho, Fiona estuvo muy tentada en darle un beso de buenas noches y dejar las cosas así.

Puede que no debiera tentar más a su suerte y lo mejor fuera contentarse con haberlo visto y besado antes de reencontrarlo en el altar...

El casamiento iba a ser el mejor día de sus vidas si hacían un pequeño esfuerzo. ¿Por qué estropearlo?

Pero había escuchado a Sir Blake y a Charles y ahora no podía desoír sus palabras:

– ¿Charles? ¿Por qué no me contaste que Robbie había asesinado a ese hombre? Tú lo sabías, ¿verdad?

Su expresión cambió. Apretó la mandíbula con fuerza y su ceño se frunció un poco. No estaba especialmente orgulloso de haber guardado aquel secreto, pero había intentado protegerla y volvería a hacerlo si era necesario.

– Ese hombre no se merecía nada bueno, Fi.

– Eso no justifica a Robbie apretando el gatillo… – Insistió Fiona. No es que no hubiera imaginado a su primo haciendo algo así por la causa, pero no podía soportar la idea de Charles guardando un secreto de estas dimensiones por su culpa, poniéndose en riesgo por ella.

– Nunca he dicho que lo hiciera pero no consigo pensar en ese hombre sin decirme que se lo tenía merecido. Tan terrible como suena – admitió Charles. La sonrisa y el brillo en sus ojos se habían esfumado completamente – Era un mal hombre, tú lo sabes más que yo…

Fiona bajó la cabeza incapaz de discutir eso.

Miró a la habitación.

Vio de reojo el periódico que Sir Blake había traído hasta aquí con la foto de Borshon. Y luego se fijó en una revista que Charles tenía abierta por las páginas de sociedad encima de la gruesa colcha de su cama. Estaba arrugada como si alguien se hubiera peleado con el papel.

Estuvo segura que había sido Charles impulsado por la frustración.

Era un boletín de noticias locales con papel de tonalidad salmón que puede que apenas llegase a distribuirse entre los tres o cuatro pueblos más grandes del condado. Se distanció unos pasos de él y se acercó a la revista para ojearla con una obvia curiosidad.

Hablaban de su boda en dos columnas ilustradas con una foto borrosa de Charles sacada como mínimo unos diez años antes. Al final del artículo, había un destacado a pie de página con un mapa que señalaba Londonderry… fue allí que vio su nombre en negrita...

El autor explicaba con lo que intuyó que era un tono bastante hostil quién era la muchacha con la que se casaba el heredero de Sir Severus Blake, el origen humilde y campesino de su familia materna… y a renglón seguido, hacía hincapié en que era bastante bonita y su padre aceptablemente rico, pero que además escribía para los americanos y pesaba sobre ella el sambenito de simpatizar con los rebeldes…

Ni siquiera tenía que seguir leyendo para saber que unas pocas líneas después hablaría de su arresto. ¿Qué otra cosa podía merecer el desmesurado interés sobre su persona y la obvia indignación de su prometido para con el ejemplar?

Era molesto ver aquellas letras de imprenta y al jovencísimo Charles allí mirándola desprevenidamente en el papel, sin saber lo que se diría de él una década después por elegir «a la mujer equivocada…», según daba a entender el artículo.

No por nada el periodista que firmaba la pieza describía la figura de Sir Severus con palabras rimbombantes y enrevesadas, y se refería a él con un montón de adjetivos antepuestos como a un hombre dignísimo y de alta moral, contaba su importancia en Cushendall y Carnlough, sus obras de caridad y su devoción a la Orden de Orange; pero le extrañaba sobremanera, y así lo admitía, que el baronet hubiera tolerado a Fiona dadas sus simpatías y el vínculo de su rama materna con la religión católica…

La revista especulaba con inexactitudes casi cómicas sobre la posibilidad de una ceremonia ostentosa y los caros preparativos que se habían llevado a cabo en la pequeña y vieja iglesia protestante de piedra en donde se casarían, como si Charles y Fiona estuvieran deseando exhibirse ante todo el mundo.

Si reporteros locales del condado de Antrim como éste tuvieran alguna idea de lo que Sir Blake sabía, si conocieran del inoportuno encuentro con Collins, lo anunciarían en primera plana como si efectivamente Charles hubiera hecho algo repugnante y cruel, ¡y la noticia saltaría fácilmente a publicaciones más leídas que aquella!

¡No habría lugar para excusas ni reputación que salvaguardar en Londres y entre los muchos unionistas del Úlster…! Los titulares dirían que Charles flirteaba con los rebeldes, mientras que en los textos en cursiva se remarcaría las miles de acres que un día heredaría de su primo en el condado, como si aquella fuera una perspectiva atroz para la finca.

En un ataque de amarillismo, de ese que tanto gustaba a algunos directores de las rotativas menos serias, alguien se preguntaría si lo habría enredado para convertirse al catolicismo, ignorando que ella misma no lo era de bautismo y que no era la fe en la que se habían casado. Ese sería el principio del final.

Luego, un día, finalmente, se atreverían a insinuar que había tenido algo que ver con el balazo con el que el inspector en jefe Jonathan Borshon de Dublín había sido asesinado…

Fiona sabía una o dos cosas sobre cómo funcionaba la prensa sensacionalista y especialmente cuánta de la guerra se estaba librando en los periódicos. ¡Por Dios, ella era periodista!

Pese a que había muchos compañeros que hacían las cosas bien, conocía unos cuantos periódicos y revistas que contentaban a sus lectores y se ganaban el pan con ese tipo de información no contrastada. No necesitarían mucho para contar esa historia en particular.

En todos sitios existían personas ávidas de noticias escandalosas y chismorreos en letra gruesa y negra… Y aunque no fuera así, era indudable que muchos irlandeses agradecerían de una noticia de esas características… algo novel y estridente que les distrajera de las listas de tropelías más crudas de los rebeldes y los palos de ciego del gobierno…

¡Los vendedores vocearían en la calle la falsa acusación contra el heredero de Severus Blake, uno de los mayores terratenientes en el norte, y saldría en los anuncios que colocaban en los quioscos en Belfast y Dublín…!

Si un rumor tan grave como ese acababa pesando sobre Charles y llegaba a las autoridades inglesas podía acabar suponiéndole la ruina y hasta la pena de muerte por traición si alguien daba a tal estupidez la suficiente credibilidad.

Quedaba además fuera de toda duda que estar con ella lo ponía en el punto de vista de los hombres de Collins… Robbie no habría estado hoy aquí sino…

– Fiona…

– No me preocupa el alma de Borshon, Charles, no voy a llorar por ella, pero sí la de mi primo… – cogió aire e hizo una breve pausa – y me preocupas tú. ¿En qué momento he dejado que estuvieras expuesto a esta locura? ¿Michael Collins contactando contigo casualmente? Es peligroso y es mi culpa… ¡Sir Severus tiene razón, te estoy a punto de destrozar la vida!

Fiona cerró los ojos desasosegada, mordiéndose discretamente el interior de la mejilla y apartando la mirada de la revista. Sus labios temblaron y se sintió enferma.

Charles negó con la cabeza sin perderla de vista.

No quería que Fiona pensara ni por un momento que la elegía a ella sin ser perfectamente consciente de las consecuencias. Estaba decidido a cumplir con su palabra, preocupado y a la vez impaciente.

Quizá por eso, endureció su tono. La expresión en sus ojos era tensa y Fiona sintió su reticencia.

– No es así en absoluto – dijo – Mi primo no tiene razón, porque como siempre sus prejuicios hablan y actúan por él. Tengo 30 años, soy un hombre adulto, puedo tomar mis propias decisiones, Fiona, ¡y encontrar trabajo donde sea más conveniente para nuestro matrimonio! Trabajar para el gobierno británico no es lo único que puedo hacer. Estoy tratando de apoyarte, pero América no es precisamente un mal lugar para un economista. Habrá mil salidas, mejores empleos. Me gustaría que creyeras más en mí – sopló resignado en ese punto. Calló un segundo intentando contener una decena de emociones diferentes y continuó: – Y, ¡Dios!… amor… fue Collins quien me buscó y la conversación apenas duró diez minutos… nadie puede decir lo contrario. ¿De qué pueden acusarme? Aunque hubiera salido corriendo de ese local, no hubiera estado a tiempo de impedir que tu primo dase ese disparo al otro lado de la ciudad…

– Pero soy periodista – replicó ella en voz baja – Debería haberme dado cuenta del riesgo en el que te ponía… esa nota que mandaste a Louisa pudo haber sido tu ruina, aún podría serlo si alguien se empeñara en que tienes algo que ver con el movimiento.

– Fi, cariño…

De un momento a otro, Fiona lo vio claro. Tan cristalino como el agua de un riachuelo de cualquier bosque salvaje del norte o el aire de aquel día de final de verano en el que había podido salir por fin de prisión…

Era terrible darse cuenta de que no había otra manera. Su amor estaba condenado desde el principio.

¿En qué momento se había creído que los artículos que escribía, muy políticos y muchas veces antagónicos hacia el Castillo, aunque fueran para la prensa respetable y no la radical, no perjudicarían a un heredero de la posición de Charles?

Aquello (ella) iba a truncar también sus aspiraciones como economista.

Las manos le empezaron a hormiguear y su corazón latió deprisa insistiendo en salírsele del pecho. Le faltaba aire.

Su respiración quemaba en sus pulmones y sus labios estaban secos.

No iba a ser una carga para su futuro.

– No podemos casarnos.

Por la mirada café de Charles cruzó la sorpresa y después la incredulidad.

– ¿Qué dices?

– No puedo casarme contigo porque estás sacrificando toda tu carrera en Londres… y no podría vivir con la culpa si acabases encarcelado o muerto por mí causa – Fiona hizo una dolorosa pausa y añadió: – Charles, quiero que Irlanda se libre del yugo de la corona inglesa con todas mis fuerzas, y para serte sincera, si llega el día, no deseo contar la independencia desde el yanqui y desconocido Chicago, sino desde el corazón de Dublín o de Belfast… ¡Pero no quiero nada de eso a costa de tu profesión o de tu seguridad... o de ambos!

Sus palabras eran puñales que se clavaba a sí misma y dolían increíblemente. Suspiró profundamente, y las lágrimas la traicionaron, pero no flaqueó.

Charles la miró como si le estuviera hablando en un idioma extranjero.

– No lo estás diciendo en serio…. – trató de dar sentido a sus palabras y cuando Fiona no contestó fue palideciendo más y más hasta acortar distancias con un solo paso inestable y apretar una de sus manos patéticamente para pedirle que se retractara. – Fiona…

Ella se desmoronó y estalló en llanto al responderle. – Piénsalo, hay mil razones por las que es mejor que no te cases conmigo.

Charles tiró de su brazo con ternura para abrazarla más estrechamente, aunque el mundo parecía habérsele caído a los pies.

Le besó muy callado el dorso de la mano izquierda que mantuvo entre las suyas un momento, luego le besó todos los dedos, uno por uno. Llevaba su anillo de pedida que una vez había pertenecido a Elinor Blake en el dedo anular. Tenía las manos heladas.

– Me niego a escucharte.

– Charles…

– No puedo perderte – atestiguó – ¡Te he notado tan lejos de mí este último mes! Pensaba que eran los nervios por la boda y el duelo por el bebé, pero odiaba que todas esas veces no me buscaras… Que te marcharas a dar esas caminatas a lo largo del rio sin que nadie en casa de tus padres supiera donde parabas o porque te empeñabas en ahogar tu dolor a espaldas de los que te queremos…

– Necesitaba pensar. No soportaba la idea de que un buen día te levantaras y te dieras cuentas que estar en Chicago conmigo te hacía infeliz – susurró.

– Por el amor de Dios, Fiona. ¡Eso sería imposible! No pasaría ni en un millón de años. ¿Yo, infeliz? ¿A tu lado? – preguntó, abrumado. Su rostro se había contorsionado en una mueca y las últimas palabras las dijo subiendo la voz sin querer hacerlo. Cerró los ojos y se puso de nuevo las manos en la cara. – No puedes estar hablando en serio. ¿Qué estás diciendo?

– Charles… es que no puedo hacerlo – suspiró profundamente. De inmediato cambió el tono de voz intentando sonar segura y ser convincente. No podía dar su brazo a torcer porque de lo contrario Charles iba a desperdiciar ese magnífico porvenir que tenía por delante. Puedo que los dos estuvieran lanzando oportunidades por la borda si se casaban hoy. – Te amo y lo sabes. Pero debes hablar con William Dudley Ward y pedirle que te ayude a recuperar tu puesto de trabajo. Estoy segura que Freda intercederá por ti con su marido si se lo pides. ¡Ya has oído a tu primo!

– Fiona…

Esta vez fue ella quien le sujetó de las manos para que la mirara.

– Escúchame, Charles… – le cortó –… cuando ya no pese sobre ti la sospecha que vas a seguir los pasos de la condesa Markievicz, o peor, de esos espías ingleses que se dice que pasan información a Collins y que el gobierno tanto desea cazar… cuando no desconfíen de ti por mi culpa o la de mis artículos, los colegas de Lloyd George estarán encantados de tenerte de nuevo con ellos… ¡debes lograr que sea así! Ahora puede que no quieras verlo pero los dos sabemos que todo esto es una locura y que en Londres te espera una carrera brillante. Chicago no es lo que tu madre quería para ti… ¡ni siquiera es lo que tú escogerías sino fuera por mí! y a tu padre le acabarías rompiendo el corazón si la distancia con Sir Severus se agrava y es evidente que se agravaría…

– Fiona, por favor – suplicó, retirando sus manos de las de ella, dando un paso atrás y empezando a caminar por la habitación con una mano fregándose el rostro con frustración – No lo hagas. No utilices la memoria de mi madre para alejarte, para dejarme, porque directamente podrías llevarte el sol contigo y no hacerme más daño. En poco más de un año la he perdido a ella y a nuestro bebé, y tú vas y me dices que te vas a ir. Ten un poco de piedad, amor mío.

– Lo último que querría es herirte, ¿no lo ves? Pero ella ya intuyó que lo nuestro acabaría contigo renunciando de alguna manera a Killoughagh Castle y a tu futuro… Es increíble lo clarividente que fue aquel día cuando me dijo todo aquello… y la guerra ni siquiera había terminado…

Charles se volvió, parándose en seco cerca de una ventana. Las olas del mar chocaban y rugían y se podían escuchar perfectamente en la casa, amortiguadas por el ruido de la tormenta. No podía entender qué es lo que Fi estaba haciendo en este momento.

– Entonces, ¿me estás protegiendo? ¿Es eso lo que crees que está pasando? – dijo con ironía.

– Creo que nos estoy protegiendo a los dos. Si me voy a Chicago o vuelvo a Dublín va a ser sola – Fiona habló después de un cuidado silencio, logrando contener las lágrimas una vez más. Tenía una confesión más que hacerle y en parte sintió que se quitaba un peso de encima al hablar: – No quiero vivir en Londres, no por mucho tiempo. Soy escritora, periodista, no un soldado, pero si mi pluma ha podido hacer algo bueno por mi sangre irlandesa en algún momento, es ahora. Un día Irlanda será verdaderamente libre y quiero ser parte de ello.

Era consciente que contarle eso haría que dejara de insistir. No importaba si lograr que estuviera de acuerdo con ella le rompiera el corazón.

No habría podido separarlo de su hijo tal como quería Sir Severus, pero sin Arthur, ella sí podía hacer ese sacrificio.

Charles no supo qué decir. Sintió rabia y desesperación. Así, ¿esto acababa de esta manera? La voz de Fiona le había golpeado con la fuerza de un puñetazo en el estómago, y en un principio se rebatió a sí mismo con dureza y se convenció que iba a batallar para hacerla reflexionar, a protestar. Pero ahora ella estaba explicándole aquello sobre su contribución a la lucha por Irlanda y podía ver las lágrimas en sus mejillas y el fuego lleno de dolor y angustia en esos enormes ojos azules.

Lo único que quería él era que Fiona fuera feliz pero ¡cómo ansiaba objetar a cada palabra!

– Mira, Charles… – siguió argumentando y él la interrumpió desorientado.

– ¿Todo lo que hemos vivido hasta ahora no significa nada para ti?

Parpadeó, frustrada por haber sido tan tonta de arrastrarlo hasta ese momento.

Se quedó callada y Charles pensó que en el fondo no quería contestarle.

– ¿No vas a decir nada? – protestó acercándose, conmovido por su expresión pero con una mueca dolida. Fiona tenía el rostro empapado de llorar y le besó sin que Charles lo hubiera visto venir.

Titubeó desconcertado por su arrebato, aunque apretó más los labios contra los suyos. Dios, no entendía a esa mujer ahora mismo. ¿Qué quería que hiciera exactamente?

La cabeza de la misma Fiona era un caos.

Cogiéndole por los hombros, la apretó con ansía y fervor contra su pecho. Una parte de él quiso pensar que al final sólo serían las dudas normales de antes de la boda y que mañana se quedaría con él. Pero no era un ingenuo ni un soñador.

Este era un adiós.

La bata de Fiona resbaló por sus brazos dejando a la vista su camisón.

– Charles, me voy a ir por la mañana – le explicó con cuidado – Quiero que me beses – murmuró aferrándose a su abrazo – como si fuera la última vez. Puede que lo sea.

Charles intentó procesar sus palabras. Ella se iba. ¿Por qué no hacía algo más para convencerle de lo contrario? ¡Era el amor de su vida, la mujer de la que estaba enamorado!

Quería rogarle, suplicarle, pero el amor por ella y su orgullo lo frenaron. Notó lo pálida que estaba. Vestida con ese camisón crudo de seda que suavizaba su figura femenina parecía un ángel. Uno pintado por Botticelli o Michelangelo en una obra de arte del Renacimiento.

La había perdido. ¿Pero cómo?

Tal vez necesitaba tiempo para pensar, espacio, quizás lo necesitaban los dos antes de volver a encontrarse, tiempo para llorar por separado la pérdida del pequeño Arthur y el incipiente futuro que éste se había llevado consigo. Lo horrible que había sido todo aquello.

La muerte del bebé les había dejado en un estado de shock del que jamás podrían recuperarse del todo.

Cuando la había conocido no tenía miedo de nada. Era valiente y decidida, ¡qué fuerza tenía! No era extraño que, en cuanto la había visto, se hubiera enamorado de ella.

La irresponsabilidad de dejarla embarazada había estado a punto de costarle la vida. Se habría muerto por su culpa por la hemorragia o la infección o ambas cosas… ¿Cómo podía ella siquiera mirarle a la cara?

– Fi… – empezó a decir, pero Fiona le detuvo posando un dedo sobre sus labios para silenciarlo. Charles obedeció.

Fiona le dio un nuevo beso, largo e intenso, antes de mirarle a los ojos.

Se controló a sí mismo recordando por lo mucho que ella había pasado en pocos meses y lo asustado que había estado. Esa maldita situación debía haberla herido de algún modo profundo que le costaba poner en palabras, lo había herido a él también sin lugar a dudas. Ambos tendrían que haber hablado más de cómo les había afectado perder a su niño, de cómo les afectaba ese descenso en el horror en el que se encontraba inmersa Irlanda…

Charles había querido abrazarla para siempre y llevársela a América donde todo aquello importara menos. Ahora ya era tarde.

Se quedaron en silencio por unos segundos más.

Tomó su delicado rostro entre sus manos y la besó con pasión y todo el amor que sentía por ella. Necesitaba que supiera, que le quedara claro, que jamás nadie ocuparía su lugar.

– ¿Qué vamos a decirles a los invitados? – preguntó como un idiota.

Se irguió entonces por el sonido de su propia voz: al darse cuenta de lo fácil que parecía ser para él plegarse a la derrota.

Los rasgos de su rostro se tensaron. ¿Por qué demonios no estaba intentando hacerla cambiar de opinión? ¿Por qué no hacía nada para retenerla? ¡Así tuviese que arrodillarse y suplicar! ¿Por qué se conformaba?

Si a uno le cortan una mano, no se entera que la ha perdido durante algunos minutos, y sigue creyendo notar los dedos. ¿Era eso lo que le estaba pasando justo en ese momento? ¿Por ese motivo la dejaba marchar?

Tenía que luchar por ella…

Una ola de emociones le inundó al punto que quiso llorar, gritar, volver a besarla, acariciarla, tenerla en sus brazos, jurarle amor eterno. Le saltó el corazón en el pecho, preso de un pánico repentino porque sabía que iba a echarla de menos por el resto de su vida…

Entonces supo con absoluta certeza por qué no iba a luchar para retenerla. Prefería odiarse a sí mismo durante el resto de sus días que permitir que ella le odiara para siempre por cortar sus alas, se dijo.

No se trataba de lo que quisiese él, pero de ella, de lo que ella necesitase y desease. Se podía haber muerto trayendo al mundo a su malogrado bebé. Había aceptado casarse y renunciar a un trabajo que amaba después de un viaje de perros a Sheffield durante el cual lo había dado por desahuciado y él no la había cuestionado lo suficiente. Pensó que se lo debía.

No había nada que hacer… nada excepto una cosa… lo único que le quedaba antes que su corazón se rompiera en mil pedazos. Jamás la amaría menos que en este instante. Dejar de quererla de este modo era imposible.

Empezó a darle besos y más besos. Le sujetó el rostro con las manos y le soltó el cabello.

Fiona no le cuestionó. Comenzó a desabrocharle la camisa, la pajarita blanca que había usado en la cena y besó su esternón. Luego, le empujó hacía la cama. Los dedos de Charles se aferraron al camisón a la altura de sus caderas para detenerla. Antes de hablar, dejó que sus manos recorrieran sus muslos por debajo del mismo, grabando en la memoria cada centímetro de la piel que recorría: – Te quiero. ¡Te quiero tanto! ¡tanto!... pero no tenemos que… no podemos…

Fiona se deshizo del camisón dejándolo caer a su alrededor.

En unos segundos estaba frente a él desnuda. – Me conformo con tus caricias, las quiero, pero no te quedes allí mirándome...

Charles reaccionó sintiéndose perdido, aturdido. Se inclinó hacia ella cogiéndola en brazos y colmándola de besos hasta tener que parar para recuperar el aliento. Las yemas de sus dedos se enredaron en su melena desecha y le alborotaron aún más el pelo. La besó en la curva de uno de sus pechos.

Fiona suspiró satisfecha. Se sentía increíblemente bien tenerlo contra sí después de tanto tiempo, su cuerpo contra el suyo, cálido y firme. Fuerte.

– Si viviera otra vez, pagaría para conocerte ese junio en Belfast, Fi… ¡para conocernos de la misma forma que lo hicimos aquel día! Con guerra, Jutlandia y cada maldito día de infierno en el mar – siseó Charles con la voz ronca y quebrada – ¡Sé lo egoísta que es decir esto después de todas esas pérdidas irreparables! Pero querría leer de nuevo cada una de tus cartas, ver nuestros sueños entrelazándose en cada palabra, vivir nuestro primer beso y la primera vez que...– se calló un segundo, y luego los ojos de ambos encontraron – No puedo quitarme de la cabeza el daño que te he causado en los últimos meses…

– Charles, amor…

– Te miro sin poder pensar en otra cosa – le aseguró – Puede que haya apagado esa ansía envidiable por comerse el mundo que tenías en los ojos y eso es imperdonable. Aún recuerdo esa chica maravillosa que se metió con dos guardias para salvar a su vecina. Estas últimas semanas nos han echado muchos años encima a los dos y lamento habértela robado… de algún modo creo que lo he hecho –.

Ella había madurado mucho en los últimos meses. No era extraño que aún fuera un poco niña a los veintiún años cuando se habían conocido. Pero si quedaba algo de eso después de la muerte de su tío o al acabar la guerra, Fiona sabía que se había ido del todo en el momento que había tenido que empujar dolorosamente para dar a luz al cuerpo de un bebé sin vida…

Era inevitable que fuera así, pero no era culpa de Charles. Daba igual lo que él se obcecara a creer.

– Amor, escúchame…

– Sht…

Le sonrió un poco.

– Estoy desnuda.

– Lo sé…

Deslizó las manos por su rostro y bajó y bajó, hasta que le acarició y sopesó los pechos, apretando la blanda carne femenina con reverencia, acariciándole el abdomen, la curva de su pelvis, tocó los rizos cobrizos que cubrían su sexo y el interior de sus muslos y la guió hasta que la tuvo en la cama y se arrodilló entre sus piernas besándole en aquel lugar que para siempre jamás consideraría sagrado.

Charles consiguió que gimiera su nombre amándola con la boca y las manos hasta que le provocó el primer orgasmo y la sintió temblar en sus brazos. Luego, la besó y aguantó precariamente su peso en un codo mientras succionaba su cuello dejando leves marcas y caricias, disfrutando de su sabor y el olor exquisito que emanaba de su piel, poco a poco, con cuidado.

Permitió que sus dedos bailaran una vez más al compás de su deseo.

– ¿Estás bien? – Sus ojos castaños la examinaron con preocupación cuando notó un nuevo y discreto estremecimiento que provocó una mueca en su rostro.

– Sí, por favor, sigue – le rogó besándolo.

– ¿Estás segura? ¿Te he hecho daño? – insistió. Porque Charles no era tan fácil de engañar y detectó una pequeña duda. – Háblame.

– No seas bobo – se mordió el labio la chica y le acarició la mejilla tranquilizándolo – Continua.

Él la obedeció con un ritmo mucho más lento, más pendiente de sus reacciones. Su cuerpo se relajó con sus besos.

Se sintió complacido al percibir que estaba húmeda y excitada. Notó sus muslos temblando bajo una de sus manos, su respiración entrecortarse en jadeos y gemidos.

Cuando cayó rendida sobre el colchón y dejó que su cabello se esparciera por la almohada tras su segundo orgasmo, Charles tarareó en su oído una canción de amor de la que se habían reído un día que habían usado el fonógrafo de su habitación. Había parecido divertida entonces pero ahora era sólo era una balada triste. Era una pequeña estupidez que les hizo sentir más unidos por un puñado de segundos.

Charles llevaba la camisa desabrochada y había perdido el frac y la pajarita. Por lo demás, estaba completamente vestido.

Fiona tembló debajo de él, una de sus manos en la sábana arrugada. El futuro baronet sonrió contra su cuello, memorizando el perfume de su cabello.

Ese tipo de intimidad era lo último que Fiona había querido esos meses atrás por miedo a derrumbarse si afloraban recuerdos indeseados del parto, algo que Charles había anhelado y por lo que al mismo tiempo aún sentía un pavor casi irracional. Sin embargo era todo lo que parecía poder reconfortarlos en este momento…

Habían estado muy asustados: aterrados que de alguna manera el sexo pudiera conducir a otra pérdida, a un nuevo duelo.

Fiona había cerrado los ojos cuando esta noche él la besó entre las piernas la primera vez y se había dejado llevar con tozudería por las sensaciones que despertaba al tocarla.

La joven quería fundirse en los brazos del hombre que amaba, lo deseaba con todas sus fuerzas. Era ella quien había dado el paso de desnudarse, aunque seguía sin saber cómo hacerlo para que todo volviera a ser como al principio y dudaba hasta dónde podían llegar y si en algún momento dolería pese a lo bien que se sentía en este instante…

Las exploraciones médicas habían dolido a rabiar después del parto. Tanto como aquella que había sufrido en la cárcel en manos de un auxiliar inexperto.

No había sido la intención del doctor de Glasgow, pero no estaba tan segura de aquel ayudante de la cárcel.

Había temido que la penetración fuera siempre algo dolorosa para ella a partir de ahora, no sólo en lo físico, sino porque sentía que estaría traicionando al duelo por aquel bebé si se permitía odiar su cuerpo un poco menos, olvidar esa experiencia por un momento. Pero ese no era el efecto que estaban teniendo los dedos de Charles en su piel…

Fuera a pasar de verdad o no si es que seguían adelante, la asociación de esa parte de su cuerpo al dolor parecía inevitable de un modo u otro, eso no se iba de su cabeza. ¿Y si estaba rota para el resto de su vida?

Estaba llena de inseguridades y miedos como aquel.

¿Cómo iba a acallar sus pesadillas y reconectar con Charles de este modo al mismo tiempo que se alejaba? ¿Qué derecho tenía? ¿En qué tipo de mujer la convertía refugiarse en algo que otros habrían llamado vulgar para darle su adiós?

No en una que se mereciera ser su esposa algún día…

A Fiona le habría hecho falta algo más que una despedida entre lágrimas para vencer todos los recelos a una intimidad carnal plena. Aun así no hizo falta que dijera nada al hombre que estaba totalmente entregado a cada uno de sus gestos, y cuyo tacto no le estaba hiriendo físicamente pero sí removiéndoselo todo por dentro…

Charles vio en sus ojos toda esa tormenta interior cuando Fiona le miró con más que una pizca de inquietud… cuando ella quiso proponerle pasar al siguiente nivel y se dio cuenta que sólo se lo ofrecía porque creía que debía.

– Puedes…

– No, no. Todo está bien así...

Resiguió lentamente la curva del rostro femenino y sus dedos se entretuvieron más de lo necesario en el entrecejo que ella había arrugado con frustración.

Charles sintió sus sentimientos por Fiona clavarse en su corazón.

Estaba desesperado por tenerla y duro como una piedra si se permitía ser sincero, más de lo que había estado en mucho tiempo, pero su subidón se vino abajo en ese momento…

Nunca haría nada que la hiciese contraer el ceño de aquella condenada manera, y por supuesto no quería exponerla a más riesgos que se escaparan del control de ambos, muchísimo menos si no había una boda...

Tenían medios de protección pero éstos no habían sido suficientes la última vez.

Había sido más que suficiente para él ver como su cuerpo se plegaba espontáneamente a sus manos y su boca después de tantos meses sin hacerle el amor. Era un buen recuerdo que atesorar en su pecho…

Quería pensar que para ella también era algo a lo que aferrarse.

En su cabeza habitaban los fantasmas de Fiona y los suyos propios: por la paternidad perdida, las sábanas empapadas de sangre, lo cerca que había estado de verla apagarse por aquella fiebre, el trauma que había supuesto para ambos, este adiós sin retorno…

Fiona se abrazó a él y Charles la cubrió enseguida con la sabana y le devolvió el abrazo, los ojos de ambos se empaparon de lágrimas.

Intentó apartar la mano de la chica cuando más tarde ésta recorrió su abdomen perdiéndose en la línea de vello que descendía desde su ombligo pero esta vez topó contra su determinación en vez de un endeble ofrecimiento. La inmediata respuesta de su cuerpo ante el suave tacto de sus dedos le hizo zozobrar.

Su pecho ardió con culpa.

– No tienes que hacer nada por mí… Fi…

– Quiero hacerlo.

Se besaron y acariciaron quietamente por un largo momento.

Cuando Charles se desnudó para cubrirse con la misma sabana que ella, Fiona le masturbó despacio, él respiraba contra su sien y besaba su cabello, su mano acariciándole la espalda de forma sensual y tierna, hasta que se dejó ir entre sus dedos, susurrando a media voz aquel diminutivo cariñoso por el cual le gustaba nombrarla.

Los dos se encontraban abatidos y desalentados, sin fuerza suficiente para oponerse a la decisión que parecía irreparablemente tomada. Fueron conscientes de que dejaban algo inmenso y valioso inacabado.

Fiona había llorado tanto que se sentía deshidratada.

En el agreste paisaje norteño donde se encontraba la hacienda de Sir Severus Blake, el temporal parecía querer asaltar la tierra y luego arrastrarla al mar en su retirada.


A la mañana siguiente ella le miró mientras dormía. No quería despertarlo, porque entonces tendría que prepararse para el adiós y marcharse. No sabía si podría afrontar la despedida más amarga y difícil de toda su vida sin desmoronarse.

Charles abrió los ojos. – ¿Qué hora es? – le preguntó.

– Las seis – dijo Fiona, sabiendo que no podía parar el tiempo pero ansiando aquel imposible más que nada antes.

En ese momento escucharon ruido en el corredor. Los criados habían empezado un nuevo día en el que parecía no llover. Pronto la casa se despertaría y los invitados llegarían, un ayudante de cámara entraría en la habitación. Esa pequeña iglesia de piedra de Cushendall se llenaría de mujeres con sus mejores vestidos y de hombres que llevaban sombrero de copa y traje. Su padre la esperaría para caminar junto a ella por el pasillo hasta el altar, dispuesto a estrechar la mano de Charles y a confiarle a su única hija después de todo y contra todos.

– Tenemos que hablar con tu primo, con tu padre y los míos… disculparnos con los invitados.

– No – dijo Charles seguro.

– Pero…

– Yo lo haré más tarde… ¿Dónde quieres ir, Fiona? ¿Dónde quieres que te lleve?

– ¿Llevarme? No sé si… – No había pensado como saldría de esta casa. Miró al suelo y vio su camisón y su bata, ¿Cómo iba a ir hasta su habitación, vestirse y marcharse sin armar un escándalo? Habría muchas explicaciones que dar.

Suspiró.

– Llévame a la estación. Se supone que la señora Fitzsimmons está invitada a la boda pero tengo una llave de su casa, me iré a Dublín y luego…

Luego, a Chicago.

No por mucho tiempo. Unos meses hasta que el terrible terremoto de lo que iba a hacer se calmara y pudiera volver a Irlanda y a Escocia sin ser para toda alma viviente aquella muchacha estúpida que había dejado al futuro baronet de Killoughagh Castle plantado a las puertas del altar.

– Iremos a Belfast – dijo él – la red de trenes está medio parada, no voy a dejarte sola en según donde con el temporal de estos días.

Evitó mencionar otros peligros mucho más presentes en la geografía irlandesa y la psique de ambos. No era necesario exponer la evidencia.

– ¿Pero… cómo? No podemos salir de esta casa vestidos de calle sin dar miles de explicaciones.

– Ve a tu habitación, vístete, y búscame en el garaje en una hora. Vamos a intentar ser discretos – propuso Charles – cuando vuelva yo me voy a encargar de dar todas las explicaciones necesarias. Nadie va extrañarse si ve a la novia bajar a las antiguas caballerizas para calmar los nervios.

No iba a dejar que Fiona fuera diana de los insultos de su primo no en público ni delante de todos los amigos de Severus que él apenas conocía y que éste había invitado supuestamente por su bien. No albergaba ninguna duda que su primo querría humillarla, herirla con algún comentario fuera de lugar.

Y no podía predecir la reacción de James y Dougal Maclachlan a eso.

Sería menos doloroso si ella no estaba aquí cuando diese por cancelada la boda y estallara el infierno.

Charles se quedó sentado en la cama mientras ella se levantaba. El corazón le dio un vuelco cuando la vio ponerse el delicado camisón de seda.

Sobre su cama quedarían las sábanas revueltas y el calor de sus cuerpos.


Fiona entró sigilosa en su habitación y se vistió para irse. Aún le ardían los labios de tanto besarlo y sentía en la piel la sensación de las afectuosas y medidas caricias de sus manos. Observó cada detalle de la habitación sin moverse. Una sirvienta muy joven la había visto en el corredor. Había parecido muy avergonzada de encontrársela de cara y se había disculpado profusamente aunque era Fiona quien iba en bata y camisón. La realidad le pegó de sopetón una bofetada. Acababa de dejar a Charles. ¿Qué había hecho? ¿En qué pensaba? En él. En que no podía dejar que sacrificara su futuro por ella y ninguno de los dos sería auténticamente feliz sin su profesión.

Pese a ello se sintió mal, agobiada, perdida, no podía mirarlo o pensarlo sin desear besarlo otra vez.

Él quería acompañarla a la estación de tren en Belfast y parecía lo más sensato, pero ¿cómo lograrían despedirse entonces?

Alguien llamó a la puerta. Era una doncella personal cuyo nombre creía recordar que era Rosemary. Era raro que hubiera alguna puesto que Severus Blake no tenía mujer o hijas pero supuso que tendría otras tareas cuando no atendía a las invitadas del señor. – Me han dicho que la señorita está despierta – se explicó.

– Oh, sí. – Fiona dudó – Pero es temprano y mi madre quiere hacer ella el peinado. No necesita apurarse. Ahm, la llamaré cuando haga falta, lo prometo.

La mujer pareció confusa. – Pero señorita Maclachlan, se ha deshecho del todo el peinado de ayer. Su madre tendrá que volver a empezar de cero. Déjeme ayudarla con eso y después dejemos que ella le dé el toque especial, ¿de acuerdo?

No tuvo ánimos para negarse. Estaba cansada. Doblemente fatigada: su cuerpo, porque apenas habían dormido la noche anterior, y su alma, por la decisión tomada. Ni siquiera podía seguir llorando, pero la acompañaba una desesperante sensación de ausencia.

No sabía cómo iba a dejar de sentir la huella de los labios de Charles en su piel.

Asintió.

– ¿Sabe, señorita? – dijo con voz insegura Rosemary – me alegro que ésta vaya a ser su casa. Ya sé que no va a vivir aquí aún pero a van a venir de vez en cuando y necesitamos de un toque femenino casi tanto como juventud.

– ¿Juventud?

No se sentía joven pese a su edad.

– Claro. Y además – bajó el tono como si temiera decir aquello, pero sin poder controlar algo ligero y animado en su cadencia. Fiona la vio mirar de reojo una estampita de Santa Inés y la figurita del Sagrado Corazón que le había regalado su abuela y que había dejado en el tocador – de familia católica. Es un alivio, en cierto modo.

– Oh.

– Ya sabe qué pasó la otra vez. Hay familias que viven avergonzadas porque sus antepasados abjuraron de su religión por un cuenco de sopa de los protestantes en la época del hambre. Aquí en los pueblos aún hay familias enteras a las que llaman sopistas –. Rosemary dudó, pero acabó susurrando: – En el pueblo hace años que corren rumores que Sir Blake un día va a echar a todo aquel que sea católico, pero después de todo la ha aceptado a usted como esposa de su primo.

Fiona dudó. ¿Iba a hacer cierto Severus Blake ese viejo rumor y echar a sus empleados católicos? ¿Iba a hacerlo con los arrendatarios? ¿A chantajearlos con su religión?

Por lo que había aprendido del hombre casi le sorprendió que no lo hubiera llevado ya a cabo. Esa fraternidad de Orange los odiaba. Pero al fin y al cabo también sabía por Charles que Severus le escuchaba cuando él le hablaba de modernizar la hacienda y respetar a los arrendatarios que llevaban con ellos toda la vida. Hace medio año que pagaba mejor a los empleados de la casa y les daba más de medio día de fiesta al mes, pese a quejarse continuamente por ello, y Charles le había dicho que planeaba mejoras en las granjas. Quizás no estaba todo perdido en ese frente.

Lamentándolo mucho, lo que el baronet decidiera no estaba en sus manos.

Rosemary y puede que otros empleados de esta casa esperaban que intercediera por ellos si Sir Blake decidía actuar por sus creencias o porque la situación política empeoraba. No se hacía ilusiones sobre el peso que su opinión hubiera podido tener como esposa de Charles: más bien poco o ninguno mientras Severus Blake fuera el propietario y señor… pero, de todos modos, no estaría en condiciones de interceder después de hoy…

Nunca había creído poder servir de algo bueno en este lugar. Sin embargo, lamentaba no poder ayudarles...

Sonrió ligeramente a la doncella, se disculpó diciéndole que estaba nerviosa y necesitaba estirar las piernas antes de arreglarse… y le pidió que se diera prisa con lo que sea que había comenzado a hacer con su pelo…

Tenía que encontrarse con Charles en el garaje antes que fuera inevitable dar explicaciones.

Por un breve momento pensó en el viaje por carretera entre Manchester y Glasgow que habían compartido unas semanas antes.

¿Has terminado? ¿Todo bien? – le preguntó Charles cuando salió de la redacción del periódico con gesto enfadado.

Fiona dio un gran bostezo. Había conducido muchas horas desde que habían salido de Londres y estaba tremendamente cansada, agotada de discutir con ese hombre que se suponía substituía a Michael Gregson. No debía importarle tanto. Al fin y al cabo se casarían pronto y viajarían a América, ¿no? ¿Qué más daba?

Hubiera preferido buscar un restaurante y empezar a planear indolentemente su futuro entre platos y un buen vino. Hablar largo y tendido de su nueva vida.

¿Crees que podrás dormir si te abrigas con una manta y mi abrigo? Puedes probar a estirarte en el asiento trasero…

¿Por qué? ¿No podríamos quedarnos a pasar la noche en un hostal de carretera?

Charles enarcó la ceja y le sonrió. – No quiero dar más motivo de queja a tu padre. Prefiero llegar a Glasgow de madrugada. ¿Crees que podrás dormir en el coche?

A tu lado. Por supuesto. Pero no voy a quitarte el abrigo porque hace frío, me apaño con la manta… – le aseguró.

Bueno, son las nueve menos cuarto, si no nos retrasamos, estaremos en casa de tus padres unas pocas horas después de la medianoche.

¿No va a ser demasiado para ti? ¿No estás cansado?

No pasara nada. Quiero que llegues a casa y que comprueben que estas sana y salva cuanto antes.

Subieron al coche y Charles puso en marcha el motor. Pronto éste empezó a moverse rítmicamente con algunas sacudidas y Fiona se quedó dormida con el vaivén de la carretera. Relampagueaban los faros de coches que se cruzaban con ellos y se veían luces en las ventanas de las casas en los pueblos. Estaba tan oscuro que no se distinguían las estrellas. Charles aceleró. En el camino había cuestas que se alzaban ante ellos y se hundían hacia abajo constantemente.

Un golpe de aire frío le dio en la cara pese a que habían cubierto el coche antes de llegar a Manchester y este tenía un mecanismo de accionamiento eléctrico para el intercambio de calor entre el interior y el motor. El invierno era duro especialmente en el norte. Charles la ayudó a recolarse la manta con una mano y le apartó el cabello de la cara con suavidad. – Te estás quedando helada.

Árboles, más y más árboles, oscuros, negros, a los lados del camino. Un búho gritó desde algún recoveco del denso bosque de pinos que se alejaba por el retrovisor.

Puede. Te dije que deberíamos haber parado a dormir.

Charles miraba a la carretera pero sus ojos parecieron ausentes por unos segundos.

Quería hacerlo todo bien contigo, por ti, y lo he hecho todo del revés. No puedo soportar pensar en lo mal que lo has pasado estos meses…

Te quiero. Ha sido duro pero no es tu culpa – susurró Fiona y le puso una mano en el brazo. Intentaba suavizar su preocupación. Por eso, se permitió aligerar su tono: – Por fin nos casaremos, viviremos juntos y podremos quedarnos a dormir en hoteles sin mentir sobre nuestro estado civil y sin enfurecer a James Maclachlan, ¿eso no te hace ni un poco feliz?

Por supuesto. Pero me siento nervioso, ansioso como si estuviera por rendir un examen, uno que ya he suspendido en el pasado delante de todas las personas que te quieren.

Fiona recordó la cara y el gesto de Charles al decir aquello.

Vivían en un lugar y una época donde casi nadie lograba saltarse las barreras sociales, de clase, de religión. ¿Qué les había hecho pensar que lo lograrían saliendo indemnes de ello? ¿Qué le había dado a entender que de algún modo podía ser periodista, mujer e incluso su amante antes de la boda, sin que los cielos se abrieran y el mundo encontrara la manera de castigarlos por ello?

Se puso el vestido con el que había planeado que viajarían después de la boda, el abrigo blanco y sus dedos juguetearon con su sombrero de fieltro violeta oscuro pero al final decidió llevarlo en las manos y no en la cabeza. Sería raro ir a tomar el aire tan vestida. Salió de la habitación cuando Rosemary se hubo retirado, bajó las escaleras y se dirigió el jardín intentando ser discreta pero las piernas le temblaban bastante y se tropezó con sus pies al menos una vez.

Al salir de la casa se cruzó con el mayordomo de Sir Blake, éste la saludo secamente como hacía siempre, pero no pareció demasiado preocupado o sorprendido al verla. – ¿Le digo algo al señor?

– Voy a tomar el aire antes de arreglarme para la ceremonia.

– Claro, señorita Maclachlan. Cualquier cosa que necesite, hágamelo saber.

Cerró los ojos antes de entrar en el garaje. Había dejado una carta para que su madre la leyera encima del cojín de su cama. En ella se disculpaba por irse sin explicarle nada y le prometía que iría a verlos antes de partir a Chicago.

Charles parecía dolorosamente vencido cuando se giró para mirarla.

Fiona hizo de tripas corazón mientras se acercaba al hombre que amaba, grave y pálido. Intentó no hundirse y fue la primera de los dos que habló.

– Si nos apuramos aún podemos irnos antes que la casa despierte del todo, pero debería ser yo quien dé explicaciones… Podemos hacer las cosas bien si me quedo hasta que hayamos hablado con nuestras familias…

Él negó con la cabeza. Firme y con un tono de voz suave, pero con el rostro ensombrecido.

– No. Complicaríamos las cosas si te quedas. Confía en mí, por favor.

– Charles… – intentó argumentar, pero él no la dejó terminar.

Había pausa y un mar de sentimientos en sus ojos marrones. Desvió la vista antes de dar un par de paso hacia ella y tomar su mano con las suyas, sus dedos empezaron a acariciar gentilmente el dorso de su mano y su muñeca.

Ella se mostró renuente y quiso volver a hablar.

Pero Charles le suplicó con la mirada.

– No sigas. Sube al coche, por favor. No tenemos más tiempo que perder, no voy a permitir que también nos impidan despedirnos en nuestros términos… y además…

– ¿Y? ¿Y además qué? – preguntó Fiona con más intensidad de la que pretendía.

– Si sigues intentando disuadirme de irnos, cometeré la imprudencia de besarte de nuevo – replicó – y no sé si después tendría el valor para conducirte lejos de aquí…

Inconscientemente Fiona dio un paso más hasta que sus sentidos se vieron invadidos por su presencia. Casi podía imaginarse el latido frenético de su corazón a esta distancia donde sus alientos se mezclaban. Esta mañana él olía a naranja dulce y madera de cedro, a camisa recién planchada. Siempre había disfrutado de su aroma masculino pero temía olvidarse de su fragancia después de hoy. Amaba cada recoveco de su persona y aun así tenía que alejarse. Le tocó el antebrazo y entonces Charles no pudo hacer otra cosa que besarla.

Besó su mejilla y la frente y finalmente le dio un urgente beso en los labios.

Su boca se estrelló contra la suya con prisa, su rostro entre sus manos.

Charles apoyó su frente en la de ella, manteniendo su cuerpo en un abrazo que de alguna manera dolía. Fue Fiona quien al final dejó escapar un quejido sordo sin esperanza y se apartó.

– Debemos irnos, ya habrá actividad en toda la casa – murmuró.

– Eres cruel conmigo, Fiona. Muy cruel…

¡Oh, cómo le habría gustado pensar que podían conseguir otro final! Proponerle que huyesen y no sólo aquel viaje a la estación. Llevársela a Chicago como había planeado, a un lugar menos solemne que éste, más laico: entre acero y rascacielos, puentes de hierro forjado y humos de motores y fábricas. Lejos de la bandera tricolor irlandesa, la cruz de San Jorge o San Andrés, en otro mundo, un nuevo mundo, donde vivir felices sin pensar en todo lo demás.

En ese escenario, Fiona le reiteraría su amor y él no podría sino besarla otra vez, y otra vez más, hasta quedarse a su lado para siempre.

Alternativamente, aún podía plantarse en Dublín y renunciar a todo menos a ella. Incluso a la nacionalidad si algún día los irlandeses conseguían esa libertad que a él le estaba partiendo en dos, en tres, en mil pedazos.

Sabía que era un sueño inútil. Ella no se lo permitiría, una parte de sí mismo le frenaría por insensato.

El encantamiento se deshizo cuando se empezaron a oír más y más sonidos en el exterior. La presteza de alguna criada que había ido a por huevos al corral de las gallinas de la señora Priestley, el motor de un coche, una campanilla del servicio. La casa estaba despertando. Charles dio un paso hacia atrás, apartándose de quien en otro mundo habría sido su esposa, de quien siempre sería la madre de su malogrado bebé. Bajó la mirada y alejó los ojos de su rostro.

Fiona se giró entonces, dándole la espalda con un suspiro, agachó un poco la cabeza y subió al coche mirándolo ahora a través de toda aquella distancia.

Se puso el sombrero violeta con delicadeza, situándolo con ahínco y peleando por ello con su ondulado moño, para que quedara bien fijado y no se fuera cayendo de su cabeza con el traqueteo del coche.

Charles la observó.

Tragó saliva y la ayudó a cerrar la puerta del copiloto. Sería ridículo jurarle solemnemente que nunca se casaría con ninguna otra, porque durante años había presumido de ser un hombre práctico y racional. Tarde o temprano ambos pasarían página. Lo suponía inevitable pero también trágico… y sintió celos hacia ese hombre imaginario que ocuparía su futuro, pese que aún no había motivo para ello y no lo habría en mucho tiempo…

Cuando por fin se subió al mando del volante, Fiona le rozó con la mano, dejando caer uno de los guantes que no había llegado a ponerse al borde de su asiento. Le lanzó una mirada que Charles no supo interpretar. Parecía sobresaltada y triste pero ambos sabían que no recapitularía. Viajaron un rato en silencio.

Mientras Charles Blake conducía sin palabras por las carreteras norte irlandesas hacia Belfast, sus pensamientos los ocupó casi por completo la mujer a su lado, sentada ahora en la esquina más alejada del asiento del conductor, con el rostro bien oculto bajo el sombrero violeta que mantenía en su lugar con una mano, haciendo gala de una entereza y una firmeza que lo sobrecogía.

– Espero que tu abuelo Dougal no me mate. – se forzó a decir para calmar sus nervios.

– Estarán demasiado enfadados conmigo para hacer nada.

Charles golpeó el volante con el pulgar.

Ella volvió a hablar: – Sé que no querías que me quedara para evitar una escena con tu primo pero aun así me hubiera gustado hacerlo de forma diferente.

– No te preocupes por eso.

– Pero no quiero causar más problemas entre vosotros.

Fiona miró por la ventanilla para evitar escudriñar su mueca.

– De Severus me preocuparé yo. Puede gruñir tanto como quiera.

– Me sabe mal igualmente.

Después de eso Charles guardó silencio tanto rato que Fiona acabó girándose hacia él para mirarlo. Respiró hondamente.

– Charles…

– Pronto estaremos en Belfast.

El paisaje era encantador y a la vez había algo inhóspito en él. Los meses de temperaturas gélidas y días cortos del invierno conseguían que esta parte de Irlanda se mostrara bajo una luz completamente nueva. Los campos eran menos verdes aunque no había nieve y si grandes charcos por el temporal de lluvia y el cielo parecía estar siempre completamente cubierto por las nubes.

Charles inspiró hondo antes de volver a hablar.

– Sé muy feliz, Fiona

– No sé si me merezco tus buenos deseos…

– Eso es lo que pasa cuando quieres a alguien. Quieres que ese alguien sea feliz. Yo también voy a intentarlo.

– Charles…

No tuvo valor de añadir nada más hasta que entraron en la ciudad. Charles paró el coche en la plaza de la estación y ella rebuscó en una pequeñísima bolsa que llevaba colgando de su muñeca como si, de repente, pensara que podía haberse dejado algo.

Antes de abrir la puerta, sacó las llaves del piso de Dublín y suspiró, pero no pareció aliviada.

Al observarla al bajar del coche, la encontró más bella que nunca. El ruido de las locomotoras y el humo se dispersaban por toda la estación y podían intuirse desde la calle, a Charles aquello le causó una sensación imborrable de déjà vu. En su cabeza no había duda que volverían a estar frente a frente.

– Fiona, ¡espera…! – la llamó cuando se quedó parada en la acera.

A él apenas le había dado tiempo a salir del coche. Aunque no era una sorpresa que Fiona Maclachlan no esperara a que nadie le abriera la puerta de un vehículo para bajarse de éste.

– No quiero decir adiós, pero sé que debemos hacer esto, es lo mejor para los dos – admitió la chica escudriñándolo. Sus ojos azules, un mar en tormenta.

No se habían dicho mucho hasta ahora porque pese a sí mismos no tenían el suficiente valor para despedirse.

Charles sabía lo que iba a sentir cuando Fiona se diera la vuelta, entrara en la estación y tomara ese tren. Ella intentaba no sentir nada.

Esa última noche se habían besado, se habían confortado el uno al otro, y entonces él le había murmurado en la piel:

Te amo, muchísimo, muchísimo… –.

Tal y cómo quería hacer ahora.

– Debería irme ya…

– Espera un momento…

Finalmente rodeó el coche y fue hacia ella mientras intentaba descifrar su impaciencia. La cogió de las manos, se las apretó con fuerza.

– Charles…

– Habría luchado por la maldita secesión de Irlanda si eso te hubiera mantenido a mi lado, ¿lo sabes, verdad?

– Nunca nada me ha aterrado tanto – Fiona hizo un esfuerzo sobrenatural para sonreír. Una extraña sensación de vacío se extendía con rapidez por su cuerpo. – Vete ahora. No quiero que estés en el andén cuando suba al tren – pidió.

– No puedo irme – replicó Charles con algo de brusquedad – no aún.

No podía ni quería siquiera pensar en la idea de darle la espalda. La angustia se abría camino desde su estómago.

– No, no, no – suplicó Fiona – Esto no va a funcionar si me acompañas al andén. Toma…

Charles dudó cuando ella extendió su mano hacia donde estaba. Pero entonces se dio cuenta que le estaba devolviendo el anillo de su difunta madre.

Tardó un latido en reaccionar.

– No.

– Claro que sí. No puedo quedarme una joya familiar tan valiosa.

– Pero quiero que la tengas tú.

– Ya no voy a ser tu esposa…

– No importa lo que pase, siempre serás la madre de ese niño que tuve en brazos. Eso no te lo puede quitar nadie.

– Pero no puedo aceptarlo.

– Debes. Nos merecemos que este final no sea infeliz del todo, aunque no estemos precisamente en un cuento de hadas. Concédeme ese pequeño consuelo.

Todo aquello parecía irreal.

Fiona asintió lentamente, pero había incertidumbre en sus ojos.

– Creo que ha llegado el momento de marcharme… el tren no debería tardar en salir dado la hora que es.

Charles seguía queriendo suplicarle, rogarle. Pero ya había decidido que no lo haría.

– ¿Eso es todo? – preguntó – ¿Así es como termina?

– Prométeme que recuperarás tu puesto de trabajo en el gobierno.

Su voz fue suave, sus lágrimas brillaban sobre sus mejillas. Volvían a estar muy cerca uno del otro.

– Fi… – comenzó a decir pero ella lo interrumpió levantando una mano. Puso la palma sobre su rostro para callar sus palabras. Charles se detuvo, confundido.

Entonces Fiona quitó la mano con cuidado, se echó sobre su cuello y lo besó prolongadamente, antes de apartarse.

– Oh, Dios. No podemos seguir haciéndonos esto. Ya basta. Adiós, Charles…

Él asintió sintiendo el alma retorcérsele en el pecho, se quedó muy quieto y la vio entrar en la estación. Intentó evitar darse cuenta que los pasos de Fiona titubeaban un poco, antes de perderla de vista.

Esperaba que mirara hacia atrás pero en el fondo sabía que no lo haría. Quería seguirla pero no iba a hacerlo. Este era el final y no era uno de feliz pese a como intentaran suavizarlo.

La había perdido. Estaba viéndola alejarse de su vida sin hacer nada.

Echaría terriblemente de menos a aquella mujer extraordinaria que contra todo sentido común, y a pesar de los murmullos de los mentideros sociales, los salones y las alcobas de su clase, se había metido a periodista en medio de la tormenta perfecta del final de la Gran Guerra y la lucha por la libertad de Irlanda. Estaba seguro que iba a lograr escribir más y más en primera página gracias a su testarudez.

¿Qué habían hecho el uno del otro?

Oh, maldita, maldita revolución irlandesa y maldito sacro imperio británico, pensó con amargura.

Sus pasos aún húmedos por la lluvia que recién empezaba, hicieron crujir el suelo lleno de piedrecitas y alquitrán antes de subir al coche.

Fiona.

Los siguientes meses, otros muchos verían sus esperanzas desvanecerse por la guerra de independencia.

La situación empeoraría tanto en la isla de Irlanda que los periódicos y los libros de historia dirían que ese maldito año 1919, en el que Fiona y Charles habían perdido tanto y habían visto como el tiempo juntos se escapaba entre sus dedos, había sido casi prácticamente un año de paz. La actuación de los Voluntarios irlandeses terminó con la muerte de 192 policías i 150 soldados a lo largo de 1920, en comparación de los 13 policías y un soldado de 1919.

Muchos pasarían a llamarla la Guerra de los Caquis por las incontables atrocidades de las fuerzas del orden británicas.


Charles condujo tan confundido y hecho polvo que tuvo que parar antes de llegar a la costa.

Fi, amor. ¿Qué hemos hecho?

Detuvo el coche en la cuneta. Paró el motor y puso el freno de mano. Permaneció sentado un rato en silencio. Después, sacudió la cabeza para despejarse y siguió su camino hasta la hacienda de su primo.

Era perfectamente consciente de lo que encontraría al travesar los muros de entrada de la propiedad.

– ¡Era evidente que traería la desgracia y el mal nombre a esta familia! – Escuchó la voz potente de su primo apenas bajar del coche.

Nadie pareció percatarse de su llegada porque estaban demasiado ocupados en discutir.

– ¿Cómo se atreve señor Blake?

– Dougal…

– Es Sir, no señor.

– ¡Oh, por Dios, a quien le importa!

Charles pensó en el último momento en que había visto a Fiona en la estación. Ella ya habría tomado un tren a Dublín. No, no se sentía bien afrontando aquello solo pero tampoco había sabido qué más hacer. Le había querido ahorrar este espectáculo.

Se alegraba de haberlo logrado…

Miró el coche que había dejado a unos pocos metros en el parterre de grava y se dispuso a avanzar hasta el grupo de gente que seguía discutiendo en la puerta de la enorme casa con inusual algarabía. Eran los padres de ambos, familia más cercana y ese amigo molesto de Severus, Conor Ross.

En su camino hacia ellos apareció una personita con rizos castaños y una mirada azul como la de Fiona. La pequeña Hilda. Tres años y huérfana de padre por la guerra.

La niña le sonrió.

Charles quería encerrarse en su cuarto o, mejor, desaparecer. Pero había previsto ese desastre y no tenía otra salida que tomar las riendas y sobreponerse como fuera a la desesperación y el estado comatoso en el que parecía estar hundiéndose minuto a minuto.

– Hola.

– ¡Hola!

Tomó a la cría en brazos con un gesto cariñoso. – Vamos a poner firmes a estos adultos, ¿vale?

– ¡Vale!

– ¡Charles! – exclamó James Maclachlan al verle portando a su pequeña sobrina – ¡Por todos los cielos! ¿Dónde está mi hija?

El padre de Fiona se había mantenido alejado del resto y fue el primero que le vio. Había algo taciturno en su postura.

– Fiona se encuentra camino a Dublín.

Por la mueca en su cara y su resoplo exagerado fue evidente que James daba por sentado el por qué.

El semblante de Charles estaba pálido pero el del hombre le rivalizaba.

– Dudo que haya sido idea tuya, ¿no? – lamentó.

Charles negó con el cabeza, sobrepasado por la inmensidad de lo que en su cabeza empezaba a tomar la forma de un sonado fracaso.

– ¿Qué ha pasado? – Las voces de Severus y la de Dougal se superpusieron.

– Creo que deberíamos entrar y tomar algo.

Le devolvió la niña a Rose Maclachlan con algo amargo oprimiéndole la garganta.


Charles sirvió unos vasos y dejó otros vacíos. Puso whisky a la mayoría. A James y Dougal, a su padre Theodore, a Severus y al amigo de éste Conor Ross. Ofreció lo mismo a Maeve y Rose pero ambas lo rehusaron con un gesto con la cabeza de lado a lado.

Catrìona optó por un licor de moras que había en el gabinete.

El joven novio (o al menos iba vestido como uno) llevó su vaso a los labios. Dio un sorbo pequeño pero apenas tenía estómago para bebérselo. Todos los ojos estaban puestos en él.

– Hemos decidido con Fiona que no nos vamos a casar. Lamento haberos reunido hoy aquí y tener que… bueno… cancelar la boda – hizo una pausa.

– La niña se ha vuelto loca – murmuró Rose – No tengo palabras para esto.

Charles dio un gran suspiro. – Fi piensa… ambos pensamos que es lo mejor para todos…

– ¡Y un rábano!

– Dougal, ¡por favor! – intercedió Catrìona por su marido.

– ¿Qué va a hacer mi nieta ahora? ¡Sabe bien que para todo el mundo va a ser mercancía dañada después de esto! ¡Ya lo era ahora gracias a usted!

– Le aseguro que su nieta va a estar bien… Es una mujer magnífica que no necesita de un marido para hacer cosas extraordinarias… por más que me duela, yo…

– Para el carro, joven – intercedió Catrìona antes que la vena del cogote del viejo Dougal explotara – Aquí sabemos todos lo que ha transpirado estos meses. No es mucho pedir que te casaras con ella después de todo.

– Mi primo no tiene por qué casarse con nadie, estamos de acuerdo que ya ha hecho lo suficiente por esa chica hasta este momento y miren como se lo paga – fue cortante Severus.

– ¡Qué cara más dura!

– ¡Basta, basta! – pidió Maeve – Dejad al muchacho en paz. ¿Dinos, estaba ella bien cuando la dejaste en la estación?

– Sí, dadas las circunstancias. Dijo que tenía llaves del piso de la señora Fitzsimmons, que iría allí directamente.

No pudo soportar mucho más el aire cargado del salón y los silencios pesados de James Maclachlan y su padre. Ambos hombres estaban comprensiblemente preocupados por sus hijos pero también demasiado callados.

Su padre, Theodore, le tocó la espalda para darle ánimos.

James no fue hacia él hasta que abandonó la bebida en una mesa y se dispuso a dejar la habitación. Charles arrastraba aquel pesar, hondo, pero tenía que hablar con el reverendo y disculparse con los invitados que pudiese, si aún quedaba alguien en la iglesia.

Les habrían estado esperando hasta que sus familias se habían cansado de buscarles.

– Hijo – le llamó el hombre que en otra vida habría sido su suegro, pasándose una mano por su barba cuidada – Prométeme que no te vas a hundir, ¿ehm? Hazlo por el amor que le has tenido y por ti, sobre todo por ti. Espero que algún día encuentres la felicidad que te mereces.

Charles contuvo algo parecido a las lágrimas que humedecía sus ojos con un par de parpadeos y se las apañó para dar un sincero gesto de agradecimiento con la cabeza.

– Gracias.


Se quedó completamente solo después de disculparse con el reverendo protestante que les iba a casar y dar explicaciones a los empleados de su tío y a un par de mujeres del pueblo que no conocía, pero que seguían alrededor de la iglesia cuando llegó y que le pidieron detalles de la cancelación como si se los debiera. Este fiasco se recordaría durante años en Cushendall.

Fue breve con todo el mundo. Les dijo, especialmente a los que no eran de familia o no demasiado cercanos, que habían suspendido la boda de mutuo de acuerdo. Lo hizo sin dar mayores explicaciones y les presentó sus disculpas y las de Fiona.

Los cuchicheos y murmuraciones irían a la orden del día durante algunos meses. Por lo menos aquí en el condado de Antrim.

Fue saliendo de la iglesia que se encontró de cara con Tony y Michael Gregson.

Gregson le saludó con breve gesto de cabeza, pero tuvo suficiente empatía para no acercarse y obligarle a repetir palabra por palabra aquello de que habían cancelado la boda y de que sentía mucho la brusquedad de la noticia y las molestias ocasionadas…

Michael Gregson había entendido que Charles tenía el corazón destrozado. Que se encontraba, mental y físicamente agotado, y quería con todas sus fuerzas que la tierra se lo tragara.

Puede que Tony también lo intuyera, que sintiera algún tipo de compasión por Charles. Pero creyó que tenía que hablar con él. Que de alguna manera sus amigos estaban cometiendo un error.

Se lo quedó mirando fijamente y esperó que otras personas se alejaran para acercarse sin medias tintas:

– Te ama. Está muy enamorada de ti, ¿sabes?

– Lo sé, Tony… Y yo la amo a ella...

– Entonces, ¿por qué la has dejado marchar?

– Tony…

Ambos permanecieron en silencio un instante.

– No la viste cuando pensaba que morirías por esa gripe…

– Esto tiene nada que ver con hoy.

– ¿Por qué dejarla ir si te quiere? Además… estabas obligado a cumplir con tu palabra… no está bien que se haya marchado. Dices que fue Fiona… pero la has dejado ir cuando más necesitaba que lucharas por ella.

La insistencia de su excompañero de guerra lo rompió.

– ¿Y qué sugieres? ¿Que la obligara a quedarse hasta que me odie por haberle cortado las alas? ¿Qué querías que hiciera? ¿Encerrarla? Creo que deberíamos hablar de esto cuando hayan pasado unos días, no ahora.

– Charles, escucha…

– Adiós, Tony.

– Creo que te equivocas. Sé que probablemente Fiona también haya jugado su papel en esta locura, pero no es tarde para recapacitar, no después de haber llegado tan lejos como para que pasase aquello. ¡Sabes perfectamente lo que se va a decir de ella!


Fiona se quedó mirando el reloj de la estación un momento. La actividad de los trenes era incesante. Este era un lugar concurrido, de encuentros, de citas entre enamorados, de ventas e intercambios comerciales. Se trataba de un vasto edificio de tochos rojos, con un capitel, columnas y unas pocas escaleras grises. El empedrado brillaba por la lluvia.

Si se daba prisa podía coger el tren de Dublín de las 12. El ferrocarril acababa de llegar a la vía 1 y la gente había bajado con bolsas y quehaceres. Una pareja de revisores miraba el jaleo que hacía una familia de cinco que caminaba por un largo andén repleto de militares.

Una voz la tomó desprevenida.

– Cielos, Fiona. Pensaba que llegaba tarde a la ceremonia, pero esto… ¿Qué haces aquí? – Miró a su alrededor y dio un vistazo a su vestido – Aquí y… sola…

Fiona hizo una mueca. Pero Kieran Maguire insistió: – ¿Dónde está tu marido?

– No me he casado.

– ¿Qué es lo que dices? ¿Por qué? Es decir, ¿estáis todos bien?

Fiona bajó un poco la cabeza y habló en voz baja. Todo le pareció lejano y poco real. – Sí, es sólo que era un error.

Kieran la contempló muy serio y arrugó la frente.

– No lo entiendo. Me dijeron que la boda estaría llena de orangistas y lo primero que me pasó por la cabeza fue tu familia. No es que pensara que nadie fuera a disparar a nadie. ¡Pero qué desagradable y extraño para los patriotas irlandeses que te apreciamos! De todos modos, él, Charles Blake, parecía tan seguro… hasta creí que íbamos a convertirlo.

Fiona forzó una mueca que pretendía ser una sonrisa de cortesía.

– Era peligroso. No podía ponerle más en esa situación.

– Hostia, Fiona – maldijo – ¡Y yo que venía tan contento a explicarte que al fin he encontrado un periodista para trabajar mano a mano con Louisa! Cuando lo contraté hace unos meses no estaba muy seguro que durara. No es alguien que haya estudiado pero creo que es bueno y sorprendentemente leído.

– ¿Sorprendentemente? – preguntó insegura. Se suponía que un periodista debía ser leído. ¿A quién creía Maguire que había contratado? ¿A un hombre de las cavernas? – Me alegra. Por Louisa, sobretodo. Sé que tenía bastante volumen de trabajo…

Kieran bufó.

– Es que hay artículos, con lo que está pasando, que no puedo confiarlos a cualquiera… no todo el mundo es como Louisa y tú.

– ¿Y ese periodista lo es? Sinceramente siempre he pensado que preferías hombres hechos y derechos que a nosotras.

– Oh, vamos, Maclachlan…

Fiona no tenía ganas de seguir esa pequeña charla y su mente era un caos, pero tampoco quería que Kieran la compareciese y eso era definitivamente algo bueno por lo que felicitarle.

Empezó a llover fuera de la estación con un gran estruendo.

Fue entonces que un ruido la sobresaltó como si hubiera estallado una bomba.

Severus Blake había dicho algo que consiguió nublar cualquier pensamiento racional de la mente de Fiona y que ahora volvía a encogerle el corazón…

Las imágenes de pesadilla de Charles muerto en el suelo, de su cabeza derramando sangre por dos disparos en el cerebro en cualquier calle de Belfast o Dublín pasaron por su mente como uno de los relámpagos que iluminaban el cielo en el exterior. Era una especie de pantomima de su imaginación, pero nacía de un miedo fundado: un terror que había reconocido como válido en la voz furiosa del baronet. Eso la paralizó y la afectó profundamente, incluso cuando ya estaba en el tren en dirección a Dublín.