He vuelto ;)


Un amargo silencio fue lo que Hannibal obtuvo como respuesta al entrar en casa. Puede que regresar antes no hubiera sido tan buena idea como él se había imaginado. Las llaves de Will estaban sobre la mesilla del recibidor, pero cuando se asomó a la sala él no estaba delante de sus anzuelos. La cocina seguía tal y como él la había dejado antes de salir por la mañana. "Si Will hubiera pasado por allí habría dejado un rastro de migas y un vaso sucio en el fregadero, seguro." Se quitó los zapatos y los dejó alineados junto a la puerta. La piedra fría le heló los pies en cuestión de segundos, en lo que caminaba con sigilo hacia los dormitorios.

Todo parecía en orden, excepto por la corriente que atravesaba la habitación de Will. Puerta y ventanas abiertas de par en par creaban un remolino de cortinas blancas. Bordeó la estancia caminando junto a la pared hasta llegar a la puerta del baño, siguiendo el rumor del agua. La mampara de cristal le ofreció la magnífica vista de Will bajo la ducha. El agua se escurría rápida por su espalda hasta los glúteos, donde se dispersaba y hacía brillar la piel. Will se lavaba la cabeza con ímpetu; por segunda vez en el día. Hannibal mantuvo la mirada unos segundos más, en el pliegue justo anterior a los muslos, sin darse cuenta de que estaba aguantando la respiración. Cuando por fin volvió a inhalar, se apartó de la puerta y avanzó hacia la cama con precaución de no ser descubierto a través de los espejos del baño. Sobre las sábanas cuidadosamente extendidas por el personal de limpieza, la ropa de Will estaba arrugada, los pantalones retorcidos en el suelo, los zapatos lejos uno del otro formando el atisbo de un camino desde la puerta. Pasó los dedos entre las prendas con la duda de cuál coger primero. Rozó la ropa interior con tiento, pero finalmente se decidió por la camisa. Era una camisa de cuadros de JCPenney, triste y con los puños gastados, de las que había traído de Virginia. Se la acercó a la cara, sabiendo ya qué iba a encontrarse: café torrefacto, sudor y la inconfundible mezcla de sándalo y miel del perfume de Molly, que dejó una sensación de acidez en su pituitaria y le contó lo que acababa de ocurrir aquella mañana. Devolvió la camisa al montón y salió de la habitación.

Abigail garabateaba pequeños objetos en su libreta de apuntes, la tapa de un bolígrafo, un sacapuntas o el broche de la profesora eran una práctica amena para los ratos aburridos en la clase. Hannibal le había indicado que lo hiciera cuando ella le pidió que la enseñara a dibujar. "Te tomará tiempo" le había dicho, y le había regalado una caja de lápices de distintas durezas. Todavía no estaba segura si lo quería como se quiere a la familia, pero de lo que sí estaba segura era de que lo admiraba profundamente.

Todavía le quedaban un par de horas cuando la avisaron desde recepción de que su padre había ido a buscarla, y de que al parecer era un asunto urgente. Le pareció descarado preguntar cuál de los dos, y mientras recogía sus cosas y acudía a la puerta centenares de posibles escenarios cobraron vida en su mente. Tuvo miedo.

-Sube al coche.- Hannibal la recibió sin saludarla siquiera. Una severidad ininteligible nublaba su rostro, o al menos lo poco que Abigail había aprendido a leer de éste.

-¿A dónde vamos?- preguntó visiblemente nerviosa.

-Shhh, no hay necesidad de alarmarse.- Hannibal la miró fijamente a los ojos desde el asiento del conductor. –Ya hemos hablado de ello. En esta nueva vida tú tienes tanto deber de protegerme como yo a ti.

-¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Will?

-Will está en casa. Hoy tenemos invitados sorpresa para cenar.- Abigail no respondió. No entendía muy bien si hablaba en serio o era sólo otro de sus prontos de humor negro. Hannibal continuó hablando. -¿Recuerdas que me dijiste que los mejores momentos de tu vida fueron ir de caza con tu padre?

-Sí.- contestó con un murmullo.

-Ahora vas a cazar conmigo.

Era un perfecto día de primavera en la periferia: las calles vacías, excepto por alguna abuela que empujaba el carrito de su nieto, y silencio, excepto por el griterío lejano del patio de un colegio. Muchos de los negocios conservaban aún en el escaparate la fotografía de Giancarlo, por respeto a la familia, y de las farolas nadie se había atrevido a arrancarlos. La prensa había estado recientemente en la zona. "Era un muchacho tan alegre, tenía toda la vida por delante. Ojalá encuentren pronto al Mostro que le ha hecho eso." había declarado una señora del barrio. La televisión se estaba cebando especialmente con la familia, a esas alturas todo el país había visto ya las fotos de compromiso, en las que el joven sastre abrazaba con cariño a su igualmente joven y atractiva prometida, que estiraba el brazo para lograr el ángulo selfie perfecto. Todo en aquellas calles amplias rodeadas de obra nueva era perfecto, hasta la muerte.

Hannibal dio varias vueltas a la manzana en distinto sentido. Habían parado para cambiar las chapas de la matrícula de camino. Esta vez todo estaba bajo control, y ninguna cámara de seguridad indiscreta les iba a arruinar la tarde de caza. Esperaron unos minutos en la puerta a que el portero se fuera a almorzar y entraron cuando una risueña pareja salía para pasear al perro. Sólo les hizo falta una tarjeta de crédito para entrar en el apartamento. -¿Qué estamos haciendo aquí? No entiendo nada.- se atrevió a decir Abigail después de que hubieron inspeccionado la casa.

-Estamos esperando a nuestra cena. Hazme el favor de ponerte unos guantes.- dijo mientras sacaba su traje transparente del maletín y se lo ponía por encima de la ropa.

-No me necesitas aquí para eso. Si me has traído es por algo. ¿Estamos en terapia otra vez o qué?- A Hannibal no le gustaba cuando le hablaba con tonito, y ella lo sabía. -¿Es por algo que ha hecho Will?

Hannibal la abrazó con frialdad y le acarició el pelo. –Yo… de verdad quiero que estemos los tres juntos. Eso nunca lo dudes.

Ella posó la mejilla sobre el plástico. –Si tuvieras que matarme lo harías, eso tampoco lo dudo.- Tragó saliva al sentir el tacto de sus manos enguantadas. El látex se le pegaba al pelo y le daba tirones. -¿Qué ha hecho Will? Por favor, necesito… necesito saberlo antes… antes de que…

-Shhh… ¿Antes de qué? Tranquila. Tranquila.- Susurró junto a la cicatriz de la oreja que él mismo le había amputado.- Will todavía tiene muchos demonios que enfrentar. Es un camino muy largo que tú ya has recorrido. No puedo dejar que nos abandone ahora que ya casi estaba de nuestro lado por completo. ¿Y tú me vas a ayudar, verdad?

-Sí, sí.- Intentaba no echarse a llorar. -Sois lo único que tengo. Somos una familia ahora. Pensaba… pensaba que ya podíamos ser felices.

-Estamos cerca. Estamos muy cerca. Nadie dijo que fuera a ser fácil. ¿Vas a seguir mis instrucciones?

-¡Sí!- dijo con una voz nasal y los ojos rebosantes de lágrimas. Se deshizo del abrazo todavía temblando de miedo. Se secó el llanto y por un segundo deseó tener 10 años otra vez y estar en Minnesota y vivir en la mentira de que tenía un buen padre.

La llave en la cerradura anunció la llegada de la habitante del apartamento. La chica inocente de la foto de compromiso acababa de llegar a casa después de horas en el tanatorio. Vestía de negro y no se había maquillado. Su respiración agotada anunciaba que sería fácil. Abigail observaba desde una esquina, para estorbar lo menos posible, pero sin perder detalle de lo que estaba pasando.

Cuando intentaban gritar era peor; Hannibal lo consideraba de muy mal gusto, no meritorio de una muerte rápida. No podían dejar rastros de sangre, así que un pañuelo de seda fue el arma elegida para cortar lentamente el flujo de oxígeno a los pulmones y de sangre al cerebro. Los ojos de la mujer rodaron hacia atrás hasta que sus iris verdes desaparecieron tras sus párpados superiores. Hannibal soltaba unos milímetros de pañuelo cada pocos segundos con el único objetivo de prolongar la agonía e imaginaba, con un ardor de celos en su pecho, que el cuello que apretaba fuera el de Molly.

El verdadero trabajo empezaba después. Todo tenía que quedar impecable; la vida tan intrascendente de esa mujer merecía ser terminada con arte. Se marcharon con la misma desenvoltura con la que habían entrado y la cena debajo del brazo.

La cucharilla de Molly barría con delicadeza la superficie de la mousse, recogía una pequeña cantidad de salsa de frambuesas y untaba la mezcla sobre una galleta. Su esposo, sentado a su lado, se perdía en una profunda conversación sobre los acordes que procedían del tocadiscos. A su esposo le gustaba la música aburrida, y más si estaba en un formato pasado de moda. Su esposo estaba haciendo buenas migas con el Dr. Fell, porque los dos eran igual de aburridos. La mujer masticaba el bocado con calma, sin apartar la vista del plato, y hacía caso omiso al diálogo que se desarrollaba en la mesa.

"El Dr. Fell es un hombre de familia, un tanto fuera de lo común quizá, pero respetable como el que más. Tiene una hija, Erin, que empieza a hablar italiano con el mismo deje altivo de su padre. Tiene pareja, un hombre, William, que olisquea la comida antes de llevársela a la boca. No hace ni 48 horas que hemos tenido sexo en un sofá." Molly apretaba pensativa los labios al rededor del cubierto para contener la sonrisa.

-¿Tesoro?- El inspector la miraba con la cabeza ladeada y la mano extendida. Por un segundo lo miró como a un extraño.

-¿Eh?

Él le volvió a ofrecer la mano, exagerando aún más el gesto. –Te digo que si bailamos.

-Ah… ah… sí… claro.- Molly soltó la cucharita de postre y tomó a su esposo de la mano. Danzaron unos pasos junto al tocadiscos ante la admiración de sus anfitriones.

-¡Adelante, Roman! ¿O pretendes que sólo nosotros hagamos el ridículo?- El inspector urgía a su recién descubierto amigo a bailar. Puede que fuera por el exceso de alcohol, pero en ese momento no pareció importarle ninguna de las sospechas que había tenido sobre él hasta el momento.

El Dr. Fell se unió a la improvisada pista de baile junto a su hija, que empezó a dar tímidos pasos de vals sobre la alfombra. La atmósfera era vibrante y las luces parecían más incandescentes que nunca. Molly se sentía flotar. Rinaldo dejaba escapar alguna carcajada nerviosa.

-¡Vamos, papá, no seas tímido!- Erin, es decir Abigail, quería algo de Will. Le extendía las manos y le sonreía llena de entusiasmo. La escena era casi irreal, etérea, si le hubieran dicho que era un sueño lo habría creído. Se levantó de la silla con cierta dificultad y tomó a Abigail, es decir a Erin, de las puntas de los dedos para bailar. La cabeza le daba vueltas y eso que sólo había bebido una copa de vino. La joven lo arrastró más al centro del salón, donde había espacio para dar los pasos más amplios. No quería acercarse a Molly, no quería ni cruzar una palabra con ella. Sentía vergüenza. La cabeza le daba tumbos y el olor de los perfumes mezclados le estaba dando ganas de vomitar, pero mantenía la compostura. Al intentar tomar a su hija por la cintura e incorporarse al ritmo de la música ésta se escapó de entre sus brazos como una anguila.

Delante de él ahora estaba Hannibal, perfectamente caracterizado como el bueno del Dr Fell. No se resistió. La idea de un abrazo cuando se sentía tan vulnerable le reconfortaba. Así pues recostó su peso sobre el hombro de Hannibal y se dejó rodear y manipular al son melancólico del IV movimiento de la V sinfonía de Mahler. Empezó a entender. Algo en la comida, o quizás en la bebida. Todos flotaban sonrientes a su alrededor pasando por alto la mirada maquiavélica del anfitrión, su sonrisilla traviesa símbolo de un hambre voraz despertándose en su interior. Will entendía la situación, pero seguía bailando. Había dejado de sentir su propio peso, como si la gravedad lo atrajera más hacia el regazo de su esposo que hacia el centro de la Tierra. Giraba y giraba con la vista fija en los ojos que tenía ante él, llenos de odio y celos. ¿Qué le había dado? ¿Setas alucinógenas? ¿Un cóctel de antidepresivos? Fuera lo que fuera, ya se sentía mejor. Todos los sonidos se amplificaban. Molly y Rinaldo no eran más que una mancha negra en movimiento sobre un fondo indefinido. Apretó las yemas de los dedos para comprobar si las fibras del traje de Hannibal se le clavaban en la piel. Encontró su clavícula, saliente y firme. Las texturas se sentían magnificadas, se le vino a la mente la idea de que toda su vida lo habían privado del sentido del tacto. Quería acariciar la chaqueta hasta borrarse las huellas dactilares. ¿Cuánto tiempo llevaban bailando? ¿A caso se le había olvidado pestañear? Estiró los dedos con atrevimiento hasta el cuello de la camisa, y desde ahí hasta la piel. El pelo de detrás de la oreja de Hannibal, recortado hacía muy poco, era como espinas bajo las que se sentía su pulso cardíaco, calmo.

-No me encuentro muy bien.- le susurró con debilidad al oído.

-¿Quieres sentarte?- Hannibal lo miró muy de cerca con ojos tiernos.

Will se enredó aún más en su espalda. Los labios secos como lijas casi rozaban el lóbulo de la oreja de su esposo. La música se había desvanecido. –No sé qué me pasa… - Miró a los invitados por encima del hombro de Hannibal. Sus rostros eran lúgubres, grises, hinchados. Sus ojos se hundían en las cuencas y sus mejillas se derretían y despegaban de los pómulos. Finalmente dijo en voz muy, muy baja: –Tengo miedo. Llévame a la cama.