Will arrastró los pies descalzos sobre el mármol helado de camino a la cocina. Había bebido un poco más de la cuenta y sabía que, si no se hidrataba antes de dormir, se levantaría con una pesada resaca. Vio un hilo de luz bajo la puerta que conectaba su dormitorio con el de Hannibal; no, él tampoco había conseguido conciliar el sueño todavía.

Había pasado unos días muy intensos. Antes, en el sofá, con los labios de Hannibal apretados contra los suyos, se le había acelerado el corazón lo suficiente como para provocarle náuseas y ver luces neón bajo los párpados. Además del alcohol, y el subidón de adrenalina después de asesinar a sangre fría al profesor Sogliato. Pero los invitados de Abigail empezaron a pulular por la sala, había que decir adiós, terminar de recoger la cocina, la conversación con la niña se había extendido… por alguna razón, de la cual Will se sentía muy culpable aun no sabiendo definirla, no habían encontrado la excusa para retomar lo que habían dejado a medias, y se habían ido a dormir cada uno a su respectiva habitación. Siempre manteniendo sus mentirosas apariencias.

Will entró en la cocina oscura. La luz estéril del refrigerador iluminó la estancia durante un rato largo y tedioso. Las botellas de agua mineral estaban al fondo, detrás de una jarra de zumo terriblemente colocada sobre el borde de una balda, que se escurrió entre sus manos como un salmón recién salido del agua, y se quebró en el suelo con un estruendo. Zumo frío y cristal por todo el suelo y él descalzo, claro, típico. La luz de refrigerador le bastó para recoger los pedazos más grandes, sin moverse del sitio. La luz de la lámpara de techo lo sorprendió pero no lo asustó. Hannibal estaba junto a la puerta, también descalzo, y no dijo nada.

Recogieron los cristales y limpiaron el charco de zumo de naranja, en perfecta harmonía como cuando lavaron su ropa después del crimen. –Menos mal que no se rompió en trozos muy pequeños…- Will rompió el silencio.

-Igualmente deberíamos tener cuidado y no andar sin zapatos por aquí.- Hannibal alcanzó un par de botellas de agua para los dos y saciaron su sed. Esperó a que Will se retirara la botella de la boca y volvió a besarle. La soledad se había encargado de reanudar lo que antes había sido interrumpido.

Compartieron suspiros cuando sus lenguas se rozaron por primera vez, como dos adolescentes. Will se inclinó sobre la encimera y disfrutó del beso, de su profundidad y de su sinceridad. Sus pulmones se llenaban tanto que podía sentir la amplitud de sus costillas y clavículas. Llevó la mano al perfil de Hannibal, a sus pómulos y a al comienzo de su pelo. Acarició su cuello y colgó los dedos del escote redondo de su camiseta.

Hannibal se concentraba en sentir las yemas de los dedos de su amante recorriendo aquel camino. Le asaltaron pensamientos de morderlos, de hacerlos sangrar y luego curarlos con su saliva. Le asaltaron memorias de todas las veces que había deseado consumir a Will. Pero ya no necesitaba reafirmarse más en que lo que realmente quería era someterlo, subyugarlo y obligarle a amarlo. Llevó la mano exactamente a donde había estado cuando empezaron a divertirse en el sofá. Jugueteó con uno de los pezones de Will hasta sentir que se endurecía, y que su vello se erizaba. Lo pellizcó con malicia para arrancar un espasmo del cuerpo de su amante. Acercó las caderas y presionó su erección contra la de Will.

-¡Ah… eh… espera! ¡Espera!- Will se deshizo del abrazo intimidado. Como si, después de todas las veces que se habían insinuado cosas, no hubiera llegado a convencerse de que Hannibal tenía también todas aquellas partes que lo hacían fisionómicamente un hombre.

Hannibal, por suerte, no era tan naive. –Shhh… está bien… no pasa nada… ven… ven aquí.

Es una de esas cosas que, por mucho que deseas, siempre dudas antes de alcanzar; la intimidad. La idea de desear a Hannibal, de desearlo tanto que le quemaba la boca del estómago, pero nunca llegar a tenerlo le pareció en ese momento más atractiva que dejarse llevar. Paradojas del romanticismo. Will era un hombre que se negaba muchas cosas.

Los dedos de Hannibal recorrían su torso, primero por encima de la tela y después piel con piel. Inspiró hondo y contuvo el aire en los pulmones por unos segundos. Las manos que hasta entonces se habían limitado a su pecho, su cuello, su cara… estaban ahora bajo sus pantalones. Mantener el ritmo de su respiración se le hizo más difícil al sentir que Hannibal envolvía su miembro duro con los dedos. Dedos largos de nudillos gruesos capaces que lo estrangulaban de la manera más dulce.

Lo quería. Will separó las piernas con una contorsión, como si desenredara sus vértebras. Lo quería cada vez más fuerte y cada vez más rápido. Fijó la mirada en el acero pulido del grifo; una figura alargada sin nada aparentemente humano, oscilaba arriba y abajo a un ritmo dolorosamente lento. Pensó que debía de tener las mejillas rojas, por el alcohol y el sexo, y se alegró de no verse completamente reflejado. Hannibal lo besaba en el cuello, y la saliva se sentía fría como el sudor febril. Uno de aquellos dedos escultóricos se había incursionado dentro de él; difícil ya distinguir hasta dónde. Estaba inmovilizado contra el borde del fregadero y, a falta de poder ponerse cómodo, gimió. Invocó aquel momento que parecía no llegar nunca. Pidió más.

Y Hannibal, que rara vez le daba a nadie lo que quería, buscó espacio en aquella postura incómoda para acariciar a Will más rápido y para dejarlo derretirse entre sus manos. El rastro cálido le manchó la mano y llegó al suelo manchando parte del mueble por el camino. Supo que Will había sido suyo, incondicionalmente suyo, por unos segundos, y ese pensamiento lo reconfortó.


Los acabados en caoba del interior del coche de Lupano eran sólo un recordatorio más de que en homicidios se gana más. Rinaldo había desconectado de la conversación con su nuevo compañero y estaba hipnotizado por el movimiento pendular del rosario que colgaba del retrovisor. 'Pensaba que Molly quería pasar más tiempo conmigo. Pensaba que no me quería de vuelta en homicidios'.

-¡Pazzi! ¿Hola? ¿Me estás escuchando?- Lupano ya había aparcado y parado el motor hacía un rato cuando Rinaldo bajó de las nubes. –Te estaba diciendo que cuando acabemos aquí podemos ir andando a la facultad de historia.

-Sí, sí… claro.- Se bajaron del coche. -¿Has estado alguna vez en el Palazzo Capponi?

-Para nada… Los museos son para los turistas. ¿Tú?

-Varias veces. A mi esposa le encantan estas cosas... El conservador es conocido nuestro.

-Pues podemos empezar por él.- Lupano hizo una pequeña pausa que delató completamente sus intenciones. -¿Qué tal está tu esposa? Erm… ¿Molly, verdad? ¿La americana?

-Sí… Está bien… Un poco preocupada porque esté de vuelta en homicidios, pero está bien.

-Esa mujer, Pazzi… Eres un hombre con suerte.

Entraron enseñando sus credenciales y recorrieron las galerías de la planta baja junto a los visitantes, con parsimonia, como si realmente les interesara la colección. Al fondo del pasillo principal, de una cuerda roja frente a la escalinata barroca, colgaba un pequeño cartel: "Solo personal autorizado". Una mujer joven, probablemente todavía estudiante, los condujo a la planta superior, a través de la sala de conferencias y entre un laberinto de cajas de madera. Sobre el escritorio que coronaba la estancia se leía "Dr. Roman Fell. Director de conservación"

Rinaldo ya había estado allí antes, pero la sorpresa era visible en el rostro de Lupano. –Y yo pensaba que nuestros trabajo era tétrico, eh Pazzi…- susurró acercándose a uno de los instrumentos de tortura que colgaba de una vitrina abierta.

-Le agradecería que no tocara nada.- Ninguno de los dos oyó los pasos del Dr. Fell entrando en la sala. Llevaba un traje nada discreto, blanco hueso con un capullo de rosa amarilla en la solapa, y estaba de un humor radiante. Escrutinó a los policías desde una distancia prudencial antes de acercarse a darles la mano. El desconocido se mostró locuaz y sonriente. El ya bien conocido Rinaldo Pazzi, en cambio, tenía la mirada ensombrecida. Hannibal sintió la picadura de la curiosidad, con la que tenía que ser muy cauteloso dadas las circunstancias. Los acompañó a tomar asiento frente a su mesa. –Es un alivio tenerlos aquí. Estamos todos consternados con lo ocurrido. Tengo entendido que fue terrible.

Lupano tomó la palabra. –Preferiríamos no entrar en detalles. Esto es solo una ronda de interrogatorios rutinarios… ¿Podría decirme… decirnos dónde estuvo la noche que el profesor Sogliato fue atacado?

-Por supuesto.- comenzó manteniendo contacto visual con ambos- Fui a la Ópera con mi esposo.

-Eso tenía entendido. De hecho, varios testigos aseguran haber visto al profesor charlando con usted durante el intermedio.

-El profesor Sogliato era asiduo del museo y colega académico… Coincidimos muchas veces en eventos sociales.

-También tengo… tenemos entendido que el profesor no estaba de acuerdo con su contratación.- Lupano fingía asertividad sentándose con las piernas abiertas y frunciendo el ceño.

-El profesor rara vez estaba de acuerdo con nada. Lo crean o no, el mundillo de la museografía está muy politizado. Me imagino que la lista de detractores a los que deben interrogar sea muy larga.

Lupano sintió la masculina necesidad de ajustarse el tiro de los pantalones antes de seguir hablando. – ¿Qué hizo al terminar la ópera?

-No nos quedamos hasta el final. Era demasiado… contemporánea para nosotros. Nos fuimos a casa al poco tiempo de empezar el segundo acto.

-¿Tiene a alguien que pueda corroborarlo?- preguntó Lupano en un tono casi agresivo.

Rinaldo Pazzi se cansó de ser ignorado. –Vabbe, vabbe… No se preocupe, dottore, usted no es un sospechoso ni mucho menos. Sólo hemos venido a preguntar su opinión sobre el asunto.

Hannibal agradeció el gesto. –Mi opinión es simplemente que el proffessore era un hombre de pocos amigos. Nuestras diferencias no eran nada comparadas con los conflictos que tenía con otros miembros del Studiolo… y aun así… no es que estuviera metido en la mafia, ¿entienden? Los círculos académicos pueden ser hostiles a veces, pero nos desquitamos escribiendo artículos y dando conferencias, no matándonos entre nosotros.- Se sintió muy cómodo en su posición, siempre había sabido que, después de la medicina, la historia del arte era su carrera preferida.

-Muchas gracias, Dr Fell. Eso era todo lo que queríamos.- Pazzi se levantó de la silla he hizo un gesto con la cabeza a su compañero. Éste lo siguió, pero visiblemente de mala gana.- Recuerdos a William y a Erin.- Volvió a estrecharle la mano.

-Se los daré.- Los dejó marchar de nuevo entre el laberinto de cajas. Dejarlos ir era lo mejor que podía hacer, sí.- Ah… - Aunque también podía meter un poco el dedo en la llaga, a ver qué pasaba. -¡Rinaldo!

Éste se dio la vuelta y dejó que su compañero pasara de largo. -¿Sí?

-Sabe que usted y Molly pueden venir al museo cuando les apetezca, cortesía de mi Will y mía.

-Gracias… sí… supongo que tendremos que esperar a la próxima exhibición temporal o algo así.

-O si le apetece tomar un café, charlar… Hace tiempo que Will no me cuenta nada de Molly… ¿Tiene idea de qué cable se les ha cruzado?

-No, la verdad es que no.- La pesadumbre volvió de golpe al semblante de Rinaldo. De alguna manera fue un alivio saber que no era el único esposo preocupado. -¿Podría pasarme luego… cuando terminemos la ronda?

-¡Faltaría más!- y lo despidió con un 'hasta luego'.


No habían dormido juntos. Hannibal se había enjuagado la cara en el fregadero y él se había subido los pantalones. Will se quedó con la sensación de haberse desinhibido más de la cuenta… él nunca había sido de los que gemía.

Solo en su cama, entre sus sábanas rígidas, se le había ocurrido que ya no tenía sentido tener cerrada la puerta que comunicaba sus habitaciones. Se había levantado para quitar el pestillo y abrir la puerta muy despacio. Hannibal tenía las cortinas echadas y dentro reinaba la oscuridad absoluta. Will se había vuelto a su cama y se había dormido contemplando el vacío negro al otro lado de la puerta.

Se le hizo difícil concentrarse durante toda la mañana. Abigail estaba alineando papeles y fotocopias sobre la mesa del comedor, asegurándose de que lo tenía todo.

-Sólo vamos a entregar la solicitud. Tranquilízate.- Era uno de los raros días en los que no iba a perderse por las carreteras comarcales hasta que fuera la hora de recoger a Hannibal. Tampoco tenía que hacer la compra, ni ir a la tintorería, ni prepararse para una pretenciosa cena de recaudación de fondos. Hoy, su sencilla existencia se limitaba a acompañar a su hija a solicitar una plaza para tomar los exámenes de acceso a la universidad. Un trámite burocrático cualquiera.

Pasearon entre las oleadas de turistas, exultantes con la superioridad de no ser uno de ellos. El sol apretaba y los obligaba a entornar la mirada. Abigail estaba radiante. Llevaba el pelo recogido en una trenza y las pecas de su nariz resaltaban bajo el salo más que de costumbre, dándole una apariencia infantil. Verla caminar a contraluz era una visión de pura felicidad.

Pararon a comprar un helado, la coronación para un día perfecto. Los exámenes no serían hasta dentro de un par de semanas. Abigail le explicó que para la titulación bilingüe tenía que tomar un examen de italiano como segunda lengua además de los exámenes de acceso ordinarios en inglés y un portfolio con sus mejores dibujos. Abigail iba a estudiar artes plásticas en Florencia y tenía por delante una prometedora carrera. Will se aferró a la sensación de que todo había salido bien. En Minnesota, le habría esperado una cadena perpetua o un hospital psiquiátrico. Tantas, tantas cosas podrían haber salido mal. Pero allí estaban, y si no se comía el helado más rápido, le iba a gotear en la ropa.


-Yo… últimamente no sé qué pensar, de verdad.- Rinaldo se había bebido el espresso de un trago y ahora fumaba un cigarrillo. –Molly siempre ha sido muy exigente, y… y desde que la conocí me quedó claro que... que no se iba a conformar con poco.

Hannibal escuchaba atentamente. Se habían sentado en la terraza de una cafetería cercana a la universidad.

-Pero es que últimamente no sé… no entiendo qué quiere.- Rinaldo miró a Hannibal, que lo observaba con su gesto inmóvil de psicoanalista sin sentimientos. –Perdona que te cuente todo esto, no sé si de verdad es importante…

-No, no… continúa. Para eso habíamos quedado, ¿o no?- Hannibal dio un sorbo a su café.

-Cuando nos casamos y ella vino para Italia, al principio, su problema era que no pasábamos suficiente tiempo juntos… así que dejé un poco de lado mi carrera, me centré en ella, en hacerla feliz. Pero también tiene gustos caros, ¿sabes? El apartamento cerca del centro histórico, dos coches, la ópera… eso no se sostiene con una jornada de ocho horas en un puesto administrativo.- Se tomó una pausa para una calada. –Supongo… bueno, no sé si será lo mismo pero supongo que te haces una idea de qué estoy hablando.

Hannibal lo miró pidiendo más explicaciones. No era la conversación más emocionante que había tenido en su vida, pero tenía que encontrar la manera de dirigirla hacia un tema que le conviniera.

-Bueno, tú… tú eres más o menos de mi edad y, si no me equivoco, también eres mayor que tu… tu… pareja… esposo… No sé, se me ocurre que a lo mejor tú estás en una situación parecida… o has estado alguna vez… No sé, a lo mejor no es comparable…

-William es más impredecible de lo que me gustaría a veces. Pero nunca me ha exigido más de lo que puedo ofrecerle… si es lo que preguntas.

Rinaldo se frotó el entrecejo. –Es que… Molly… con lo que se queja siempre de que no tengo tiempo para ella… pues me ha pedido que vuelva a homicidios.

¡Ahí estaba! ¡Su pista! ¡Su camino hacia algo de información valiosa! Hannibal recobró el interés rápidamente. –Ya veo… ¿es por eso que estás trabajando ahora con… cómo era?

-Lupano… Inspettore Giorgio Lupano. Me gustaría decir que estoy encantado de trabajar con él, pero mentiría.

-¿Y por qué quiere Molly que vuelvas a homicidios?- se apresuró Hannibal en preguntar.

-A ver, no es que ella me lo haya pedido explícitamente, pero puede que haya un caso grande, algo realmente importante, y me lo propusieron en la comisaría. Esperaba que Molly no quisiera algo así, por… porque siempre dice que se preocupa por mí… y sabe que mi historial en homicidios no… no era bueno. Pero ahora resulta que está encantada con la idea.

-¿Te refieres al caso del professore? ¿Realmente creen que pueda ser algo… grande?- Esto estaba resultando mucho más fácil de lo que Hannibal se esperaba.

-No puedo decir mucho… confidencialidad y todo eso, ya sabes… pero sí. El caso recuerda… bueno, a algo en lo que trabajé hace ya muchos años.

Hannibal hizo una pausa. Sabía que la mejor manera de tirar de la lengua a la gente es dándoles tiempo.

Pazzi dio otra calada y bajó la voz. -Posiblemente esté hablando demasiado pero… fue uno de mis primeros casos importantes. Algo horrible… algo que no habíamos visto nunca en esta ciudad. Uno de mis primeros casos y la semilla de mi renuncia. Me pasé años obsesionado con ese caso, Roman. ¡Años! No pensaba en otra cosa. Ese caso… esos asesinatos no me dejaban dormir, destrozaron mi primer matrimonio, llevaron mi carrera a un callejón sin salida, estuve a punto de perder mi placa… fue una pesadilla.

Hannibal se sintió rejuvenecer al escuchar la desesperación de su amigo el inspector. -¿Cuántos años duró la investigación?

-Oficialmente sólo dos… pero yo me pasé otros cinco investigando extraoficialmente…

Hannibal asintió con la cabeza fingiendo un gesto de asombro.

…y luego, después de que me prohibieran volver a abrir el caso, trabajé otros cinco años en secreto. Ese caso me destrozó la vida.-

Henchido de orgullo, Hannibal dio otro sorbo a su café. Amaba el sol de la tarde en Florencia; definitivamente el mejor destino posible para su exilio.

-¿Y sabes qué fue lo peor?

-¿Qué?- Había más. Hannibal, como buen narcisista, nunca tenía suficientes alabanzas.

-Que estuve tan cerca… sé que estuve muy cerca. Nadie me creyó nunca, pero yo sé que vi a ese psicópata. En los primeros días después de que me asignaran el caso, estaba reuniendo las piezas más fáciles del puzle y fui a un museo muy cerca de la escena del crimen, ¡y lo vi! Solo, de espaldas, estaba copiando un cuadro a lápiz… supe que había sido él. Tuve la única corazonada que he tenido en toda mi carrera en criminología. Pero se fue antes de que llegara a verle la cara… por unos escasos pasos no llegué a verle la cara… y me pasé los siguientes 12 años buscándolo, sin éxito.- terminó de explicar Pazzi, triste, mirando a Hannibal Lecter con los ojos de un niño que se confiesa antes de su primera comunión.