ROTO
Por Cris Snape
Disclaimer: El universo de Kuroko no Basuke fue creado por Tadatoshi Fujimaki.
Este fic participa en la actividad multifandom del foro Alas Negras, Palabras Negras.
Tabla 1: Tiempo. Prompt: Tradicional.
Tabla 5: Verbo. Prompt: Aparentar.
Tabla 6: Tropos. Prompt: De enemigos o rivales a amantes.
Cuando vio a Seijūrō Akashi por primera vez pensó, no sin razón, que era alguien distinto a los demás. Y tuvo un poco de miedo. Los ojos de distinto color, la mirada heladora, esa forma de hablar impropia de un chaval de quince años. Shigehiro estuvo a punto de salir corriendo en dirección contraria. Sólo se mantuvo firme porque estaba preocupado por Kuroko, su amigo de la infancia, y deseaba verlo. Akashi no lo permitió, por supuesto. Había asumido que le correspondía a él tomar toda clase de decisiones relacionadas con el equipo de baloncesto de la Escuela Secundaria Teikō. A sus ojos, no debía ser más que un entrometido.
Le cayó mal, no va a negarlo. Esa opinión no mejoró después del partido y aquel nefasto marcador. Shigehiro tuvo pesadillas durante mucho tiempo, aunque aprendió a asumir los hechos desde un prisma más positivo. Sí. Por culpa de Akashi y su encerrona, odió el baloncesto. Dejó aquello que había sido su pasión durante años y casi entró en depresión. Y sí. Gracias a Akashi buscó una forma de recuperar el ánimo y se reencontró con el kendo.
La Maestra Wakamura es dura. Ataca sin piedad una y otra vez, golpeándole con la espada de bambú. Cuando termine el entrenamiento, a Shigehiro le dolerán partes del cuerpo que no sabía que tenía. Pese a ello, intenta resistir. Si quiere seguir progresando en el camino del sable, necesita mejorar. Cuando abandona el dōjō, tiene ganas de morirse. Se siente mejor al ver que ese idiota ha venido a recogerle. No importa cuántas veces le repita que no se pasee por todo Kioto con ese coche enorme y carísimo. Akashi afirma que le hace feliz consentirlo. Shigehiro pone cara de disgusto, pero por dentro salta de pura alegría.
La cosa sucedió así. Shigehiro abandonó Tokio a los dieciséis años y se preparó para ir a la universidad en el Instituto Rakuzan, donde coincidió con Akashi y se pasó tres largos años odiándole. Bueno, un año odiándole y dos más acostumbrándose a los cambios que comenzó a experimentar por aquel entonces. Y es que Seijūrō Akashi dejó de tener los ojos de distinto color, comenzó a mirar con más calidez y dejó atrás la antigua arrogancia para ser simpático. A Shigehiro le desconcertaba hasta tal grado que no sabía qué hacer con él. En más de una ocasión se descubrió suplicando para que los separaran de clase y así no tener que verlo cada día de su vida, pero el milagro no sucedió. El odio inicial se transformó en incomodidad. La incomodidad en costumbre. La costumbre en simpatía. Y la simpatía en lo que sea que tienen ahora.
Podría decirse que su relación experimentó un cambio radical cuando ambos accedieron a la universidad. La idea inicial de Shigehiro fue la de regresar a Tokio, pero entonces su padre enfermó, a su madre se le complicó la situación laboral y comenzó a viajar por todo el mundo y hacía falta que alguien se quedara en casa para ayudar a sus hermanos pequeños. Tampoco supuso para él un gran sacrificio, aunque sí le sorprendió descubrir que Akashi seguiría siendo su compañero de clase hasta que terminaran su formación. ¿Qué posibilidades existían de que ambos desearan cursar los mismos estudios, en la misma universidad de la misma ciudad?
Le fastidió, no lo negará. Cuando pensó que iba a recuperar la calma en su vida, descubrió que no podía librarse de esa lacra pelirroja. ¿Quién sabe? Puede que Akashi pensara lo mismo, aunque nunca dejó ver ni el más mínimo atisbo de disgusto. Era amable y, en un momento dado, le invitó a hacer las pruebas para acceder al equipo de baloncesto universitario. Shigehiro se quedó tan estupefacto que pasó un par de horas sin poder hablar. Después, reconoció que la idea era tentadora. En Rakuzan, volvió a practicar ese deporte junto a sus compañeras del club de kendo. Tras reconciliarse con Kuroko, incluso se apuntó a algunos torneos callejeros. En definitiva, recuperó una parte del amor que había perdido. Quizá podría haberlo intentando. Sus posibilidades de entrar en el equipo eran mínimas, puesto que llevaba sin entrenar tres años y la musculatura que había desarrollado practicando kendo no era demasiado útil en el baloncesto, pero tomó la decisión de no revolver su pasado. Era feliz con la espada de bambú. No necesitaba nada más.
En cualquier caso, su vida anterior (y la presente también) se agitó por culpa de Akashi, quien desde el primer día se vio dispuesto a terminar con la distancia que el mismo Shigehiro interpuso entre ellos. Insistía en hablarle, en compartir con él la hora del almuerzo y se ayudaban mutuamente con los estudios. Mostraba interés por el kendo, le contaba cosas sobre el campeonato de baloncesto y un día, sin saber muy bien qué había pasado, se descubrió a sí mismo sintiéndose bastante a gusto al lado de ese idiota. Estaba cómodo, podía decir cualquier cosa que se le pasara por la cabeza con total libertad y hasta se reían juntos. A esas alturas, ni siquiera es capaz de recordar cuándo fue la última vez que tuvo una pesadilla relacionada con aquel fatídico partido. Y puede que Akashi no le haya pedido disculpas por someterlo a semejante humillación, pero sus actos son los de una persona que sabe que se equivocó y lucha por cambiar. Día a día y sin descanso.
El hecho de que terminaran besándose bajo un cerezo, en pleno invierno, fue natural e inevitable. Seijūrō le había invitado a un festival de música japonesa tradicional, alegando que le encantaría. Se había puesto el montsuki más elegante que Shigehiro había tenido ocasión de ver y tuvo el detalle de alabar su propio kimono, pese a que se sentía muy diminuto estando junto a él. Shigehiro había nacido en el seno de una familia bien posicionada económicamente, pero poco amante de las tradiciones. Aquel día, comprobó que Seijūrō había crecido en un ambiente muy distinto. Uno en el que se valoraba cualquier ínfimo detalle, en el que podías ser criticado con ferocidad por cometer errores insignificantes. Shigehiro se sintió fuera de lugar, Seijūrō se aferró a sus manos y le besó. Sin más. Sin palabras rimbombantes ni declaraciones románticas. Colocó una mano debajo de su barbilla e hizo que sus labios se uniesen durante unos segundos.
No se han separado desde entonces. Shigehiro no ha vuelto a visitar ese mundo asfixiante y Seijūrō no ha dado muestras de querer llevarlo allí de nuevo. Parece feliz mientras almuerzan sentados en los jardines de la universidad. Se lo pasa en grande charlando con Arata y Ayame, que están a un paso de la adolescencia y son un poco insoportables. Se lleva bien con sus progenitores. A su madre se la ganó mientras charlaban sobre el mercado financiero asiático. Con su padre compartió una receta de pastel de chocolate que prepara todos los fines de semana. Si saca cuentas, Shigehiro está bastante convencido de que su novio pasa más tiempo con los Ogiwara que en su propia casa. Y hay una realidad innegable: no conoce al señor Akashi.
Seijūrō casi nunca habla de él. De vez en cuando hace alguna referencia vaga. Que si es un hombre exigente, que si no le gusta que juegue al baloncesto. Poco más. Shigehiro se muere de ganas por saber más, aunque ha aprendido a conocerle y es consciente de que preguntando no hará otra cosa más que alejarle. Cuando quiera contarle algo, lo hará por propia voluntad. Pese a todo lo que han compartido hasta ahora, Akashi sigue siendo una persona excepcionalmente reservada. No todo el mundo es capaz de detectar ese halo de sempiterna tristeza que opaca su mirada. Tampoco atisban a ver esa furia ciega que surge de vez en cuando y que controla a duras penas. Shigehiro ha debido observar mucho para ser consciente de esos mínimos detalles. Y le preocupan, es cierto, pero lo único que puede hacer para ayudar es estar ahí. Hablar sobre las banalidades que suceden en casa, prepararse juntos los próximos exámenes, salir a cenar y, un par de veces al mes, echar un partido de baloncesto. Como no podía ser de otra manera, Shigehiro siempre pierde.
Cuando esa tarde se sube al coche, sabe que ha pasado algo. Deja la espada y la bolsa deportiva en la parte trasera del vehículo y besa la mejilla de su novio. Los dedos de Akashi se crispan en el volante y tiene los dientes apretados. ¡Dios! Se muere de ganas por saber qué ocurre, pero no pregunta. En lugar de eso, se esfuerza por distraerle. Seijūrō comienza a conducir en dirección a la residencia de los Ogiwara y Shigehiro le habla sobre el último entrenamiento. Señala las partes del cuerpo que tiene golpeadas y se siente un poco decepcionado cuando el chico no le promete que curará los moratones con besos. De hecho, no dice ni una sola palabra durante los diez minutos que dura el trayecto. Shigehiro sabe que, tal vez, esté siendo imprudente, pero cuando llega el momento de meterse en casa, expresa en voz alta sus dudas.
—¿Ha pasado algo, Sei?
No espera obtener una respuesta. No es sencillo comunicarse con ese chico, no cuando se trata de traspasar la barrera invisible que existe entre él y el resto del mundo. Seijūrō Akashi ha recibido una educación de alto nivel. Es capaz de mantener una conversación sobre cualquier tema que se le proponga. Fue el primero de su promoción en Rakuzan y es un alumno destacado en la universidad. Parece seguro de sí mismo y es prácticamente imposible descubrirle mientras comete un error. Una vez, Shigehiro quiso jugar con él a shōgi y fue derrotado en cuestión de minutos. Sólo dice las cosas que quiere decir y cuando quiere decirlas y acostumbra a responder las preguntas directas con evasivas. Shigehiro está convencido de que será precisamente eso lo que hará, así que se estremece cuando le ve hundir la cabeza entre los hombros hasta que la frente reposa sobre el volante. Su largo suspiro suena patético. La preocupación de Shigehiro va en aumento. Coloca una mano en su espalda y se inclina hacia delante, buscando su rostro con desespero.
—¡Ey! ¿Estás bien?
Es el momento. Sei tiene una oportunidad única para confesarle lo que sea que le atormenta. Alza la vista y clava sus ojos en él. No hay frialdad alguna en ellos. Shigehiro puede ver lo enfadado y lo asustado que está y no puede soportarlo más. Le da un abrazo. Cabe la posibilidad de que le rechace sin más miramientos y le importa un carajo. Akashi sólo se muestra afectivo en determinadas circunstancias, como cuando comparten la cama y se entregan a la pasión, pero esta tarde se deja hacer. No devuelve el gesto, pero respira hondo y Shigehiro puede notar como su musculatura, antes tensa, comienza a relajarse. Permanecen a sí unos minutos y, cuando por fin se separan, es Sei quien busca sus ojos. Cuando habla, parece un niño pequeño en busca de consuelo materno.
—Sé que es del todo inadecuado, pero me gustaría quedarme en tu casa esta noche. Por favor.
A Shigehiro le sorprende enormemente la petición. No es que hayan dormido juntos alguna vez. Si quedan para entregarse el uno al otro, lo hacen en hoteles discretos y tan solo permanecen allí durante un par de horas. Pasar toda una noche juntos es algo muy grande. Y en su casa, además. No es como si su padre fuera a poner alguna objeción. Agradece la ayuda que Shigehiro le presta. A su edad, muchos jóvenes han abandonado el núcleo familiar y viven por su cuenta. Shigehiro sólo se quedó para apoyar a sus progenitores en una situación desesperada. Negarle cierto grado de libertad hubiera sido muy injusto. Pese a ser consciente de que Akashi será bien recibido, se siente incómodo. No quiere ni pensar en lo que harán y dirán sus hermanos, siempre tan molestos y entrometidos. Y tal vez mamá pretenda darle la charla cuando vuelva de su viaje.
¡En fin! Son muchas las cosas que podría tener en cuenta, pero Sei no deja de mirarle y parece un poco desesperado por conocer su respuesta. Shigehiro suspira y le acaricia el rostro. Le acepta en su casa de la misma forma que lo aceptó en su vida casi un año atrás.
Sei insiste en ponerle crema en los moratones de la espalda. Shigehiro está sentado en su cama, con las orejas ardiendo y los puños crispados en el colchón. Intenta mantenerse distraído. Piensa en los acontecimientos que se han sucedido en casa desde que Akashi entró por la puerta. Recuerda el gesto indiferente de Ayame y a Arata siendo absolutamente indiscreto. Piensa en la cara seria de su padre al preparar la cena y en el sonido de la televisión mientras todos juntos daban buena cuenta de la comida. Pero no es suficiente. Sei le está tocando. Es suave y en absoluto erótico, pero de todas formas tiene que ocultar su excitación con ayuda de una almohada. Es el poder que ese capullo tiene sobre él. En ocasiones logra sobreponerse, pero esa noche Sei tiene otros planes. Shige se estremece entero cuando deposita un beso en su hombro derecho. Sí. Justo ahí también duele.
—Odio que te guste tanto el kendo.
Cierra los ojos. Más besos. Las manos que se deslizan suavemente por su piel. La calidez de su respiración erizándole los pelos de la nuca. Traga aire y lucha por contener el temblor que comienza a sacudir todo su cuerpo. Intenta distraerse.
—No es violento.
—Por eso siempre terminas magullado. Deberías reconsiderar lo del baloncesto.
—Vamos. Ya era malísimo cuando entrenaba. Imagina la cara que pondrán tus compañeros si te ven aparecer con un manta como yo.
Un mordisquito en el lóbulo de la oreja. Es un demonio. Shigehiro inclina la cabeza para darle más acceso. Necesita que empape toda su piel. Quiere dejarse conquistar. Otra vez.
—Tendrían que aguantarse. Pronto me convertiré en capitán y podré hacer lo que me venga en gana.
—¡Uhm! ¿No decías que Kuroko te enseñó una lección?
—Los hay que nunca aprenden.
Eso es verdad. A esas alturas, Shigehiro debería haber aprendido a no dejarse llevar de esa manera. Cuando Sei comienza a besar, a morder y a recorrer su cuerpo con las manos, el resultado siempre es el mismo. Pronto se descubre tumbado sobre la cama, sin una mísera prenda de ropa que cubra su intimidad. Sei está sobre él, preocupado por todos sus golpes. Los nuevos, los viejos y los que aún no existen. Mima cada centímetro de piel y, en cuestión de minutos, consigue que Shigehiro tenga el cabello pegado a las sienes, la respiración agitada y el cerebro repleto de ideas vagas e incoherentes. Maldito sea. Se muerde el puño para no dejar salir esos gemidos escandalosos que su garganta es capaz de producir y que hacen que Sei se parta de la risa. Es una criatura malvada. Lo supo el primer día que lo vio.
No sabe de dónde saca la cordura para detenerle. Acierta a poner las manos en sus hombros y le mira a los ojos para demostrar su determinación. No pueden estar tan locos. No en su casa, con su familia justo al lado.
—Para, por favor. Me duele todo.
En esencia, dice la verdad. Oculta el hecho de que podría sacrificarse a sí mismo. Está convencido de que el placer podría superar con creces al malestar que está experimentando, pero sabe que sólo así Sei se apiadará de él. Pese a lo correcto que es en casi todos los aspectos de su vida, cuando se trata de juegos sexuales puede ser un tanto perverso. El hecho de saber que los Ogiwara podrían estar escuchándole no hace más que aumentar su deseo. La cuestión es que nunca lastimaría a Shigehiro. Capte o no sus verdaderas intenciones, obedece. Se recuesta a su lado, sujetando la cabeza con la mano derecha y sonriéndole con malicia. Le acaricia la mejilla una última vez. Shigehiro lamenta tanto lo que acaba de hacer que no puede hablar.
—A veces eran tan aburrido.
Shige bufa. Ignora que está a punto de desatar una ruina absoluta.
—¿Dirías lo mismo si fuera tu padre el que duerme en la habitación de al lado?
Sabe que ha tocado un punto sensible porque el rostro de Sei experimenta un cambio radical. La dulzura tranquila de antes se deforma. Las facciones se endurecen y los ojos se vuelven casi tan fríos como el primer día. Aparta su mano. Shige siente como si estuviera compartiendo cama con un extraño. Espera palabras repletas de dureza y, sin embargo, Sei se domina en el último segundo. Sea lo que sea lo que ha estado a punto de salir a la superficie, se siente aliviado.
—Mi padre no es como el tuyo. No tienes ni idea.
Pues cuéntame lo que sea. Ayúdame a comprender.
Las palabras mueren en su garganta sin que haga ademán de pronunciarlas. Seijūrō permanece tenso durante tanto tiempo que Shige decide ponerse la ropa interior y marcar un poco de distancia. No quiere que confunda su prudencia con falta de interés, así que le da un abrazo. No obtiene respuesta alguna. Necesita expresar sus emociones. No es nada fácil para él acoplarse al ritmo de Sei. Siempre ha sido más impulsivo y expresivo. Para un espectador externo, es muy sencillo saber si Shigehiro Owigara está triste, alegre o preocupado. Lo demuestra. Todo en su cuerpo grita cómo se siente, desde sus ojos hasta el último pelo de su cabeza. Con Sei ha tenido que contener gran parte de eso, pero de vez en cuando se deja llevar. Y lamenta mucho que no pueda ser como él. Tanta contención bien podría llevarlo a la locura más absoluta.
Aunque intenta que se relaje, el ambiente ha experimentado un cambio sustancial y no hay manera de arreglarlo. Cuando llega la hora de acostarse, Shigehiro se acurruca debajo de las sábanas y Sei estira el futón con movimientos bien medidos. Se imagina cómo será su dormitorio en la mansión Akashi. Seguro que es enorme y su cama tiene doseles. Pobre. No debe ser fácil tener que dormir en un sitio tan humilde, rodeado de mangas y con una armadura de kendo completa dentro del armario.
Shigehiro lucha para conciliar el sueño durante un buen rato. Puede escuchar la respiración relajada de su novio, aunque no sabría decir si duerme o no. Le da unos golpes a la almohada, cambia de postura varias veces y da un respingo cuando Seijūrō habla. Su voz está repleta de emociones. La más destacable es el miedo.
—Shige, ¿cómo reaccionaron tus padres cuándo les dijiste que eres gay?
No es un tema que hayan planteado antes. A decir verdad, para Shigehiro apenas tiene importancia porque no supuso ningún trauma. Akashi, en cambio, parece seriamente atormentado. Así pues, se da media vuelta en la cama y busca una forma de mirarle desde ahí arriba. Sei hace lo propio desde el futón.
—No sé qué decirte. En realidad, nunca les he dicho que soy gay. Mi padre estuvo al tanto de mis gustos desde pequeño y mi madre sólo se encogió de hombros cuando le hablé de ti. No pasó nada destacable.
—Entiendo.
Ojalá sea verdad. Seijūrō se ha pasado las manos por detrás de la cabeza y permanece callado durante un montón de rato. Aunque la lámpara permanece apagada, entra suficiente luz a través de la ventana como para captar su ceño fruncido y su mirada extraña. Shigehiro casi vislumbra envidia en ella. Pero, ¿de qué?
—Shige.
Otra vez el temor. Su instinto le dice que debe incorporarse en la cama para buscar la forma de estar más cerca de él.
—Dime.
—Yo no puedo decirle a mi padre que soy homosexual. Me repudiaría.
Es una frase sencilla y horrible al mismo tiempo. Shige da un respingo y se deja caer sobre el futón de Akashi, quien permanece tumbado y con la mandíbula en tensión.
—Es tu padre. Nunca haría eso.
Le escucha suspirar. Ve como se sienta en el suelo. Shige enciende la luz. Necesita observar todas y cada una de sus expresiones, asegurarse de que está mejor de lo que parece. Porque parece aterrado, triste e impotente. Quiere entender y, ahora sí, está dispuesto a hacer todas las preguntas que hagan falta. No es necesario. Akashi está preparado para abrirse en canal frente a él.
—¿Sabes qué precio tuve que pagar a cambio de jugar al baloncesto? —Shige niega con la cabeza—. Tuve que convertirme en el mejor. No solo en el deporte, también en los demás aspectos de mi vida. El mejor jugador, el mejor estudiante, el mejor músico, el heredero más educado y confiable. Durante años, viví bajo toda esa presión. Sabía que, si perdía mi lugar en cualquiera de las disciplinas, mi padre se aseguraría de arrebatarme la única cosa que me hacía feliz. Ese hecho casi me lleva a la locura. Dejé de ser yo mismo y me convertí en alguien muy distinto. Aún no puedo creer cómo fui capaz de hacer ciertas cosas.
Shige sabe que está hablando del Akashi frío y de ojos multicolor que conoció en aquella ocasión. No entiende muy bien qué pasó, pero en el seno de la Generación de los Milagros hablan a menudo de "el otro Akashi". El Akashi que renunció a jugar en equipo a cambio de obtener la victoria. El que dejó que sus compañeros prodigios actuaran según su propia conciencia, despreciando así a aquellos menos talentosos. El que orquestó ese nefasto 111-11. Shigehiro se estremece. Akashi le acaricia el pelo, como si estuviera junto a un niño pequeño.
—Recuerdo la expresión que pusiste aquel día. Entonces, no me importó. Ahora, no puedo quitármela de la cabeza.
Se le hace un nudo en la garganta.
—Sólo fue un partido de baloncesto. Ocurrió hace mucho.
Guarda silencio. Shige puede notar que está tenso. Apoya la cabeza en su hombro y respira lo más pausadamente que le es posible. Busca calmar a Sei, como si fuera un gato ronroneando. No tiene ningún sentido seguir dándole vueltas a aquello. En su día dolió, es cierto, pero ese sentimiento no es más que algo muy lejano en el espacio y en el tiempo. Algo que se presenta ante sus ojos como cubierto por una cortina de seda desgarrada.
—Cuando perdí, mi padre quiso obligarme a dejarlo. Fueron días muy tensos, pero por primera vez me planté frente a él y antepuse mis deseos a los suyos. Fue catártico. Me sentí genial, como si a partir de una derrota hubiera obtenido la victoria más importante de mi vida. Al final claudicó, pero las condiciones no han cambiado. Si flojeara en los estudios, todo terminaría.
Shigehiro no sabe qué decir. Está acostumbrado a que la familia sea otra cosa. Se aferra a su mano, entrelazando dedos propios y ajenos, y expresa su sentir con dos palabras bien claras.
—Vaya mierda.
Sei se ríe. Aprieta su mano. Le da un beso en la sien.
—No es solo eso. Estoy creciendo y cada vez se vuelve más exigente.
Lo sabe. Va a hablarle acerca de aquello que ha vuelto su ánimo un tanto sombrío. Shigehiro se incorpora para no dejar escapar ni una sola de sus palabras. Sei está triste y en su mirada hay algo animal, como si un depredador se cerniera sobre él para devorarle y no tuviera ninguna opción de escapar.
—Shige. Mi padre me ha presentado a una chica. Es hija de un gran empresario hotelero. Confía en que nos llevemos bien y que, en un futuro próximo, nos casemos.
El corazón comienza a latirle a toda velocidad. Sabe lo que esas palabras implican. No necesita que le den más explicaciones. Multitud de calambres sacuden su cuerpo, protestando ante algo que nunca debería suceder. Ni siquiera es capaz de pronunciar una palabra. Sei le acaricia la cara.
—No puedo oponerme.
Es increíble. El estudiante modelo, el hombre perfecto, carece por completo de voluntad propia. Shige se aferra a su mano con fuerza. No desea dejar que se aleje. Ni en ese instante, ni durante esa noche. Nunca.
—Pero estamos juntos.
Suena infantil y caprichoso. Se merece una expresión de burla o un pellizco en la mejilla. Sei le observa, comprensivo, y se inclina para darle un beso en los labios. Sabe a despedida. Y no quiere. No, no y mil veces no.
—Encontrarás a alguien mejor que yo, Shige. Eres fascinante.
La Maestra Wakamura es, con mucha diferencia, la persona que mejor sabe leer su estado de ánimo. Esa tarde, interrumpe el entrenamiento a la mitad y le ordena que vaya a correr. Shigehiro puede entender por qué lo dice. Está nervioso, enfadado, triste y un poco harto de todo. No tiene cabeza ni para el kendo, ni para la universidad y mucho menos para aguantar las tonterías de Arata. Porque, si bien es cierto que a Ayame le ha dado por aislarse durante los primeros latigazos de la adolescencia, Arata es un incordio por los dos. Shigehiro se pelea con él, con su padre y termina siguiendo las instrucciones de su Maestra.
Decide correr por el parque. Es un lugar agradable, silencioso y huele bien. Cualquiera podría relajarse allí. Comienza la carrera al trote, pero lejos de calmarse, su corazón se desboca en cuanto se acuerda de Akashi. Maldito idiota. Ha tomado la decisión unilateral de cortar por lo sano con su relación y, como todo lo que hace en este mundo, está cumpliendo con creces con su objetivo. En la universidad apenas se ven y cuando lo hacen, le ignora por completo. Ha bloqueado su número de teléfono. No puede acceder a sus escasas redes sociales. Literalmente, le ha borrado de su vida. Shigehiro ha hecho un esfuerzo más que sobrehumano por comprender su actitud. Sabe que su padre no es un tipo fácil y, aunque nunca le haya visto en persona, se imagina que debe imponer bastante. Pero no es excusa. Claro que no. Seijūrō Akashi es un adulto y debería tener libertad para tomar sus propias decisiones.
Lo ha intentado. Durante noches enteras, Shige ha procurado ponerse en su lugar. Se ha imaginado cómo es vivir en un mundo en el que priman las apariencias y los deberes de otro tiempo. Ha pensado en lo desesperado que debió sentirse Sei para dejar aflorar al otro Akashi. Y comprende su actitud, de verdad que sí, pero eso no significa que vaya a rendirse sin pelear. Lo hubiera hecho en otras circunstancias. Si Sei simplemente hubiera dejado de sentir algo por él, si no estuviera interesado en ese vínculo. Pero no es el caso. Shige pudo verlo en sus ojos durante esa última noche en su dormitorio. Los sentimientos están ahí y no desaparecerán el día de mañana. Así pues, esa tarde corre como alma que lleva el diablo y toma una decisión.
Sei consigue ignorarle el lunes. Cuando terminan las clases, sale corriendo rumbo al gimnasio para entrenar con el equipo de baloncesto. Esos chicos se lo toman bastante en serio y, cuando intenta seguirle, le dan con la puerta en las narices. Casi literalmente. Shige se arma de paciencia y aguarda hasta que es demasiado tarde como para permanecer en la universidad.
El martes cambia de estrategia. Le aborda a primera hora de la mañana, cuando todo el mundo luce un pelín somnoliento. Todos menos Sei, por supuesto. Él siempre está fresco como una rosa y preparado para afrontar el día. Shige se esconde detrás de una máquina de café y le sale al paso cuando está demasiado cerca como para huir. Sei da un respingo. Shige afianza sus pies en el suelo.
—Eres muchas cosas, Akashi, pero nunca te he tomado por un cobarde.
Quizá no sea la mejor forma de iniciar una conversación que pretende ser amistosa, pero necesita poner las cartas sobre la mesa. No se librará de él con facilidad. Tendrá fuerzas sobradas para luchar por los dos. Sei alza una ceja y se da media vuelta. Pues no será tan sencillo. Shige le corta el paso.
—No huyas de mí.
—No quiero verte.
Procura mostrarse frío y decidido, pero sus ojos le traicionan. Esa mirada que un día fue heladora está repleta de dolor. Shige puede sentir su fragilidad y tiene miedo. Quiere estar a su lado, es cierto, aunque no a cualquier precio. Tiene la certeza de que ese chico está a punto de romperse y no quiere tener que recoger sus pedazos después. Suaviza su lenguaje corporal. Expresa su sentir con dos palabras que jamás creyó que fuese a pronunciar. Dos palabras que no son ninguna tontería y que resultan imprescindibles para solucionar su problema actual.
—Te quiero.
Se siente un poco ridículo. Hablar sobre algo así no es fácil. Ha tenido que practicar durante mucho rato frente al espejo. Arata se ha reído de él y está bastante seguro de que hasta su padre le ha escuchado. Durante un segundo, desea que se abra un socavón gigante en la tierra para tirarse dentro. Las orejas le arden, las manos le tiemblan y el corazón le late desbocado. Se ha abierto en canal y es bastante probable que vaya a salir malparado. Si Akashi realmente no siente nada por él, podría aprovechar el momento para darle el golpe de gracia. Se imagina su risa burlona y escucha unas palabras hirientes que nunca llegan. En vez de eso, agacha la cabeza y se le ve desesperado.
—No digas eso.
—¿Por qué no? Es la verdad. Te quiero y quiero estar contigo. Lo que dijiste el otro día, podemos arreglarlo. Juntos.
—¿Crees que podrías ejercer alguna clase de poder sobre un hombre como mi padre?
—No es eso lo que pretendo. Te mereces ser tú mismo, Sei. Y él no puede ser tan malo. Habla con él. Si quieres, iré contigo.
Akashi alza una mano. Ahora sí es capaz de forjar frente a él una inmensa muralla de la más impenetrable indiferencia. Shige retrocede un paso.
—No seas ridículo. Hazte a la idea de que esto ha terminado y sigue con tu vida.
—¿Es lo que quieres? ¿De verdad?
Algo se hace pedazos en el rostro de Seijūrō Akashi. Sucede como a cámara lenta. Shige puede comprobar con sus propios ojos como el dolor y el miedo se transforman en ira ciega. Acaba de despertar a un ser monstruoso. Incluso hay un brillo extraño en su ojo izquierdo, que parece cambiar de color durante una fracción de segundo.
—Vives en un mundo de fantasía, Shigehiro. Piensas que todos tus caprichos pueden ser satisfechos sólo porque así lo deseas. No te imaginas cómo es la realidad. No quieres verla. Eres como un niño ansioso por no perder su juguete favorito.
Se aproxima a él. Está tan cerca que puede sentir su aliento agitándole las pestañas.
—Yo no soy tu juguete. Tengo que asumir una serie de responsabilidades que ni siquiera alcanzas a comprender. Te lo advertiré una sola vez. En honor a aquello que nos unió en el pasado, aléjate de mí. Si no lo haces, te destruiré. A ti y todo lo que amas. Puedo hacerlo y lo sabes.
Dicho eso, se da media vuelta. Comienza a alejarse a buen ritmo, con la espalda erguida y el mismo aspecto imponente de siempre. Nada en él hace sospechas que acabe de amenazar a alguien de una manera tan cruel. Shigehiro está temblando, estupefacto por el miedo y la sensación de fracaso.
¿Qué debe hacer? Su primer impulso es del de rendirse. No es la primera vez que lo hace, después de todo. Por Akashi dejó el baloncesto. Y ahora es como si volviera a tener quince años y fuese incapaz de lidiar con una derrota espantosa. Apoya el hombro en la máquina de café, ignorando las miradas curiosas de algunos compañeros, y una parte de sí mismo acepta que no hay nada que hacer. Ha perdido a Sei y no se arriesgará a perder nada más.
Lo que ignora es que la parte de sí mismo que aún desea luchar es demasiado terca como para permitir que se dé por vencido.
De vez en cuando aparece por casa una revista sobre la crónica social del país. Shige acostumbra a ignorarlas olímpicamente. No hay nada que le interese menos en este mundo que los cotilleos, menos aún ahora. Está tratando de asumir que ya no tiene un novio raro que va a recogerle al dōjō con un coche imponente. No es tarea fácil. Lo extraña más de lo que cualquiera podría imaginar y, aunque se ha devanado los sesos, no ha encontrado una solución para su problema. No sabe cómo acercarse a Akashi. Se siente incapaz de tocarle el corazón. Podría haberse hundido en un pozo oscuro de tristeza y soledad, pero en vez de eso ha decidido salir a flote. Ya lo hizo después de abandonar el baloncesto, podrá hacerlo ahora. Así pues, se centra en los estudios, los entrenamientos y vuelve a quedar con sus amigos. Se arrepiente por haberlos dejado de lado todo ese tiempo.
La cuestión es que esa mañana, la revista que Ayame sostiene entre sus manos no le pasa desapercibida. En portada, reconoce el rostro de Seijūrō Akashi. Tan querido y tan despreciado al mismo tiempo porque, ¿quién es esa chica que está a su lado? Le arrebata la revista a Ayame.
—¡Ey!
—¡Calla!
Pelo oscuro, ojos negros. Viste con elegancia y tiene una pinta tan anodina que le dan ganas de vomitar. Tanto ella como Akashi miran al frente y, flanqueándolos, sus respectivas familias. No es la primera vez que Shigehiro ve una fotografía del señor Akashi, pero nunca antes se había sentido tan asqueado. Le culpa de su desgracia. Si no fuera un homófobo de mierda y un pijo insoportable, podría haber obtenido su felicidad junto al chico que le gusta. Estruja las hojas de la revista y logra calmarse justo a tiempo. Necesita información, así que lee con avidez.
El corazón se le rompe.
Seijūrō Akashi se acaba de comprometer con una rica heredera. Aunque aún no se ha graduado en la universidad, se casará durante la próxima primavera. El imperio financiero de la familia Akashi crecerá exponencialmente después de esa unión. Ambas familias están contentas y orgullosas. Los novios se muestran emocionados ante la inminente unión.
—Shige, ¿no es ése tu novio?
Ayami hace un gesto hacia la revista. Desea protegerla, puesto que la está arrugando con tanto ahínco que bien podría destrozarla sin necesidad de esforzarse demasiado. Shigehiro no es capaz de responder a su pregunta. Algo arde en su garganta y la vista se le nubla. No. Maldita sea. No puede ponerse a llorar como un crío. Con furiosa rabia, se deshace de la puñetera revista y sale al exterior en busca de aire fresco.
No debería estar tan sorprendido. Ni tan furioso. Ni tan dolido. Akashi ya se lo advirtió aquella noche, justo antes de romper con él. Le dijo cuáles eran las intenciones de su padre y aseguró que no podría hacer nada por eludir su destino. ¡Y un cuerno! Suelta un grito que bien podría alarmar a medio vecindario. Está harto. Muy harto. De las tradiciones, de las apariencias y de tener que ser un infeliz por los cerebros podridos de gente que no entiende nada. Quiere pegar a alguien, desahogarse con quien sea. Incluso con Sei porque, en última instancia, es responsable de su propia desdicha. Y es que no puede negarlo. Basta con ver esa imagen de la revista. Shigehiro no es el único que tiene el corazón roto.
Se plantea la posibilidad de hacer una locura. Ir a la casa de los Akashi, interrumpir su cena familiar y darle un morreo a Sei delante de todo el mundo. Eso, sin duda, serviría para dejar claras sus intenciones. Pero no está tan loco. Tal vez pueda hablar con Akashi, pedirle alguna explicación. Aunque, ¿con qué derecho? No son nadie el uno para el otro. Está desesperado. Impotente. Cabreado. Confuso.
Suena el teléfono.
No puede ser.
—¿Sei?
—¿Lo has visto ya?
Habla en un susurro, como si la voz no le saliera del cuerpo. A Shige se le encienden todas las alarmas.
—Sí.
—Lo siento. No he podido hacer nada por evitarlo.
Le parece escuchar un sollozo, pero no es posible. Akashi nunca llora. No está en su naturaleza expresar de tal manera las emociones. Shige nota la imperiosa necesidad de calmarle.
—No importa. ¿Por qué no hablamos?
Silencio.
—Sei. ¿Dónde estás? Voy ahora mismo a verte.
Silencio.
—Sei. Dime algo, por favor.
Es desesperante. Sabe que algo grave está ocurriendo. Sus sospechas se confirman. Akashi está llorando.
—Yo también te quiero.
Conoce a Masaomi Akashi esa misma noche. Está gritando como un idiota en el recibidor de esa mansión enorme y el hombre aparece por una puerta lateral, ataviado con un traje carísimo y con el cabello repeinado hacia atrás. Shige fantaseó muchas veces con ese primer encuentro. Se imaginó a sí mismo experimentando un temor reverencial, pero cuando ese idiota se atreve a afearle la conducta, sólo puede sentir ira. Tanta ira que le da un empujón y está a punto de tirarlo de culo.
—¿Cómo te atreves?
—¡Oh! ¡Cállese! ¿Dónde está Sei?
Seijūrō Akashi está en su cuarto de baño privado. Ha llenado la bañera de agua y se ha cortado las venas. Así de sencillo. Shige está a punto de caer redondo al suelo cuando ve tanta sangre y Masaomi demuestra que es un hombre de recursos.
Una hora más tarde, Shige está dando vueltas por una salita de estar desde la que hay una vista excepcional del jardín. Su padre también está allí, con cara de no comprender nada, pero listo para apoyarle en todo lo que sea necesario. Cuando el señor Akashi hace acto de presencia, prácticamente se abalanza sobre él.
—Seijūrō está bien. El doctor le ha revisado y ha determinado que la pérdida de sangre no ha sido importante. Podría decirse que ha sido providencial su llegada, señor…
Da un respingo. Es verdad. Ni siquiera se ha presentado.
—Ogiwara. Shigehiro Owigara.
—Señor Owigara. Seijūrō me ha dicho que quiere verle. Ya sabe dónde encontrarle.
Pese al desconcierto inicial, no se hace de rogar. Por el rabillo del ojo, comprueba como su progenitor se pone en pie para enfrentar al padre de Akashi. Sin duda alguna, tienen unas cuantas cosas que decirse, pero no importa. Sube las escaleras de dos en dos, tropezándose en el último escalón y raspándose las rodillas con una alfombra que tiene pinta de costar más que todos los objetos valiosos de los Ogiwara juntos.
No piensa mucho. Ha estado demasiado preocupado como para plantearse cuestión alguna. Lo único que ha querido desde que vio a Sei en ese estado fue que se pusiera bien. Hubiera dado media vida por conseguirlo. Hubiera renunciado a cualquier cosa. Cuando lo ve tumbado en la cama, un poco pálido y con los brazos vendados, se le para el corazón. Otra vez siente que va a desmayarse. Sei le sonríe y le insta a acercarse a él. ¡Demonios! No le importa dónde está ni lo que dirá la gente. Se recuesta en la cama y se abraza a su novio. Porque sí. Diga lo que diga él, sigue siendo su novio. Ahora más que nunca.
Ni siquiera sabe cuándo ha empezado a llorar. Sólo sabe que está llenándole el pijama de lágrimas y de mocos y que necesita decir algo, aunque no suene muy coherente.
—Sei. Estás bien.
Le devuelve el abrazo. Por primera vez, es Akashi quien pone más ímpetu en el gesto. Estruja a Shige con fuerza, le besa la coronilla y le acaricia la espalda. Enjuga sus lágrimas con paciencia. Le sonríe. Su mirada está en calma.
—Lo siento, Shige.
—No vuelvas a hacer algo así en tu puta vida, ¿me oyes?
Sí. Le escucha perfectamente. No es su intención volver a poner en peligro su integridad física. Ya no será necesario hacerlo. Ha visto los ojos de su padre y es consciente de que, ahora sí, podrá ser libre.
Tuvo sus dudas. Las ha tenido desde pequeño. Fue simple y reconfortante contar con el amor de su madre. Ella siempre estuvo ahí para él, equilibrando la balanza. Mientras Masaomi era duro e inflexible, Shiori se limitaba a amarlo. Escuchaba aquello que tuviera que decir, alentaba sus talentos, se preocupaba porque siempre tuviera una sonrisa en su rostro. Perderla fue lo más trágico que le ha ocurrido nunca. Cada día que pasa la extraña un poco más y, sin embargo, gracias a Shige pudo llenar parte del vacío que ella dejó. Por eso ha hecho lo que ha hecho. Porque no desea perder a nadie más. Le alegra que haya salido bien, pero dudó.
Dudó del amor de su padre. Nunca se lo ha demostrado. Ni una sola vez. Durante veinte años, se ha limitado a exigirle que sea el mejor, un digno heredero para el imperio Akashi. Podría haberse mantenido impasible ante su desgracia y, sin embargo, ha reconocido el pánico más absoluto en sus ojos cuando le ha visto entrar en el cuarto de baño.
Ya está hecho. Ha ganado. Sólo lo siente por Shigehiro, aunque su participación era necesaria. Imprescindible. Nadie más hubiera corrido tan velozmente hasta su casa para salvarlo. De hecho, ha tardado incluso menos tiempo del que se imaginó. Sabe que le ha hecho daño. Y se prometió que nunca le dañaría, de ninguna manera, pero no se arrepiente. A partir de ahora, podrán estar juntos. Sin limitaciones. Siendo simplemente ellos dos.
Seijūrō sabe mucho de kimonos y de cómo complacer a su padre, así que escoge el modelito que lucirá Ayame durante la reunión del domingo. La chiquilla parece encantada cada vez que pulula a su alrededor, como si acabara de conocer a su héroe favorito. O a un Dios, tal vez.
Shige frunce el ceño. Sigue sin estar preparado para adentrarse en territorio Akashi, pero su novio ha sido claro. Todos tienen que hacer algún sacrificio. Masaomi lucha por aceptar la homosexualidad de su hijo, lo cual significa un futuro muy distinto del que planeó para él. Los Ogiwara han de aprender a meterse un palo en el culo, al menos cuando se reúnan en la mansión. Es así de simple. Si se han convertido en familia, deben ceder.
Observa su propio atuendo. Está acostumbrado a la hakama cuando practica kendo, pero no está muy convencido de todo el asunto del kimono. Por más que se mira, no ve a Shigehiro Ogiwara reflejado en el espejo. Ahí está ese chico repeinado y de cara seria que parece acojonado.
—¿Por qué piensas tanto?
Sei está sentado sobre la cama. No ha vuelto a dar señales de querer quitarse la vida. El señor Akashi le obligó a asistir a terapia. Shige no necesita preguntarle para saber que está bien. Puede verlo en sus ojos, que lucen como dos lagos cristalinos, transparentes y tranquilos. Casi parece feliz. Y se debe únicamente a él. No es por presumir, pero le llena de orgullo saberse responsable de algo así.
—¿No me dices siempre que tengo que reflexionar un poco más antes de actuar?
—¡Uhm! Quizás.
—¿Seguro que no me puedo poner un traje? No estoy muy cómodo ahora mismo.
Sei pone los ojos en blanco. Se le acerca y se aferra a su espalda. Deposita un beso en su cuello. Como siga así, una cosa está clara: al final no irán a ningún sitio.
—Estás muy guapo.
—Por supuesto.
—¿Te sientes inseguro?
—Creo que te das cuenta, pero tu padre da miedo.
Se ríe. Le da otro beso, esta vez muy cerca de la boca. Por fortuna, tiene el buen tino de soltarle y regresar a la cama. Se cruza de piernas y le observa como quien contempla con interés un pase de modelos.
—Ya sabes que mi padre te adora. Claro que, para él, el hecho de que seas un chico resulta ser un gran inconveniente.
—Me tranquilizas un montón.
Más risas. Shige respira hondo. No le queda más remedio que aceptar la realidad. El señor Akashi se está esforzando por modificar su visión del mundo. Ha aceptado cosas que antes le parecieron inasumibles y ya no es tan exigente con su hijo. Sabe que estuvo a punto de perderlo. También sabe que, si Shigehiro no hubiera irrumpido en su casa de aquella manera, tal vez lo habrían encontrado muerto. Esas son sus dos principales razones para admitir la nueva situación. Alivio y agradecimiento. Sei está más que dispuesto a aprovecharse de ello durante todo el tiempo que haga falta. Shige no puede evitar estar incómodo. Le apetece quedarse en casa, ver una peli con Sei, estudiar un rato. Nada de protocolos rancios y conversaciones incómodas. Gimotea como un cachorrillo desvalido y va a sentarse sobre las piernas del chico.
—No quiero ir.
Se aferra a su cuello. Sei suspira.
—No seas caprichoso.
—Porfa, Akashi. Vamos a escaquearnos.
—Es muy difícil que no se den cuenta de nuestra ausencia.
—¡Jope!
Lloriquea sobre su hombro. Sei le acaricia la espalda. Se abrazan durante tanto tiempo que alguien termina por llamar a la puerta. Cuando se preparan para partir, se hacen una promesa muda. Todo saldrá bien. Se apoyarán el uno al otro, pase lo que pase. Superarán esa reunión y todas las que estén por venir. Estarán juntos y, mientras tanto, disfrutarán de la vida. A tope. Hasta el fin.
FIN
