Su cuerpo musculado estaba bañado en sudor tras el duro entrenamiento. Miraba el saco de boxeo con intensidad mientras tomaba aire e intentaba no pensar en otra cosa salvo en agotar todas sus energías golpeando aquel objeto.

- Solamente golpea, golpea, ¡golpea! No pienses más en eso, ¡céntrate! -

Ese día había vuelto a levantarse con el pie izquierdo. De nuevo, una extraña ansiedad se había apoderado de sus pensamientos, reinaba en su cabeza. Notaba otra vez que tenía taquicardias y un sudor frío bañaba su cuerpo. Y para poder lidiar con esa sensación entrenaba sin parar, hasta que su cuerpo quedaba agotado por el esfuerzo físico.

- No es más que otro día tonto. Sí, por supuesto… son muchos días en el mar sin otra cosa mejor que hacer que pensar… y recordar. Así que ¡céntrate! -

Tashigi terminó de tomar aire y ajustó aún más las cintas alrededor de sus nudillos. Alzó los brazos, con los puños cerrados y comenzó a moverse en pose de defensa frente al saco de boxeo. Acto seguido, dejó escapar un leve gruñido de entre sus labios y comenzó a golpear el saco sin dilación, encadenando ganchos y directos hasta que volvió a quedarse sin respiración.

- ¿Por qué cada día es peor? Maldito seas… ¡Roronoa! -

Aquel día era especialmente horrible para ella, ni con todo el entrenamiento del mundo podía sacarse a aquel tipo de la cabeza. Dio un leve suspiro y se quitó las vendas de las manos, dejándolas a un lado. Tomó una botella de agua y bebió su contenido hasta acabar completamente con su sed. Pero cada día sentía más fuerte en su interior un tipo de sed que era incapaz de saciar. Se sentó pesadamente sobre el suelo y alzó la vista, mirando hacia la nada.

Su travesía por Grand Line sólo tenía un motivo, volverse a encontrar con el cazador de piratas, Roronoa Zoro, enfrentarse en un duelo, tomar sus magníficas espadas, apresarlo y que así pudiera triunfar la justicia. Pero aquel vasto océano estaba dificultando enormemente el tan ansiado encuentro. Es más, con el paso del tiempo incluso sus pensamientos habían cambiado. Lo que al principio era una idea firme y cargada de una gran convicción se había ido tambaleando con el paso de los meses… y del contacto entre ambos.

No podía dejar de pensar en él. Había días en los que su imagen se estancaba en su cabeza y no desaparecía a pesar de sus esfuerzos. Aunque no estuviera cerca podía recordar el olor que desprendía y el sonido de su ropa cuando estaba en movimiento. Recordaba detalles de su cuerpo que no recordaba de otras personas. Como los marcados músculos de su cuello, el relieve de la cicatriz de su pecho o su cabello desordenado.

Tashigi era consciente de que pensaba en él más de la cuenta. La noche anterior había vuelto a mirar, embelesada y durante largo rato, todos sus carteles de recompensa. No entendía por qué, pero sentía hacia el espadachín, simultáneamente, tanto una intensa atracción como un intenso rechazo. ¿Acaso era eso posible? Si pudiera elegir deseaba sentir solamente indiferencia hacia él, pero mientras más pasaban los días, las semanas y los meses más volaba su mente y más atracción sentía hacia su persona.

Sacudió la cabeza con fuerza y manoseó su pelo, nerviosa. Dejó la botella a un lado, junto a las vendas, se levantó y decidió que el entrenamiento era más que suficiente por el momento. De nada le iba a valer agotarse físicamente, ese día sabía que no lo podría sacar de su cabeza.

- Maldito Roronoa… ¡por qué precisamente tú! Vete de mi cabeza… -

Tashigi salió del gimnasio del barco del G5 y se dirigió hacia su cuarto, donde contaba con un baño personal para ella al ser la única mujer que había en el barco. Aún era excesivamente temprano, por lo que no se encontró con nadie en su camino hacia su propio camarote. Los rayos de sol despuntaba en el cielo en ese momento anunciado el nuevo día.

Llegó a su habitación y entró en el interior de la escueta estancia. Apenas había una cama junto a la pared, un escritorio con algunos libros, un modesto armario y un espejo de cuerpo entero. Cerró la puerta de su cuarto con llave y comenzó a desnudarse. Se quitó la ropa blanca deportiva, completamente sudada, y la dejó esparcida por el suelo.

Mientras dejaba al descubierto su cuerpo desnudo revisaba las marcas que surcaban su figura, y siempre se paraba más en la horrible cicatriz que había en su hombro derecho, fruto de la mordida de la mujer de nieve. Ese momento, ese lugar… lo habían cambiado absolutamente todo, había revuelto su interior de una manera insospechada, arrojando luz a tantas sensaciones que había sido incapaz de esclarecer hasta que el destino volvió a unirles en Punk Hazard. Ese momento había supuesto un antes y un después en su vida, en su motivo para viajar por Grand Line. ¿Cómo debía actuar la próxima vez que lo viera? ¿Qué tipo de relación había nacido entre ellos? ¡No era un simple pirata más! Estaban unidos por el destino.

- Y-yo… estoy obsesionada con lo ocurrido en Punk Hazard, ¿Qué me ocurre? Nada de esto es propio de mí. Maldito seas, Roronoa… ¡eres como una droga! -

Sí, esa era precisamente la mejor descripción para esa sensación. Zoro se había convertido en una droga para ella, una a la que estaba enganchada por la manera en la que la hacía sentirse cuando estaba junto a él, como en una auténtica montaña rusa de experiencias.

Cada vez que su mente volaba directa a Biscuit Room le recordaba como lo que era, una auténtica bestia salvaje. Lejos de parecerle un símil aterrador, su cuerpo se estremecía dulcemente cada vez que recordaba aquellas palabras saliendo de los labios del espadachín. Todavía resonaba en sus oídos su aterradora voz, capaz de desarmar a cualquiera. Su piel se erizaba ante aquel recuerdo, hacía que su corazón se acelerase de tal manera que los latidos se agolpaban en su garganta. Era una auténtica adicta a ese hombre, y no podía soportar más aquel síndrome de abstinencia que le iba a llevar a la locura.

Echaba de menos su presencia, su voz y su imponente figura. Los recuerdos sobre la fuerza de su mano alrededor de su cintura, el calor que desprendía su cuerpo en contacto con el suyo. Añoraba sus miradas furtivas mientras la cargaba, el intenso olor a acero que podía aspirar directamente de su cuello. Echaba de menos su fina ironía, su soberbia y su arrogancia. Hacía tanto tiempo que no sabía nada de él que su cuerpo cada vez se impacientaba más por la llegada de un futuro encuentro.

Pero ese día era completamente diferente. Era la primera vez que había admitido que estaba enganchada a aquel hombre y a todo lo que representaba. Y eso, además, hacía que su cuerpo ardiese aún más en fuego. Pasó los dedos por la rugosa cicatriz y apretó su brazo con fuerza. Cuántas veces había imaginado cómo la había tomado entre sus brazos y había vendado esa herida. Agarrando rudamente su cuerpo inerte, pero a la vez con gentileza. Cargándola sobre su musculoso pecho semidesnudo. Fantaseaba con sus labios entreabiertos y sus afilados colmillos rasgando la tela con la que vendó su hombro. Pensaba que ojalá se hubiera despertado en ese momento para así haberse abalanzado sobre él como una gata hambrienta. Salió de su propio ensimismamiento, sacudió la cabeza y se dirigió a la ducha para enfriar su extasiado cuerpo. No era propio de ella pensar así.

No podía controlarlo, cuando era incapaz de limitar su imaginación y los recuerdos su propio cuerpo se encendía intensamente anhelando ese futuro encuentro. Pero un encuentro diferente, lujurioso, intenso y lleno de contacto entre ellos. Su cuerpo necesitaba más del espadachín, el mono la estaba matando lentamente.

Abrió el grifo de la ducha y dejó caer sobre ella el agua fría como el hielo. Al principio la sensación le resultó impactante y un tanto desagradable, pero tras pocos segundos el agua gélida enfrió su cuerpo ardiente por los recuerdos. Pasaba las manos rezumantes de jabón por sus extremidades, su vientre, sus senos y su entrepierna, pensando que aquellas no eran sus manos, si no las manos de ese hombre.

Se sentía impaciente y atormentada, cada día en alta mar, absorta en esa interminable rutina que le separaba de un encuentro con él. El primer paso era admitir su dependencia, el siguiente paso consistía en aprender a controlarla. Pero Tashigi estaba en el momento álgido de su adicción, había probado suficiente de él para saber cuán adictivo podía resultar, pero no lo suficiente para saciar el hambre que sentía toda ella por el espadachín.

Salió de la ducha y tomó una toalla para secar su cuerpo. Se daba cuenta de que ni el agua helada podía enfriar lo que sentía por él. Estaba enamorada de ese hombre hasta las últimas consecuencias. Rozó su piel desnuda con las yemas de los dedos y, con sus ojos cerrados, volvió a imaginar el tacto de su mano contra su cintura. Fantaseaba con el momento en el que la ruda mano del espadachín se colase por dentro de su ropa para rozar tosca y sensualmente su piel. Toda ella anhelaba que aquel contacto se volviese íntimo y real.

Tashigi terminó de secarse y colgó la toalla, de nuevo, en el interior del baño. Tomó su ropa habitual y se vistió con ella. De repente, el grito de uno de sus subordinados la alertó a ella y al resto de la tripulación.

- ¡BASTARDOS! POR FIN UNA ISLA AL FRENTE. PREPÁRENSE PARA ATRACAR TAL Y COMO NOS ORDENÓ EL VICEALMIRANTE-

Tashigi escuchó las palabras de aquel subordinado, que provocaron una descarga de adrenalina en su interior. Por fin una nueva isla tras semanas de encontrarse en alta mar. Por fin una nueva oportunidad de toparse de nuevo con él.

Tomó su abrigo y su espada y se calzó sus botas. Abandonó la habitación y salió a la cubierta del barco a paso rápido. Cuando llegó a la proa del barco miró a lo lejos y vio el diminuto pedazo de tierra. Se mordió su labio inferior, con impaciencia. ¿Qué le depararía el destino? ¿Se encontraría en esa isla del Nuevo Mundo con el terrible pirata Roronoa Zoro? Su corazón palpitaba acelerado por la posibilidad que existía de volver a verle. Si el destino lo quería podría saciar su intensa adicción y así aliviar ese síndrome de abstinencia.