LIBRO VIII
Desembarcaron en el puerto de Tarento por la mañana, justo a la hora en la que el sol rompía, el espectáculo era grandilocuente, ambos caballeros dorados llamaban la atención por su aspecto tan curioso, por la presencia que era imposible de ignorar, a pesar de todo Zakros se había comportado y ahora se había convertido en algo parecido a Zakros el Grande, ya que su actitud era la de un aristócrata petulante, como otros tantos, Lugonis por su parte gozaba del espectáculo algo más mesurado.
—A ver si se apuran a bajar el equipaje… Lugonis ¿Estás seguro de que hay una carroza aguardándonos? No me voy a quedar a esperar como cualquier puta a que vengan por nosotros.
—Sí Zakros, el equipaje de hecho ya debe estar en la carroza aguardándonos… es la tercera vez que lo preguntas —contestó divertido Lugonis observando al desconfiado Zakros mirar hacia todos lados en el puerto tirando de la caja de la armadura dorada.
—Menuda broma, ¿cómo esperan que encontremos nada entre tanto gentío? Me zurro de hambre… el puto saco se me está atorando con la caja de la armadura… y los zapatos me están matando, bendita la hora en la que se te ocurrió disfrazarnos con toda esta cháchara inútil… ¡Por la verga de Zeus!... —maldijo malhumorado el corintio con una retahíla de obscenidades.
—Si no cierras esa boca de bucanero de verdad que no creerán que eres un aristócrata… así que deja de quejarte.
—Claro, claro, seguramente tú debes estar habituado a andar con zapatos de tacón.
—No son zapatos de tacón no exageres… además estabas muy convencido de hacer esto ¿No?
—¡Joder! Sí, pero no me imaginaba que sería así… además uno no es caballero para andar de pipa y guante y encima de todo cargando la caja de la armadura con esta ropa.
—Si quieres puedes ponerte sandalias y taparrabos.
—De buena gana lo haría y una vez que esté así será más fácil que me la chupes ¿No?
—Cierra la boca Zakros, ahí está el carruaje… andando.
Lugonis llevó a rastras al rubio, que al primer descuido desató la larga cascada rubia que él había atado con un lazo de seda, su aspecto era elegante pero con el cabello suelto parecía salvaje, exótico, las miradas le seguían allá a donde fuera, las mujeres miraban discretamente, el otro en su malhumor no se daba cuenta, sería la primera vez que no notaba cuando le miraban con interés.
Ambos subieron al espléndido carruaje, deliciosamente tallado en figuras caprichosas y finamente tapizado de piel en su interior, los caballos que lo tiraban eran pura sangre, esplendidas criaturas de pelaje blanco; el corintio no subió hasta que repasó los baúles que llevaban consigo, un tanto apretados dentro de la pequeña cabina con las dos cajas de las armaduras dentro, aunque hubiese sido más fácil atarlas afuera con el resto del equipaje, el neurótico de Zakros se negó, no fuera a ser que se abrieran y mientras andaba el carruaje las piezas quedaran regadas por ahí, cosa improbable, sin embargo Lugonis no quiso discutir más con él, era evidente que estaba de muy mal humor.
Iban tan apretados dentro de la carroza que las dos cajas de la armadura no ayudaban, aquello parecía el carromato de unos gitanos o de algún comerciante llevando las novedades de Oriente a algún pueblo polvoso.
—Zakros… quita tu mano de ahí, me estás incomodando.
—¡Coño! ¿Crees que yo voy muy cómodo aquí apretado? No es que quiera manosearte.
—Pues parece que lo vas gozando.
—Lo gozaría si tu boca estuviera entre mis piernas.
—Tú insististe en meter las cajas aquí… —se quejó el castaño frunciendo el ceño— ¡Hazte para allá!
—¿Y a donde carajo quieres que me haga? Tu pierna está casi encima de las mías.
El corintio pasó el brazo por encima del asiento casi sobre los hombros de Lugonis, al menos de esa forma iban menos apretujados y aunque el guardián de Piscis dio un respingo se quedó quieto agradeciendo en silencio que el otro le hiciera un poco más de espacio entre los tropiezos del camino.
Ambos iban callados contemplando el paisaje cada uno vuelto hacia la ventana que le correspondía, algo más relajados después de una hora de viaje.
—¿Hasta cuándo vamos a comer algo? Tengo hambre…
—Italia está dividida en distintos… estados o reinos, justo ahora atravesamos el Reino de Nápoles, vamos a detenernos en Potenza, ahí vamos a parar en alguna posada, comeremos, y descansaremos para continuar a Benevento, luego a Capua…
—Eso suena a un viaje largo… insisto tengo hambre —declaró el otro mirando por la ventana.
—No es que podamos teletransportarnos Zakros, no tengo nada que puedas comer, lo siento.
—Ya… ¿Y después de Capua?
—Entraremos a los Estados Pontificios, hacia Roma.
—Entonces dormiré si no te importa, si encuentras a una bella mujer por el camino me despiertas.
—Lo dudo, ninguna mujer decente estaría paseando sola por estos caminos.
—Perfecto, entonces alguna mujer de moral distraída —comentó en son de chanza el corintio.
—No tienes remedio, algún día eso que tienes entre las piernas, y de lo que estás tan orgulloso, no te servirá más…
—Já, ¿celoso? Pues mientras sirva hay que utilizarlo ¿No? Si quieres puedo ayudarte a aliviar la tensión, no cabemos aquí pero puedes usar mi mano.
—¡Por Atenea! Cierra la boca y duerme.
Lugonis se sonrojó violentamente al imaginar la escena de Zakros manoseando su cuerpo, y no es que no lo deseara, al contrario, pero aquel deseo estaba prohibido, aquel deseo ya una vez estuvo a punto de matarlo, pensó con tristeza que no quería repetir la escena por mucho que le gustara ese hombre.
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Seis años antes…
Lugonis se encontraba sentado cómodamente en un tronco viejo cubierto por la sombra que le proporcionaban los olivos del inmenso campo, tenía diecisiete años, el libro en sus piernas agitaba sus hojas al compás de Eolo, le gustaba sentarse en ese campo, le relajaba y el olor de los olivos le parecía atractivo, o tal vez le gustaba estar ahí de vez en vez para encontrarlo, para observarlo a detalle… además, él lo sabía, se sentía observado, deseado, y eso parecía gustarle, ser el centro de atención de todos.
Él, que no estaba acostumbrado al contacto de las personas, al trato con los otros, encontraba fascinante a ese joven griego que había llegado un par de años atrás, de Corinto, de donde dicen que la belleza y la pasión son dones recurrentes de sus pobladores, y vaya que en aquel ejemplar ambas cosas estaban contenidas.
Tal vez lo primero que llamó su atención cuando lo vio llegar al Santuario fueron esos ojos fieros, verdes como las esmeraldas, enclavados en un rostro delicioso, como hijo de Afrodita, de piel dorada y exuberante melena rubia, el largo cabello caía lascivamente por su espalda y se mecía con cadencia de acuerdo a los pasos de su dueño, la autosuficiencia con la que se movía hacía inevitable mirarle, la forma en la que sonreía le parecía encantadora, no podía dejar de pensar en la exquisitez de ese cuerpo oculto brevemente por la ropa típicamente griega y al pensar en ello sentía un bochorno innombrable, los miembros se le entumecían y otra cosa entre sus piernas cobraba vida, ¿para qué negarlo? A él le gustaban los hombres, sólo ellos podían despertarle un instinto sexual, aunque no estaba seguro de que exactamente era el instinto sexual, sí estaba seguro de que le excitaban mucho más allá de lo confesable, las mujeres nunca habían despertado ese deseo en él.
Y precisamente él que tenía prohibido acercarse a nadie, sentía todo aquello, estaba destinado a morir solo, el veneno que lo corroía era tan mortífero que cualquiera sucumbiría al primer toque, así como él se había convertido en caballero dorado matando a su propio maestro, él estaba destinado a la eterna soledad hasta que llegase el momento de pasar la estafeta al siguiente guerrero de Piscis, de la misma manera…
Y así había sido hasta ese tiempo… hasta que Zakros de Escorpión se había acercado de buenas a primeras a él, por alguna razón que después el mismo Arconte de Escorpión le explicó, el veneno no era tan mortífero para él, aprovechado de eso se había acercado cada día un poco más, cada semana, cada mes…
—¿Otra vez aquí solo?
—Mmmh… estaba leyendo, no quería estar recluido en el templo… —dijo distraídamente el joven castaño cubriéndose un poco el sol de los ojos con la mano para poder observar a su interlocutor.
—Parecías perdido en tus pensamientos…
—¿Me observabas? —preguntó alarmado.
—Ya ves, no eres el único que observa aquí… —sonrió Zakros, mirando a detalle el rostro de Lugonis, era tan cristalino en cuanto a sus emociones, se sentó a su lado en el viejo tronco.
Automáticamente el Arconte de Piscis se replegó hacia un lado al sentir el tacto del otro.
—Será mejor que me vaya…
—¿Por qué? Ya sabes que tu veneno a mí no me afecta como al resto, por mis venas también corre veneno… —el rubio analizaba las reacciones del otro, los caballeros de la octava casa tenían los sentidos sumamente desarrollados, podían percibir los cambios de temperatura en los otros, el olor de la piel, la adrenalina y los más atentos incluso los latidos del corazón, el pulso, tal era el caso de Zakros, para él todos eran libros abiertos, sabía cuándo estaban trémulos, cuando estaban taciturnos… el pulso de Lugonis se agitaba, notaba que el olor de su piel cambiaba.
—El veneno que tienes es menos…
—Shhh… ¿Por qué siempre estás histérico por eso?... —sus dedos acariciaban el rostro del castaño, poco a poco acortaba la distancia entre los dos, los labios de Zakros estaban tan cerca que el otro sentía su respiración contra sí.
—Deja de jugar Zakros… ahora que lo dices… no vaya a ser que tu amigo te vea por aquí… —dijo cortante Lugonis alejándose.
—Já, ¿Ilias?... sólo somos amigos.
—No me interesa qué sean… me voy…
Tomó el libro y huyó lo más aprisa que pudo hecho un mar de emociones, corrió hasta su templo para recluirse ahí, se recargó contra una columna y se deslizó hasta el piso, aún apretaba el libro contra sí, se maldijo por caer en los juegos del otro, se maldijo por no poder corresponderle, se maldijo por ser tan cobarde y tan poco egoísta.
Perdió la noción del tiempo, tal vez pasaron horas, tal vez minutos, ahí sentado pensativo en las baldosas del templo parecía desvalido.
El sol ya se había puesto, había escuchado a sus compañeros subir al gran comedor y luego bajar, unas pisadas se acercaron hasta él.
—Pero que descaro, adentrarse hasta este recinto sin siquiera anunciarse… —se puso en pie molesto.
—Encendí mi cosmos para anunciar mi llegada pero no has respondido.
—Zakros, ¿qué haces aquí?
—No te vi desde la tarde… así que vine a ver si estabas retozando entre tus rosas, o tal vez llevando acabo el ritual de fertilidad —ronroneó en penumbras.
—Idiota, seguramente… —se rio.
El rubio se acercó lentamente a su compañero, previendo que fuese a escapar como Dafne de Apolo, lanzó algunas ondas restrictivas a discreción, Lugonis enrojecía cada centímetro que el otro avanzaba, hasta que chocó con la columna a su espalda, Zakros le cerró el paso con ambos brazos, lo tenía tan cerca… sus respiración contra su piel, su cuerpo recargado en el suyo, aquel momento fue el más erótico hasta entonces para Lugonis, cuando quiso escapar notó que estaba mareado así que se quedó ahí quieto.
—¿Por qué huyes?
—Ya sabes que no.
—No me sucede nada con tu veneno.
—Basta Zakros, deja de jugar…
—Yo no estoy jugando… voy muy enserio… me observas a escondidas, me sigues a hurtadillas… ¿Crees que no me doy cuenta?...
—Estás loco, claro que no… —sintió la tibieza húmeda de la lengua del corintio tocando sus labios, observándolo con aquellas esmeraldas taladrantes.
—¿Te gusto?... Tú a mí me gustas mucho… ¿No lo sabías?
—Zakros… ya deja de jugar… por favor… —suplicó.
Sus labios acariciaron los de Lugonis, lentamente primero, más apasionado después, atrapado como estaba, entre la columna y su cuerpo, no tenía escapatoria, tampoco quería tenerla, se entregó a ese beso en las brasas del deseo que le causaba ese griego, la cabeza le daba vueltas, sentía vértigo.
El brazo de Zakros se enredó en la cintura de su compañero y lo apretó contra él mientras reconocía a cada roce, a cada toque, al Arconte de Piscis.
—Dime Lugonis… ¿Cómo dicen en tu idioma "hombre apasionado"?
—¿Cómo…? —preguntó sonrojado y respirando entrecortado— lidenskabeling mand…
—Tú eres un lidenskabeling mand…
—No Zakros…el veneno…
—Ya te dije que no me sucede nada con eso…
—Yo no puedo… no debo… te puede suceder algo y no me lo podría perdonar…
—Nada me va a suceder…
Zakros tiró de su mano y se lo llevó a regañadientes a la cámara privada de Piscis, como había de esperarlo todo estaba impregnado de ese olor dulzón de las rosas, la cama escueta ahí, invitándolos a pasar, aunque Lugonis se resistía y tiraba de él para sacarlo de sus aposentos el otro se negó.
Entre besos, abrazos, ropa que caía a sus pies, acabaron sobre el colchón acariciándose, sintiendo, dejándose llevar, jadeando.
—Me gustas mucho Zakros… pero no puedo…
—Entonces lo hago yo… por Afrodita Pandemós que no me voy a quedar así.
—No, la sangre en tu cuerpo te pondría mal…
—Entonces hazlo… házmelo… —le rogó Zakros acostado en la cama, desnudo, con las piernas abiertas y el otro entre ellas—, el arco está tenso, yo puedo aliviar esa tensión.
Lugonis enrojeció por completo observando al otro reírse, el corintio parecía no conocer la vergüenza ni el decoro, ahí estaba desnudo, abierto de piernas y tan campechano como siempre.
—Es lo mismo.
—Por supuesto que no, solo que… —se mordió los labios y bajo la mirada, hasta ese momento aquello fue lo único decoroso que le vio hacer en mucho tiempo— , nunca lo he hecho… quiero decir, nunca he estado con un hombre… —le sonrió y acarició la lozanía de esas mejillas encendidas por el deseo, le parecía que Lugonis poseía una belleza digna de los dioses y tal parecía que no era consciente de ello.
Lo cubrió con su cuerpo lentamente, el cuerpo que se había entretenido antes explorando, sus labios nuevamente se encontraron en un embate mucho más violento, más pasional, un ligero gemido de dolor, las uñas del escorpión se incrustaban sobre la espalda del otro que jadeaba a cada centímetro avanzado, una vez derribada la muralla e invadida la ciudadela el dolor amainó para dar rienda suelta al placer intenso, al éxtasis…
Torpemente descubrían su propia sexualidad en aquella iniciación homoerótica.
Lugonis no quiso ir más allá de lo mucho que había avanzado esa noche, fue consciente de que aquello que hacían , además de estar prohibido, era peligrosísimo, sobre todo para el corintio que aunque era verdad que su cuerpo también estaba envenenado, no a esos grados, cuando sintió la oleada de calor creciendo por su vientre y a punto de estallar salió del cuerpo del griego.
—Maldita sea Lugonis… ¿Qué sucede? No soy ninguna mujerzuela, no voy a acabar encinta… —comento airadamente debajo de él.
—Lo sé, pero no puedo… me conformo con que lo hayas disfrutado…
—¿De qué hablas?... no me digas que te vas a quedar así…
—Cualquier fluido mío te puede enfermar… eso incluye el semen, el semen dentro de tu cuerpo te lastimará… —comentó apenado.
—Pues bien… no me vas a hacer esto…
Zakros lo atrajo hacia si nuevamente besándolo con arrojo mientras una de sus manos acunaba su sexo completamente erecto, lo acarició, lo apretó, no tardó mucho en lograr que el otro jadeara y finalmente estallara entre sus dedos.
El rubio dormía profundamente, sobre su cama, desnudo, su cabello rubio ondulado parecía arroparlo, Lugonis observaba atento el espectáculo de ese hombre ahí, con él, tal vez para Zakros había sido cosa de nada entregarle su virginidad, para él había sido más que eso, le había dado la oportunidad de sentirse vivo, acompañado, deseado, y apreciaba eso.
Esa noche durmió como ninguna otra.
Sin embargo, al despertar, cuando se fijó en el cuerpo postrado del otro entendió por qué era un peligro.
Ahí donde se había derramado su semen la piel estaba enrojecida violentamente, los muslos del Arconte de Escorpión parecían lastimados a latigazos, incluso el vientre parecía también quemado, Lugonis se aterró, revisó su pulso, verificó que no tuviese fiebre.
—Buenos días… ¿Qué haces? —los ojos verdes le devolvieron una mirada somnolienta.
—Tu piel… te lo dije…
El otro se asustó de verle tan alterado, se sentó lo mejor que pudo, le dolía lo indecible, se sentía como si de golpe le hubieran dejado ir una estaca hasta la garganta.
—¿De qué hablas…? Tranquilízate.
—Tienes quemaduras… —dijo señalándole.
Zakros observo la enrojecida piel, se encogió de hombros restándole importancia, acomodó los cabellos rebeldes castaños de Lugonis y le sonrió divertido.
—Por las bolas de Heracles, no pasa nada, es una ligera irritación, no me estoy muriendo ni mucho menos, ahora quita esa cara y ven aquí… el sólo verte desnudo ha hecho que algo entre mis piernas despierte… —lo jaló por el cuello y lo acostó de nuevo en la cama.
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En la actualidad
Potenza era una ciudad antiquísima, a palabras de Zakros cuando se detuvieron a leer una vieja placa conmemorativa…
—Versa aquí que la ciudad apoyó a los enemigos de Roma, a los cartaginenses… desde entonces Sage comandaba las fuerzas de Atenea…
—Zakros… deja de decir estupideces…
—¡Ja!... todo te lo tomas a la tremenda, ahora que hemos llegado… Discúlpame, es menester que haga algo con mi muy ruidoso estómago… ¡Salve, Lugonis!
Tal parecía que nada o casi nada mermaba el ánimo del escorpión, que siempre estaba dispuesto a hacer una pulla o en su defecto sacar de quicio al resto, el corintio hizo una reverencia y caminó por las enredadas calles hasta perderse de la vista del Arconte de Piscis, no le detuvo, le dejo marchar, estaba también cansado como para ir tras él esa tarde.
Aquello de vivir simbióticamente no le pegaba del todo.
Por la mañana, el corintio fue el primero en levantarse, y el primero en usar el cuarto de baño, lo supo porque como siempre al otro no le importó dejar abierta la puerta, incluso tampoco le importó salir desnudo, pararse aun escurriendo a un lado de su cama y mostrar su espectacular cuerpo sin decoro alguno.
—¿Te vas a levantar o no? Ni hablar de que tengamos otro episodio de ayuno… —con las manos en jarras sobre las caderas.
—¡Por las barbas de Zeus! ¿No te piensas vestir?... —la mirada del castaño no pudo evitar posarse en su sexo en reposo entre sus muslos que tenía tan a la mano.
—Claro, claro… para todos ustedes bola de zorras mojigatas, el cuerpo es algo que debe ocultarse ¿No?... ¿Cómo lo llaman? ¿Pecado?... pffff…
—Ya, bueno… es que a ti parece darte igual salir corriendo por los doce templos así…
—Y ¿Qué más da? Como si no tuviesen lo mismo que yo… —se dirigió hacia la ventana así desnudo, vestido únicamente por su piel y su cabello dorado, abrió agitado las cortinas, el sol entró por la habitación dañando los ojos de Lugonis.
—Vale, vale no hay necesidad de eso… quítate de la ventana todo mundo te va a ver.
—¿Ya viste allá afuera? ¿Ves todas esas esculturas que decoran la ciudad? ¡Son desnudos! D-e-s-n-u-d-o-s… y nadie va por la calle escandalizándose de esos cuerpos de mármol ¿O sí?... como si nadie hubiese visto unos senos en su vida…
Una almohada finalizó el discurso del desnudo que tan bien conocía, lo había visto defender su derecho de andar desnudo o entrenar con minúsculas ropas ante sus compañeros, ante Sage y ante cualquiera que siquiera le dirigiera una mirada de desaprobación, así era Zakros.
—¡Pedazo de cabrón!...
Lugonis cerró la puerta de madera y preparó el agua para darse un baño, se rio animado al escuchar las maldiciones del otro.
No les había tomado tanto tiempo llegar hasta Roma como habían previsto, o al menos no tantos días; habían llegado al Palazzo Barberini por la tarde, era indudable la mano de Bernini en la fachada, hasta los remotos templos dorados en Atenas escuchaban de ese gran artista, y por supuesto con la ayuda de amigos influyentes se podía estar al tanto.
El palacio comenzaba a cobrar vida a esas horas, su carruaje no era el único apostado en el pórtico de entrada, más carruajes y más lujosos iban y venían, la recepción se llevaría a cabo en dos días, así que tenían el tiempo contado para cazar todo lo necesario e infiltrarse y conseguir la espada sagrada antes de que los enemigos diesen con ella.
—Bien… ahora vamos a contratiempo Maese Lugonis…
—Para con eso… tenemos que encontrar la manera de llegar al sótano, así que aprovecharemos la distracción de la recepción… de esa manera… —un silencio sepulcral y el viento ligero que se coló por la portezuela abierta de par en par— ¿Zakros?
El caballero de escorpión se había bajado, cuan veloz era, del carruaje para saludar a Mademoiselle de Blois, íntima amiga de aquel caballero, que dicho sea de paso no eran conocidas exactamente en qué turbias circunstancias se habían hecho amigos, el corintio besaba la delicada y blanquísima mano de tan bella mujer, que aunque entrada en años seguía siendo lozana y perfecta, con una sonrisa cautivadora, entendía bien porque las mujeres y aún los hombres caían rendidos a los pies del escorpión, esas formas y esa mirada no eran comunes, a paso lento bajó del carruaje y se acercó hasta donde hablaban animadamente, antes dio las instrucciones precisas en italiano para que llevasen sus pertenencias al interior del palacio, hacia las habitaciones que les correspondían.
—Señora, permítame introducir a Maese Lugonis Brattahlid… —dijo señalándolo respetuosamente a lo que el caballero de Piscis rápidamente tomó la mano de la mujer para besarle.
—A sus órdenes Señora…
—Vaya, vaya, aquel lejano y oculto Santuario suyo esconde joyas exquisitas, tienen mucho que contarme y yo otro tanto que decirles… —la mujer les sonrió a ambos cerrándole un ojo a Lugonis y tomándole del brazo para que le acompañase al interior del palacio, a lo que Zakros sonrió complacido, casi con burla, sabía perfectamente que de Lugonis no iba a conseguir nada de lo que ella buscaba, ni una erección a medias, las mujeres no eran lo suyo.
—Maese Brattahlid estará encantado, Señora…
—¿En serio? Perfecto… entonces no se diga más…
La mirada asesina del doceavo Arconte no se hizo esperar y una maldición en aquel idioma suyo tan gutural que Zakros no alcanzaba a entender.
