LIBRO XII

Ocho días habían transcurrido desde la llegada desatinada de Lugonis al Santuario, en efecto tal como lo había predicho Paris, Sage descargó su furia contra él y contra su incapacidad de mantener a Zakros a raya, aunque el Arconte de Piscis no le dio detalles puntillosos al respecto, sí le dijo que la iniciativa de dejarle en Roma había sido suya.

—¿Y se supone que yo te voy a creer semejante carnavalada? Lugonis, se supone que los envié juntos para esta misión de forma que se apoyasen… ¡No para que cada uno le pusiera el pie al otro! —Sage se llevó la mano a las sienes que le estaban acribillando justo en ese momento y deseó más que nunca un taza de infusión lavanda-jazmín.

—Lo siento, he fallado Excelencia, sin embargo me encuentro optimista pues conozco las habilidades de Zakros y sé que volverá con la espada —musitó a media voz, sin poder evitar el sonrojo violento al pensar que justo conocía mejor que bien sus habilidades, sus labios…

—El Altar de Pérgamo sería una cosa vacua y sin sentido si en vez de la Gigantomaquia retratáramos sus muchas estupideces… te lo vuelvo a preguntar una vez más Lugonis: ¿Por qué se separaron cuando la orden fue volver juntos? —siseo observando al groenlandés con los ojos empequeñecidos, escrutadores, nada escapaba a su aguda evaluación.

Lugonis tragó saliva y repitió lo mismo.

—No corríamos peligro, ni la misión corría riesgo alguno, así que Zakros se haría cargo de obtener la espada…

Era más que evidente para Sage que lo que se escondía tras esa huida subrepticia era algo de entender más profundo, más desastroso de lo que estaba admitiendo el caballero de Piscis que a toda costa evitaba su mirada, estaba mintiendo, y le quedaba claro que no iba a obtener nada de él.

Una vez que Zakros salió del palacio y huyó con la espada tuvo el tiempo suficiente para regodearse en su profunda ira hacia Lugonis y su última jugarreta.

—Si planeabas joderme lo hiciste, sádico degenerado… —escupió mientras le daba el último trago a la copa de vino que dejó descansar en la mesa de noche de su camarote, volvió la vista hacia el cuerpo mulato a su lado, un contramaestre del barco en el que viajaba… contempló esa piel oscura, antítesis de las sábanas blancas que le cubrían y le pareció que era digno de contemplación.

Al estar tan inquieto y unas cuantas horas de llegar al Pireo se puso de pie, su lasciva cabellera se meció par de sus movimientos y se vistió, alistó las pocas cosas que llevaba consigo y en acto reflejo acarició con las puntas de los dedos la urna sagrada que contenía la armadura de Escorpión, a su simple tacto le pareció que reverberaba.

Sus agudos sentidos le indicaron de inmediato que su acompañante en ese viaje había despertado y le observaba atento.

—Vaya, has despertado, creía que estabas entregándote en cuerpo y alma a Hipnos —farfullo con una sonrisa torcida—, casi llegamos.

—He dormido demasiado —admitió en un atropellado griego, su lengua madre debía ser alguna lengua africana.

—Lo suficiente para reponer fuerzas…

El rubio se acercó a su amante de ocasión y tocó sus labios gruesos, carnosos y bien formados, él no era quién para despreciar a tan hermosa criatura, piel de ébano.

—Eso significa que la diversión ha llegado a su final —puntualizó.

—En efecto, con mis mejores recuerdos hacia ti —dijo casi tributo a su enorme ego, aunque aquello era una discreta despedida con cierto sabor a "gracias por las noches de placer".

El contramaestre comprendió y rio a su vez, aquel soldado de la fortuna era un ser enigmático imposible de desnudar, sólo el febril cuerpo era capaz de desposeer.

El alba había roto ya, las gaviotas volaban sobre el barco mientras su tripulación animada se preparaba para el arribo así como los pasajeros, veía las marismas de Halipedon, tenían que atravesarlas para llegar al Pireo.

—Temístocles ha sido todo un visionario al aferrarse a la edificación del Pireo… no cabe duda… —habló para sí mismo apreciativo, amaba Grecia, por sobre todas las cosas.

No tardaron en llegar al concurrido puerto y una vez puestos los pies en la tierra tenía que ir hasta el refugio, no se apresuró, se tomó su tiempo, se dejó guiar por su estómago que protestaba, el olor exquisito de la comida le condujo a llevarse a la boca la primer cucharada de Rewíthia, garbanzos estofados con salsa de tomate y especias, un poco de pulpo troceado y cocinado al fogón, culminó la comilona con frutos secos y pasas con miel, típica especialidad ateniense, para el final de su breve tentempié matutino ya pasaba del medio día y él estaba lo más parecido a un bulto de papas posible.

Llegar le tomaría un par de horas, desde luego a paso lento, caminata solitaria y meditabunda, aunque eso para él, era imposible, a cada paso que daba, se acercaba más a su destino, lo que no sabía, era que las cosas nuevamente estaban por cambiar.

Deyanira y Aspasia caminaban juntas por la escalinata, reían de algún chiste obsceno de la primera, para eso nadie se las gastaba mejor que ella, no tardaron mucho en toparse con Paris y Sagramore que tomaban el mismo camino que ellas, hacia el Salón Maestro, a la reunión semanal, misma que Sage había pospuesto un par de días, al menos hasta que hubiese noticias del Arconte de Escorpión y su situación en Roma, pero como siempre, el Santuario tenía vista y oídos propios, ya se sabía que finalmente el guerrero del octavo templo había desembarcado en el Pireo por la mañana, razón por la cual Sage estaba encrespado porque hasta esa hora aún no había llegado al Santuario el Escorpión.

—Hola Paris, ¿alguna buena nueva? —preguntó divertida Deyanira.

—Ninguna, salvo que ya sabes quién no se ha dignado a presentarse —contestó divertido el Arconte de Acuario.

—¡Ah!... vaya, aún sigues aquí tú —señalo con su dedo acusador a Sagramore.

—Deyanira, para ya con eso —le reprendió Aspasia, aunque ciertamente le divertía esa manera tan inaguantable que tenía su compañera para con el español, sospechaba que simplemente había encontrado divertido hacerlo blanco de sus comentarios sardónicos.

—En efecto, hasta el fin de vuestros días y los míos… —el español le dedicó una sonrisa burlona aunque bien disimulada de galanura.

—¡Bah! ¿Y eso te hace sonreír como retrasado? No le veo el chiste a tener que soplarnos tu presencia, gilipollas… —sentenció la italiana imitando el inconfundible acento de su compañero, y utilizando una palabra que él solía utilizar.

—No sería un hecho lamentable, al contrario, lamentable es perderme de vuestra magnífica presencia, y ya que veo que estás interesada en aprender mi lengua madre, con gusto te puedo dar clases privadas… —soltó haciendo énfasis en el "privadas".

—Demasiada charla, el Patriarca no está resplandeciente de contento así que será mejor que nos marchemos ya —terció Aspasia al borde de la carcajada lo mismo que Paris.

—Consorte del diablo… —farfullo Sagramore al francés a su lado.

El otro se encogió de hombros, conocía a esa mujer, la amazona de Cáncer era famosa no sólo por su espectacular belleza, tristemente cubierta por la máscara de Artemisa, sino también por su poder al pelear y por su bravura, entre otras cosas.

La reunión se desarrolló como siempre, sin variantes, con los últimos hechos acontecidos, el intercambio de misivas, lo que Ilias había estado haciendo, y algunos datos varios para el conocimiento de todos, era cierto que Sage no estaba de buen talante, se le notaba tenso, como espartano antes de la lucha.

En un momento tocó un tema que les hizo quedarse quietos a todos, se trataba de los hechos extraños acontecidos en el mundo, hechos que indicaban casi con exactitud el inicio de una era sospechosamente sombría.

Las pesadas puertas de doble altura, cuyos motivos en relieve narraban una ancestral batalla de Atenea Niké y sus guerreros contra el mal primigenio, se abrieron groseras, deliberadas, para dar paso al hombre que tras ese acto incisivo las atravesó, atrevido, audaz.

Zakros, beligerante, se había dignado a honrarles con su presencia, al llegar al Santuario se había metido en su guarida, como un escorpión, se quedó ahí un buen rato antes de decidirse a tomar un baño en las termas privadas del octavo templo, se había acicalado y había vestido un kitón de seda blanca con bordes de hilo dorado, conjugado con su piel mediterránea el resultado había sido arrebatador.

Con una sonrisa en los labios se adentró hasta donde todos estaban sentados escuchando a Sage, sin importarle interrumpir y hacerse de todas las miradas, algunas de ellas reprobatorias, otras de sorna como Deyanira que parecía divertida con el numerito y que no pudo evitar emitir un silbido, a lo que Aspasia le codeó para hacerle guardar la compostura.

A su paso, a la cadencia de sus movimientos casi ensayados, la larga melena rubia del corintio se mecía pecadora.

Silencio mortal.

Silencio incómodo.

Aspasia no pudo evitar observarle y sentirse entre aliviada y torturada, estaba tranquila de saber que regresó vivo, que estaba bien, pero sabía que todo con él había terminado sin posibilidad de mediar.

Lugonis sintió un escalofrío, cuando Zakros buscó su mirada y la encontró, la sostuvo aunque fuese sólo para decirle en silencio que estaba ahí, que no lo había destrozado como había creído, para escupirle en la cara "sigo vivo", a lo que el otro bajó la vista herido profundamente, dolido, no había manera de decirle que lo que había hecho era lo mejor.

Otros ojos le seguían…

Uno de ellos no le perdía de vista, no podía quitarle los ojos de encima, era inevitable, era sórdido, Sagramore se encontraba preso de un delirium tremens hipnótico, sus ojos grises de acero se quedaron cautivos, dentro de él algo que no alcanzaba a explicar le mantenía atado a la silla sin siquiera poder respirar, aquel griego, hijo de mortales pero en apariencia engendrado por dioses le había dado un vuelco, el pulso acelerado sólo respondía a los movimientos aunque fuesen mínimos, de ese hombre.

No entendía que era lo que le pasaba, sólo entendía que los ojos esmeraldas del rubio guerrero lo tenían cautivo, aunque había tenido una que otra aventura con algún hombre, aquello se quedó enterrado en su adolescencia, en su tierra, desde entonces jamás volvió a sentir nada por ningún hombre, lo suyo eran las mujeres… pero esa trémula reacción de pronto había cambiado todo.

No había errores.

No había retorno.

El español le siguió atento hasta que se sentó casi enfrente de él, y así, a esa corta distancia, podía apreciar cada gesto y cada detalle de su bello rostro tallado a mano, insistía perdido.

—Vaya Zakros, de verdad que es una sorpresa tenerte entre nosotros y que nos honres con tu presencia —espetó Sage, ante la voz enérgica del diadoco del Santuario, la atención regresó hacia él— espero que te hayan ido bien las vacaciones.

—Gran Maestro, su juicio me es lacerante —contestó el Arconte de Escorpión, seguro, con cierto dejo de desafío, la profundidad de su voz sensual resonaba por el salón.

—¿Y sé puede saber que carambas pasó desde que llegaste al puerto hoy por la mañana hasta esta hora?

—Algunos asuntos sin importancia me mantenían ocupado.

—¡Asuntos sin importancia! —repitió atragantándose con las palabras y esta vez levantando la voz.

Paris, para quién nada pasaba desapercibido, notó la turbación casi embrujada del español, le dio un violento codazo en el costado para hacerlo volver.

—Se ve igual si lo miras con la boca cerrada… —dijo en voz baja el pelirrojo.

—¿El qué? —pregunto apenas volviéndose hacia su compañero, estaba cautivado por que no sólo era un hombre de belleza arrolladora, sino que poseía un voz varonil, difícil de ignorar— ¿De qué hablas? —Susurró.

De pronto Zakros sacó lo que traía consigo, lo dejó deslizar irrespetuoso por la larga mesa de cedro hasta que llegó a las manos de Sage girando, se trataba de la espada que habían ido a conseguir a Roma él y Lugonis.

Otro silencio penoso, parecía que nadie siquiera osaba respirar.

Paris fue el único que pareció querer aventurarse a reprocharle a Zakros su falta de respeto, apretó los puños, pero apenas iba a abrir los labios Sage tomó la espada descubriéndola y casi izándola.

—Veo que al menos hicieron lo que se esperaba de ustedes, ahora bien —clavó la aguda vista en el corintio— ¿Me puedes explicar por qué diantres se separaron Lugonis y tú? ¿No fui claro cuando les dije que esta misión competía a los dos?

—Lamento este cambio de planes, he sido yo quien le ha ordenado a Lugonis partir, era más fácil que primero se fuese uno y después el otro… —mintió descaradamente para salvar una última vez a Lugonis quien en ese momento fue más miserable que nunca.

—Fue iniciativa mía, Señor —terció Lugonis para evitar que Zakros se echara la culpa del todo.

Sage los miró a ambos sin creer ni a uno ni a otro, y eso le hacía dorarse los sesos.

Sagramore pensó que ese hombre o bien tenía los cojones de todos los héroes míticos juntos o bien tenía serios problemas mentales, a pesar de ello, no dejaba de admitir que le causaba respeto su cinismo.

—¡Por las barbas de Zeus! En primera Zakros, no tenías porqué ordenar nada, en segunda Lugonis, tú no tenías porqué acatar ninguna orden de él… —suspiró pesadamente, molesto—, uno de los dos está mintiendo, eso lo sé ¿Qué es lo que pretendían con esto?

—Desde luego recuperar esa arma, Strategos.

El resto de la reunión se convirtió en una humillación pública para ambos caballeros dorados, mientras Lugonis se quedaba serio y callado en su silla, asintiendo de vez en cuando, Zakros parecía encontrar ameno discutir con Sage y defenderse del problema en el que el groenlandés le había metido, por culpa de él mismo.

Mientras tanto, entre palabras que iban y venían,

el español ya no prestaba atención a nada, ya no había nada más en ese salón que no fuera el ario guerrero que tenía delante.

Lentamente se regodeaba en pensamientos decadentes que nada tenían que ver con Atenea, con la reunión, ni con la espada, al menos no con esa espada.

Deseoso de hacerse notar, de ser el seductor nato, no paró, al contrario se entregó religiosamente a observar a Zakros para hacerle reparar en él, para que le dedicase al menos una mirada, sin embargo, el corintio no se volvió, no observaba a nadie, no prestaba atención, eso le llamó la atención profundamente, se necesitaba o bien tener escrúpulos de acero para no inmutarse ante sus miradas incendiarias o ser un cachazas.

Se sentía un tanto frustrado, nunca antes sus ardides habían fallado, se consideraba a sí mismo infalible, se sabía atractivo, gallardo y ciertamente la forma en la que él le ignoraba olímpicamente, le estaba causando un conflicto que le hizo fruncir el ceño y preguntarse si aquel espécimen simplemente pasaba del gusto homosexual, lo cual no le importó mucho, estaba dispuesto a toparse con eso y hacerle cambiar de opinión.

Ante cada minuto que pasaba, y se sentía más y más ignorado, más vehemente se sintió de conquistarle, no sabía su nombre, pues no había puesto atención en ello, tampoco sabía si se trataba de un caballero dorado o de algún caballero de plata, o tal vez un emisario de Sage, lo ignoraba todo de él, pero reconocía una atracción magnética imposible de dejar de lado y presentía que a partir de ese instante su destino estaba echado.

Al final de la junta no se enteró que el resultado del juicio sumario en la boulè del ágora improvisada había sido fatal: un error más por parte de Zakros le costaría no sólo azotes sino la tentativa expulsión de la orden, sería la primera vez, que al menos él supiera, expulsaran a un caballero.

"Se trata de un caballero de la orden entonces…"

Pensó para sus adentros cuando escuchó a Sage dar por finalizada la reunión, todos se pusieron de pie en acto de respeto al salir el Patriarca, incluido el ser sublime, el torturador, el dueño de sus pensamientos.

Fue entonces cuando aquella criatura perfecta, digna competencia de Adonis, rival inequívoco de cualquier escultura de Praxíteles finalmente se volvió hacia él, sus ojos verde intenso se clavaron en los suyos, Zakros correspondió un breve instante con una mirada vehemente salida de esas esmeraldas, era fuego, era lujuria, en un diálogo secreto que sólo ellos dos comprendían, sin palabras, le hizo un breve gesto le indico con los ojos la salida.

Se había dado cuenta desde el principio de aquel juego de coquetería aunque había fingido que no.

Sagramore sintió el corazón desbocado y el instinto mortífero de ir tras él.

Zakros dio la vuelta y se perdió entre los demás caballeros, para salir después de intercambiar algunas palabras con Deyanira, el español presto a seguirlo de inmediato se despidió a toda prisa, oía pero no escuchaba, veía pero no observaba, la estela del aroma a vetiver que desprendía su perfume le inundaba las fosas nasales, era voluptuoso, viril.

Una mano le retuvo de pronto por el brazo, tirando de él, sorprendido, Paris le había cogido antes de que saliera disparado como calzando las sandalias de Hermes, se frenó de golpe.

—Escucha bien lo que te digo: ten cuidado con lo que estás haciendo… ese hombre te va a arrastrar consigo, no serás el primero, aléjate de él… —le dijo casi siseando y con los ojos empequeñecidos.

—Vamos hombre, ¿De qué hablas? —farfullo fingiendo.

—Sabes a lo que me refiero, al que acaba de salir por esas puertas, aléjate de él…

Lo soltó sin esperar respuesta de su parte, a lo que Sagramore movido por su instinto dio la vuelta para marchar, aquellas palabras le habían hecho dudar, pero la necesidad de ir tras el otro fue mayor.

Se lanzó en una alocada carrera por los largos pasillos del recinto patriarcal, hasta ese día no le habían parecido tan extensos como ahora, casi se sentía como recorriendo cientos de estadios, había dejado a todos atrás, se había marchado por caminos que no llevaban a la salida, algo más poderoso que él le guiaba en búsqueda de ese hombre, miraba hacia la derecha e izquierda tratando de localizarlo, llegó a pensar en sí todo eso había sido producto de su imaginación muy excitada.

—Dónde coño te has metido…

Dijo para sí cuando de pronto tiraron de él, con una velocidad y agilidad envidiables, desde un pasillo que acababa de dejar, no había mucha luz, aunque las teas estaban encendidas la luz era mortecina, perfectas para quien quisiera esconderse.

Zakros le había notado desde metros atrás, sus sentidos exacerbados y esa capacidad única de los caballeros nacidos bajo Alpha Scorpii para detectar a sus presas, le habían hecho fácil encontrarlo.

Estaba recargado contra la pared esperando la casualidad de su vida.

Se había sentido turbado por aquel desconocido de piel prístina, cabello de ónix y ojos acerados.

Tiró de él y en un solo movimiento lo tuvo de frente, a pocos centímetros de distancia, invadiendo su espacio personal, agresivo, violento, al observar sus ojos y embeberse en sus iris detectaba su pulso, su respiración, los latidos de su corazón, Sagramore era algunos centímetros más bajo que él, de constitución menos corpulenta que Zakros.

—Haz cometido un error gravísimo al venir… —murmuró jugando y observando a su presa.

—Lo dudo —respondió el hispano con una sonrisa incitadora.

Y antes de que dijeran nada más, Sagramore se abalanzo sobre él, movido por un impulso demente tiró de la estrecha cintura para asirlo y besarlo como poseso, sus labios encontraron rápidamente la medida en aquellos del griego, ambos enredados en ese agarre impetuoso, erótico, se entregaban a una pasión desmedida, una lucha titánica de sometimiento del uno contra el otro, antes siquiera de saber sus nombres o sus rangos, como requiere la etiqueta, se habían entregado en ese beso lascivo, saliva y fuego, mientras la tibieza de una lengua ajena les reconfortaba y los hacía agitarse trémulos.

Sagramore deseaba empapar cada bocado de él y Zakros deseaba ahogarse en esa vertiente lujuriosa.

Sólo se separaron un momento para observarse y reírse sinceramente de aquella bizarra escena, los labios aún húmedos de la saliva del contrario.

—Me llamo Sagramore ¿Y tú?

—Zakros, Zakros Oraios.

—Griego.

—¿Español?

Una nueva risa, no se perdían de vista, no querían hacerlo.

—Podríamos vernos más tarde —comentó sugestivo el hispano, dejando en claro que el "más tarde" podía significar "más noche".

El corintio le sonrió de vuelta soltándole al escuchar a los guardias dando su rondín.

—Te buscaré, más tarde —sin mediar palabra dio la vuelta caminando hacia la dirección opuesta, para salir de ahí.

—Espera… no sabes en donde encontrarme… ¿O sí? —preguntó extrañado.

El otro se volvió un momento lamiéndose los labios, degustando aún su sabor.

—Capricornio, la única reciente adquisición confiscada de España era el Arconte de Capricornio —le dijo sin tapujos, haciendo un gesto con la mano al aire para decirle hasta luego.

Sagramore se quedó observándolo mientras se perdía entre las sombras proyectadas por la llama de las teas que bañaban su cabello largo, rubio y ondulado, no tenía idea de qué clase de caballero era, pero era obvio que el otro había deducido quién era él, se llevó las yemas de los dedos a los labios aún húmedos, sólo quería cerciorarse una vez más de que aquello realmente había sucedido.

Esa tarde supo que jamás volvería a pedirle a Sage que le permitiera abandonar el refugio griego, y sobre todo, no a ese griego.