LIBRO XV
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Deyanira, cuya máscara veneciana reposaba en la mesa, vaciaba de un trago el vino que quedaba en su copa, mientras en la otra mano arrugaba la misiva que tenía, hasta reducirla a una pequeña esfera de papel entre sus dedos.
Dio el ultimo trago, la pequeña nuez de su cuello se movió una vez mientras tragaba el líquido y cerraba los ojos cuando la garganta se le calentó.
La misiva era la notificación de la muerte de Elora, una de las amazonas que estaba a su cargo y con quién era bien sabido por casi todos, había sostenido una relación más allá de la camaradería.
Elora había decidido tomar la misión de reconocimiento en primera fila, hacia la fosa de Genga, en la que, inexplicablemente existía una formación rocosa que algunos decían, era una puerta al mismo infierno cristiano.
Tantas veces habían hecho planes juntas, planes de cómo convertir a las abandonadas guerreras de Artemisa en un cuerpo de Elite bajo el brazo de Atenea, tantas noches habían desfallecido la una en brazos de la otra.
Y se sintió mal.
Porque la misma Deyanira le había confesado alguna vez que su amor platónico siempre fue Aspasia de Géminis.
—¿La amas?
—La amo…
—¿Y por ello ya no queda nada para mí…?
Preguntó en un hilo de voz su compañera mientras jugueteaba con sus cabellos negros ensortijados, que parecían cubrir púdicamente sus senos desnudos. Ella había guardado silencio, abrió los labios, pero no articuló palabra alguna, la mujer griega había puesto su dedo índice en la boca de la Arconte de Cáncer.
—Shhh… no digas nada, prefiero no saberlo, prefiero estar aquí contigo, nada más… así…
De buena suerte, o de mala, que esa noche que estaba particularmente abatida cuando lo único que pudieron recuperar de Elora fue la corona de su armadura, la misma Aspasia había subido al templo del cangrejo.
Sabía perfectamente que la pérdida le pesaba a su amiga, la conocía muy bien, y se sabía al derecho y al revés la lista de sus amantes femeninas, desde la primera hasta la última. Sabía que Elora, aunque nunca lo llegó a confesar, fue la más querida.
—Jaire —saludó su vocecilla apenas en un susurro.
—Jaire, mi querida Lesbia, ¿qué te trae por este templo?
—Traje una botella de vino y algo de pan, no quería beber sola en mi templo, pero si te molesta…
—No me molesta —de entre las columnas, en la casi oscuridad de su templo, la figura felina de Deyanira apareció, apenas cubierta por poco menos que un lienzo que en la mortecina luz creaba la transparencia suficiente para observar su cuerpo perfecto.
No llevaba la máscara, por lo que su rostro de rasgos delicados hacía un contraste artístico entre lo fiera que era en la batalla, y su aspecto femeninamente delicado.
Tomó la botella de entre sus manos, colocó el pan sobre el plato de cerámica que encontró más próximo. Le señaló la silla acolchada.
—¿Y por qué quieres beber tú? —Soltó a quemarropa la otra, al mismo tiempo que le alargaba el vaso de cerámica griega donde ya había servido el vino.
—Bueno, no quise decir que necesariamente iba a beber…
—¡Ah! Sólo has venido a compadecerte de mí.
—¡No! Yo, bueno tampoco estaba muy alegre que digamos.
—Ya, ¿se trata de ese cabrón, otra vez?
—Un poco sí.
—Un poco, bueno si juntamos tu un poco con mi un poco, creo que ya tendremos miseria completa y una mejor tragedia que la Orestiada…
Aspasia rio de aquella ingeniosa respuesta.
Una botella, el pan, un abrazo, las lágrimas, un beso.
Luego todo el cuerpo, la cama, las perlas de sudor que rodaban por ambos cuerpos femeninos enredados en un vórtice extraño de tristeza, abandono, dolor, y comprensión de todo lo anterior.
—Es que yo no… —balbuceó la amazona de Géminis, tratando de ocultarse un poco entre las sábanas de la otra.
—Ya, bueno, deja de pensarlo, esto no tiene porqué cambiar lo que sientes por el imbécil aquel, tampoco espero que lo haga… —confesó Deyanira con ironía en la voz, pero más que ironía, era sarcasmo doloroso.
No lo cambió, era verdad, pero lo que sí cambió fue que entre ellas dos lo que empezó como un consuelo vago, se convirtió en algo cotidiano durante esos años donde Ilias había encontrado a bien dejar todo, incluida a Aspasia y ella, estaba jugando su suerte en un par de movimientos que esperaba un día le dieran algo más que un polvo de ocasión.
—¿No se supone que tendrías que estar con Sage ya…? —Murmuró Sagramore, abrazado a la espalda de su amante y apretándolo con las piernas que rodeaban su cadera, una sonata de gemidos distinguible hasta el templo de Aries, seguramente.
—Sí… aunque si gustas te puedo dejar así, a medio follar sobre mi escritorio y mientras tanto…
—No te atrevas, te lo arrancaré de un solo tajo si te atreves…
Los ojos verdes de Zakros se clavaron en los de Sagramore, para no perder el detalle del extravío de su orgasmo, de su piel erizada contra la suya en un asalto amoroso que parecía más bien una carrera contra reloj antes de la reunión con el Strategos, para mayor sacrilegio.
Tampoco es que estuviera de mucho humor, el Arconte de Escorpión sabía por lo que había escuchado y todo lo extraño que acontecía en el Refugio, que su discípulo ya había nacido, que lo estaban buscando, y al mismo tiempo los eventos extraños que Ilias se había dedicado a documentar, iban en aumento.
Así que lo más seguro era que estaban próximos a tener encuentros desagradables…
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Hal, cuyo nombre de guerra era Minos, había escapado de la gruta, trabajosamente si fuese necesario puntualizar, ello debido a que no había despertado todo su poder y probablemente tendría que fraguar, tanto su armadura como su cuerpo, quizás una veintena de años más.
El caso de los espectros era un tanto diferente al de los guerreros de Atenea, puesto que ellos, al parecer, encarnaban en cuerpos diferentes y sus memorias eran diferentes en cada cuerpo. Ellos siempre eran los mismos, siempre la misma conciencia, siempre eran ellos, y aunque a veces sus características físicas podían ser ligeramente distintas, la realidad era que se trataban casi de los mismos, siglo tras siglo.
Bien lo sabía él, que llevaba a rastras el castigo divino por haber dimitido en la batalla… por largarse a recuperar los pedazos de Aiacos… y desde entonces, el guerrero de Garuda regresaba sin recuerdos, específicamente sin recuerdos de él, de Minos, como un cántaro hueco, como venas abiertas y vacías, donde él ya no era nada.
Y él, él recordaba todo.
Ellos eran curiosos, diferentes.
Una vez que llegaban al punto de madurez y juventud en sus cuerpos, todo parecía detenerse en ese momento, es decir, aunque hubiesen sido criados como niños-humanos normales, pasados ciertos años ya no envejecían, sólo esperaban su destino, el destino de su señor Hades.
Afortunadamente que por aquellos años él casi había completado su ciclo para estar en plenitud.
Y entonces tuvo la buena ocurrencia de hacer unas cuantas de las suyas, sólo para decirles quedamente a los guerreros de Atenea, que estaban ahí… que no se sintieran tan cómodos.
También pensó en él. En Aiacos… y lo buscó.
Porque una vez suyo, para siempre suyo, pasara lo que pasara… así los dioses se interpusieran en su camino.
Supo de él en el Golfo de Bengala. Estaba en una galera portuguesa… era un esclavo…
—¡Es inadmisible! Un Juez del Inframundo como un vulgar esclavo… —farfulló para sí.
—Señor, la embarcación ya fue localizada… —dijo un marino viejo y mal trecho quién ni siquiera tuvo el decoro de tocar, simplemente abrió la puerta del camarote.
—Excelente, cuéntame, ¿la embarcación tiene eso que llaman bautismo de fuego?
—Lo tiene.
—Bien. No me interesa lo que hagan con la galera, ni con la gente ahí, ni con nada de lo que encuentren, pero no quiero que toquen a nadie hasta que yo mismo inspeccione —siseó entre dientes, clavando sus ojos diabólicos, del color de las amatistas.
—Claro, señor…
—Vale, si me entero de que no hacen lo que les estoy diciendo, les juro que vivirán lo suficiente para arrepentirse de seguir vivos… ¿queda claro?
—Clarísimo.
—Excelente.
—¡Embarcación a la vista! —Gritó el contramaestre.
—¡Prepárense para atacar y abordar!
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Paris encontraba algunas veces, que sus compañeros eran un atado de intensos que de lealtad a la Diosa, poco o nada querían saber, o quizás simplemente se habían desviado por el camino, y hoy, ya no recordaban mucho al respecto.
Por ello es que encontraba reconfortante su soledad, no quería meterse en la clase de problemas que observaba en los otros… y si a eso se le sumaba el pequeño detalle de que específicamente él no podía entregarse a los degeneres y desvaríos… porque creía perfectamente capaz a Krest de regresar él mismo al Santuario para azotarlo y hacerle ver sus deberes a punta de latigazos.
"Aún tiene las ganas y la fuerza para hacerlo", pensaba para sus adentros.
Estaba muy a salvo en su propia piel, eso creía, puesto que además de todo, donde sus compañeros se entregaban a prácticas licenciosas… y casi todas ellas homosexuales… él no tenía interés alguno por los de su mismo sexo.
No, él no.
¿Qué le gustaba? Prefería no pensar en ello.
Y muchos años no lo pensó, hasta ese entonces, y cómo maldijo a Zakros cuando en cierta ocasión le hizo mofa al respecto, y le dijo "No creo que estés muerto de la cintura para abajo, y no creo que absolutamente nada te haga cosquillas…"
Sintió cosquillas…
La tarde era muy calurosa, aunque a él poco o nada le incordiaba el calor, puesto que se mantenía frío todo el tiempo, si resintió el infierno durante ese día, al punto en el que acabó resguardándose bajo un techo mientras repasaba mentalmente qué otra cosa necesitaba comprar para regresar a su templo, que huelga decir, era hielo perpetuo.
Nada en su conteo mental.
Puso pies en polvorosa a pleno rayo, y aunque era común que encontrara gratificante subir la escarpada cima del Refugio, el polvo le dificultaba un poco el poderlo disfrutar.
Se encontró a uno que otro por ahí, un saludo más bien hosco y siguió sin parar hasta el thòlos de Acuario. Cerrar los ojos un momento en lo que su pulso volvía a la normalidad y se concentraba en el frío perene de su templo.
Dejó las cosas en su lugar, y acabó por coger la Apología de Sócrates.
—Algo ligero para leer: Jenofonte —se apremió a sí mismo, como felicitándose por su excelsa selección de literatura ligera.
Con el libro bajo el brazo camino hacia lo que ellos llamaban la Poza de Artemisa, en la actualidad ya nadie recordaba desde cuándo se llamaba así el lugar, o si tuvo otro nombre.
Se trataba de una pequeña poza circundada por una espesa franja semi boscosa, que como característica especial, nunca estaba árida, y sabía que a veces algunas y algunos, iban simplemente a relajarse, a remojarse, diría él.
Encontraba agradable sentarse sobre alguno de los árboles de copas altas, y quedarse ahí leyendo en el silencio a veces interrumpido por el agua que corría.
¿Qué podría salir mal en tan inocente distracción? Todo, esa tarde, todo.
"…que la divinidad sabe de antemano lo que ha de suceder…" recorrió la línea con la punta de su dedo índice en el añejo libro.
Y estaba por entregarse a una profunda disquisición íntima cuando el ruido del agua lo sacó de la concentración, ruido de algo que estaba por ahí…
Cerró el libro en completo silencio y casi se quedó sin respirar, lo único perceptible eran las hojas del árbol que empezaban a agitarse, pensó en liberar su aire gélido, pero pensó en que era una franca exageración, podría sólo tratarse de un animal o algo así…
Ajá, un animal que ahora que observaba bien, no era otra sino una de sus compañeras que apaciblemente nadaba sin percatarse de que otros ojos estaban ahí observando.
D-e-s-n-u-d-a…
—Merde! —Susurró aterrado, pensando en cómo diablos escaparse de ahí, y cómo diablos dejar de ver.
Nunca antes pensó en que el nombre de "Poza de Artemisa", era en verdad adecuado.
—A saber si no me convierte en árbol o jabalí cuando se dé cuenta de que estoy aquí… —hacía alusión a ese mito de Dafne y al de la misma Artemisa—, porque será lo que quieran, pero hoy en día las mujeres poseen artes difíciles de descifrar…
"Y terroríficas también", se reprimió en silencio.
Aspasia ni siquiera se inmutaba, estaba tan ensimismada, tan en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que otros ojos, desde los árboles, estaban atentos a lo que sucedía ahí abajo.
Paris, por entonces tragaba saliva con la dificultad de quién trata de comerse entera una espiga, el corazón se le desbocaba, y estaba bien seguro de que incluso estaba empezando a crear una corriente de viento frío en los alrededores.
No podía quitar la vista de encima. No podía dejar de ver lo que tan evidente era: que aquel cuerpo femenino era más que perfecto, la escultura viviente de Aspasia lo estaba dejando como el hazmerreír más grande de todos los tiempos, lo siguiente que pensó es que poco le faltaba para empezar a tartamudear y luego a babear. Sólo rogaba a todos los dioses que no se diera cuenta, porque, para esos momentos, el Arconte de Acuario acababa de ver sin censura alguna, cada centímetro de Aspasia.
Pero lo peor no era lo incómodo de su fisgonería, no, lo peor fue que entre sus piernas, lo que siempre se había esforzado por mantener en orden, en quietud, ahora parecía no obedecerle y mandarse sólo.
Se sintió aún peor. La escoria de la escoria. Ahí estaba él, trepado en una rama, con otra rama entre las piernas, mientras no le podía quitar la vista de encima a la mujer que tenía ahí abajo.
Merecía ser convertido en jabalí o en árbol.
Trató de apelar a su sentido común, ¿cómo era posible que él sin saber nada de esos ardides, nada de placeres, nada de mujeres, estuviese sintiéndose derrotado, desesperado?
Krest se sentiría muy decepcionado, trató de concentrarse en eso, en la imagen de Krest mirándole con ojos taladrantes, repulso, pero ni eso le quitó la imaginación de que sabía, sin saberlo, qué era lo que quería hacer… que era lo que quería hacerle a ella…
"Al diablo Krest, al diablo todo", se arrepintió, pensando en que seguramente en una de esas, acabaría en llamas con el árbol y con todo…
