LIBRO XVI

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—Lo que temíamos, Strategos, es un hecho —razonó Ilias, postrado ante el hombre que, a palabras de Zakros era eterno—, tuve la oportunidad hace un par de meses de hablar con algunos de los sobrevivientes lemurianos…

—¡Vaya! Hacia allá te llevaron los pasos —contestó el hombre, con una pequeñísima y disimulada sonrisa, quizás la nostalgia de su pueblo, de los suyos.

Por otra parte, se preguntaba dónde diablos estaría…

Una risa casi maniaca, luego los pasos por el pasillo, maldiciones en griego, ahí estaba, él otro a quién esperaba no tenía empacho alguno en hacerse notar. Por su parte el Arconte de Leo se conformó con tragar saliva y respirar profundo, porque sabía que nada era fácil con Zakros por ahí.

—Así es, me hablaron de que aquel que se fugó, no era un simple esbirro de Hades, se trataba…

—¡Su Excelentísima! Honro su no humilde morada con respeto y deseando los parabienes de la Infanta Atenea para usted… —exclamó con bastante energía, casi como si se hiciera escuchar a voz de cuello en medio de una taberna.

Los ahí presentes sabían perfectamente que era su bonita manera de sacar de quicio a… todos.

—¿No humilde? ¡No humilde!

—Ciertamente el mármol antiquísimo no es una baratija, y si hablamos de todo lo que se guarda aquí…

Ilias arqueó una ceja, perplejo, nunca acabaría de entender cómo es que Sage no lo había enviado directo al Inframundo.

—Continúa, por favor, Ilias…

—Sí, claro… —la muy directa invitación a ignorar a su compañero de armas—, una embarcación de los suyos se encontró con aquello, era uno de los tres Polemarkhos del Inframundo… uno de los Jueces.

—¿Y cómo es que…?

—Un sobreviviente, un lemuriano que llegó hasta la costa, contó lo que vio y…

—Murió, como en Maratón —terció Zakros, que por entonces había cerrado la boca y escuchaba atento.

—Así es; narró que se trataba de uno de estos, puesto que la fuerza de sus alas había bastado para hacer añicos los mástiles —hizo una pequeña pausa—, al parecer aquella criatura buscaba algo, o alguien, por ello es que… salió a la superficie…

—Otro de los suyos seguramente, de otra manera, no se hubiese arriesgado a salir de su agujero, debilitado, aún no es su tiempo —contestó el Arconte de octavo recinto.

Y aunque Sage no había pensado en ello, era una razón válida.

—Jamás esos guerreros se hacen a la mar, y su tiempo aún no llega, no del todo —fueron las palabras preocupadas de Sage.

Ambos guerreros asintieron, cada cuál pensativo, sumidos en sus propias conclusiones al respecto.

—¿La espada…? —Soltó el guerrero de Leo.

—La espada sí, esa reliquia tendría el suficiente poder para regresar eso que se escapó hacia su lugar… las Keres que habitaron la materia primigenia de la antigua oz de Zeus, pueden ayudar.

—No se diga más, ¿dónde está la antigualla? Podríamos… —Zakros había respondido de inmediato.

—No, aún no…

—Pero, por eso nos ha llamado, ¿no es así, Strategos? —La desazón en la voz de Ilias era para entristecer a cualquiera.

—Sí y no —Sage paladeó sus propias palabras—, es necesario que cada cual tenga ahora una misión específica; respecto a esa arma, no la usaremos, no ahora mismo, lamento decepcionar a ambos.

—¿Entonces? Si actuamos ahora… ¡Podríamos evitar que esos esbirros se reagrupen y se vuelvan más poderosos!

—Sí Ilias, o podríamos fallar en el intento y agotar esa opción, después, cuando la Infanta Atenea llegue, ni habremos ganado tiempo ni habremos hecho nada si actuamos como…

—Gallinas decapitadas —bufó el rubio caballero de Escorpión.

—Y sí —suspiró el regente del Santuario—. Zakros, tengo que informarte que tengo una misión a largo plazo para ti…

Y por un instante el corintio pensó que eso que perseguía por aquellos años se volvería realidad: pelear, pelear en serio… aquello por lo cuál entrenó con tanto ahínco y que bien poco había explotado, al menos desde la perspectiva de un hombre sumamente sagaz y belicoso, porque lo cierto es que había estado en batallas, que él llamaba escaramuzas.

—Vaya…

—Como bien sabes, tu heredero ha nacido ya, Hakurei lo ha encontrado al fin, sin embargo, me gustaría que le eches un vistazo porque hay algo en él que…

—Entiendo —cortó Zakros con cara de palo.

¿Sage esperaba que le pusiera buena cara cuándo se sentía relegado por la implícita orden de convertirse en tutor de un crío? Probablemente, además eso significaba otra cosa, una en la que no quería pensar: que tendría que separarse de Sagramore… y si bien la historia de los dos se había construido entre un montón de escombros, los suyos, y de muchos tropezones, tenía la impresión de que aquello sería motivo de sinsabores.

Ilias le lanzó una mirada desaprobatoria, molesta, si bien él no era un cándido guardián, aún le quedaba respeto por los otros, sobre todo por Sage.

—¿Acaso no quieres cumplir con tu deber? —Espetó de mal talante.

—¿Yo? ¿Yo no quiero cumplir? ¡Bah! ¿Y qué me dices tú? No tienes cara para reclamar nada, cuando tu única ocupación ha sido la de ser informante y pensar en a quién sembrarle tu prole…

—¡Zakros!

—¿Qué has dicho? Pedazo de caballero del tres al cuatro…

Sage se levantó del sitial, casi impulsado por un resorte, bastó una mirada iracunda del regente para que ambos se mordieran la lengua y escondieran los ojos, furiosos y encendidos como carbones al fuego.

—Ilias, por favor, mantén los ojos abiertos, si hay razón en lo que has compartido, significa que los Jueces del Inframundo están fuera, no sólo uno… probablemente los tres…

—Así se hará… —dicho lo cual se levantó, dio la vuelta sobre sus talones y salió del salón.

—Supongo que te preguntarás por qué no ir a pelear, ¿cierto? —La pregunta directa del hombre era la invitación para que ladrara todo lo que tenía por dentro el guerrero del octavo templo.

—Con justa razón, me pregunto el motivo por el cuál me deja relegado al oikos para encender el fuego de Hera —fue su reclamo irónico, como siempre.

—La responsabilidad más grande no es la de matar, es la de guiar, la de enseñar, tu destino no es arrojar tu vida en la primera de cambios, tu destino es más difícil —dijo tratando de conciliar y relajando el ceño—, nunca he dudado de tu valor ni de tu eficacia…

—¿Entonces?

—Quiero que ese arrojo y ese valor que tienes, lo tenga también el siguiente, me gustaría que el portador reciba lo mejor de lo mejor, y eso sólo se lo puedes dar tú…

Zakros lo contempló dubitativo, resopló y le dedicó una sonrisa torcida.

—A quién me pongan, seguramente morirá, porque la siguiente generación es la de la sangre derramada, me pide que entrene a una máquina de matar que, además, morirá joven…

—Eso no lo podemos saber con certeza, ni tú ni yo, y al final, Zakros, no es malo sobrevivir.

—¿Qué es lo que tiene de especial ese niño?

—Ya lo verás, quizás justo ahora es pronto, hay que darle un poco más de tiempo.

Zakros por toda respuesta realizó una cortés inclinación del cabeza y se dispuso a marcharse, antes de que llegara a las magnas puertas dobles del Gran Salón, Sage le dijo algo más.

—Sagramore al igual que tú, será un mentor, pensé en que quizás saber eso… daría un poco de paz a tu trémula cabeza…

No contestó, simplemente se marchó.

Y sí. Algo aliviaba en su interior, egoístamente, el saber que su amante no estaría en riesgo latente al frente de la batalla por regresar a lo que sea que se haya salido de la prisión del Reino de los Muertos… era un egoísta de mierda y él lo sabía bien.

Pero no se puede dejar de ser egoísta cuando se ama.

Aún así, todos aquellos parabienes no habían servido para olvidar la furia que sentía por su compañero.

No le fue difícil saber que estaba ahí, esperándolo, recargado en una columna estriada, como Perseo acechando a Medusa, cazándola, observando atento cada movimiento.

Por toda respuesta el aguijón emergió del índice derecho, brillante como rubí, y poco a poco rodeándose de su propia energía que parecía brillar roja también.

Segundos tal vez pasaron cuando ambos cosmos se estrellaron el uno contra el otro, algo que ni siquiera se esforzaron por disimular…

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Hal abordó la galera con la presteza digna de un ser no terrenal, como él, y sin embargo pareció que nadie se fijó o a nadie le pareció algo extraño, insólito, los que observaron, tal vez sólo estaban ensimismados en poderse granjear los mejores y más valiosos tesoros que llevara encima la galera portuguesa.

Pese a todo, aquellos hombres curtidos por la guerra, obedecieron al pie de la letra lo que el hombre de cabellos platinados les había ordenado: no tocar a nadie de los esclavos, a ninguno, no hasta que él inspeccionara.

Con el corazón por salírsele, bajó las escaleras mohosas de humedad y casi carcomidas hasta la zona donde estaban los esclavos, amontonados y agrupados como si se tratara de ratones.

El olor nauseabundo le llenó las fosas nasales, aquello era una visión, él vestido con exquisito gusto, ataviado con la elegancia europea del momento en medio de toda esa miseria execrable. Muchos pares de ojos oscurecidos, aterrados algunos, rabiosos otros, le miraban como si de un pedazo de carne se tratara.

—Tal como lo pidió, señor, son todos los malditos que estaban aquí —puntualizó orgulloso el capitán del barco donde él venía.

—Bien…

Le bastaron unos cuantos pasos para poder sentir dentro de sí, el reconocimiento absoluto de uno de ellos, uno de los suyos, casi podía olerlo pese a que toda la mierda le llenaba la nariz, ahí estaba… al fondo, encogido y encadenado, hecho una mugre absoluta.

¡Era él! El mismo… ahí estaba Aiacos, su compañero, su amante.

Caminó hasta estar frente a él, levantó su barbilla con el pie y observó el rostro varonil, perfecto, debajo de toda esa mugre y de unas cuantas garrapatas.

—Aiacos… verdaderamente te encuentras en un estado… miserable…

El esclavo le devolvió una mirada de profundo rencor, de odio absoluto, mezquina. Algo en sus ojos no era… normal, había algo que… le helaba un poco la sangre, pero Hal no supo distinguir con exactitud de qué se trataba.

—No sé quién crees que soy, ese no es mi nombre, me llamo Suikyō —le escupió.

—Entiendo, probablemente ese sea tu nombre civil, pero tú tienes otro nombre…

El esclavo acabo riendo de aquella puntada del europeo loco, a saber con quién lo estaba confundiendo.

—Rompe esas cadenas, puedes liberarte —le contestó el noruego, observando el detalle de que los pesados grilletes se apoderaban de los brazos al extremo fuertes de Aiacos.

Perfectamente sabía que la fuerza mortífera de Garuda se concentraba por completo en ellos, así que no tendría por qué representar un obstáculo para él.

—No puedo, ¿no crees que si pudiera romperlas ya me habría liberado? —Ironizó mostrándole las pesadas cadenas—, estás loco.

—Eso no es un obstáculo para ti, ¡Anda! ¡Hazlo! ¿O acaso la fuerza se te acabó en esta vida, Aiacos?

—¡Ya te dije que no me llamo así! ¡Maldito colonizador! —Rugió el hombre con una mirada asesina en el rostro, y por acto reflejó jaló dichas cadenas, con esa rabia tan poco contenida que le caracterizaba.

Del tirón tan fuerte que dio efectivamente desprendió la cadena del brazo derecho que, de no ser por los excelentes reflejos de Minos, esa cadena habría terminado por reventarle la cara, tal como sucedió con el esclavo que estaba un poco más adelante y quien cayó muerto al instante por el golpe.

El juez le sonrió.

—¿Ves? Bueno, me queda claro que tu verdadero poder está… oculto dentro de ti, pero no lo recuerdas y no lo has usado ¿verdad? Pues eso va a cambiar… —se volvió a los hombres de su barco— ¡Suéltenlo! Y por todos los dioses, llévenlo a bañar… es inadmisible que alguien como él se encuentre en este estado de… pordiosero…

Efectivamente, confirmó lo que ya sospechaba, que Aiacos otra vez había vuelto sin un solo recuerdo en la cabeza… y además… algo en él era perturbador. Quizás sólo se trataba de que esas vueltas a la vida suyas, en la miseria, no le ayudaban en nada.

Se preguntaba por qué carajo Aiacos siempre se esforzaba por reencarnar en situaciones tan… menesterosas.

Una vez que terminó el saqueo en la galera, procedieron a dejar el cascaron medio quemado en altamar, lo mismo que a los sobrevivientes, sin embargo, por alguna extraña razón pensó que tal vez era más piadoso deshacerse de todos esos pobres diablos, ¿quién los rescataría y en cuánto tiempo?

Así que cuando se alejaron lo suficiente, desde la proa, Minos lanzó un golpe de luz que acabó por impactar lo que quedaba de la nave y esta voló en mil pedazos en medio de un reflejo mortífero purpúreo: la luz del tártaro, la misma que despedían sus armaduras.

Cuando regresó a su camarote se encontró con la bonita sorpresa de que habían arrojado a Aiacos ahí, y este aporreaba la puerta como poseso, gritando un montón de cosas incoherentes y en ese idioma gutural que él solía hablar.

Le dirigió una mirada desaprobatoria al capitán, y este sólo se encogió de hombros.

—Pensé que lo quería ahí…

Y su "ahí" sonó a que lo quería específicamente en su cama, ¡Claro que lo quería en su cama! Pero no era un buen momento, entornó los ojos y sacó la llave para abrir, algo que por cierto era ridículo, Aiacos pudo haber roto las hojas de madera si hubiese querido.

Suspiró.

Una vez que estuvo adentro cerró tras de sí, sin llave, incluso le mostró la llave al otro y la dejó sobre la mesilla que estaba a un lado, misma de la que había derribado todo.

—¡Cálmate ya!

—¿Qué es lo que quieres? ¿Para que me trajeron aquí? —Le lanzó de inmediato, en una postura perfecta de ataque y defensa, lo cuál le hizo sonreír, algunos recuerdos parecía conservarlos sin saber que los tenía.

Cuando Minos se le acercó y trató de tocar su mejilla, limpia por cierto, el otro le dio un manotazo, nuevamente trató, sucedió lo mismo, acompañado de un gesto de desagrado… Aiacos era una especie de perro rabioso.

—¿Qué fue lo que hiciste para que te tuvieran así, Suikyō?

—Robé, robé comida y gente como tú me atrapó, me condenaron y me echaron a ese lugar… ¿Quién eres y por qué me sacaste de ahí?

—¿Cómo yo?

—¡Sí! ¡Europeos de mierda, colonizadores, destructores!

—¡Ah! —Contestó clavando sus ojos del color de las amatistas en aquellos pozos oscuros y vacíos del que fuese su amante— Me llamo Hal, ese es mi nombre civil, el nombre que le dieron a este contenedor que es mi cuerpo en esta era, pero mi nombre real es Minos…

—Tu sí que estás loco de atar…

—No lo recuerdas, pero tanto tú como yo somos guerreros que hemos reencarnado durante siglos…

—¡No jodas! Tanto opio te ha hecho daño, ¿y pretendes que yo crea eso?

—Tu nombre es Aiacos —dijo ignorándolo—, el tótem de tu armadura espera en tu recinto sagrado, en el Inframundo, el thólos de Garuda, protegido por la Estrella Celeste de la Valentía… eres un Juez del Inframundo… diriges una parte del ejército de nuestro señor Hades… un Polemarkhos

Suikyō por un momento guardó silencio y se quedó pensativo, ¿realmente eso que le decía ese extraño era… real? ¿Por qué sentía que debía creerle?

—¡Bah! ¿Y por qué no recuerdo nada de eso?

—Verás… porque yo tuve que ver con eso, Hades me castigó, y a ti para castigarme también… a ti te hizo olvidar todo… olvidarme…

—¡Todo esto es una locura! ¿Y dices que esto fue por tu culpa? ¡Joder! ¿Pues qué hiciste? —Exclamó, observándolo con más recelo aún.

Pero… tal vez algo de todo lo que le estaba diciendo era cierto.

—Hemos vivido en muchas eras, muchos tiempos, pero siempre somos los mismos, yo recuerdo perfectamente todo lo que he vivido, pero tú no… para ti cada despertar es nuevo.

Era real que él no recordaba nada de su vida de niño, por ejemplo, todo estaba lleno de agujeros, de… vacío…

—Después te hablaré de eso… ahora no; ¿has comido algo? —Cortó obviando la pregunta de qué era lo que había hecho… la respuesta más honesta a ello era decir que todo lo había jodido.

—No.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

—Vale, puedes ir si quieres al comedor, eres libre de andar en el barco, ya no eres un esclavo —le dijo, a lo que Suikyō asintió.

Caminó hacia la puerta, pasó por un lado de aquel hombre, observó sus ojos y trató de encontrar algo en ellos, algo que le diera un atisbo de realidad, porque todo lo que le acababa de lanzar era una jodida historia de locos.

Y lo que vio en sus ojos le causó un escalofrío… era verdad, sus pupilas tenían un brillo particular, como si se tratase de… un peregrinar de mil años, y al fondo algo más, algo que no alcanzaba a comprender, pero que tenía que ver con él.

No supo que nombre darle a eso.

Esa noche, cuando regresó a buscarlo, porque definitivamente quería saber, si ya le había arrojado todo, quería saber qué es lo que había pasado entre los dos.

Se metió en su camarote, en el que había estado más tarde, en silencio, ahí estaba el otro, simplemente sentado muy cómodo en su sillón tapizado, bebiendo eso que tanto les gustaba a lo europeos: vino.

—¿Ha sido provechosa tu exploración…?

—Lo fue —contestó a secas, después, le quitó la copa de vino de las manos, y se sentó a horcajadas sobre él, así sin más.

Minos sintió que el pulso le iba a reventar los oídos, sus manos se quedaron encima de las piernas del otro, apenas tocándolo, tenía miedo de que un solo movimiento en falso bastara para que el otro acabara montándose una de esas rabietas violentas que parecían ser el pan de cada día.

—¿Qué pretendes?

—Es lo que quieres, ¿no? Es la clase de miradas que me lanzaste desde el principio.

—Te miro así porque siempre fuiste mío… porque lo has olvidado, pero tú y yo estábamos juntos —le confesó con la misma brutalidad que el otro.

—¿Por eso me rescataste? ¿Me buscabas?

—Siempre te busco…

Suikyō se inclinó sobre el otro, acarició su piel, tan tersa, tan blanca, diáfana, se acercó a olisquear por su cabello, por su cuello, pegaba los labios lo mismo que la punta de la nariz por su piel, haciendo que el otro dejara escapar un gemido de entre los labios.

—Hueles dulce.

—¿Cómo…?

—Sí, hueles dulce… y dime… Hal, ¿qué fue lo que hiciste para fastidiarla así? —Inquirió con una mirada maligna y una sonrisa fría mientras observaba que Minos moría lentamente por lo que le hacía… y contra sus muslos sentía con mucha claridad que el pináculo de su placer estaba apretado, cada vez más, contra la ropa bonita que traía.

—No jodas… ¿Quieres hablar de eso, justo ahora? —Contestó indignado, al mismo tiempo que se dio permiso de empezar a quitarle la ropa al otro.

—Sí quiero… o te dejo aquí así…

—Hace más de doscientos años, en la guerra… la guerra que siempre sucede entre Hades y Atenea, yo era el único que quedaba con vida… dejé mi lugar cuando Atenea se dirigía con sus sobrevivientes hacia Hades —tragó saliva y observó sus ojos, sin esconderle nada—, habías muerto… una de las amazonas que venía con ella, había sesgado tu vida y tu cuerpo…

—¿Dimitiste de la batalla? ¡Que deshonroso…! —Le dijo el otro frunciendo el ceño.

—Atenea… ella fue quien determinó que yo no perdiera mis memorias, que siempre te encontraría, pero Hades borró de ti todo recuerdo, me borró a mí…

No le dijo nada más, lo hizo callar besando ávido sus labios, haciéndolo callar de aquella deshonrosa confesión que le había hecho, trataba de encontrar algo, algún recuerdo, pero nada encontró en ese momento más que el placer de su cuerpo, la excitación explosiva que le provocaba… el deseo impetuoso…