LIBRO XIX

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Su trabajo siempre había sido conspirar, enredar las cosas, y buscar la manera más beneficiosa posible en la que todo saliera bien, digamos que dedicaba cuerpo y espíritu a joder los planes pacíficos de los guerreros de Atenea, y si de pasada podía echar por tierra lo que sea que planeara ella, también lo haría, gustoso.

No había sido fortuito que él siempre, vida tras vida, centuria tras centuria, era el Polemarkhos Arkhon del ejército de Hades, era la punta de lanza, el terrible Juez del Inframundo, el que había nacido bajo la protección de la Estrella Celeste de la Ferocidad… Wyvern.

Su nombre… era Rhadamanthys, su nombre de guerra, puesto que su nombre civil, o mejor dicho, el nombre de su recipiente, era otro, pero ese… se había quedado relegado en un rincón de sus memorias, no era algo trascendente y consideraba que nadie requería saberlo, puesto que eso era lo ínfimo que le ataba a la humanidad que ya había perdido.

Tal vez se trataba de su sangre guerrera, esa que se remontaba desde los primeros nórdicos que habitaron las Islas Feroe, el lugar del que siempre, invariablemente tomaba su recipiente; a palabras de él, sólo existían dos tipos de seres: los que nacían para ser unos Don Nadie, y los que existían para dejar huella y ser historia… él era de los segundos.

A Rhadamanthys, siempre le gustaron los cuerpos de ese lugar… cuerpos fuertes, resistentes, guerreros natos. Su conciencia siempre transmutaba ahí, donde antaño, el nido de los wyvern había existido y habían prosperado.

El ropaje sagrado, su sapuri, solía pasar felices años consagrándose, reponiéndose de otras guerras, en la profundidad cavernosa del nido primigenio de aquellos seres, cuya entrada se decía, estaba por debajo de los vestigios de la Catedral de San Magnus, decían que esa había sido la razón por la que el recinto religioso nunca se pudo terminar de construir: porque la fuerza de aquellas criaturas se los había impedido por muchos años, hasta que finalmente se quedó a medias y sólo prevalecieron algunos de los muros.

Valentine Isaksen, siempre estaba a lado de su señor, de Rhadamanthys, estuvo con él como su sirviente personal en el castillo Vestergaard, y cuando su señor desterró y conquistó a los Walden, prevaleciendo sobre ellos, también le siguió. No era extraño que entonces Valentine fuese más adelante su segundo al mando, su Epihiparco(1) y también un espectro.

Lo respetaba, lo admiraba… sentía particular devoción por él.

Cuidaba de él desde que eran muy jóvenes y cuando Rhadamanthys no había despertado del todo su poder, velaba por su seguridad.

De carácter más bien esquivo, pero jamás temeroso de la guerra, podría decirse que además de la relación de amo-sirviente, eran lo más cercano a amigos, aun cuando Rhadamanthys ya había sido ungido con la sapuri de Wyvern, éste escuchaba con atención sus palabras, quizás era del único del que aceptaba una palabra que pretendía ser consejo.

—¿Ya ha vuelto Minos, Valentine? —Inquirió inquieto el joven rubio, pasó el dedo por encima de las teclas del piano, uno de esos bonitos e inútiles inventos que su familia, los Vestergaard, habían traído de tan lejos como Florencia.

Un Cristofori(2) único, parte de su esmerada educación aristocrática.

—No, señor, no ha habido noticias de él —negó con la cabeza el otro.

Los ojos cetrinos de Rhadamanthys se clavaron en los de su compañero.

—Es inaudito hasta qué punto ese imbécil sigue empecinado en su misión particular… —arguyó atragantándose con las palabras y con el último trago de vino que le quedaba a la copa.

—Busca a un compañero, señor —trató de suavizar la furia del otro, haciéndole ver que se trataba de la localización de uno de los tres grandes del Inframundo.

—¡No, que va! Busca el culo de su amante perdido ¡Hazme el favor! —Gruñó—, en fin, por tonterías como esas es por lo que la guerra se va al carajo…

"Yo también buscaría por cielo, mar y tierra, si usted desapareciera", pronunció para sí Valentine, afortunadamente, tan acostumbrado como estaba a no dejar escapar un solo gesto, ese secreto pensamiento pasó desapercibido para el feroés.

—He traído lo que me ha pedido, creo que le será interesante —recordó, mientras alcanzaba un viejo libro y un mapa, aún más viejo que las barbas de Matusalén.

Rhadamanthys hizo un chasquido con los labios y sonrió complacido, le quito ambas cosas de las manos, extendió el mapa y lo atoró con dos piezas de marfil que pretendían ser pisapapeles.

—Aquí —le señaló al otro, con su dedo triunfante, en el mapa.

—Ummm… ¿Chukotka?

—Sí, en esta región está Bluegard.

—El libro que me pidió conseguir, habla de ello, de ese lugar, Bluegard…

—Muy bien, Valentine —admitió complacido de no tener a un hueco mental a su lado, abrió el libro y le mostró el pasaje donde había múltiples grabados—; Bluegard atesora una biblioteca sin precedentes, donde yace la historia de la humanidad desde los tiempos del mito, y… de los ocho guerreros originales, los guerreros azules, las familias herederas de ese reino custodian algo, además de los libros.

—La fuerza contenida del Summus prínceps marium

—¡Exacto! ¡El máximo regente de los mares! —Sus ojos ambarinos brillaban siniestros

—¿No es eso… peligroso? Quiero decir, buscar a ese dios en particular…

—No es su tiempo de despertar, sin embargo, podríamos servirnos de él, de su poder, para aplastar a Atenea y a sus estúpidos caballeritos —admitió Rhadamanthys—, Hades no acepta que ella es la favorita de Zeus, y que siempre se decantará por ella, entonces, vamos a equilibrar un poco la balanza.

Llevaba mucho tiempo investigando, buscando aquí y allá, escuchando a la gente, en las cortes, en los lugares más inhóspitos, y había armado la historia palmo a palmo.

—Puesto que Minos, el enamorado, no vuelve, tendré que adelantarme —se encogió de hombros— y mientras tanto, aguardarás mis órdenes, que nadie salga ya, esos idiotas ya deben saber de la tontería que hizo Minos al salir a la superficie.

—Su batallón se encuentra inquieto, los hombres quieren pelear.

—¡Por supuesto que sí! Pero no es el momento, que busquen entretenimiento en otra cosa, entrenar, en rameras, no sé, lo que sea.

—Entendido. Señor…

—¿Qué sucede?

—Podría ir con usted…

—No, Valentine, esto sólo será una pequeña exploración, nada de qué preocuparse, además, me haces más falta al frente de los hombres inquietos —ironizó, haciendo sonar la palabra inquietos, como cualquier gazmoñería.

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Thäis había cumplido parcialmente con lo que le habían pedido, es decir, había llevado a cabo al pie de la letra el hecho de no deambular por ahí sin la máscara amazónica, sin embargo, era evidente que la cosmoenergía que hoy rodeaba a la Arconte de Géminis, y a su recinto, era… un tanto diferente.

Poder, lo tenía, fuerza también, ingenio, ese le sobraba, sólo que no le sabía tan bien, como alguna vez lo soñó, ser… el plato de segunda mesa. Al final, aunque el ropaje de Géminis le reconocía como una guerrera, parecía también tener cierta resistencia, o reservas al respecto de su portadora… quizás la propia armadura deseaba probar la fidelidad de ella. Ya se vería.

En esos primeros días, la vida se le iba en dejar el aliento en el Colosseum, donde el mismo Zakros se convertía a menudo en un rival difícil de derrotar, y quién a menudo le hacía morder el polvo sin miramientos. Poco a poco, al pasar los días, la batalla iba equilibrándose ligeramente, a penas un ápice cuando su Galaxian Explosion se incrustó de lleno en su compañero de armas, y éste le disparó las Scarlet Needle perforando la estrella Cástor en el cuerpo de Thäis.

Muchos de los efebos en entrenamiento y otros, observaban la pelea, que esta vez había durado más tiempo.

Tenían un público cautivo, haciendo honor al Coliseo.

Sagramore estaba observando desde las escaleras, sin embargo, cuando la cosa se empezó a poner cada vez más violenta consideró saltar hacia la arena. Antes que él, una sombra saltó hacia allá a la velocidad de la luz: la Arconte de Cáncer.

—¡Anda, levántate! Esas heridas no son mortales —se burló el rubio en posición de ataque.

—No, por supuesto que no… —se rio ella, poniéndose en pie y dispuesta a mandar a volar a ese condenado bicho de mierda a su Another Dimensión, aunque se acabara por desangrar en ese momento.

¡Estaba harta de que todos los días le hiciera sentir tácitamente que no era más que una réplica, un remplazo!

—¡Zakros! Ya basta —le ordenó la voz de la otra mujer quién sí que estaba dispuesta a intervenir.

—¡No te metas! —Gritaron ambos al unísono.

—Suficiente —irrumpió Sage, quién en ese momento, al darse cuenta del espectáculo apareció por ahí—, a mí me parece que ha sido un buen empate, digno de compañeros de armas —implícito dejó claro que, por ese momento, no habría enviados a dimensiones ni perforaciones intensas.

A su pesar, Zakros rompió la posición de ataque.

—Señor —simplemente contestó asintiendo con la cabeza en señal de respeto, dio la vuelta para dejar la arena.

Pasó por un lado de Deyanira, rozando ligeramente su hombro con el suyo.

—De no ser por ti, pequeña entrometida…

—Y me voy a entrometer todo el tiempo, porque a mí, tú no me causas ni miedo, ni respeto, me causas gracia… kinaidos —contestó ella sibilante.

Dicho lo cual, el otro simplemente resopló y se marchó de ahí. Sagramore lo alcanzó en las termas mientras el otro, ceremoniosamente pasaba el estrígil por su cuerpo cubierto de tierra pegada.

—¿No crees que… es mucho joderla, tío?

—¿Te parece? Yo creo que es justo, porque… verás, no se convertirá en el eslabón más débil de la cadena —rezongó.

—Ya, bueno, ni tú ni yo podemos juzgar eso —le quitó el estrígil de la mano, movió su cabello rubio, largo y enmarañado, a un lado por encima de su hombro, para quitar el polvo apelmazado de los músculos de la espalda.

El otro se dejó hacer, cerró los ojos y se mordió el labio inferior.

Tomó la otra mano del español, la que no estaba ocupada con el estrígil y la llevó entre sus piernas, mostrándole sin decoro alguno, que algo en él le saludaba.

Sagramore se rio, besó su nuca, y le dejó en la mano el artilugio… lo dejó ahí solo, con una erección tan notoria, que de ahí a Corfú podrían verla. Sólo por jugar, por variar, además, no iba a negar que seguía molesto por la última gracia que había hecho.

"Todo siempre te lo has de tomar a la tremenda, siempre", pensó echando a andar.

Deyanira se acercó a la otra, a quién ella creía era Aspasia, como de costumbre, confianzudamente, tocó su brazo.

—¿Necesitas ayuda?

—No, estoy bien —refunfuñó la otra apartándose un poco de aquella invasión a su espacio personal.

Por una parte trató de no hacerlo ver tan obvio, y por otra se esforzó por quedarse inamovible, porque sabía que ellas dos, Aspasia y la italiana, habían sido compañeras de toda la vida, y si acaso ella pretendía cambiar el cómo se trataban, sería sospechoso.

—Vamos de regreso —se autocontestó su compañera, poniendo una mano en su cadera, para empujarla un poco.

No pudo evitar dar un respingo, se atragantó sus propias palabras y pensó en que no era buena idea zafarse de ella, no por ahora. Pero es que para ella, para Thäis, se trataba de una total desconocida, y la realidad es que vivir tanto tiempo sola, aislada de todo y de todos, no le había hecho mucho bien que se dijera.

Deyanira, esa noche entendió, aunque no quería hacerlo, que Aspasia, su Aspasia, su Lesbia, era otra completamente diferente, algo en ella era evidente que había cambiado… y que había puesto tierra de por medio, un abismo entero.

Subió hacia la Cámara del Patriarca en estado semi deplorable, Aspasia le había lanzado unos cuantos golpes, mismos de los que ella no quiso defenderse, por tratar de… recuperarla.

—¿Sucede algo, Deyanira?

—No, nada, todo bien.

—Ya, bueno es que… pareces un poco alterada—observó el viejo regente, empequeñeciendo los ojos.

—Estoy cansada, hace un jodido calor por las noches, y bueno, aunque trate de dormir sobre las baldosas, ciertamente no es cómodo —ironizó ella, jugando, tratando de distraerlo.

—Entiendo. Deyanira, hay algo que quiero pedirte, necesito de tu ayuda, no es nada riesgoso —empezó.

—Si no hay riesgo no me interesa, manda a Sagramore o a Paris —dijo ella, orgullosa como siempre, pero también en son de broma— ¿Qué es?

—Me gustaría que me acompañes a Italia…

—¿Italia? ¿A qué?

—Localizar a un niño…

—¿El siguiente…? —Inquirió interesada, tomando los papeles que le alargó Sage, observando: se trataba del expediente de un crío que al parecer era el siguiente en la línea sucesora de Cáncer.

—Sí, el siguiente.

—¿Tendré que hacerme cargo de él? —Fue su siguiente pregunta, y no estaba tan segura de poder tomar esa responsabilidad, pero si Sage había determinado que era así… no había nada que cuestionar.

—Pues sí Deyanira, tú y yo, tampoco es que lo vayamos a dejar crecer salvaje e ignorante…

—No que va, para salvajes e ignorantes ya tenemos a muchos aquí —Ironizó.

—Bueno, bueno, como sea, en un par de semanas partiremos, ¿de acuerdo?

—Bien, al menos ya es un niño autosuficiente, porque si trataba de entregarme un crío bebé como el que apareció con Lugonis… honestamente me iba a negar a tener que limpiar la cacaNon mi piacciono i pannolini!

—¡Por todos los dioses, Deyanira! —Dijo riendo el hombre, a punto de atragantarse con el agua que bebía.

Lamentablemente para ella, la sucesión de los días fue casi siempre sin variación: mientras más trataba de acercarse otra vez a Aspasia, la otra acababa hostilizándola, y otras tantas, habían terminado a los golpes.

Para Deyanira aquello sólo significaba su perdición y su derrota, como mujer y como guerrera. Se sentía decepcionada de sí misma… y triste también, pese a que lo ocultaba bastante bien bajo su manto de sarcasmo.

Días antes de que partiera con Sage, ocurrió el peor de esos encuentros donde la Arconte de Cáncer no se rendía… y acabó casi arrojada a otra dimensión.

Ni siquiera tenía la suficiente conciencia de porqué diablos quería subir a la gran Biblioteca, en su atribulada cabeza, tubo el atisbo de querer ir a consultar los libros antiguos, los Anales, porque no entendía cómo era posible que Aspasia hubiese cambiado tanto, y no era solamente su rechazo, era… que parecía una persona completamente distinta.

Los géminis eran así, eso le había dicho una vez Aspasia.

Y ahora no entendía cómo interpretar el así.

La sangre le escurría por debajo de la máscara amazónica con motivos venecianos, como pintada a mano, siniestra. El camino rojo recorría su piel blanca por debajo de la barbilla, hacia el cuello, la ropa ya estaba manchada de ese camino carmesí.

Sagramore la interceptó cuando trató de pasar por Capricornio, al principio no se dio cuenta, bajo la mortecina luz no había mucho que ver, pero cuando le cerró el paso, sólo por bromear un poco… se zurró.

—¡Por el escudo de Atenea! ¿Qué diablos te pasó…? —la tomó por los hombros tratando de observar si la herida que escurría era la de la cabeza, porque ahí tenía una, o en el rostro.

—Nada. Ahora quítate…

—Por supuesto que no, tía, no sé a dónde diablos te metiste, pero… sí que te han dado una paliza… —soltó el otro.

Ni siquiera se esforzó mucho en detenerla, su fuerza estaba mermada, pero… más que la fuerza, lo que le faltaba era el ánimo.

Se dejó sentar sobre la mesa mientras el otro sacaba de quién sabe dónde algunas cosas para curar las heridas, de buena suerte que todos y cada uno de los que habitaban el Santuario, sabían regresarse los huesos a su lugar, cerrar heridas y en general, tratarse casi cualquier daño causado por las batallas… era indispensable saberlo.

Sagramore, confianzudo como era, ni siquiera le pidió permiso… simplemente le quitó la máscara, abollada y casi rota, la dejó encima de la mesa donde ella estaba sentada.

No pudo evitar sentirse sobrecogido por la tragedia de aquel rostro tan exquisito, tan bello, magullado por cardenales y la sangre que brotaba de las heridas que había en él… sí, era una tragedia lírica.

Nunca la había visto, hasta ese momento conoció el rostro de la mujer que siempre estaba de humor para bromas pesadas y comentarios mordaces, y le pareció que no se parecía en nada a lo que hubiese imaginado… no… lo superaba.

Era una mujer hermosa, como pocas que hubiese visto, capaces de ser competencia directa para la misma Afrodita en persona.

—Deja de babear, idiota —le dijo ella, socarrona, como siempre.

—Ya, pues es que… estás maja, ¿qué te pasó?

—¿Qué más da?

—Lo admitiré, y luego negaré que lo he admitido: no eres alguien a quien sea fácil darle una paliza, y me parece que quien te hizo esto… pues… pareciera que ni siquiera metiste las manos —le soltó con franqueza.

—No lo hice —admitió la otra, bajando la mirada.

Una única lágrima escurrió de sus ojos, se deslizó como un cristal por la mejilla, mezclándose con la sangre.

El Arconte de Capricornio se sintió profundamente conmovido, y no era que le tuviese lástima, por supuesto que no, era… que aquella mujer, tan dura, tan hecha para la guerra, ahora parecía el ser humano frágil que también era. Se sintió un poco como Aquiles contemplando a Pentesilea herida de muerte.

Limpió su rostro, la sangre de la nariz y los labios, con sumo cuidado cosió la herida de la frente, pegada casi al cuero cabelludo, donde la máscara se había incrustado abriendo la carne.

Ella no se quejó, no se inmutó, ni siquiera dio muestras de dolor.

—Dilo…

—¿Qué cosa?

—Lo que quieres decir y te estás callando…

Después de pasar saliva espesa como arcilla, abrió los labios, como si el sólo acto de expresar en palabras su turbación, fuese un pecado de por sí.

—Ella ha cambiado, del todo… estoy segura de que ella… ya no es ella, se trata de otra, y yo creo que tú sabes, tú sabes qué pasó, porque Zakros también tiene que ver, y tú eres siempre su cómplice —formuló con la misma franqueza con la que él le había tratado.

Sagramore guardó silencio un instante, y supo a qué se refería, más bien a quién.

—Y aquí todo mundo sabe que sabe…

—Dímelo, tú lo sabes, por favor… —susurró bajito.

—No sé qué es lo que te imaginas…

—Sí tú me dices… yo te contestaré lo que quieras, es más… te puedo dar algo, algo que nadie más ha tenido, si me dices la verdad —pronunció ella en su desesperación.

De entrada su compañero no entendió bien de qué hablaba, hasta que un minuto después, como balde agua fría, supo a qué se estaba refiriendo Deyanira…

—No jodas, por supuesto que no.

—Es un intercambio justo, ¿no crees? —dijo clavando sus ojos oscuros y penetrantes en los pozos grises del español—, yo sé muchas cosas… y lo otro, es un trámite para mí, pero si para ti es algo de valor… podemos negociar…

Una parte de él, le decía "Hazlo, tal parece que aquí, eso es buena moneda de cambio", tal cómo Zakros lo había hecho, porque esa… todavía no se la perdonaba, y por otro lado, dentro de sí, sabía que no era un rufián, ni un canalla, aunque pareciera que sí.

—¿Te parece buena idea negociar con tu cuerpo? —Preguntó con ambas manos apoyadas en sus piernas.

—Me parece que hay que valerse de lo que se tiene… para obtener respuestas, y sospecho que las respuestas que yo quiero, las tienes tú… ¡Tú y tu imbécil amante!

—¿Por qué crees eso…?

—Tu quieres saber cosas, ¿no? Cosas que oculta… es posible que yo sepa algunas…

La oferta empezaba a sonar tentadora…

Ella bajó de la mesa, de un pequeño salto, y como si ya hubiesen cerrado el trato, con ese cinismo, buscó por entre las cosas de su compañero hasta dar con una botella de vino, no se preocupó por volverse a colocar la máscara para cubrir su tumefacto rostro, la descorchó y bebió directo de ella, luego alargó la misma hasta la mano de su compañero.

Sagramore dio un trago profundo, debatiéndose entre hacerlo o no, sopesando la situación, tratando de decidir sin que la rabia contenida y los celos tomaran parte en aquello… pero… se sintió débil al respecto… porque si bien, el decirle a Deyanira lo que realmente había pasado, representaba una traición al otro, también pensó en que Zakros le debía lo que siempre le pedía: verdades.

—Lo que se diga aquí, no puedes repetirlo… jamás, ¿puedes hacer eso? —Sentenció el español.

—Te doy mi palabra… —susurró ella.

Sin embargo, sabía que si Deyanira quería, perfectamente podría ir a lanzarle en la cara a su amante lo que estaba por acontecer esa noche… sólo por fastidiarlo… y porque al final, también ella se había convertido en una víctima de las circunstancias por lo que sentía por Aspasia… quizás la balanza estaba equilibrada…

—La última noche que estuvo Ilias aquí… fue cuando tomaron esa decisión… —comenzó su relato.

Al final, Sagramore pensó que ella al igual que él, merecía la verdad, porque la vida no era posible vivirla con la mitad de las cosas, con la mitad de la realidad, con las mentiras… en ese aspecto, ambos tenían algo en común…

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N. de la A.

(1)Epihiparco – Griego antiguo; se trata del alto rango de comandante de caballería. Dentro del ejercito griego en la antigüedad, la caballería helena estaba organizada por secciones de al menos 1,000 jinetes, que comandaban los epihiparcos, y después, subdivididos en unidades de 500, estaban los hiparcos al frente de estos, respondiendo ellos al epihiparco.

(2)Cristofori – Se atribuye a Bartolomeo Cristofori (1700-1720) la invención del preludio para el piano de cola, en Florencia. Se tiene conocimiento de esto por los Medici. Existen, en la actualidad, tres pianos sobrevivientes de Cristofori, los tres en museos, uno en Nueva York, otro en Roma y uno más en Sajonia.