LIBRO XXI

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2 de julio 1728, año de Gracia de Nuestro Señor.

Mi muy estimado Zakros en Atenas.

Para cuando esta misiva llegue a tus manos, es probable que haya tenido que salir de Italia, he de mencionarte que las cosas han comenzado a ponerse difíciles en Ancona, específicamente en la provincia de Genga, donde al parecer, ha comenzado todo. Hace ya ciertos años algunos compañeros tuyos exploraron las Grotte di Frasassi, por sospechar hechos extraordinarios que devienen de ahí.

Hace cosa de un mes, extrañas enfermedades y visiones se han presentado en la región de Ancona, y de ahí hacia más comunidades italianas, siendo hoy un hecho perturbador que ha llevado a muchos hacia la desesperación y abandono de sus tierras, tierras hoy yermas donde ni plantas ni seres vivos hay.

Algunos han llamado a esas apariciones de naturaleza demoniaca "Esseri della malavita", dicen que se trata de uno solo, pero de buena fuente sé, que se trata de tres. Dos de ellos han navegado, y uno más se ha perdido por caminos de tierra.

Sirva esta información para los fines pertinentes y para tu mejor decisión.

Bendiciones.

Mademoiselle de Blois.

Zakros se quedó unos instantes observando la carta que tenía en la mano, el sello lacrado que sólo usaba la familia de Luis XVI, todo lo que ya habían sospechado era una realidad, y ahora restaba contener la fuerza oscura que se había liberado años atrás.

Sage tenía razón, Ilias también, eso que se había escapado tenían que ser los Polemarkhos del Inframundo, los jueces.

Lo extraño era ¿Por qué dos estaban navegando? ¿De dónde venían o hacia dónde iban? Y lo más curioso, ¿por qué uno de ellos había decidido tomar camino terrestre? ¿Qué era lo que estaban haciendo y buscando?

—Atenea no ha vuelto, o al menos no que tengamos notificación, ¿qué carajo hacen esos tres capullos? —Se preguntó en voz alta.

Poco después uno de los mensajeros llegó a su templo para notificarle que se esperaba su presencia, tendrían el Concilio de los Justos, es decir, Sage los estaba convocando, a los que estaban en el Santuario, para hablar de algo… serio, probablemente respecto a lo que acababa de leer.

Porque seguramente no se trataría de una reunión con vino y bailarinas bactrianas.

Sagramore, que no era tan buen observador de estrellas, como lo eran Sage y Hakurei, Krest, e incluso con lo que a lo largo de los años había aprendido Zakros, pudo darse cuenta de que la estrella de Pólux en Géminis estaba colapsando… lo cuál significaba que… muy probablemente Aspasia no lo lograría, que su estrella se apagaría, la más brillante, y eso era un hecho factico: que el hijo que tendría, sería tan poderoso, como no se hubiese visto uno igual.

En silencio, estaba al lado de Zakros, lo acompañaba, porque sabía que aunque se mantenía inalterable, en apariencia, por dentro era diferente, lo había visto observando las estrellas, enojado primero, preocupado después.

Alguien tendría que decirles lo… anacrónicos que a veces eran: con rituales antiguos, ancestrales, pero con muchas comodidades modernas, si se puede decir.

El Concilio de los Justos comenzó con los rituales que, podrían considerarse previos a una guerra, el yunque y el martillo primero que nada, herramientas dotadas por los dioses, carísimas a los hombres, para forjar tanto armas como joyas, y recordar siempre que ambos utensilios eran el equilibrio de los bien celebrados y de aquellos que defendían a los iguales.

El Sumo Sacerdote, el Strategos encabezaba pues la apertura del concilio con el sacrificio de un ovillo, llevado hasta el altar para dicho fin, acompañado de las Sacerdotisas de Palas Atenea, y por supuesto el oráculo.

Todos debían tomar parte, respetuosamente, alrededor del altar principal, libando, orando.

Cuando el animal fue degollado ritualmente, sus partes se distribuyeron en el altar para ser quemadas, considerando que el humo que se elevaba era el alimento para los dioses, y rogaron a su vez por la venia de su diosa, esperando que aquella pequeña muestra de respeto fuese de su agrado.

Continuó el cierre de las puertas, donde una vez solos, dispuesta la comida en la mesa, pero sin sirvientes, cada uno tomó para sí lo que fuese de su agrado comer y beber, en el caso específico de Deyanira y Thäis, ambas portaban velos oscuros y gruesos durante la cena, para cubrir su rostro mientras estaban en el Redondel del Zodiaco, es decir, la mesa donde doce Arcontes, más el Strategos y su Polemarkhos departirían el banquete.

La mesa tenía tres patas labradas, cada una de ellas representando a una de las tres Moiras: Cloto, Láquesis y Átropos la más temida, significando aquello que departían en obediencia bajo las misteriosas leyes del Destino.

Ni siquiera Zakros, se atrevía a desafiar los rituales con sus vulgaridades y sus chistes.

Hakurei les había honrado esa noche, como el Polemarkhos elegido por Sage, es decir, como el comandante del ejército, y que, en caso de que algo sucediera y Sage faltara, él tendría la responsabilidad de guiar a la fuerza armada de Atenea.

—No ocultaré que estamos por enfrentar una vez más, a una parte importante del ejército de Hades, aunque no es tiempo aún, tres de ellos han salido de su refugio para andar en la Tierra… —la voz profunda de Sage, en silencio total, retumbaba en la sala donde estaban ellos.

Hakurei permanecía callado, escuchando.

—Aunque no se trata de todas las fuerzas oscuras liberadas, y sus poderes están mermados, es necesario regresarlos al lugar al que pertenecen…

—Al infierno, literal —acotó Sagramore.

—Así es —admitió el Sumo Sacerdote—, tenemos que dividirnos, puesto que tampoco nosotros estamos al cien por ciento, y Atenea aún no vuelve… para este momento Krest está siguiendo al que se alejó más y se dirige hacia el norte…

Aunque todos escuchaban atentos sin interrumpir, no podían evitar observarse unos a otros, a discreción.

Era lo que estaban esperando: actuar, y dejar de permanecer en guardavela.

Sage lo había pensado mucho, el cómo dividirlos, al final llegó a la conclusión de que dividirlos en tres grupos, de dos guerreros cada uno, sería lo mejor.

Del cómo colocarlos no tuvo mayor problema quizás algún día replicaría con la siguiente generación el viejo Código Micénico de los pares, de los guerreros emparejados, los parabatai, cuyo mejor ejemplo de tradición y honor se dio en el Sagrado Batallón de Tebas… tendría que pensarlo… no era algo que pudiese decidir a la ligera.

—… Paris y Lugonis guardarán los recintos sagrados y en coordinación con Hakurei protegerán a los aprendices, en ellos descansa nuestra última esperanza; Deyanira y Aspasia, las dos seguirán por tierra el camino, se llevarán con ustedes a una parte de los santos de plata, asegúrense de que no sigan atacando más comunidades, Deyanira, como taxiarca(1) tienes que asegurarte… —les dijo a ambas mujeres.

—Así se será —interrumpió la Arconte de Cáncer.

—Hakurei, en tus manos está el futuro del Santuario, Dohko, Shion, Albafica, Hasgardo, Manigoldo… y todos los demás aspirantes.

—Se hará como solicitas —respondió el hermano del hegemón.

Thäis no estaba muy de acuerdo, pero… al final ese era su deber, ¿o no?

—Sagramore y Zakros, ustedes continuaran por mar, sabemos en qué barco estaban esos espectros, la fuerza de mar, la dirigirán ustedes, Zakros… eres el navarco(2), Sagramore coordina las embarcaciones a mando de tu compañero.

—Señor —contestó Sagramore, Zakros guardó silencio un momento, todos sabían que cuando eso sucedía, era porque algo estaba en su mente, a punto de salir por su lengua.

—¿La espada…? —Soltó el Corintio

—Permanecerá a resguardo en el Santuario, a menos que sea necesaria.

—Bien —simplemente respondió el rubio.

No es que le causara miedo particular el comandar la flota, es que se preguntaba porqué le había dejado esa responsabilidad a él, y no a Sagramore por ejemplo, visto estaba que ni a él, a Sage, ni a sus compañeros les gustaba mucho su manera de hacer las cosas.

—¿Por qué te has quedado hasta el final? ¿Qué cosa atormenta tu ya atribulada cabeza? —Se dirigió el hombre al guerrero que estaba aún en la sala.

—¿Por qué yo?

—Porque sé que tomarás las decisiones necesarias para hacer las cosas, en triunfo o en desesperación, ¿no quieres guiar a la flota?

Si Sage supiera la clase de decisiones que tomaba, por ejemplo joder A Lugonis, sustituir a Aspasia… no cabía duda, muchas decisiones cuestionables. Sin embargo, no era momento de amilanarse. Eso jamás.

—Haré lo que tenga que hacer —le dijo, parco.

—Además, contigo llevas a la mejor espada que tenemos, a la más fuerte —dijo el viejo, se refería por supuesto a Sagramore, ya que él mismo era una espada peligrosa.

Zakros sonrió y asintió.

—Es verdad, disculpe mis atribulaciones y espero que los escribanos tengan prestas las plumas para narrar los cantos de nuestras victorias —bromeó irónico antes de marcharse y dejar a Sage con una risa boba en la sala.

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Rhadamanthys había escapado por nada, no estaba buscando en esos momentos un combate frontal, porque perfectamente sabía que no estaba en las mejores condiciones para hacerlo, y aunque con seguridad hubiese sido un muy buen contrincante y les habría causado suficientes bajas, cabía la posibilidad de que no saliera tan bien librado.

De por sí, estaba haciendo las cosas por decisión propia y sin reportar a nadie más.

Pero… así había sido siempre. Nadie podía contener al Wyvern, absolutamente nadie.

Le había costado bastante trabajo dejar atrás a ese viejo guerrero, que aunque no era el portador de uno de los ropajes de oro, podía sentir el poder en él, así que dedujo que se trataba de uno de los anteriores guerreros.

Seguía sus pasos y su rastro, ese que el Polemarkhos del Inframundo se había esforzado por ocultar, al final había optado por hacer la última parte del viaje en vuelo, y después, al llegar al fin al reino de Bluegard ideó la manera de atravesar la barrera por pasajes escondidos, olvidados ya y tan ancestrales como los primeros ocho guerreros azules.

Él quería saber, quería ver… porque era un hecho que bajo las profundidades del castillo y su inmensa biblioteca, la Infinitum Bibliotheca, así la llamaban porque contenía toda la historia de dioses y hombres, también guardaban la entrada de la Atlántida, sellada hace muchos siglos por Atenea.

La Atlántida, el Reino del Summus príncep marium. Desde luego que esa chiquilla lo habría encerrado, dejando en claro que era la favorita de Zeus y la indiscutible ganadora contra Poseidón, rememorando esa gran victoria por Atenas en el principio de los días.

¿Qué esperaba encontrar? Ni el mismo lo sabía a ciencia cierta, pero quería complicar las cosas… había urdido un plan ingenioso, que de salir bien, les garantizaría poner de rodillas a los guerreros de Atenea.

No iba a decir que fue pan comido adentrarse a Bluegard, la región de Chukotka ya de por sí era difícil de franquear, por las difíciles condiciones climáticas y por los filtros de seguridad, pero él no era un simple mortal, así que se escabulló engañando aquí y allá, y cuando esto no fue posible, pues… pobres de aquellos que se oponían a su paso.

El castillo era una pieza surreal en medio de los hielos eternos, la estructura imponente parecía dominar todo desde las alturas, franqueado por un largo puente de piedra que conectaba el castillo con el macizo terrestre, y rodeado por escarpado terreno, efectivamente los libros no le hacían justicia al lugar.

No podía llegar subterráneamente, porque los pasos estaban sellados y la fortaleza protegida por una barrera, así que se acercó como cualquier mortal, como cualquier sirviente.

Vestido como uno.

García, el regente de Bluegard dirigía con mano de hierro, pero con bondad para los pobres y miserables, que casi eran más de la mitad del reino, la reina no existía, Nadenka decían que se llamaba, murió al dar a luz al segundo hijo.

Dos críos, y uno de ellos heredaría el reino, la primogénita, según escuchó sería la reina, su hermano, el segundo, básicamente un adorno más en el palacio.

Se escabulló hasta la biblioteca.

—¡Tienen que estar de broma! —Farfulló en un murmullo cuando echó un vistazo a las verdaderas dimensiones del lugar.

¡Libros, pasillos y pisos hasta donde alcanzaba la vista! ¡Eso era algo similar al laberinto del Minotauro!

La energía que destilaba el lugar lo hacía sentir sobrecogido, inquieto, como si el malestar de esa energía se tradujera en la repulsión fisiológica que le estremecía hasta las entrañas.

Sólo tendría que encontrar la entrada.

Mientras más se adentraba en el lugar, la energía en su propio cuerpo oponía resistencia, no a Poseidón, sino a Atenea, a la fuerza cósmica que aún inundaba el lugar, sus brazos empezaban a generar pequeñas descargas eléctricas que eran visibles por el color morado vivo, el fulgor tartárico.

Y entonces… una casualidad sucedió…

—¡Seraphine! ¿Dónde estás? Te voy a encontrar, sabes que no puedes huir de mí —gritó la voz de un niño.

El feroés ocultó al máximo su cosmos, se escondió entre la oscuridad de los pasillos eternos y observó.

El niño con cabellos de nieve, con ojos azules de los hielos eternos… ¡Ese tenía que ser el príncipe, el segundo hijo! Hablaban de su peculiar aspecto, del encanto que decían que tenía, y sí.

Era una obra de arte ese chiquillo.

Algo en él, había algo en él que… era oscuro, indomable, lo podía sentir, casi lo podía oler, reconocía a los seres que como él, estaban entre los dos mundos, a los seres que tendían a la oscuridad, y que Hades lo asistiera, ese niño tenía algo dentro, tenía fuerza dormida y su espíritu era dual.

—¡Aquí estoy! —Contestó a gritos la otra niña, poco mayor que el primero, hermosa también, con los cabellos pálidos como los de su hermano, sin embargo con un ligero tono más oscuro, ojos azules igualmente más oscuros.

"Seraphine, la heredera del reino, y el otro debe ser Unity" pensó.

La niña, al contrario que su hermano, era bondad absoluta.

—Que asco —susurró Rhadamanthys, incluso torciendo los labios—, estamos de suerte, no cabe duda.

—¡Voy por ti, hermana, escóndete bien! —Contestó entre risas el príncipe de Bluegard.

Rhadamanthys apoyó una rodilla en el piso, palmeó silenciosamente la tierra(3) y habló, algo ininteligible en griego antiguo a manera de tributo a su señor temido.

Siguió de cerca a la niña, a Seraphine, ella se había adelantado mucho más que su hermano en la profundidad del recinto, caminó como guiada en medio de la oscuridad hacia el lugar… el lugar donde estaba una puerta rara, de madera, tallada con lo que parecía un alfabeto rúnico, ese que ya casi todos habían olvidado.

¡Esa tenía que ser!

La niña tocó la madera, con sus dedos delgados acarició las letras… y luego, como por arte de magia las letras se encendieron, un estallido de energía que se incrustó en las manos blanquísimas de ella… luego perdió la conciencia y cayó al piso.

—¡Seraphine! —Gimió el más joven, corrió hacia el cuerpo de ella, y acarició su mejilla— ¿Estás bien? ¿Qué pasó…?

—Se desvaneció porque tocó algo que no le pertenece —susurró Rhadamanthys, oculto entre sombras, él mismo se había mimetizado entre la oscuridad de los pasillos, por lo tanto, Unity no podía verlo, distinguía una sombra y unos ojos brillantes como el oro fundido, pero nada más.

—¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Quién eres?

—Ella no es la indicada, pero tú sí —contestó con su voz profunda.

—No entiendo —farfulló el niño observando a su hermana.

—Ahora no lo entiendes, pero lo harás…

—¿Eres… Fobos…? ¡Muéstrate!

—No puedes darme órdenes, pero… te puedo decir algo, Unity —mencionó con una breve risa—, quizás más adelante podamos hablar, puedo ayudarte con muchas cosas, cosas que ella no podrá hacer y que llevarán a la ruina del reino.

—¡Claro que no! Ella será una gran reina —balbuceó, tal vez no tan convencido.

—No, y tú lo sabes, igual que tu padre García, ella también será una esclava más de los griegos, del Santuario del que son vasallos.

—Eso es mentira, el Santuario y Bluegard siempre han estado juntos…

—Sabes que no es así, los han olvidado, ¿o acaso me equivoco? ¿Ellos han estado aquí mientras ustedes padecen?

El niño enfurruñado bajó la mirada, no supo que contestar a eso, algo en lo más profundo de sí le decía que era verdad, que estaban solos y que siempre lo estuvieron.

—¡No es verdad! El señor Krest y mi padre…

—Tú podrías cambiar la historia, tú podrías salvar Bluegard, recuerda mis palabras, príncipe: lo que está tras esa puerta, te pertenece, a ti y sólo a ti… es tuyo…

—¿Qué… cosa?

—Te buscaré, Unity…

Había encontrado dos cosas en esa pequeña huida: la entrada de Atlantis, y al eslabón débil de la cadena… estaba seguro de ello, tan seguro como que podía sentir entre los dedos la capacidad de esta vez sí, equilibrar la guerra.

Su plan daría resultado.

Unity Stanislav Alkaev, así se llamaba el príncipe de Bluegard, la joya del rey, ahora era un niño, pero ese niño crecería, y sería la condena de los suyos, y también del Santuario de Atenea, de eso se encargaría él. Por ahora bastaba con lo que había obtenido, vigilaría muy de cerca a ese niño, a su presa… porque eso sería: su presa.

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—Dime tu nombre… —le imploró una vez más él, mientras sus manos se debatían entre tocar o no tocar.

Paris, pese a que hasta entonces había aguantado estoico frente a sus compañeros, ante su acoso, sus palabras obscenas y en general cualquier cosa que bastaba catalogar como ofensiva hacia sus votos realizados, trataba de debatirse entre lo que sentía, lo que pensaba y lo que tenía que hacer como guerrero.

Pero todo ello daba al traste, y lo dio desde exactamente veintitrés días atrás, cuando su curiosidad malsana le llevó a adentrarse a Géminis y tratar de descubrir el secreto que ocultaban esas columnas.

Y ella, ella sólo estaba jugando, como quien juega a los dados esperando tener la suerte del número mayor.

Estaba de pie, delante de él, tocando con una de sus piernas la de su compañero, un roce apenas, lo suficiente para ser provocador, no llevaba la máscara puesta, porque había encontrado que sí tenía la confianza con él, de no traerla puesta.

—Sigues con lo mismo, por eso y no otra cosa es que te mantienes virgen, ¿verdad? ¿Quién en su sano juicio se enredaría contigo, Paris? Tan guapo… pero tan fastidioso…

—Yo te dije que no me iba a rendir… —se disculpó tocando con liviandad la rodilla de ella con uno de sus dedos, como que no queriendo la cosa.

Sólo ese toque, esa mustia caricia bastó para que el corazón se le agitara. Ella sintió como se le erizó la piel con su tacto frío, frío como si un pedazo de hielo le tocara brevemente.

—Ya sé —dijo ella divertida—, te daré algo más…

—¿Algo más…?

—Sí —se burló y luego se agachó hasta estar a su altura, a distancia mínima que ni siquiera era decente, a escasos centímetros que le permitían observar a detalle sus pupilas grises, y muy al fondo, pequeñas manchitas que a ella le parecían verdes, o tal vez se equivocaba.

—Te irás a la batalla, y yo… me quedaré aquí… dime tu nombre —balbuceó.

No contestó más, besó esos labios fríos, como muertos, pero que al tacto de ella, de su propia boca y de su lengua tibia, poco a poco parecían entibiarse, parecían abandonar el frío que los había condenado a la muerte, como todos los guerreros de los hielos que perdían la temperatura corporal normal… con bastante claridad se dio cuenta de que si bien eran fríos como hielo, existía aún la posibilidad de generar calor.

Paris se sintió profundamente conmovido… y aterrado… porque nunca, nunca, hasta ese momento, había besado a alguien… y no sabía que sentir al respecto, ni cómo reaccionar, por su mente, pasó el breve atisbo de Krest gritándole cuando era un adolescente, diciéndole que la lascivia era la madre del fracaso y el deshonor, que mirar a las mujeres o peor aún, a los hombres, no le llevarían a nada… que codiciar lo que no podía tener, le llevaría a la perdición.

"Al diablo", fue su pensamiento.

Tiró un poco de ella para sentarla sobre sus piernas. Torpe, inexperto, sin saber de bien a bien qué hacer, simplemente decidió dejar que la cosas pasaran y que… avanzaran a donde tuviesen que avanzar.

La mano de ella, que tomó la suya y la llevó hacia uno de sus senos, para que tocara por encima de la tela, no hizo más que lanzarlo a un precipicio al que muy gustoso se estaba arrojando en ese momento.

La carne de ella era suave, caliente, ese montículo entre sus dedos parecía tomar vida. Parecía ser el alfa y el omega en su vida, que hasta entonces, le parecía una vida ignorante.

¿Por qué… eso tenía que ser algo malo, si se sentía tan bien?

—Thäis… —le susurró ella contra sus labios, agitada por el tacto ingenuo de su compañero.

Los ojos de él contemplaron a la mujer, su rostro inmaculado, sus ojos profundos, abrió los labios para decir algo, pero ella se lo impidió, recargó la frente contra los labios de él, como diciéndole que no la jodiera con algún comentario, que no dijera nada.

—Me gusta que ya no seas una extraña, Thäis…

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La labor de parto había comenzado por la mañana, el dolor que le hizo doblarse y caer de rodillas fue tan intenso, que casi sintió que la estaban partiendo en dos, Arkhes, la sacerdotisa que lideraba a las Pitias, tomó su mano y le ayudó a incorporarse.

Un mes atrás ella había estado acompañándolos, previendo que el alumbramiento no sería nada fácil, y ayudando a Ilias con los respectivos rituales que llevaba a cabo llamando a la Fuerza de la Naturaleza.

—Es hora, Aspasia, esto no será fácil —dijo la joven rubia a la anterior Arconte de Géminis.

—Lo sé, lo sé… ¡Dioses! —Gimió sosteniéndose el abultado vientre, y nuevamente sintiendo que desde dentro, la atravesaban mil cuchillos.

—¡Ve por Ilias! —Ordenó la Sacerdotisa a una de las jóvenes pitias que le acompañaban.

Aquello se prolongó horas, hasta que el sol había caído ya y la oscuridad empezó a devorarlo todo; Aspasia estaba agotada, el bebé parecía quererla reventar por dentro y brotar del vientre, por más que se esforzaron lo indecible Arkhes y la comadrona experimentada que le acompañaba, no lograban que Aspasia expulsara al niño.

Ilias se mantenía hablando con la Tierra, con el viento, suplicando a todo el Panteón Griego por la vida de ella.

Aspasia estaba agotada, había momentos en los que sentía que perdía el conocimiento en medio del dolor y el sudor que perlaba todo su cuerpo, y lo único que rogaba, era por no morir sin ver a su hijo.

Las pitias iniciaron el rito de Ilitía(4) con las antorchas encendidas en la semi oscuridad de aquella cueva sagrada dónde habían preparado el parto, libaron, cantaron y rogaron la asistencia necesaria, trataban de sacar de la oscuridad al niño y llevarlo a la luz.

La estrella de Géminis, la más brillante, Pólux, empezaba a titilar, como si de un momento a otro fuese a apagarse del todo.

Hubo una explosión cósmica, pequeña, no tan fuerte como la del fragor de la batalla, una explosión gentil, el fulgor de la misma había detenido el viento, el sonido, todo parecía detenido, lo único que interrumpió ese punto ciego, fue el grito de Aspasia, luego un suspiro… después el viento volvió a soplar, las aves nocturnas volvieron a ulular.

El llanto del bebé fue en aumento hasta convertirse en auténticos gritos, haciéndoles ver a todos que tenía buenos pulmones, lo acercaron a ella, agotada, moribunda, perdiendo sangre a una velocidad espantosa.

—Attis… —le dijo al pequeño, acariciando su rostro— Attis Liberopoulos —confirmó.

La estrella Pólux dejó de brillar… se apagó en el firmamento.

Arkhes salió del lugar con el pequeño en brazos, envuelto en una humilde manta, no paraba de llorar, probablemente sabía que su madre ya no estaba más en ese mundo, y que en adelante, él tendría que salir avante por sí mismo, lo cual no dudaba, la fuerza de aquel niño nacido en Regulus, en Leo, era descomunal.

La sacerdotisa observó a Ilias y negó con la cabeza, le entregó al niño.

—Oremos al señor del Inframundo, que la reciba con gloria —dijo ella.

Ilias se abrazó al pequeño y lloró en silencio oculto entre el calor del niño y el recuerdo de aquella mujer a la que amó más allá de lo confesable… se sintió morir con ella, casi sintió que esa misma noche había comenzado a enfermar… de tristeza… de dolor… de rabia…

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N. de la A.

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(1)Taxiarca. En la antigua formación militar griega el taxiarca era el comandante de los ejércitos terrestres, subordinado al Strategos. Existían diez taxiarcas, uno por cada pueblo aliado, con el tiempo se llegó a la conclusión de que diez eran demasiados y difíciles de coordinar, por lo cual se establecieron a no más de tres taxiarcas.

(2)Navarco. Rango militar del capitán del navío en algunas polis griegas. Por ejemplo, esta referencia es clara en el caso de Alejandro Magno, quien era el navarco de la flota entera de los macedonios, esto durante el sitio de Tiro. El navarco se encargaría de las estrategias y tácticas.

(3)Culto de Hades. Dentro de los muchos rituales a los dioses, Hades, además de temido, era considerado también un dios de las profundidades de la tierra, por ello es que una manera respetuosa de conseguir su bendición trataba de palmear la tierra y solicitar su venia, ya fuese por motivos funerarios, en aras de una guerra o incluso por cosecha.

(4)Ilitía. Hija de Zeus y Hera, era la diosa a quién se encomendaban para recibir su asistencia en los partos, también guía de las comadronas. Su culto fue ampliamente practicado en Creta. Las antorchas en el camino oscuro, como las cuevas, simbolizan el paso de los no natos por el canal de parto (la oscuridad) hacia la luz (el exterior).