Roger Parslow, eres un necio, fue lo que pensó de Roger Parslow al perder el equilibrio en la embarcación.
Le pareció que la voz interior que profería dicho pensamiento era la de la hermana Penella. La monja era más aficionada a las parábolas con advertencias funestas que a la educación a la vieja usanza, de ahí que Roger le profesara más temor reverencial que miedo. No es que no hubiera aprendido nada de la vara o los pellizcos que retorcían la carne (solían dejarle paralizado en plena pillería, y posteriormente disuadirlo de pensar si quiera en cometerlas), pero con las exhortaciones de la hermana había tomado conciencia a muy temprana edad de los peligros de la temeridad. La enseñanza había resultado ser útil y esclarecedora, y termino encajando en su carácter como una prótesis a un mutilado. La cobardía de la que era una virtud que no estaba alejada del natural instinto animal de ponerse a cubierto ante la amenaza de un peligro. Por eso siempre supo que, de morir prepaturamente, no sería por imprudencia.
Y sin embargo aquí estaba, recibiendo el castigo merecido por haber desoído todas las señales de alarma que habían empezado a sonar con creciente intensidad desde que Lyra lo había convencido para robar un par de carretillas del cobertizo que habían llenado con leños sin cortar hasta que se habían lanzado a lo profundo del estanque con una barca maltrechamente atada con cordel de pesca. No sabía nadar, así que, durante un segundo inasimilable, dedujo que se precipitaba a una muerte segura. Tan solo alcanzó a preguntarse si la hermana Penella rezaría por su alma. A Roger le gustaba pensar que no era un caso perdido.
Por un instante, el mundo se desintegró en un millar de burbujas. El agua gélida entró en sus orificios nasales y el cerebro se le entumeció, pero entonces sus pies tocaron el blando lecho de barro del fondo antes de lo previsto y, al impulsarse hacia la superficie, comprobó con alivio que esta no quedaba muy arriba. El agua le llegaba hasta los hombros.
—Qué cara has puesto —rio Lyra a su lado, salpicándolo.
Roger recibió el agua con pasividad, demasiado descreído de su suerte como para contratacar.
—Has dicho que había dos metros de profundidad —le recordó.
—Oh, Roger, eso es imposible.
Lyra parecía creer que era lícito decir una mentira si esta era demasiado estúpida como para tomarse en serio. A decir verdad, la lista de las mentiras con las que uno podía ser permisivo según ella era desconcertablemente larga para Roger, a quien le habían enseñado en el orfanato que incluso las mentiras piadosas incurrían en pecado venial. Para Lyra, el riesgo de muerte era el añadido indispensable de cualquier aventura que se preciara, lo cual justificaba de alguna manera el mentirle por el bien de la experiencia.
Roger decidió que tendría a bien recordarlo, por más que en su fuero interno supiera que no podría negarse a ninguna de sus descabelladas empresas. Lyra tenía ese efecto. En las casas de misericordia, sucintamente y no sin cierta reserva por parte de la orden que administraba la educación de los internos, les habían explicado los fundamentos de la astronomía. De lo único que se había enterado era que los astros de mayor tamaño como el sol atraían cuerpos celestes más pequeños a su órbita. Lyra parecía adecuarse a esa descripción, con la salvedad de que la había visto engatusar de la misma forma a los adultos y figuras de autoridad.
Sea como fuere, dejarse arrastrar por ella traía sus recompensas. Al cabo de un tiempo, su mente sacaba a la luz los detalles agradables y envolvía los desagradables en una pátina opaca. El agua de sus recuerdos no sería helada, sino de un frescor muy bienvenido en aquel mes de julio, y el hormigueo desagradable de las algas en suspensión y las plantas oxigenantes del fondo fangoso quedaría pasaría a quedarse grabado en su memoria como una sensación novedosa y excitante. Cuando confesó que nunca se había bañado en agua tan sucia, Lyra respondió que no sabía a qué se refería. Lo que para el resto del mundo era sucio, para ella era natural. Dicho esto, la niña dejó el cuerpo muerto desdibujando la superficie musgosa del estanque con sus tirabuzones.
—No hemos atado bien la balsa —observó Roger media hora después, mientras recogía y reunía en un montón dispuesto a orillas del estanque los troncos que flotaban a la deriva.
Dejarlos en un rincón donde nadie se molestara en buscarlos era más prudente que devolverlos al cobertizo y arriesgarse a que lo descubrieran y cuestionaran, como hacían las mujeres que pasaban por el torno de la inclusa a los hijos que no querían o no podían mantener. Colocó el último tocón con especial cuidado, tras distinguir la forma de un rostro atormentado en la corteza. A menudo le ocurría que atribuía cualidades humanas a objetos inanimados.
—El nudo ha fallado, pero aunque no lo hubiera hecho, la barca se hubiera hundido de todas formas —dictaminó Lyra.
A continuación ofreció su evaluación de daños. La madera de conífera que usaban para las brasas no debía tener la densidad idónea para flotar. No había considerado un ensayo previo, por supuesto. Tampoco había tenido en cuenta que la fuerza del empuje de Arquímedes acabaría por volcarlos cuando el agua les llegara a las pantorrillas. Lyra sabía de muchas cosas, pero rara vez se paraba un segundo a sacar provecho de la educación recibida. Transitaba rápidamente de un plan a otro, y todos los dejaba a medias o quedaban abocados al desastre. A medida que pasaban el verano, esta tendencia no había hecho más que agudizarse.
—Algo grande nos espera este verano —aseguró Lyra.
—¿Peligroso? —inquirió Roger con una risa nerviosa.
—¡Claro que sí! De esas aventuras de las que uno no olvida ni aunque quiera. Una aventura que te persiga el resto de la vida.
—¿Has escrito algo últimamente?
Lyra frunció el ceño.
—Solo borradores. Pero quiero esperar un poco. Es mejor disfrutar del proceso, no tener la sensación de estar perdiendo el tiempo.
La gente que escribía tenía unos hábitos muy raros, pensó Roger. ¿Por qué sentían que perdían el tiempo haciendo algo que, en teoría, disfrutaban? Solo esperaba que Lyra le leyera personalmente su gran historia una vez terminada. No sabía leer.
—No me importaría que no pasara nada extraordinario. Me lo paso bien aquí.
—¿No echas de menos a los otros huérfanos?
Roger se encogió de hombros. A día de hoy, un año después de incorporarse al servicio del señor Holloway como pinche de cocina, no podía decir que echara en falta a nadie en particular. Ni si quiera necesitaba hablar de su vida pasada con frecuencia. La mayoría de las ocasiones en las que hablaba del orfanato era porque Lyra sacaba el tema a coalición. Roger se quedó pálido y tieso como un muerto cuando Lyra le contó que había compartido algunas palabras con Tom Riddle en su visita al orfanato meses atrás, y solo había recuperado el color y el aliento cuando esta entró en detalle con los pormenores de su peculiar encuentro.
Aún así, algo en su interior lo empujaba a tenerlo presente de vez en cuando. Era preferible un terror conocido que el olvidado. Aquel día, sin embargo, tumbados hombro con hombro bajo la intensa resolana veraniega, los viejos miedos de antaño parecían evaporarse junto con la humedad de sus ropas.
Permanecieron un buen rato acostados. Las nubes tachonaban el cielo sin llegar a cubrirlo, y Lyra, en uno de sus raros momentos contemplación, se dedicó a identificarlas con formas de animales que Roger desconocía. Donde Lyra distinguía una exótico pájaro de pico curvo, Roger solo veía una persona de nariz aguileña.
A las cuatro de la tarde dieron por concluida su pequeña aventura y retornaron a sus respectivos quehaceres. A Roger lo reclamaban para pelar patatas; Lyra debía atender una visita.
—Mi padre no ha querido decírmelo —respondió Lyra cuando Roger le pregunto por el visitante en cuestión—. Dice que me caerá bien.
Así pues, prosiguieron por caminos separados. Lyra enfiló el sendero pavimentado que conducía a la entrada del caserón solariego y Roger rodeó la elevación oeste para dirigirse a la entrada del servicio. Como de costumbre, caminó con la cabeza ladeada hacía la edificación. Los dos pisos en tonos rosa y azul pastel delimitados por zócalos, molduras y cornisas blancas con líneas onduladas siempre le habían recordado a un inmenso pastel de bodas de dos sabores con salientes de merengue. Aún hoy, acostumbrado a recorrer aquel trayecto todos los días, no había terminado de despojarse de cierta sensación de irrealidad, pero por lo menos ya no creía estar en un sueño que pudiera desvanecerse al menor paso en falso. Al despertar todas las mañanas en su cama, la sentía como propia. Tenía su uniforme de pinche y contaba con un recambio del mismo, al que recurririría una vez se hubiese limpiado los restos de alga reseca del cuerpo en las duchas del servicio, disponibles para su uso a cualquier hora del día. Se dijo que era un afortunado formar parte de un universo ajeno al hospicio. Todo aquello no sustituiría una familia, pero traía una familiaridad que agradecía.
Ed Yeates, el ayudante de cocina, estaba metiendo leña en la caja de combustión. Cuando Roger entró con las dos carretas vacías, lo miró de una forma que daba a entender que sabía lo que había hecho. Era parco en palabras, y todo lo que tuvo que decirle se lo dijo con una bofetada. A Roger le tocó llenar un carro con leña.
A las cinco el sol ya había alcanzado su cenit e iniciaba su lento e imperceptible descenso. La temperatura se había suavizado ligeramente, pero a Roger le parecía que hacía más calor que nunca. La mejilla izquierda ardía con especial intensidad. Sabía que de lo merecía y, con todo, no pudo evitar sentir desconcierto. Había tenido a Ed por una de esas personas taciturnas cuya hosquedad quedaba manifiesta únicamente con gruñidos y mohines.
El bosque había cambiado. La sequía del verano se había llevado parte del sustrato de los árboles. Muchas de las coníferas, rígidas y debilitas, habían terminado cediendo a los embates de una inesperada tormenta seca. En consecuencia, había ramas de pino y encima desperdigadas por doquier que facilitaron su tarea. Estaba tan ensimismado cargando y descargando que tardó en percatarse de que no estaba solo.
Estaba cerca, a unos quince metros de distancia, de pie en una ondulación del terreno que se elevaba sobre un pequeño barranco. Al principio no le concedió la menor importancia. El bibliotecario recibía visitas frecuentes, a cada cual más peculiar. Sin embargo, peculiar no era la palabra que mejor definía a este individuo.
Fuera de lugar.
Parecía sacado de alguna fotografía o pintura antigua de hacía mucho tiempo, aunque Roger no podía precisar la época debido sus escasos conocimientos de historia. Aquellos zapatos de tacón y hebilla no eran los más prácticos para pasear por el bosque, por no hablar esas medias blancas que acabarían sucias y agujereadas. Roger sintió calor de solo ver sus oscuros pantalones anchos cortos y esa especie de chaqueta con hombros redondos y aparatosos. En otro hombre con diferente apostura, aquella extraña indumentaria le habría conferido un porte regio, pero aquel individuo estaba encorvado mirando el horizonte, y Roger pensó que parecía una versión paródica de lo que se suponía que debía ser, como un payaso triste. Advirtió que estaba expectante, como al acecho de algo.
Un repentino ruido de pisadas a sus espaldas lo desconcentró. La visión de la misteriosa figura le produjo cierta inquietud, aunque esta quedaría postergada por otra aparición repentina. El miedo que le inspiró esta segunda figura, más menuda, no echaba raíces en un pasado remoto que le era desconocido, sino en la familiaridad de un pasado reciente que deseaba olvidar.
—Roger Parslow —saludó Tom Riddle con una sonrisa.
—Tom.
Roger se llevó el manojo de ramas al pecho. En la rápida torpeza de su gesto, algunas de las ramas se le cayeron. Tom sorteó la distancia con largas y alegres zancadas. Su último paso aplastó ruidosamente las ramas caídas bajo sus zapatos.
Tom se adelantó a la pregunta que Roger no era capaz de formular.
—El señor Longslade va a acogerme aquí durante el verano.
Lo anunció con aquella voz sedosa suya, tan diferente del resto de los huérfanos.
–Lyra iba a enseñarme la casa y los terrenos, pero se ha negado sin fingir la más mínima cortesía. ¿Te lo puedes creer? Algunos niños ricos no tienen la buena educación que se les presupone. En fin, no me importa. Ya sabes lo mucho que me gusta explorar.
Volvió a sonreír. No era por una de esas muecas suyas, sino una sonrisa real. La experiencia compartida hacia un años le hacía genuinamente feliz. Roger sintió náuseas.
—Pero me pregunto si su animadversión es instantánea o tiene motivos de peso para odiarme —dijo lentamente, clavando sus ojos negros en Roger con tal intensidad que este apartó la vista—. ¿No sabrás algo al respecto?
Roger no respondió. "Tom" había sido y sería la última palabra que mencionaría ese día.
—Bueno, supongo que con el tiempo cambiará de idea —el tono de Tom daba a entender que no tendría más remedio que hacerlo—. El bibliotecario se ha comprometido conmigo y no puede devolverme como a un regalo de cumpleaños que no gusta a una niña caprichosa que ya tiene un regalo parecido. En fin, voy a proseguir mi exploración. Hasta que nos veamos de nuevo, Roger. Probablemente para la hora de la cena.
Dicho eso, Tom estrechó la mano temblorosa de Roger con tanta fuerza que le arrancó un gemido de dolor.
La carretilla estaba llena, pero Roger decidió esperar hasta que Tom se hubiese alejado lo suficiente volver a la mansión. Estaba tan conmocionado que se había olvidado por completo del hombre misterioso, con el que volvería a encontrarse al cabo de varios días
