Capítulo 10

El camino hacia Versalles estaba desierto, y sólo el trote de los caballos retumbaba en la oscuridad de aquella noche de débil luna y viento frío.

Dentro del carromato que llevaba un cochero conocido de Arno, el silencio también era protagonista, pero en aquella ocasión, de una forma algo incómoda entre el hombre y la asesina española. Ninguno entendía el porqué de la situación, ya que no había ocurrido nada, pero simplemente no tenían de qué conversar.

Lucía ya había escuchado lo que Arno había averiguado por Élise del tal Èmile Dupont cuando la había visto a solas aquella tarde, así que sabrían exactamente a qué casa acudir en su busca dentro del pueblo, incluso a quién poder preguntar si no daban con él. Igualmente, el hombre le había contado escuetamente por qué conocía bien el lugar, ya que había pasado allí su infancia con la familia De La Serre. Escucharlo y verlo hablar sobre el tema, sobre Élise en concreto, había confirmado las sospechas de Lucía sobre que Arno quería a la pelirroja más allá de lo fraternal. Se preguntaba si ella sentiría lo mismo por él.

Finalmente la rubia habló para alejarse de las intrigas amorosas de su compañero, haciendo que este la mirara con una tenue sonrisa.

-Gracias de nuevo por ayudarme de esta forma, Arno. Sé de sobra lo valioso que es el tiempo para perseguir tu causa y llegar a esos hombres.

-No hay de qué. No te preocupes por eso.

-Siento también que te estoy robando el tiempo para estar con Élise. ¿Os habéis reconciliado? –Se atrevió a preguntar, formulando la pregunta con suavidad, escudriñando que él no cambiaba de semblante, continuando serio.

-Bueno, más o menos. En realidad, las cosas han cambiado simplemente, pero no por nuestra discusión del otro día. Es algo más complejo y largo en el tiempo. De todas formas no estamos enfadados ni hay problemas entre nosotros. Me quedo con eso.

La mujer notó el suspiro resignado que exhaló discretamente tras el comentario, y sospechó que la respuesta a su pregunta de antes podría ser negativa, o simplemente aquel destino espinoso había truncado la relación amorosa de ambos, enviándolos por caminos alejados. Lucía volvió a centrarse cuando el asesino comentó que estaban llegando a la casa que buscaban. Un pequeño palacete cercano al palacio, rodeado de casas igualmente ostentosas en la parte más importante del pequeño pueblo de Versalles.

El palpitar desbocado del corazón de Lucía parecía querer delatar su presencia en aquel balcón de la casa de Dupont, mientras esperaba a que Arno regresara de tratar de averiguar qué pasaba dentro para verificar si podrían o no entrar. La mujer se sobresaltó cuando la llegada abrupta del francés desde el tejado la hizo salir de sus cavilaciones.

-Hay una buhardilla con una ventana que podría abrir, pero el problema es que está con su familia y los sirvientes. Entrar y sacarlo sólo a él sin que los demás se enteren será prácticamente imposible. Parece que están todos acostados. Lo mejor será que volvamos mañana, lo sigamos cuando salga de la casa y lo asaltemos en el camino. Lucía, sólo tendrás que esperar unas horas más, puedes hacerlo. –Agregó al ver que ella no estaba muy convencida, pero de otro modo no podría acabar nada bien.

La rubia tuvo que resignarse, y tras una profunda inspiración para calmar su fuero interno, asintió con derrota y siguió los pasos de Arno para descender de la segunda planta del palacete, poniendo rumbo al abandonado y majestuoso palacio de Versalles para pasar la noche.

El trayecto fue silencioso y rápido gracias a la cercanía del lugar, llegando a la entrada principal, descuidada y algo deteriorada tras los disturbios. Arno supo que el interior no estaría mejor, y muy posiblemente encontrarían gente dentro, pero aquel lugar era lo suficientemente grande como para poder pasar desapercibidos, con lo que instó a la chica a que lo siguiera para escalar por el ala este y entrar sin llamar la atención por una de las ventanas rotas de una galería.

Afortunadamente para la pareja de asesinos, sólo se toparon con algún que otro borracho y vagabundo que bien dormía o ignoraba sus presencias, dándolos por gente sin nada como ellos. Ante aquello, anduvieron por la inmensidad de la zona hasta hallar una habitación donde poder quedarse.

La amplísima sala parecía haber sido un gabinete de reunión con una enorme mesa, ahora destrozada, así como la poca decoración de orfebrería y pictórica que quedaba. El polvo y los escombros eran protagonistas en la sala donde aún al menos quedaban cómodas sillas acolchadas.

-Nos quedaremos aquí hasta que amanezca. Podremos dormir juntando sillas de estas. Atrancaré la puerta por si alguien quisiera entrar. –Habló el hombre mientras recogía una puerta rota de armario para usarla con la puerta, observando como la chica se limitó a dejarse caer sobre una de las sillas doradas de la estancia, y perderse en sus pensamientos.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero sin duda horas, horas en las que Lucía no había conseguido pegar ojo, y en las cuales su frustración y rabia habían ido aumentando. A poca distancia se encontraba el que podía resolver sus dudas, el que había destrozado su vida y la de su madre para siempre. No podía esperar más.

La mujer se levantó despacio de las sillas que ejercían de cama, observando que Arno estaba dormido en el suelo, sobre parte del relleno que había arrancado de aquellos artículos lujosos. La joven se acercó muy lentamente hasta él, y sacó del bolsillo interno de su capa, con la que se cubría, una de sus ganzúas. Automáticamente después se alejó con el mismo sigilo, desbloqueando la puerta para correr lejos del palacio en busca de respuestas.

Lucía corrió en la negrura de la noche sin detenerse, eufórica por la adrenalina, llegando a su objetivo en tiempo récord. Sin pensarlo escaló la fachada trasera del edificio hasta llegar al tejado, buscando la ventana que Arno había dicho que existía.

Tras unos minutos de forcejeo, la mujer consiguió abrir la ventana e introducirse dentro de la buhardilla, donde sólo encontró muebles y libros. Con mucho cuidado caminó en busca de la escalera de salida, tanteando dónde pisaba en la oscuridad para no caer, descendiendo cuando las encontró.

Con sorpresa encontró que una tenue luz de vela salía de un cuarto a otro extremo de aquel largo pasillo que encontró, con lo que se dirigió allí, asomándose por la rendija de la puerta entornada, vislumbrando un par de niños durmiendo en sus camas. Los hijos de Dupont. Lucía entonces giró sobre sus talones y buscó el dormitorio del matrimonio, que debía hallarse en la misma planta.

Al fin llegó a la acertada tras un par de fallos, y domando el frenético palpitar de su corazón, se adentró en la oscuridad del cuarto mientras sacaba un cuchillo de su cinturón. Gracias a la tenue luz que alumbra el pasillo de la vivienda, pudo discernir los cuerpos en la cama y acercarse por el lado que ocupaba el hombre.

La joven posó lentamente el cuchillo en su garganta, y pasó a susurrar su apellido hasta que vio que despertaba con letargo. Entonces le tapó la boca abruptamente y habló en un murmullo amenazante.

-No se te ocurra gritar, Dupont. Sal de la cama despacio, sin que tu mujer se despierte, o moriréis ambos.

El hombre trató de tranquilizarse y hacer lo que le pedía, siguiéndola hasta el pasillo, dónde lo empujaba Lucía con el cuchillo aún en el cuello, conduciéndolo hasta el despacho que había descubierto al final del corredor. Una vez dentro cerró la puerta y echó el cerrojo a la misma, volviendo veloz hacia el hombre, aunque no podía verlo por la oscuridad.

-Tendrás velas por aquí. Así que dime dónde y no hagas tonterías, porque te prometo que no me gustan.

-En el escritorio hay un candelabro preparado. El encendedor está justo al lado.

Lucía le obligó a seguirla, y le instó a encender una de las velas, pera después separarlo de la mesa y quedar en el centro de la sala. Por primera vez pudo observar al que creía su padre, compungiéndose al comprobar que era rubio, de ojos claros azules, y un rostro afilado, aunque la edad había hecho que perdiera parte de su angulosidad.

-¿Quién eres y qué quieres? –Preguntó él con rabia, escudriñando el rostro de la chica. Ninguno parecía tener miedo, sólo ira. Lucía fue a bocajarro, queriendo de una buena vez acabar con las dudas que acribillaban su cabeza.

-Mi nombre es Lucía Ripoll. Soy una asesina española, templario. Y tú eres mi padre.

-¿Qué? ¿De qué coño me hablas?

Lucía no le dio importancia a que él no supiera de qué le hablaba o no lo creyera, estaba demasiado enfadada, con lo que simplemente apretó más el cuchillo contra su carne y susurró con desprecio y brusquedad, controlándose para no alzar la voz.

-Tú fuiste junto con otros hombres a España hace veinte años, te desviaste de la comitiva al regresar y fuiste a mi aldea, Aísa. ¿Qué pasó con los documentos de los reaccionarios del Temple? ¿Se los diste a mi madre? ¡¿Acaso la quisiste, o sólo fue un daño colateral!?

El hombre la miraba sin comprender, pero no pudo decir nada cuando alguien llamó suavemente a la puerta, haciendo que ambos se tensaran al instante al oír el susurro de la mujer del templario.