Capítulo 11

-Èmile, ¿qué haces?

El susurro de la mujer del templario hizo que ambos mirasen a la puerta instintivamente, y pronto Lucía reaccionó, hablando muy bajo para que sólo el hombre escuchara.

-Invéntate lo que sea, pero que se largue a la cama y no moleste.

-Todo está bien, Marie. Olvidé algo importante que tengo que escribir. Vuelve a la cama, por favor.

Ambos escucharon el monosílabo de la mujer y sus pisadas alejarse a continuación, pero hasta que todo no quedó en silencio, Lucía no habló de nuevo, igual de enfadada.

-Contéstame a las preguntas. Quiero saber por qué mataron a mi madre años después de ese maldito viaje que hicisteis a España.

-No sé quién era tu madre, ni sé nada de ese viaje a ningún lugar llamado Aísa. He sabido de esos papeles y de la lucha dentro del Temple hace poco, desde que mataron al Gran Maestre y Germain ocupó su lugar.

-No me mientas. Sé que fuiste a España. –Amenazó ella, clavando más el arma, hasta que comenzó a cortar la piel del hombre, quién respondió con la misma ira, harto de aquello que no entendía.

-¡Digo la verdad, asesina! Sí, fui a ese viaje a ver al rey de aquel entonces, pero yo volví directo. De los que fuimos, sólo dos se quedaron allí, pero no sé qué hicieron ni si tenían esos papeles.

-¡Y quiénes eran, maldita sea! –Habló con desesperación Lucía.

-Me temo que ambos dos están muertos, asesina. Uno se llamaba Louis Contamine, y el otro fue François De La Serre. No sé nada más, esa es la verdad, te guste o no.

-Èmile, ¿Con quién hablas? ¡Sé qué hay una mujer dentro, abre!

La pareja se sorprendió ante la voz enfadada de la esposa, y Èmile aprovechó el segundo de despiste para luchar contra la española, tratando de arrebatarle el cuchillo mientras gritaba alertando a su mujer de la intrusa.

Lucía consiguió que no cogiera el arma, pero esta cayó al suelo entre la pelea, y ambos lucharon cuerpo a cuerpo por reducir al adversario mientras al otro lado de la puerta empezaba a escucharse el barullo de todos despertarse, y correr entre gritos de miedo.

El templario consiguió devolverle un par de golpes a la rubia, aprovechando para correr hacia su escritorio, en busca de la pistola que escondía. Lucía dio gracias porque no estuviera preparara para disparar, y sin pensarlo se lanzó hacia la ventana, escabulléndose ágilmente mientras el primer tiro impactaba en el marco justo cuando logró salir de allí.

Con toda la velocidad de la que era capaz, la mujer descendió por la fachada frontal, atisbando de reojo como Dupont se asomaba para disparar de nuevo, haciendo que la chica optara por dejarse caer antes de tiempo para no recibir un disparo.

La caída fue dolorosa, y al no hacerla correctamente, resbaló y cayó sobre su costado y brazo izquierdo. No obstante, no tuvo más remedio que levantarse y correr, aguantando el dolor para salvar la vida. Tan sólo unos metros después chocó contra Arno, quien la sujetó de los brazos para mirarla, hablando con un deje de enfado.

-¿¡Qué has hecho!?

-¡Vámonos antes de que vengan los guardias! –Gritó deshaciéndose del agarre con brusquedad, corriendo tras el hombre para ocultarse lejos de allí.

Arno puso rumbo hacia la salida del pueblo, adentrándose en el bosque que quedaba junto al palacio de Versalles, deteniéndose cuando se hubieron adentrado lo suficiente entre la espesura de los árboles, y la oscuridad los ocultaba. Sin dudarlo, el francés encaró a la chica y habló con enfado.

-¡Te dije que esperaras hasta mañana! ¡Casi te matan!

-¡Siento si he sido incapaz de esperar a saber qué coño pasó con mi madre y resolver lo que lleva atormentándome años! Bueno, en realidad no lo siento, y más sabiendo que tu querida hermanastra nos la está jugando.

-¿Qué tiene que ver esto con Élise? –Preguntó confuso, observando que ella sonreía irónica.

-Mucho, teniendo en cuenta que me ha engañado. Ese tío no es mi padre, y aunque sí fue a España en ese entonces, no fue a mi aldea, ni sabía siquiera que alguien fue con esos malditos papeles.

-¿Y tú le crees? ¿Por qué iba a mentirte, Élise? Está de nuestro lado.

-¡Eso es lo que tú crees, Arno, porque estás enamorado de ella, completamente cegado, pero es una maldita templaria! François De La Serre fue a esa misión, él y un tal Louis Contamine, quien también está muerto. ¿Crees en serio que tu hermanastra no sabe nada de eso? Evidentemente oculta algo, y voy a descubrir el qué.

-¡Lucía, espera! –Gritó Arno cuando vio que se alejaba rauda, llena de rabia. El hombre tuvo que correr para detenerla, agarrándola del hombro, y después de ser repelido con violencia, sujetarla de los brazos. –Tranquilízate. Si ese tipo decía la verdad, lo sabremos. Hablaremos con Élise. Puede que no supiera nada, no tiene motivos para no querer decirte la verdad.

-¿Y si fuera que sí? Crees conocerla muy bien, pero puede que no sea verdad.

-La conozco bien, confío en ella totalmente. –Respondió sin ápice de humor, sin gustarle sus insinuaciones, ni que le hiciera dudar.

-Ese amor incondicional tuyo acabará pasándote factura, porque créeme cuando te digo que la gente no cambia. Y al igual que el que es asesino siempre lo es, el que es un maldito templario, siempre seguirá siéndolo. Vuelvo a París.

Lucía se deshizo del agarre del asesino y se alejó del lugar sin saber a dónde ir en realidad, sabiendo que no podría ir al pueblo a buscar quién la llevara hasta la mañana, pero necesitaba estar sola y llorar para rebajar su frustración y odio cuando de nuevo, las cosas le salían mal.

Arno entró en las caballerizas, ahora desiertas y abandonadas tras la revolución, como el resto de estancias, y encontró allí sentada en el suelo a Lucía, apoyada contra la pared en completo silencio. No lloraba ya, pero sus ojos delataban que lo había hecho.

-Por fin te encuentro. He recorrido casi todos los jardines de palacio. –Comentó el francés intentando sonar despreocupado, a pesar de la incomodidad que sentía. Ella no lo miró, pero respondió serena.

-Te dije que me volvía a París. ¿Cómo me has encontrado? Este sitio es enorme.

-Bueno, teniendo en cuenta que no podrías encontrar a ningún cochero en medio de la madrugada, y hace un frío horrible para quedarse fuera, el único sitio solitario que se me ha ocurrido era este. En un par de horas amanecerá y podremos irnos.

La rubia observó de soslayo como él se sentaba a su lado, en silencio, actuando normal tras lo que había pasado, y eso hizo que se sintiera fatal, obligándola a hablar en un susurro avergonzado.

-Siento haberme puesto así antes, me he comportado como una niñata. Y siento haberte atacado con tu vida amorosa, que obviamente no me incumbe. Ha sido un golpe bajo. Está claro que conoces a Élise, y que soy yo quien no tiene ni idea; cada vez que pienso tener algo, todo vuelve a irse a la mierda.

El francés ocultó la sorpresa de aquel adjetivo que ella usó. Estaba claro que era evidente que la amaba, y que desde fuera se notaba.

-Volveremos a encontrar algo. No puedes rendirte ahora. –Comentó al volver a centrarse, mirándola para que ella girara el rostro y posara sus ojos vidriosos en los de él, mostrando su abatimiento.

-Lo sé, pero a veces me pregunto si todo esto no será en vano, si realmente seré capaz de llegar a la verdad de una puta vez. Y si ocurre, ¿quién me garantiza que todo acabará? En realidad, no sé si la verdad va a ayudarme a sentirme mejor.

Arno apretó los labios sin saber qué decir, sintiendo igualmente aquella frustración de la que hablaba, y que el asesinato de su padre le había impreso para siempre en la piel.

Contempló como la joven comenzaba a llorar de nuevo, sin emitir sonidos, pero de una forma intensa a causa de su tristeza.

-Lo siento, Arno. –Susurró tras unos instantes ella, sin matizar el por qué, alejando la vista de él después, a causa de la vergüenza.

El asesino le devolvió el suave murmullo para que no se preocupase, pasando después a posar una mano en su espalda, frotándola con cariño. Ella finalmente acabó por romperse, sin poder retener el llanto, y dejó caer la cabeza sobre su hombro, acto seguido.

Arno se lo pensó unos instantes en los cuales la incomodidad lo azotó, pero finalmente la abrazó, rodeándola con su brazo en mitad del silencio, entendiendo que ella necesitaba desahogarse para poder volver a empezar con fuerzas su tarea. Lo que no esperaba era que Lucía después de unos segundos se girará para poder abrazarse a él, rodeándolo a la altura del cuello.

El francés no pudo sino corresponderla ante la tristeza de la escena, envolviéndola con cariño entre sus brazos sin mediar palabra.

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