Capítulo 24

Arno se asustó al entrar en su casa y ver a Élise sentada en el sofá del salón, pero la pelirroja ni se inmutó, girando el rostro levemente al verlo, hablando sin mucho afán.

-No estabas cuando llegué hace una hora, así que entré por mis medios. Lo siento.

-Está bien. Debía ir a ver a alguien esta mañana sobre lo del asesinato de Mirabeau. Creo que ha sido alguien de mi orden.

-Siento escuchar eso. La traición siempre es difícil de asimilar, y últimamente parece ser lo único sembrado. Recibí tu carta. -Añadió cambiando de tema, manteniendo la misma actitud fría y apagada que preocupó a Arno. El hombre se sentó a su lado tras deshacerse de la capa y sus armas.

-En realidad no conseguimos casi nada de esa mujer. Lo único que sacamos en claro es que pretendían darle a él los papeles en España, donde vivía tras haber abandonado el Temple hacía años. No sabemos quién era el hombre, el padre de Lucía, ¿tú has…

-Fue mi padre. -Soltó de golpe sin cambiar de tono, haciendo que el hombre se girara veloz, exclamando un qué. -No obtuve respuestas en Versalles, nada, hasta que encontré esto en un sitio privado de mi padre; es un diario.

La mujer se lo entregó tras sacarlo de un zurrón que la acompañaba, dejando que Arno descubriera por sí mismo todo. El asesino lo tomó con duda, pero pronto empezó a leer con ganas, sorprendiéndose enormemente por el directo contenido nada más comenzar.

"No me molestaré en enviar más cartas de disculpa, he comprendido el egoísmo que en ellas habitaban, a pesar de creer que eso sería bueno para ti. Pero en realidad, como todo esto que escribo, es para desahogar mi alma y sentirme algo mejor.

Sé que me odias, que habrás quemado mis cartas recibidas durante este tiempo. Tienes razón, soy un traidor y un mentiroso, y créeme cuando te digo que yo mismo siento lo mismo hacia mi persona.

Nunca te conté que tenía una familia en París, y que pasara lo que pasara, no renunciaría a ella, porque, aunque no lo creas, amo a mi esposa y a mi hija más que a nada. Pero también te amé a ti, Amelia, eso no estaba en mis planes, ni dejarte eso malditos papeles que tu generosamente me ayudaste a esconder. Me asusté al enamorarme de ti, pero al regresar a Francia entendí que no era justo ni para ti, ni para mi familia que siguiera en contacto contigo. No puedo darte lo que necesitas y mereces, y no quiero poner en peligro tu vida. Espero que pronto llegue aquel al que mandé recoger los documentos, que te diga que no se supo nada de mí, y lo creas tras dejar de recibir misivas a mi nombre.

Mi castigo durará eternamente por partida doble, ese es el consuelo que debe quedarte. Ahora seré incapaz de mirar a mi esposa a la cara con orgullo, porque no tengo el valor de contarle lo que ocurrió entre nosotros; quizá algún día lo consiga, y pase lo que pase, abrazaré la decisión que ella tome respecto a mí.

Como otras tantas veces, y las que quedan por venir, lo siento.

François. 1771."

Arno continuó leyendo las cartas que De La Serre había escrito para sí mismo, aliviando su alma herida por lo que había pasado años atrás, encontrando los detalles que necesitaban para terminar de encajar el puzle. Observó que tras un par más de diario íntimo, el hombre había escrito unas palabras extrañas en una hoja, pero obvió aquello para volverse hacia Élise, abandonando el cuaderno.

-Lo siento, Élise. -Fue lo único capaz de decir, observándola con la mirada fija en la pared.

-¿Lo sabría mi madre? No noté que su actitud respecto a él cambiara. Eso no me parece posible conociéndola.

Arno pensó en sus palabras unos instantes, a pesar de que sabía que aquello tenía más de retórico que de pregunta normal. No obstante, se vio en la obligación de tratar de consolarla.

-Teniendo en cuenta las fechas, yo creo que no se lo contó, puesto que coincide con el comienzo de su enfermedad.

-Además de traidor fue un cobarde. -Sentenció rápido la pelirroja, comenzando a mostrar enfado. Todas esas palabras que decía, esas disertaciones sobre el valor, la verdad… todo era una mentira.

-Eso tampoco es así, Élise; lo sabes. Sabes cómo es el amor, no puedes controlar lo que sientes. No conocemos cómo sucedió todo, y sabes que era un hombre leal. Has leído cómo lo atormentó…

-Me voy -agregó, cortándolo, levantándose del sofá. -Estaré en París. Quédate eso y dáselo a Lucía.

El asesino no dijo nada, observándola abandonar el lugar con rapidez. Necesitaba asimilar aquello en soledad.

Arno suspiró y tomó la libreta de nuevo, revisando por encima sus pasajes, para después levantarse y dirigirse a la salida tras coger su capa. Debía mostrarle aquello a Lucía.


Arno se plantó ante la puerta del cuarto de Lucia, tras que Charlotte le dijera que se hallaba allí sola. Tras inspirar y guardarse aquella incomodidad que sentía, llamó a la puerta.

En cuanto la joven abrió, pudo encontrar la misma vergüenza en su mirada ante el recuerdo del último encuentro que tuvieron.

-Arno... ¿pasa algo? -Logró decir, fingiendo naturalidad mientras sujetaba la puerta.

-¿Puedo pasar? Hay algo que tienes que ver.

-Claro, adelante.

Lucía se quitó del medio, dejando que entrara mientras le ofrecía asiento, cosa que él declinó, sacando una libreta.

-¿Qué pasa?

-Es mejor que lo leas tu misma. Lo encontró Élise en su casa de Versalles. Era de François. -Agregó igual de serio, pasándole el cuaderno.

El asesino se mantuvo callado, observando discretamente como el rostro de la chica iba cambiando a medida que leía, pasando por diversas fases, pero finamente parecía que una cólera resignada se antepuso ante el miedo y la tristeza.

-Así que es cierto finalmente. Él es mi padre, y mi madre murió sin tener ni siquiera en su poder esos malditos papeles. La ignoró el resto de su vida y acabaron matándola por su culpa. Todo fue en vano.

-Lo siento mucho. ¿Qué harás ahora? ¿Vas a regresar? -Preguntó con duda, despacio, viendo que ella se abalanzaba veloz a responder.

-De eso nada. Voy a buscar a todo templario relacionado con esos papeles para matarlo. La muerte de mi madre no va a ser en vano, Arno. Si me disculpas, tengo que ir a buscar a Gastón para seguir tras el asesino de Mirabeau. Gracias.

A Dorian no le dio tiempo a decir nada cuando la chica tomó su capa y espada, saliendo del cuarto con un portazo, abandonando al francés en la sala. Ahora tenía dos frentes abiertos de los que ocuparse. La ceguera producida por la venganza nunca traía nada bueno.


Gastón y Lucía caminaban por las calles ya casi desiertas de la ciudad, envuelta en la oscuridad de la noche, avanzando hacia la casa del hombre, en silencio.

Ambos entraron en la estancia principal de la casa, y tras encender una lampara de aceite, el hombre se dirigió a buscar vendas y agua limpia para trabajar sobre la herida que la chica tenía en el cuello, fruto de una pelea contra varios templarios a las afueras de un burdel. Gastón se sentó en el sofá cerca de ella, empezando a limpiar su herida mientras hablaba.

-¿Qué es lo que te pasa esta noche? Estás enfadada y distraída desde que has llegado.

-François De La Serre era mi padre. Élise descubrió un diario que escribía contando su historia cuando fue a España. -Soltó tras unos segundos, manteniéndose fría mientras él continuaba su tarea, sin sorprenderse.

-Vaya, así que ha resultado ser así. Mira el lado positivo, has descubierto parte de lo que querías. Tu venganza está más cerca ahora ¿Cuál es tu siguiente paso?

-Buscar a los culpables del asesinato de mi madre. Tuvo los papeles, pero dejó de hacerlo bastante antes de su muerte, creo. Voy a buscar a todos los que tengan que ver con esa maldita facción.

-¿Por dónde vas a empezar?

-No lo sé. Trabajaré con Arno para averiguarlo.

-¿Otra vez Arno? Está en todas partes. Yo puedo serte más útil, ¿sabes? -Habló tras un suspiro, visiblemente molesto. La joven frunció el ceño, pasando a contestar sin humor.

-Pues básicamente porque conoce a la que ha resultado ser mi hermanastra, y está metido en esto desde el comienzo. Que tú no le soportes no tiene por qué influir en mí.

El hombre paró con la herida, centrando sus ojos en los de ella, ahora desafiantes.

-Influye porque creo que nos estás engañando a los dos, a ti y a mí, querida. Creo que hay más razones que te llaman a acercarte a Dorian. He visto cómo lo miras, ¿crees que no me he dado cuenta? Me dices que yo soy el único, pero no creo que lo pienses de verdad.

-No tengo ni tendré nada con él -sentenció Lucía tras levantar del asiento, cada vez más enfadada por aquella actitud del hombre, quien también se levantó para encararla, apretando la mandíbula. -Creo que quién se está engañando eres tú, Gastón. No soy nada tuyo, y si piensas que porque tengamos algo tengo que dejar de lado al resto del mundo, estás equivocado. Me marcho.

Lucía amagó con girarse, pero él rápidamente la sujetó del brazo para que lo mirara, acercándola más a sí mismo. Su voz mostraba une extraño deje de ansiedad, al igual que el fuego en su mirada.

-Demuéstrame que me equivoco, que estás conmigo por algo más que por olvidarte de él. He visto que le besabas, Lucia. No puedes engañarme ¿Piensas en él también cuando follamos para aguantarlo, o simplemente eres así de sosa?

-No tengo por qué soportar esto.

La rubia se soltó bruscamente del agarre, empujándolo después, pero Leroux la siguió velozmente para volver a retenerla con rudeza.

-Venga, no te cortes y sé sincera, o mejor; demuéstrame que me equivoco. Igual enfadada las cosas cambian.

El francés le abrió la camisa, algo rota, de forma violenta, pasando a besarla con fervor a pesar de que ella se resistió. Lucía al separarse le dio una bofetada sin pensarlo.

Leroux se repuso casi al instante del golpe y la empotró contra la pared más cercana, siguiendo con sus bruscos besos mientras se bajaba el pantalón y trataba de hacer lo mismo con el suyo, para poder penetrarla cuando tuvo la ocasión. El hombre ignoró el dolor de la joven y sus violentos intentos de zafarse de él, soltándola solamente cuando eyaculó.

-Parece ser que tengo razón. -Murmuró entrecortadamente el asesino, vistiéndose de nuevo y saliendo del salón para encerrarse en su dormitorio con un portazo, ignorando a la española, quien quedó de pie intentando retener las lágrimas y mantener su dignidad.