Capítulo 38
Arno no veía el momento de llegar a París después de casi dos semanas fuera, siguiendo aquel hilo sobre la hija de Perriand. Por fin habían conseguido información valiosa, más que eso, vital para continuar por nuevos senderos esperanzadores, con lo que debía hablar con el maestro Quemar.
Élise había decidido partir a Versalles e informar a su poquísima gente de confianza, con lo que volverían a verse tras algo más de tiempo, ya en la ciudad de luz. La prioridad absoluta era que la nueva información no se filtrase, pudiendo llegar a oídos templarios. Qué fácil parecía en la teoría, pero llevarlo a cabo sería mucho más complejo en aquel entramado de traición y desconfianza.
A pesar de toda la tensión y emoción que las novedades habían traído, el asesino se veía envuelto en otra serie de pensamientos totalmente alejados del trabajo. No había podido dejar de pensar en Lucía y su último encuentro, y en que había sido un cobarde al no decir claramente lo que sentía. Pero aquello por fin iba a terminarse. Hablar con Élise le había vuelto a poner en la perspectiva correcta; alargar más aquello era absurdo, pues evidentemente ambos se gustaban. Además, la procrastinación era también peligrosa para la española, quien había revelado que Leroux la tenía bajo coacción, aunque todavía no sabía del todo por qué.
Pensar en aquello, e intuir que podría ser por algo relacionado con él, le hacía sentir culpabilidad y enfado. Ese idiota siempre tenía que estropear todo con su narcisismo y afán de protagonismo, y no pensaba reprimirse si descubría, lo que esperaba, que no fuera cierto.
Al fin entró en la ciudad a lomos de aquel veloz caballo, dirigiéndose hacia la casa de Quemar. A aquellas horas del mediodía podría pillarlo allí, o eso esperaba para no tener que alargar más la situación.
Arno dejó el caballo en manos de uno de los sirvientes de la casa, quien le comunicó que el maestro estaba dentro, almorzando, y no quería ser molestado. El hombre prácticamente calló a mitad de frase al contemplar que el asesino lo ignoraba, adentrándose en la lujosa casa a paso veloz.
Cruzando varias estancias finalmente Arno llegó al comedor, deteniéndose en el umbral de la puerta al ver al hombre a la mesa con su esposa. Ambos callaron al percatarse de su presencia.
-Dorian, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no han anunciado tu entrada? -Preguntó con enfado mientras se ponía en pie.
-Lo siento mucho, maestro. Ha sido mi culpa; pero lo que tengo que contar es muy importante como para esperar, por favor.
-Está bien. Discúlpame, querida. No me esperes y continúa comiendo. Sígueme, Arno. -Agregó con un tono seco y cortante al dirigirse al subordinado, quien se disculpó con la mujer antes de seguirlo fuera de la sala.
Caminaron por un largo pasillo hasta la última puerta del lugar, la cual el hombre pasó a abrir con llave, ofreciéndole entrar el primero. El despacho de Quemar era modesto, repleto de libros por todas las paredes.
El maestro se apoyó en el escritorio, de espaldas a la madera para mirar al joven mientras hablaba con seriedad.
-Sabes que estando expulsado no puedo hablar contigo sobre nada formal, así que no esperes que incumpla las reglas, Dorian, las cosas no están para juegos. Di lo que tengas que decir.
-No pretendo meter a nadie en problemas, de verdad, ni a pedir que me readmitan. He estado en Poissy siguiendo una importante pista. Jean Perriand tenía una hija bastarda con la que tenía estrecha relación. Vive en Poissy, donde también lo hizo con su padre cuando abandonó Marsella después de que fingiera su muerte. La encontré por fin, y me ha dicho que hay una copia de los documentos. Aún podemos desmantelar el ala podrida del Temple y acabar con Germain.
El rostro del maestro cambió por completo, abandonando la desconfianza por una enorme sorpresa, que se manifestó en su rápida verborrea.
-¿Sabes dónde encontrarlos o quién los tiene? ¿Podemos realmente fiarnos de esa mujer?
-Podemos fiarnos de ella, sí. Los templarios destrozaron su vida, y no quiere sino acabar con nuestros mismos enemigos para dejar de esconderse y cumplir la voluntad de su padre. Los documentos los escondió hace muchos años Perriand, pero no le contó dónde para no meterla en líos. No obstante, cree que puede encontrar a alguien que podría saber algo; su hermano, hijo también de Perriand. Se pondrá en contacto conmigo cuando hable con él, ahora está fuera del país.
-Esto es algo muy gordo, sin duda. ¿Quién más lo sabe, Arno?
-La hija de Perriand, Élise De La Serre, usted y yo.
-¿La señorita De La Serre va a decírselo a alguien?
-De momento me ha dicho que sólo a su mano derecha; es quién la cuida desde pequeña, de total confianza.
-Bien, pues intentemos que el secreto se quede entre nosotros de momento. La información es demasiado valiosa para arriesgarnos. Tendré que informar al resto de maestros, pero nadie más de la orden lo sabrá hasta que no sepas qué hacer y con quién contar.
-Es lo mejor desde luego, maestro. No tengo más que decir, así que, no molesto más.
-Arno -agregó Quemar al ver que pretendía marcharse. -Gracias por esto. Has demostrado ser digno de confianza. Quizás podamos reunirnos mañana por la noche en la Sainte Chapel para discutir sobre tu vuelta a la orden.
-Gracias, señor. Allí estaré.
Quemar asintió con una leve sonrisa, contagiado por el gesto del joven, para después verle marchar con un ánimo renovado.
Arno despertó en el sofá de su casa al sentir que llamaban a la puerta. No recordaba haberse quedado dormido, pero enseguida recuperó la orientación al levantarse, recordando que, tras haber puesto en orden ciertos asuntos en la tarde, se había dejado caer allí totalmente exhausto.
El hombre se extrañó al encontrar al otro lado de la puerta a la regente del Café Teatro, quien en seguida desdibujó su sonrisa al entrar en la casa.
-Charlotte, ¿qué pasa? ¿estás bien? -Preguntó mientras le ofrecía sentarse, poniéndose a su lado en el sofá.
-Yo sí, pero estoy aquí por Lucía. Estoy muy preocupada por ella.
-¿Qué le pasa? -Añadió rápido, más que sorprendido por sus palabras. El rostro de la mujer se tornó aún más serio al responder sin guardarse nada.
-Ese hombre, Gastón, está loco. No debería decirte nada, porque es su vida… pero sé que ella no lo hará, y esto ya ha cruzado todos los límites. Está obsesionado, no la deja en paz y se dedica a amenazarla constantemente, llegando a hacerle daño porque…
-Por mí. -Se atrevió a afirmar. Al comprobar la verdad de su teoría en el asentimiento de Charlotte, sintió que el fuego de la rabia lo inundaba.
-No le hagas saber que te lo he contado, por favor. La cosa es que… la noche antes de que te fueras todo se desmadró. El asesino le dio una paliza horrible, Arno; casi la mata. Estuvo toda la semana en la cama, con la cara desfigurada por los golpes y costillas fracturadas. El tipo intentó verla anteayer, pero tengo a alguien vigilando el cuarto desde entonces y le echamos antes de que Lucía pudiera enterarse, pero ya puede moverse sola. Es cuestión de tiempo que lo vea, y tengo miedo por ello.
-No te preocupes, Charlotte. Voy a ocuparme de ese bastardo. Tienes que intentar convencerla de que no lo busque y no salga sola. Puede que él esté esperando para volver a hacerle daño.
-Lo sé, y ella no pretende seguirle el juego; al fin ha entrado en razón. Pero tendrá que ir al escondite de la orden, a las misiones, y se lo encontrará…
-Yo vigilaré a Gastón hasta que mañana por la noche me readmitan en la orden. Haré que lo echen, o lo que sea necesario, pero no volverá a acercarse a ella.
-Confío en ti. Muchas gracias, Arno. Tengo que irme ya, me alegra mucho que estés bien y por aquí de nuevo.
-Gracias, Charlotte, una vez más, por todo, como siempre.
La mujer le sonrió con sinceridad, acercándose a la puerta. Antes de abrirla se giró para mirar al francés, hablando con aquella ternura maternal que le profesaba.
-Dile lo que sientes por ella, Arno. Es lo único que podrá liberarla de su propia cabeza. También te quiere.
Él no dijo nada, contemplando como la castaña lo dejaba solo tras ensanchar su sonrisa. Aquellas palabras resonaron en su interior, haciendo que su corazón se acelerara, a la par que sus pulmones buscaban más aire en una profunda inhalación. Todo el mundo lo había visto tan claro menos él… se sentía estúpido por haber perdido tanto tiempo, y culpable por haber dejado que ella soportara a Leroux en vano, confundiéndola con sus estúpidas palabras teñidas de miedo y confusión. Ahora no podría borrar el daño de Lucía, ni redimirse él mismo por tantos fallos, pero eso no importaba en absoluto.
Aquello acabaría de una vez por todas, lo tenía claro. Mentalmente hizo su juramento, con solemnidad, para después buscar su capa y armas. Una vez listo se dispuso a salir para comenzar con su vigilancia, decidido como nunca antes.
