Capítulo 45

La pareja de asesinos observó desde una discreta posición cómo la hija de Perriand llegaba a su hogar tras el trabajo, resguardándose velozmente del frío de la tarde, ya sumida en la oscuridad de finales del otoño.

Al instante ambos se pusieron en marcha directos hacia su puerta, donde el hombre llamó con firmeza, mientras la rubia se aseguraba de que nadie los miraba.

El rostro de la mujer cambió en cuanto vio al asesino ante ella, pero se forzó a aclararse la garganta y hablar con naturalidad, escondiendo su sorpresa.

-Arno… no te esperaba por aquí tan pronto. ¿Quién es ella?

-Otra asesina. Ha habido algunos cambios de última hora, Ivette. ¿Podemos hablar?

-Está bien. Pasad. -Agregó con duda, vislumbrando el rostro del joven más serio que la última vez.

Todos entraron en el simple salón de la pequeña vivienda, y pronto la dueña de la casa les ofreció asiento a la mesa redonda que presidía la sala. Ivette volvió a tomar la palabra, primeramente, adecentando los mechones oscuros que sobresalían de su recogido medio deshecho.

-Creía que quedamos en que os avisaría cuando volviera mi hermano.

-Eso era antes de descubrir que es un mercenario y lo persigue el temple, para el cual trabajaba, al menos antes. ¿Por qué no dijiste la verdad, Ivette? -Interrogó sin humor Arno, haciendo que la mujer se sintiera más incómoda aún.

-Está bien, lo siento por ocultar información. Pero no he mentido, ¿vale?

-Estamos escuchando. No te dejes nada esta vez, por favor. -Dijo con ironía el hombre. La francesa miró a ambos asesinos antes de empezar su relato tras suspirar.

-Es verdad que mi hermano es templario; mi padre lo introdujo en la orden en cuanto tuvo la edad mínima necesaria, pero pasado el tiempo comenzó a juntarse con la gente equivocada y se peleó con nuestro padre. No sé si llegó a confiarle la copia de los documentos, porque en realidad no tengo mucha relación con él, precisamente porque no es de quedarse mucho en un bando y no me fio. Aunque él prácticamente abandonó la orden por una misión en la que robó mucho dinero, y por eso lo buscan por traidor, no sé si realmente ha dejado de codearse con gente mala de la orden. ¡Yo no quiero tener que ver con ellos, querían matar a mi padre!

Ante la fervorosa añadidura de la mujer repudiando la orden, la pareja se miró unos segundos, trasmitiéndose sus impresiones sin palabras. Lucía habló antes que Arno, fijando sus ojos claros en los de Ivette.

-Es el momento de que elijas bando, porque las cosas van a complicarse de verdad a partir de ahora. Tenemos que encontrar a tu hermano e investigar si de veras sabe algo de esos papeles, que es el único medio que tenemos para desmantelar toda esa podredumbre templaria, y hacer justicia para todos a quienes nos han jodido. ¿De verdad estás con nosotros y vas a colaborar, sin trucos?

-De verdad, lo juro. Esa gente querrá matarme en cuanto averigüen quién soy. -Respondió convencida, haciendo que Lucía asintiera.

-Bien, entonces cuéntanos todo lo que pueda ayudarnos sobre André. Hay que encontrarlo antes que Germain.

Arno asintió sin decir nada, compartiendo una breve mirada con la anfitriona. Ella bajó la mirada y se llevó una mano a la frente, pensando antes de hablar.

-La última vez que estuvo por aquí fue a principios de verano. Hacía bastante tiempo que no regresaba; suele hacerlo porque aquí tiene una casa que mi padre nos dejó en secreto, aunque sólo la usa él. No me dijo nada acerca de lo que le traía de vuelta a Poissy, pero estaba claro que buscaba algo. Y ahora que lo pienso, tenía que ver con nuestro padre… me preguntó si había estado allí, si había cogido cosas. Al preguntarle qué buscaba, rectificó y dijo que nada, que había visto las cosas desordenadas, pero seguramente era despiste suyo.

-¿Podría haber tenido los papeles y que se los robaran? -Preguntó Arno al instante.

-No lo creo… los hubiera utilizado entonces sin demorarse. Quizás encontró alguna pista de mi padre sobre dónde colocó las copias. No sé nada más, de verdad.

-Lo que está claro es que está relacionado con Perriand, y eso tiene que ser importante, más sabiendo que se lo han quitado.

-O quizás no le hayan robado -intervino la española, barruntando en un murmullo-; igual se enteró de que lo que buscaba podría estar allí, y contenía información que le interesaba.

-Sí, también podría ser, claro. ¿No sabes dónde se fue? -Arno dirigió la mirada de nuevo a Ivette.

-No… ni siquiera se despidió cuando se marchó. Estuvo un par de semanas y de repente se esfumó. Lo único que puedo ofreceros es registrar la casa, por si hubiera dejado algo que os interese y os ofrezca la oportunidad de hallarlo.

-Sí, eso sería de ayuda. También necesitamos que intentes pensar en gente con quien se relacione por aquí, lugares que frecuentara… lo que sea.

-Haré una lista de todo lo que pueda ser útil. Dadme el día de mañana y os la entregaré al siguiente. -Contestó al castaño, levantándose después para dirigirse hacia un armario de la sala. -Estas son las llaves de la casa. Es una cabaña a las afueras, no muy adentrada en el bosque. Llegareis bien por la salida este.

La mujer posó la gruesa llave de metal oscuro en la mesa, delante del asesino, quien dio las gracias antes de guardarlas en un bolsillo de su capa azul.

La pareja se puso en pie poco tiempo después de aquello, dando a entender que su visita había concluido, no sin antes advertir nuevamente a la hija del templario del peligro que se cernía cada vez con más seguridad. Ivette lo asimiló a la perfección, y tal como lo reflejaron sus facciones rígidas por el temor, los asesinos entendieron que había llegado el momento real en el que podían fiarse de ella.

Al salir a la calle volvieron a encapucharse para protegerse de la gélida brisa que circulaba por la ciudad, caminando a paso raudo hacia su hospedería por las casi desiertas avenidas, invadidas sólo por el rumor de las tabernas y prostíbulos que pasaban de largo de vez en cuando.

Lucía se distrajo de sus cavilaciones cuando escuchó a Arno hablar.

-Podemos acércanos a esa cabaña mañana por la mañana. Seguro que el hombre que trae la leña al hostal nos acercaría en su carro por unas monedas. ¿Qué te parece?

-Sí, seguro que acepta, y vamos a necesitar buena luz para investigar ese sitio. ¿Se acabó entonces por esta noche, nos vamos a descansar?

-Bueno, también podemos hacer otras cosas en la habitación. -Comentó divertido el hombre, mirándola con una sonrisa que ella le devolvió mientras intentaba no sonrojarse estúpidamente.

La española apartó la mirada, a la par que le susurraba que no tenía remedio, centrándose en la taberna bulliciosa que se encontraba al otro lado de la calle y ya conocían, puesto que era en la cual habían hecho su primera misión. No obstante, entre la multitud que salía y entraba en el establecimiento, la rubia encontró una figura familiar apoyada en la fachada.

Rápidamente sintió una punzada dentro, y el temor agitó su corazón cuando creyó reconocer a Gastón en aquel hombre quieto que la miraba fijamente. De forma instintiva se detuvo en su paso, haciendo que Dorian la imitara con el ceño fruncido.

-¿Qué pasa? ¿Lucía? -Agregó con seriedad, agarrando su mano al acercarse a ella. La chica susurró mientras veía desaparecer al asesino entre la nueva masa de gente que entraba al local.

-Creo que… creo que he visto a Gastón en la taberna. Estaba parado a la entrada, mirándome.

-Quédate aquí.

A la chica no le dio tiempo a reaccionar cuando Arno casi corrió a la entrada del local, pero en cuanto su cerebro volvió en sí, Lucía salió tras él, nombrándolo con vehemencia para que parara.

Tal y como era de esperar, él no hizo caso y continuó en su empeño por dar con el hombre al que tanto odiaba, entrando a empujones en la taberna mientras escudriñaba cada cara que cruzaba con su mirada.

-Arno, por favor, vámonos. -Dijo Lucía al alcanzarlo al fin, sujetándolo del brazo. Él habló sin mirarla, aun buscando entre la multitud.

-¿Cómo iba vestido? ¿Llevaba su capa roja?

-Sí… Arno ni siquiera sé si era él realmente. Estaba oscuro y estábamos lejos.

-Claro que es él, tú misma has dicho muchas veces que ansía venganza. Mierda, no está aquí…

-¡Arno! -el grito frustrado de la joven llamó su atención, haciendo que al fin la mirara-. Vámonos, por favor; no quiero estar aquí.

Él se dio cuenta de que la chica estaba nerviosa y asustada, suplicándole con la mirada que hiciera caso de sus palabras, mientras el agarre crispado sobre su brazo le corroboraba que necesitaba salir de allí, no sólo por no querer problemas; tenía miedo.

Finalmente asintió, y enseguida notó como ella tiraba de él para guiarlo hacia la calle, con toda la rapidez que la multitud le permitió. No obstante, salir de la taberna no detuvo a la chica, quien continúo con su veloz paso. El francés no dijo nada, limitándose a seguirla mientras meditaba en aquello que acababa de procesar y notar, con un deje amargo de culpabilidad.