Capítulo 59
La sensación de flato se intensificó hasta tal punto que Lucía tuvo que parar de correr en mitad de la oscura avenida, haciendo que maldijera entre su resollar irregular. No obstante, la situación era de suma emergencia. Debía sacar las fuerzas de donde fuera necesario o Élise lo pagaría muy caro.
La española inhaló varias veces con profundidad, antes de volver a remangarse el vestido y continuar corriendo, tratando de respirar de forma regular para combatir el malestar físico. Ya estaba cerca de la casa de Arno, sólo requería de un último esfuerzo.
La sensación de alivio se hizo protagonista cuando al fin Lucía llegó al barrio del francés, incrementando su potencia física junto con la adrenalina, permitiéndole el sprint final hasta casi abalanzarse sobre la puerta para aporrearla con frenesí. La joven sólo tuvo tiempo de dar gracias porque finalmente su novio no se hubiera adelantado a abandonar la ciudad, cuando él abrió con semblante serio.
Arno no tuvo tiempo más que de pronunciar la primera sílaba del nombre de la rubia, y entonces ella lo calló abruptamente con un fluir veloz y entrecortado de palabras.
-¡Manet es un traidor, trabaja en realidad para Germain! Los he escuchado hablar en la torre sobre que han tendido una trampa a Élise en la cripta de una catedral, supongo que en la de Notre Dame, que está cerrada. Van a matarla y está pasando ya ¡rápido!
El asesino no dijo nada, pero la expresión de su rostro demostró que entendía la gravedad del asunto y creía en todo aquello, así que corrió al interior de la vivienda para tomar sus cosas, terminando de prepararse mientras salían de allí a toda prisa.
El trayecto fue prácticamente en silencio tras que Arno hiciera algunas preguntas sobre las palabras escuchadas por Lucía, para después perderse en la maraña de pensamientos e interrogantes que el miedo y la incomprensión formulaban en la cabeza del francés. Ella era consciente de todo lo que debía estar sufriendo, con lo que mantuvo el silencio y se limitó a correr tras él, tratando de mantener aquel endiablado ritmo que llevaba.
-¡A dónde vamos por aquí! -Alzó la voz Lucía, al ver que no tomaban el puente de siempre para acceder a la isla de la Cité.
-Hay una forma de llegar a la cripta sin entrar por la catedral; Se accede de forma directa desde las alcantarillas de la corte de los Milagros.
-¡Pero eso está más lejos que Notre Dame, no lo entiendo!
-No vamos a la Corte; entraremos por una alcantarilla de este lado que desemboca en el río; ¡tú sígueme!
La rubia volvió a callarse para centrarse en la carrera, descendiendo las escaleras de piedra que llevaban a la orilla del Sena. Arno entonces señaló unos barrotes que quedaban a medio tapar por el agua en la pared rocosa que embalsaba su cauce.
Tragándose un suspiro por tener que mojarse en aquella agua helada, y de aquella guisa, la española siguió al hombre dentro del río, pasando cuando él movió uno de los gruesos barrotes falsamente enganchados, escuchando como al segundo volvía a colocarlo y hablaba.
-Antes de nada, quiero que las cosas queden claras, Lucía. Pase lo que pase, sólo vienes a cubrirme, ¿de acuerdo? Estás desarmada, y ni siquiera llevas protecciones. No puedes arriesgarte.
-Tengo varios cuchillos, y el arma de fuego que me has dado. Tú no te preocupes por mí, sabré qué hacer.
-Lucía, lo digo en serio. No sabemos qué vamos a encontrarnos. -agregó de una forma seria y áspera, sorprendiendo a la rubia, quien arrugó el ceño y habló con un deje de indignación a las espaldas del asesino.
-Yo también te hablo en serio, no soy idiota, Arno. Me protegeré, pero si puedo ayudarte, o a Élise, voy a hacerlo sin importar el riesgo.
-Lo sé, lo siento.
El tono de voz del hombre cambió, haciendo que la rubia le tomara de la mano para que la mirara un segundo.
-Saldrá bien, Arno, vamos a hacer que salga bien.
El francés asintió tras un suspiro, haciendo que ella pasara a besarlo fugazmente en los labios, emprendiendo de nuevo la rápida marcha entre los oscuros túneles con el nivel del agua cada vez más bajo.
Élise había llegado a la catedral con el corazón palpitando por la emoción, pero había luchado contra el ansia de venganza para seguir siendo prudente y no precipitarse, pues sabía que nada le aseguraba que Manet no se la hubiera jugado.
Nada parecía sospechoso en torno al sacro lugar; seguía cerrado al público tras los nuevos disturbios y parecía desierto, con lo que se dirigió a la puerta lateral que André le había dicho para entrar, manteniendo la espada preparada en su mano diestra.
La pelirroja anduvo por las naves en penumbra, atenta a cualquier movimiento o sonido, dirigiéndose a la entrada secreta en la sacristía para acceder a la cripta, donde supuestamente la reunión entre Germain y algunos compinches se estaba celebrando.
Tras accionar el mecanismo que abría el acceso oculto, Élise se dio un segundo para calmar su fuero interno y comenzar a descender en la total oscuridad de las angostas escaleras de bajada, tratando de agudizar el único sentido que podría alertarla mientras bajaba despacio, acariciando la pared con su mano izquierda.
Pronto pudo acelerar el paso ante la llegada de una tenue luz que procedía de la estancia a donde llevaban aquellas interminables escaleras de piedra, entrando en la sala ante la nula percepción de sonidos. Aquella era la zona donde guardaban la reliquia cristiana; la supuesta corona de espinas de Cristo, pero la francesa ignoró el objeto y tomó el camino de la derecha, tal y como el mercenario le había indicado.
A aquellas alturas Élise ya estaba extrañada y prevenida de que algo no iba bien; estaba a punto de llegar a la sala donde se hacían las reuniones clandestinas, y no se escuchaba un alma, lo que hizo que maldijera interiormente a Manet, y a su propia suerte ante la posibilidad de haber llegado tarde.
Toda su frustración desapareció en cuanto se plantó en el umbral de acceso a la gran estancia que buscaba, igualmente excavada en la piedra, de techo bajo, fría y oscura, alumbrada por algunas grandes antorchas.
Plantado de espaldas a ella, frente a un gran estandarte de la orden Templaria estaba Germain, contemplando aquella tela mientras escuchaba el sonido del acero cuando la pelirroja elevó la espada rápido. Él sonrió ante la imagen del gesto, pasando a hablar sin mirarla.
-Eres muy arrogante y estúpida para presentarte aquí sola, Élise. ¿Creías que podrías ganar? Desde luego que con la venda en los ojos se vive mejor…
-Cállate y lucha si estás tan seguro de vencerme. -Respondió con rabia, pasando a tratar de ir a atacar al hombre.
La mujer no tuvo tiempo de caminar cuando dos subordinados del maestro la asaltaron por detrás, arrebatándole el arma y reduciéndola de forma brusca contra la amplia mesa rectangular que presidia la sala. Germain emitió una leve risa de nuevo, girándose a la par que volvía a hablar.
-Eres más valiente que tu padre, eso debo reconocértelo. Quizás sea genética de parte materna…
-Cállate, no hables de ellos, cobarde. ¡No eres nada sin tus perros haciéndote el trabajo!
-Uno debe saber cuándo y en quién delegar, querida. Es la única forma de llegar a ser tan grande.
Élise no respondió, y concentró su asco y rabia en soltar una patada a la espinilla de quien la retenía inclinada sobre la mesa, para después arrebatarle su propia espada y cortarle en el cuello, pero no pudo llegar mucho más allá cuando Germain disparó contra ella, apuntando deliberadamente a su hombro.
El gran maestre se acercó despacio tras dejar el arma sobre la mesa, observando a la pelirroja tirada en el suelo con una mueca de dolor, tratando de incorporarse rápido ante la llegada de su enemigo, pero no pudo adelantarse.
Germain puso su pie sobre la herida en el hombro de ella, reteniéndola contra el suelo mientras sonreía, pasando a recoger la espada cercana de la muchacha. Hizo una señal con la mano a la pareja de soldados que entraron en el lugar, alertados por los sonidos de lucha, haciendo que se detuvieran en el umbral. Aquel momento era uno de sus más ansiados, con el que más había fantaseado hacía tiempo. Requería perfección.
-Esto no termina con que me mates; los asesinos acabarán contigo, cabronazo. -Escupió con esfuerzo la pelirroja, soportando aquella socarrona sonrisa.
Germain no respondió; se limitó a continuar sonriendo antes de pegar la punta del sable contra el pecho de Élise, empezando a apretar hasta clavarla por completo en su corazón.
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