El silencio en el ascensor se le hacía insoportable. Tan solo el goteo del agua que aún se deslizaba por su vestido rompía aquel ambiente. Dios mío, tan solo llevaban dos pisos. De repente, oyó un ruidito extraño que emergía de Miroku. ¿Se estaba riendo?

—Lo siento, —se disculpó— es una situación algo… Única.

Sango bajó la cabeza, sonrojada. No podía sentirse más ridícula. Miroku aún lucía una mejilla algo rojiza por la bofetada que le había propinado no hacia tanto y ella estaba completamente empapada. Cuando al fin había emergido del lago y comprobado que su intercomunicador había muerto, Miroku había reaccionado como el caballero que decía ser.

Se había quitado la americana con un solo gesto elegante y se la había puesto en los hombros, mirándola a los ojos esa vez. Con una voz grave y amable, le había dicho que estuviera tranquila, subirían a su apartamento para evitar que una flor tan bella enfermara. Sango había sentido arder sus mejillas, si seguía diciéndole cosas como esa, sería capaz de secar el vestido con tan solo el calor que emitía su cuerpo.

Y allí estaban, en ese estrecho ascensor con vistas al jardín, de camino a la residencia de Miroku Shinsetsu. Sango sabía que ese siempre había sido su objetivo pero… No pretendía llegar allí tan incómoda.

Miroku no podía evitar reseguir aquella atrayente figura una vez y otra. Era como si el mismo destino le dijera, una vez y otra, que debía disfrutar aquella mujer, que era para él. En realidad, eso era lo que siempre interpretaba del destino, fuera cual fuera la situación. Sin embargo ella era… Tan hipnotizante. Podía ver que ni siquiera se había esforzado en coquetear o hacer los comentarios que le hacían todas las chicas sobre lo interesante que resultaba un hombre como él.

Pero le tenía loco.

Como deseaba sentir aquel cuerpo contra el suyo. Debía de tener la piel tan suave… Y las piernas, largas y firmes. Miroku se obligó a respirar hondo, estaba adelantándose a los acontecimientos y pronto le sería difícil ocultar sus deseos.

El timbre del ascensor lo sacó de su ensimismamiento. Las puertas se abrieron con lentitud y un pasadizo largo se iluminó a su paso. A Sango le avergonzaba estar mojando aquel suelo, tan limpio y pulcro, de suave color beis. Una puerta doble de roble les esperaba al final de pasadizo. Miroku apoyó la mano en una pantalla medio oculta en la pared, justo al lado de una planta fina.

«Mierda» pensó Sango. Había conseguido conservar la calma y ahora su mirada crítica estaba en su modo más profesional. Les costaría entrar. El edificio era demasiado alto para escalarlo por fuera sin llamar la atención. Las puertas solo se abrían ante las huellas adecuadas y el camino hasta el ascensor también había sido costoso, sin mencionar la contraseña que necesitaba el ascensor para alcanzar la última planta.

Era una verdadera fortaleza.

Sin embargo, no podía obviar que había conseguido llegar en una sola noche. Puede que el propio Miroku fuera la clave maestra para penetrar todas esas medidas de seguridad. No podía fallar. No más.

—Muchas gracias por ser tan amable conmigo… —le dijo, sonrojándose.

—Tengo cierta debilidad por las damiselas en peligro… Incluso cuando tienen tanto carácter —explicó él, mientras se frotaba la mejilla aún dolorida.

—Lo siento pero… tú…

—Soy yo quien debe pedirte disculpas. No debería haberme propasado así contigo. —Dijo él de repente. Acababan de entrar a un salón enorme de doble techo. Sango lo miró, parecía tan sincero…— Lo mejor será que tomes una ducha bien caliente y te cambies, pediré a alguien que vaya a por algo de ropa.

Miroku la acompañó hasta su habitación, atravesando el salón hasta unas escaleras de caracol transparentes. La habitación era sencilla pero elegante. Una enorme cama de matrimonio, perfectamente hecha, se posaba en el centro de la habitación. Una de las paredes estaba cubierta por varios armarios blancos, seguramente llenos de ropa. La pared contrario, sin embargo, era una enorme cristalera que daba a una terraza, iluminada cálidamente con unos pocos farolillos del color del sol.

Una puerta también blanca daba al baño privado de Miroku, una sala acogedora con también pocos elementos. Parecía que al millonario no le gustaba la decoración recargada, todo un alivio puesto que ella también la detestaba.

—Bien, siéntete como en casa —le dijo, haciendo un ademán más propio de las películas antiguas que de los jóvenes actuales— si necesitas cualquier cosa, solo debes pronunciar mi nombre.

Con esa afirmación, Miroku desapareció por la puerta. Sango suspiró aliviada, al fin un poco de intimidad. Abrió el bolso que había sostenido rígidamente todo el rato y se arrancó el intercomunicador estropeado, que tan solo podría hacer que la descubrieran. Lo metió allí y volvió a rozar el arma. Qué imprevisible había sido todo. Tan solo podía rezar para que Kagome no fuera descubierta ni intentara buscarla.

Dejó caer la americana, que se había humedecido por su culpa, y colgó toda su ropa al lado de las toallas limpias. El toallero emitía un calor agradable, pues se sentía calada hasta los huesos. Sentir el agua caliente invadiendo su piel fue todo un alivio. Pensaba que nunca más podría sentir la calidez en su cuerpo.

Al otro lado de la puerta, Miroku se había quedado de pie. Podía oír como el agua caía y sin mucho esfuerzo imaginaba el suave cuerpo de la morena. Aquellos largos cabellos acariciándole la espalda… El agua escurriéndose entre sus curvas. Se estaba poniendo algo enfermo, se dijo. Deseaba abrir la puerta y tomarla contra la pared del baño, de manera salvaje. Quería oírla gemir.

El joven intentó calmarse. No quería provocar una situación incómoda. Debería esperarse y hacer que ella se sintiera bien. Nunca se perdonaría fallar con una chica como aquella, aunque aún no entendía muy bien qué la hacía tan diferente.

Cuando Sango acabó, se secó a consciencia. Nadie le había traído aún nada de ropa y no quería encerrarse allí por mucho tiempo. Se enrolló la toalla alrededor del cuerpo y con tan solo eso como vestido entreabrió la puerta que daba a la habitación. Estaba desierta.

Miroku debía de haber bajado al salón. Se escabulló y observó la estancia. Había memorizado también el plano de la residencia del señor Shinsetsu, pero era muy distinto estar en ella, palpar los muebles y apreciar el color de las paredes. Era un sitio agradable y… olía tanto a él. Sango meneó la cabeza. ¡¿En qué estaba pensando?!

Atenta por si oía algún otro ruido, abrió uno de los armarios. No había ni un solo albornoz ni nada con lo que cubrirse, tan solo una ristra infinita de camisas. Aunque al principio tuvo sus dudas, cogió una. El millonario tenía una espalda ancha y atractiva así que la camisa era casi tan larga como su vestido anterior, y no debía sufrir por el atrevido escote que había lucido hasta entonces.

Se ató el pelo en una cola alta e intentó acabar con el maquillaje que había sufrido daños a causa del agua. Debía bajar al salón y seguirle un poco el juego. Kouga les había contado una semana atrás que el señor Shinsetsu iba a dar una fiesta por su cumpleaños la semana próxima. Sango necesitaba una invitación. Por eso habían acudido ese día. No podía imaginar un ambiente mejor para un robo casi invisible. La casa estaría llena de gente, de distracciones, de ruido. Todo el mundo tendría otro sitio al que mirar mientras ellas se hacían con la perla de Shikon.

Recordándose a sí misma los objetivos de todo aquel plan, reunió suficiente valor como para abrir la puerta del dormitorio y descender las escaleras de caracol. Miroku estaba sentado de uno de los sofás, observando la pared de cristal del comedor, una preciosa vista de la ciudad. Estaba de espaldas a ella, distraído, y los pies descalzos de Sango se asemejaban sin remedio a los de un gato sigiloso.

—Muchas gracias por su hospitalidad —dijo ella, para anunciar su llegada.

Él la miró y su expresión cambió por completo. Ojalá las mujeres siempre vistieran sus camisas. Abrió y cerró la boca sin decir nada. Sentía el rubor en sus mejillas, una sensación lejana que creía completamente olvidada.

—Yo… No es… Nada porque… —Miroku se insultó a sí mismo un par de veces. Había estado con chicas mucho más atrevidas pero aquella… Podía con él.