Disclaimer: Que no, que los personajes no son míos... Ojalá. Por si a alguien le interesa, son de Rumiko Takahashi.
Sango agradecía el fresco de la noche. Aquel día había sido especialmente caluroso. Parecía que esas condiciones favorecían el bullicio en la floristería y les hacían trabajar duro. Al llegar a casa, Kagome se había declarado en huelga cayendo encima del sofá frente a un viejo ventilador, por lo que ella había cogido su bicicleta para dar un provechoso paseo nocturno. Las luces del casino se reflejaban en su piel blanca, como una señal atrayente.
Sintiéndose un pequeño insecto pululando por una gran colmena, Sango rodeó el enorme edificio, mitad hormigón pintado de amarillo oro mitad cristal. Parecía que al señor Shinsetsu le encantaban los espacios abiertos. La cristalera que llegaba hasta su habitación, en el último piso del edificio, se extendía hasta los bajos, dejando ver los pasadizos y escaleras, las arterias del lujoso hotel.
Sango empezó a calcular. Necesitaba saber de cuantos metros estarían hablando en caso de una huida precipitada. Había reflexionado sobre el tema y el terreno explorado esa noche de reconocimiento. La única manera de escapar de la jaula si alguien descubría que no eran canarios era romper las cristaleras y precipitarse al vacío. Con la ayuda de un cable de acero, claro.
Debían de ser unos… ¿150 metros? ¿140? Estimó la castaña mientras observaba el edificio, apoyada en una farola apagada de la calle paralela. Del bolsillo de sus pantalones, extrajo una cajita metálica del tamaño de una polvorera. Leyó la inscripción del nuevo aparatejo que les había facilitado Jinenji, un viejo conocido de Kaede. El cable de dentro tan solo alcanzaba los 130 metros.
En fin, pensó, cruzaría muy fuerte los dedos para no tener que saltar y en caso de que la situación la obligara a ello… intentaría caer sobre el follaje de algún árbol del jardín. O en el estanque. De nuevo.
Echaría de menos no poder realizar la misión con su traje favorito… odiaba cambiar el cómodo mallot negro con protección por otro vestido demasiado escotado para su gusto y demasiado poco según Kagome. Sango suspiró. Esa misión no le gustaba un pelo. Había empezado a desagradarle al darse cuenta del nombre que tenía en el filo de los labios la mayor parte del día. Al darse cuenta de que unos ojos azules como el propio mar habían inundado sus pensamientos.
Unos ojos azules que observaban la calle, con aire distraído. Sango tardó dos segundos más en sobresaltarse. Miroku estaba en la acera de enfrente, con otra mujer. La castaña no supo dónde esconderse. Si seguía allí de pie, la vería seguro. Interiormente, gritó como nunca. Intentando no correr ni alarmar a nadie, se sentó en un banco de madera, de espaldas al chico.
Podía oír el charloteo exageradamente alto de la pelirroja que acompañaba a Miroku. Él asentía una vez y otra, sin borrar una amable sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Sango intentó encontrar alguna justificación por estar allí. ¿Dónde se metían las multitudes y las mesas cuando una necesitaba esconderse a toda costa?
Un coche llegó y se detuvo ante la pareja. La muchacha hizo un gesto de despedida y Miroku se acercó a ella para darle un beso en la mejilla, como había hecho con Sango el día anterior. La morena estaba de pie, intentando aprovechar el coche como distracción pasajera. Sin embargo, ese gesto la dejó helada. Sus piernas se olvidaron que debían seguir avanzando para huir. Miroku le cogió las manos a la pelirroja. La cara de la muchacha se había vuelto del mismo color que su pelo. Sango sintió como si una pequeña parte de sí misma se agrietara un poco.
Cuando volvió a pensar en que debía huir, Miroku la saludó alegremente, como si no acabara de flirtear con nadie ante sus ojos. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué?, se preguntó Sango a sí misma. Ellos no eran nada. Tan solo se habían visto una vez, no importaba lo mucho que ella supiera de su vida (y no solo por la larga conversación que habían compartido). De hecho, era mejor así. Miroku estaría bien distraído durante la fiesta mientras Sango no solo se llevaba la perla de Shikon, sino que arrasaba con todo, sin compasión.
—Cuantas coincidencias últimamente, ¿verdad? —dijo él, de manera casual, tras cruzar la calle que los separaba.
—Sí, parece que el destino lo tiene todo planeado —le contestó, sin querer mostrar la ironía de todo ni la frialdad que le había invadido el alma.
—Escucha, yo —le dijo Miroku, mientras se acercaba lentamente— espero muy impacientemente que llegue la fiesta…
Sango sabía a qué se refería con aquello de «esperar». Intentó que la proximidad no le afectara, intentó ignorar la irresistible fragancia de Miroku, el brillo en sus ojos y su sonrisa, algo más sincera. ¿Cómo podía ser que alguien pareciera tan guapo bajo las deprimentes luces de la ciudad? Sango sintió de nuevo el rubor en sus mejillas y no pudo hacer más que maldecirse. Y en ese momento, dijo algo que no parecía propio de la tímida Sango, la única versión de ella que conocía Miroku.
—Tranquilo, —susurró, mientras daba un paso hacia el ojiazul y apoyaba una mano en su mejilla— llegará. Y te prometo que no lo olvidarás nunca.
Miroku parecía febril. Había perdido aquella expresión de depredador, la seguridad de quien sabe que lo tiene todo bajo control. De hecho, esa seguridad pareció derrumbarse y explotar cuando Sango, de puntillas, depositó un tierno beso en su mejilla. La morena sonrió. Cogió su bicicleta con el pulso más firme que nunca y desapareció entre el ligero tráfico, ante los ojos de su objetivo.
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Kagome no parecía haberse movido de sitio cuando Sango llegó a casa. El único elemento que hacía posible jugar a las siete diferencias era una gran tarrina de helado en la mesita del comedor, que conectaba directamente con la entrada. La recién llegada esparció sus cosas sin mucho cuidado por la mesa del salón y suspiró.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kagome, sin apartar la mirada de la televisión, no le hacía falta para saber que Sango estaba furiosa.
—¿Sabes cuándo crees que eres… especial en algo y luego resulta que no? —le dijo ella, tratando de entender por qué se sentía tan mal consigo misma. En todo el camino de vuelta se había autosermoneado una y otra vez, intentando concebir la idea de que no había cambiado nada, de que ella era quien se había hecho la película para chocar después con la realidad. Había sido divertido vivir una noche que parecía salida de una comedia romántica.
—Sango, —respondió Kagome, volteándose para echarle una mirada muy seria— la otra noche, cuando me contaste todo eso… Cuando te vino a ver y todo… Pensé que no serías capaz de cumplir con tu misión. Ahora veo que tampoco tendrías mucho problema en matarle.
—Dame helado.
En este capítulo no hay mucha acción, pero quería separarlo de la fiesta además de echarle un poco de chicha al asunto de Miroku como mujeriego. ¡Espero que os haya gustado y que me lo hagáis saber!
