Partitura III.
Una tarde dorada, el violinista de cuerdas azabaches recién llegaba a su academia de música. Los altos y bajos de las melodías misceláneas resonaban en las diferentes aulas. A cualquier principiante, dichos sonidos podrían resultarle distractores a vencer para su propia música; para los veteranos, no era una excusa para la mediocridad. Sherlock lo sabía a la perfección.
Mientras atravesaba el vestíbulo, se detuvo a mitad del mismo, pues creyó percibir en la lejanía, su anhelada canción, o más bien, el final de ella, al igual que el final de muchas otras canciones. Volteó a todas partes, las resonancias musicales resultaron desorientadoras en su inesperada búsqueda.
Luego, varios alumnos comenzaron a salir de sus respectivas aulas de manera casi simultánea, dificultando más su tarea de encontrar la fuente del recién terminado sonido. Chistó molesto ante tan desafortunada interrupción. Sin embargo, una persona llamó su atención. Había salido de una de las piezas del fondo en el primer piso, pero a diferencia de los demás, que salían como bólidos de sus clases, ese muchacho rubio que iba hundido en sus pensamientos, se había detenido de entre sus pasos y retrocedido un par, para observar la majestuosa y alfombrada escalera de caracol que conectaba con el piso superior.
Terminó sin piedad aquel momento de distracción y, sin darle mayor importancia, se dirigió a la escalera, analizando internamente, la posible locación de la melodía. Si bien, ya no estaría el culpable, podría preguntar por su identidad más tarde. No obstante, la fuerza del contraflujo de estudiantes hizo que casi se le cayera el estuche con su violín. Por fortuna para él, con un movimiento veloz y doloroso, alguien lo atrapó en el aire por él.
— Gracias — dijo recibiéndolo distraído con su algarabía interna y volviendo a colgarse el estuche en su hombro.
— No hay de qué.
La suave voz le trajo de vuelta y para su sorpresa, resultó ser el muchacho que observaba la escalera de caracol. No fue difícil para él deducir que tocaba el piano, después de todo, los pianistas eran los únicos que no llevaban a todas partes sus instrumentos musicales.
— Eres pianista en esta escuela y te gustan las matemáticas.
— ¿Cómo lo sabes?
— Por qué es obvio.
Señaló el moreno mientras tomaba una de las manos del pianista entre las suyas y las revisaba, estaban enrojecidas por haber atrapado el violín.
— Deberías cuidar más tus manos.
Agregó a modo de pista y fanfarronería, sin soltarle la mano consiguiendo una sonrisa divertida y una chispa en la mirada recién encendida.
— Eres violinista en esta escuela, deberías cuidar más tu instrumento en lugar de distraerte buscando músicos — contraatacó.
— ¿Cómo lo sabes? — inquirió intrigado.
— Porque es evidente.
Una fuerte palpitación y una sonrisa se apoderaron de su cuerpo. Le agradaba.
