Partitura V.

Sherlock no perdió tiempo. Al día siguiente llegó un poco más temprano y decidió pasear por el primer piso, donde se encontraban los salones para pianistas. Caminó a paso lento entre las paredes con estatuas de mármol, pinturas y el exquisito piso de madera. Sin duda, un espacio para inspirar artistas.

Como aquel día, el mar de sonidos misceláneos lo atacaron en su búsqueda. Si bien, no escuchaba la canción que anhelaba, alcanzó a escuchar el vals del minuto de Chopin. Primero, tocado insípida y torpemente, extendiéndose varios segundos. Sherlock bufó. Después percibió la misma pieza tocada con una maestría singular. No recordaba a ninguno de los maestros como dueños de ese sonido, supuso entonces, era el chico que conoció.

Esperó a que pasara el minuto para abrir la puerta de golpe, provocándole un sobresalto al pobre muchacho al lado del músico que buscaba.

— ¡Te encontré, Liam!

— ¿Holmes?

— Vine a escucharte tocar.

— Lo lamento, Holmes. Pero no voy a tocar yo, es turno de Fred.

Sherlock chistó molesto y cerró la puerta tras de sí. William y Fred voltearon a verse por un segundo

— Bueno, espero a que termines tu clase — agregó sentándose en el suelo, recargado en la pared.

Maestro y alumno se dispusieron a continuar, por supuesto, con la intriga colmando sus mentes. Fred inició a deslizar sus dedos por las teclas monocromáticas y aunque parecía ir bien en notas y tiempo, la melodía titubeaba.

— No te distraigas, Fred. Tus pensamientos se están colando en la canción — reprendió con suavidad el rubio.

— Ah, sí — dijo tratando de concentrarse.

La canción se repitió unas siete veces más antes de que dieran la lección por completada. William y Fred se despidieron sin demora, dejando al rubio libre para hablar con Sherlock unos minutos.

— Lestrade me pidió que me disculpara contigo. Aunque para serte franco, no es la razón por la que estoy aquí.

— Evidentemente — señaló William, obteniendo una sonrisa satisfecha por parte de Sherlock.

Ambos sabían que, con la actitud fanfarrona y desinhibida que había mostrado el azabache el día anterior, sería improbable que tuviera tanta prisa por disculparse.

— ¿Tienes tiempo?

— No en realidad. Tengo una clase, pero, luego un pequeño receso antes de la siguiente, podemos hablar en ese receso si gustas.

— Sí, ese tiempo me va bien. ¿Te molesta si asisto a tu clase?

— Será una práctica de piano, no de violín ¿no importa?

— No, solo quiero oírte tocar.

— El que toque no seré yo — sonrió.

— No importa. Estarás ahí — dijo guiñándole un ojo. Ambos parecían cómodos.

Sherlock optó por no asistir a su clase ese día, en cambio, siguió a Liam como una sombra. Así que, al momento de su descanso, William le pidió esperarle en una de las salas vacías, en lo que él iba al salón de maestros a dejar las partituras que había tomado.

El rubio se encontró intrigado por el apegado comportamiento tan repentino que el azabache mostraba hacia su persona. No es que no le correspondiera en realidad, él también tenía cierto interés en él como individuo, además, aún no había tenido oportunidad de escucharle tocar, lo cual, acrecentaba su interés en él como músico. ¿Qué clase de sonido produciría alguien como él?

Sus dudas fueron resueltas cuando ingresó al aula en la que habían quedado de verse. Un salón con piano.

Liam fue recibido por el vals del minuto de Chopin. La pieza que había estado practicando con Fred, Sherlock la tocaba con soltura. El sonido del moreno era particular. Le producía una sensación homologa sin superponerse a la suya, una nostalgia extraña, cómo si se conocieran desde hace mucho tiempo.

Un llamado.

El de hebras noche, motivado por cautivar el volátil interés del hijo del sol, tocaba el vals con la vívida presencia del muchacho en su mente que se superponía con la de su anhelado pianista sin rostro, obteniendo únicamente ese rostro calmo y enigmático.

Quería que fuera él. Debía serlo.

Estaban tan compenetrados el uno con el otro, que Sherlock nunca percibió su ausencia, pero tampoco el momento exacto en que su presencia estaba físicamente a su lado. Su sonido había cambiado ligeramente, eso sí, cualquiera lo podría haber percibido, se sentía conectado a algo invisible.

Cuando sus dedos se detuvieron en exactamente un minuto, volteó a ver al rubio a su lado. No lo había visto llegar, pero sabía que estaría ahí.

— El piano no se te da mal.

— Es porque recién estuve en una clase — le sonrió de lado con una mirada afectuosa. Luego, le propuso algo emocionado —¿Tocamos algo?

— Creí que no querías tocar nada que no fuera lo que estabas practicando.

Sherlock por un momento perdió el habla. En efecto, era lo que había dicho el día anterior para zafarse de Lestrade. Tomó una de las manos del rubio y empezó a inspeccionarla de nuevo.

— Eso — rio — No era mentira, pero tampoco era del todo verdad.

— Ah, ¿no? — comentó permitiéndole seguir con su discurso y su inspección, observándolo hacerlo.

— Verás, como ya dedujiste, estoy buscando a un músico en especial.

— ¿Y vienes a preguntarme si conozco a dicho músico de entre mis alumnos?

— Podrías ser tú — soltó, escudriñándolo con la mirada — O más bien, quiero que seas tú.

William sonrió complacido, retiró sutilmente su mano de entre las de Sherlock y la redirigió hacia las teclas del piano.

— ¿Qué es lo que quieres que toquemos?

El de zafiros se puso de pie y sacó su violín del estuche. Se colocó en posición cerca del piano y suavemente dijo:

— La danza de Anitra.

El de rubíes sonrió para sí mismo, sin voltear a ver al azabache.

La danza de Anitra era una pieza muy sensual. Parte de la obra Peer Gynt, pertenece a la escena en donde Peer conoce a una bella mujer en el desierto, qué, haciendo uso de su erotismo y sensualidad, lo cautiva.

Inició William con el piano creando una atmósfera sibarita que fue invitando al violín de Sherlock a unirse en un tono voluptuoso, casi carnal. La respiración de ambos comenzó a acelerarse un poco, mientras sus dedos se movían en sus instrumentos musicales, casi amantes.

William camufló un suspiro. Luego, Sherlock hizo lo mismo. Sentían un cosquilleo que recorría todo su cuero cabelludo, como chispas que se expandían en descargas eléctricas que recorrían sus cuerpos y culminaban en las yemas de sus dedos.

El pizzicato que realizaba Sherlock en las cuerdas, acentuaba la sensación epicúrea en ambos, quienes ocasional y fugazmente cruzaban miradas.

El sonido del piano y el violín cesó y repentinos aplausos rompieron la atmósfera.

— Sabía que debían tocar juntos — felicitó Lestrade, para molestia de los genios musicales.

Después de esa interpretación conjunta y de la intervención del director, algo se había dañado. Aunque eso no mermó el deseo de los muchachos de charlar, si lo hizo sobre tocar juntos momentáneamente. Ese momento se suponía, era privado.

— Muéstrale la canción que compusiste, William — insistió el director.

— Me disculpo, director. Aún tengo una clase que dar y no he traído mis partituras, me retiro.

Más veloz que el viento, el joven maestro desapareció antes de que Lestrade o Sherlock pudiesen protestar. Un muy molesto violinista le envió una expresión endiablada al saboteador director y salió molesto de la academia. Por un momento se preguntó si ¿William se había precipitado en irse por el director o si había sido su comentario del día anterior?

Algunos músicos podían ser muy celosos de sus composiciones y en este caso, sentía que si se trataba de William, podría ser algo que valiera el haberse sentido ofendido.

Suspiró y se maldijo a sí mismo. Sea lo que sea que hubiese compuesto, quería escucharlo.