Sirius despertó sobresaltado al escuchar golpes en la puerta.

—La comida está servida, puede bajar cuando quiera —le indicó la voz del dueño del Caldero Chorreante.

El joven mago encendió la luz recordando de golpe lo sucedido la velada anterior. ¿Había sido real o solo una pesadilla? La debilidad que sentía en todo el cuerpo y la sensación de vértigo no dejaban lugar a dudas: se desmayó por la pérdida de sangre y Bellatrix desapareció. Era un milagro que hubiese sido capaz de detenerse: la mayoría de vampiros mataban a la persona a la que usaban para completar el ritual. Se sentía tan mareado que le costaba incluso abrir los ojos. Descubrió que sobre la mesilla había una poción regeneradora de sangre. Se la bebió de un trago y se volvió a tumbar mientras hacía efecto. Seguramente Bellatrix había contado con la posibilidad de no poder controlarse, morder a alguien y drenarle la sangre. Por eso habría guardado en su capa aquella poción o tal vez hechizó a alguien para que se la llevase.

Entonces notó algo bajo su almohada. Creyó que era su varita, pero no, seguía en la mesilla. Era la varita curva de Bellatrix, la que la había acompañado desde pequeña. Se la había legado a él; a ella ya no le servía.

—Bella… —susurró con profunda tristeza acariciando aquel trozo de nogal.

Unos minutos después, empezó a sentirse mejor (al menos físicamente). Bajó al Caldero Chorreante y devoró la comida. Sintiéndose casi recuperado, salió al Callejón Diagon y visitó la librería Flourish y Blotts. Compró dos libros sobre vampiros, aunque no parecían muy precisos... El problema con esa raza era que eran muy desconfiados y jamás revelaban sus secretos. Si algún día había una guerra entre especies (cosa cada vez más probable), querían tener ventaja. Disponían de sus propias leyes que les prohibían revelar sus habilidades; por eso ni siquiera los que eran amigables y vivían entre magos explicaban los secretos de su naturaleza. Las escasas publicaciones que había sobre vampiros estaban escritas por magos que los habían estudiado.

—Igual en la librería Obscurus tienes algo más… —sugirió el dependiente— Aunque si visitas el Callejón Knockturn, asegúrate de que sea de día.

—Vale, gracias —respondió Sirius tras pagar.

Siguió su consejo y puso rumbo al siniestro callejón vecino. La citada librería era mucho más vieja, sumida en el desorden y no invitaba a entrar. Accedió sin dudar y consiguió un tercer libro. El autor decía ser un vampiro repudiado, aunque probablemente fuese un mago o bruja que quería vender más… Pero qué más daba, si le servía para investigar, ya estaba bien. Con los tres libros, Sirius volvió por fin a su apartamento. Ni siquiera recordó informar de los mortífagos que buscaban a los McKinnon. Pasó el resto de la semana documentándose.

—Vamos a ello —murmuró abriendo el primer volumen y sacando un cuaderno para tomar notas.

Los vampiros poseían una fuerza igual a la de veinte hombres y agilidad sobrenatural. Su inteligencia era también superior, pues su longevidad y su estrecha relación con la muerte les hacían dominar lo que para los humanos permanece oscuro. Posiblemente su sangre tuviese propiedades regenerativas (dado que se mantenían entre los vivos pese a no estarlo). Al contrario que los humanos, se volvían más fuertes y poderosos conforme envejecían; lo de envejecer era relativo, pues su aspecto nunca se alteraba.

No proyectaban sombra ni se reflejaban en los espejos; uno de los autores mencionaba que en el agua o en otros líquidos sí podían contemplarse. Sus poderes dependían de su creador: si el vampiro que lo convertía era muy poderoso, su progenie también lo sería. La forma de darles muerte definitiva era clavarles una estaca de madera en el corazón. La cuestión solar resultaba más compleja, los autores diferían: mientras dos de ellos afirmaban que el sol les hacía arder, el presuntamente vampiro no estaba de acuerdo:

— "La luz solar hace que sus habilidades sobrehumanas desaparezcan" —releyó Sirius por cuarta vez—, "El vampiro queda confiado en un cuerpo terrenal que ha de comportarse como tal". Pero, ¿eso significa que no les quema? ¿Solo les quita temporalmente sus poderes? —se preguntó mordisqueando la punta de su pluma.

Desde que vivía solo sin poder visitar a sus amigos, Sirius hablaba bastante en voz alta; era un hábito que no podía abandonar, puesto que disfrutaba enormemente del sonido de su voz. Volvió a repasar los capítulos en busca de más información sobre los efectos del sol, pero no la halló.

—Si no lo sabes, ¡no escribas el maldito libro! —masculló contemplando los tres volúmenes sin saber de quién fiarse— Es como si yo escribiera un libro sobre ser feo… ¡qué diablos voy a saber!

En lo único que coincidían firmemente los tres autores era en clasificarlos como criaturas terroríficas.

—Eso lo dice esta gente que seguro que no ha conocido nunca a uno —decidió Sirius—. Hay vampiros que viven entre magos o muggles y no causan ningún problema. Creo que Slughorn tenía un amigo vampiro, intentaré contactar con él. Aunque con lo cobarde que es, llevará meses escondido para esquivar a Voldemort…

Reconocerlos no era tan fácil como pudiese parecer: físicamente eran pálidos, pero no de forma muy llamativa. A algunos los delataban los colmillos, pero muchos de ellos simplemente tenían los dientes más afilados y solo los mostraban al reír. Mantenían eternamente el físico con el que murieron; si su consumo de sangre era abundante, aumentaba su vigor e incluso rejuvenecían. Por eso algunos vivían entre magos y brujas sin ser detectados. No tenían latido ni respiración y su cuerpo permanecía siempre más frío que el de los vivos.

—Mejor, así no sudan ni pasan calor en verano.

Los vampiros no solían relacionarse con ninguna otra especie, ni tampoco entre ellos; aunque podían tener tratos con magos o brujas. Despreciaban especialmente a los hombres-lobo, considerando que esas bestias deberían estar a su servicio.

—Mmm… Podría preguntarle a Remus si él sabe algo del tema… —murmuró.

Desde que Voldemort prometió ventajas a los hombres-lobo que le apoyaran, ya no se fiaba de su antiguo amigo. Desechó rápido la idea y retomó su lectura.

Esas criaturas se alimentaban únicamente de sangre, aunque había pociones y opciones sintéticas que cumplían la misma función. La mayoría preferían beberla directamente del cuello de sus víctimas, especialmente los más jóvenes: eran incapaces de controlarse y, a no ser que su creador los instruyera, organizaban verdaderas masacres que acababan con su propia muerte a manos de algún mago o de otros vampiros hartos de quedarse sin presas.

—A Bella no le pasará eso… Aunque su creador la abandonara, es muy fuerte, seguro que se sabe controlar —se intentaba tranquilizar Sirius.

Por mucho que tratara de engañarse, en los libros quedaba claro que los primeros años de un vampiro eran los peores y en los que más posibilidades tenía de morir. Algunos se suicidaban al no ser capaces de controlar su nueva naturaleza.

—Vale, es suficiente —decidió con pesar cuando ya se sabía de memoria los tres libros.

No pretendía hacer nada con esa información, solo hacerse una idea de lo que estaría viviendo su prima y poder ayudarla si volvía a verla... Por supuesto la buscó. Estaba seguro de que se habría marchado del país: si alguien la encontraba y descubría lo sucedido, Sirius sería acusado de incumplir el Estatuto del Secreto por ayudarla a convertirse. Lo habría hecho para protegerlo y que no la descubrieran. Quizá volvía a visitar Transilvania o los Cárpatos en busca de su creador o de otros compañeros… O tal vez ya solo deseaba estar sola. Pero aún así él la buscó.

No supo dónde hacerlo, ni siquiera sabía dónde había vivido los últimos años. Probó a visitar los lugares de los que alguna vez le habló en su infancia y los que ahora quizá podían interesarle. No la encontró. En la mansión Black seguían sus tíos, que ni siquiera le permitieron entrar por ser un traidor, pero Bellatrix no estaba. Recorrió con añoranza los bosques que rodeaban esa casa. Era ahí donde quince años atrás, Bellatrix le enseñó a batirse en duelo. Por las noches también lo visitaban: trepaban por las ramas de una enorme haya y desde su copa contemplaban las estrellas. El árbol seguía ahí, igual de grande y frondoso. Pero ellos ya no.

—Hola, pequeñajo —saludó Sirius a un tímido bowtruckle que le espiaba desde uno de los agujeros del tronco.

Esa especie era muy escurridiza, ni la pequeña criatura ni su familia salieron de su escondite. Pero tampoco se ocultaron del todo: confiaban en Sirius.

—¿Sabes? Creo que vosotros deberíais guardar esto.

Extrajo de su bolsillo la varita de Bellatrix y la pequeña criatura arbórea la atrapó entre las ramitas que formaban sus brazos. Seguidamente, el bowtruckle regresó al interior del árbol. Sirius se quedó un rato más, incapaz de despedirse del todo. Pero al final sacudió la cabeza.

—Estamos en guerra, no puedo permitirme más distracciones… Allá donde te encuentres, espero que estés bien, Bella.

Se marchó y ya no tuvo oportunidad de volver. En los meses siguientes los mortífagos lograron localizar a los McKinnon y matarlos. También a Dorcas Meadowes, a los hermanos Prewett y a muchos otros más. Sirius siguió luchando tras cada pérdida, tras cada nueva mala noticia… hasta la noche en que murieron los Potter. Cuando por culpa de Peter Pettigrew terminó en Azkaban, consideró que ese era el lugar para quien ya lo había perdido todo.


Pese a ser huérfano, Harry Potter tuvo una buena infancia. Desde que tenía uso de razón sus tíos le habían cuidado y tratado bien. Tenía un dormitorio igual de grande que el de Dudley, le hacían regalos por Navidades y cumpleaños, le llevaban de viaje con ellos y nunca le faltó de nada. Era curioso, porque a veces le daba la impresión de que le odiaban: descubría a Petunia mirándole con desprecio, a Vernon mascullando con fastidio cuando lo llevaban al zoo o a Dudley lloriqueando porque no quería que lo tratasen igual de bien que a él. Pero enseguida esos gestos desaparecían y todo volvía a la normalidad. Harry se portaba bien y ayudaba en las tareas del hogar.

No obstante, el día en que Rubeus Hagrid se personó en su casa y le reveló que era un mago y sus padres no habían muerto en un accidente de coche, se indignó muchísimo. Más tarde se enteró de que Dumbledore, el director de Hogwarts, quiso que viviese alejado del mundo mágico para protegerle. Todos los magos y brujas conocían la historia de cómo derrotó a Lord Voldemort y habría sido arduo lidiar con la fama desde pequeño. Pero aún así, hubiese preferido conocer su historia, que parecía que empeoraba a cada año…

—Disculpe, ¿quién es ese? —preguntó un Harry de trece años señalando el periódico que leía el supervisor.

Acababa de descubrir el autobús noctámbulo al huir de casa de sus tíos por hinchar a su tía. Probablemente lo expulsarían de Hogwarts por usar magia siendo menor, pero antes quería saber quién era ese criminal que aparecía hasta en las noticias muggles. El supervisor del autobús le miró con incredulidad.

—¿Que quién es ese? ¿Qué quién es…? ¡Sirius Black, quién va a ser! —exclamó Stan Shunpike— ¿No me digas que nunca has oído hablar de Sirius Black?

No, Harry nunca había oído hablar de él, pero ese curso se resarció. La noche en que conoció a su padrino y descubrió que era inocente, su vida cambió. Por desgracia, Peter Pettigrew escapó de nuevo y tuvo que despedirse de él.

—Volveremos a vernos —prometió Sirius.

—¿Pero estarás bien? —preguntó el chico dudoso.

—Soy un gran mago, Harry, estaré perfectamente —respondió él burlón—. No necesito más que esto para sobrevivir.

Harry contempló la varita que blandía. Nunca había visto una que fuese curva. Quiso preguntarle de dónde la había sacado, destruyeron la suya al condenarlo de por vida a Azkaban. Pero su padrino ya había montado sobre Buckbeak y pronto desapareció en el cielo nocturno.

Volvió a verlo al curso siguiente, cuando Sirius vivió temporalmente en una cueva cerca de Hogsmeade para estar cerca de él durante el Torneo de los Tres Magos. Harry tenía miedo de que le atraparan, seguía en busca y captura, pero pronto ese fue el menor de sus problemas…

—La copa era un traslador —comentó Cedric contemplando el extraño lugar en el que se hallaban.

—Yo he estado antes aquí… —murmuró Harry intentando recordar de qué le sonaba ese cementerio.

Entonces descubrió la lápida del padre de Tom Riddle con la que llevaba meses soñando. Y lo supo.

—¡TENEMOS QUE SALIR DE AQUÍ!

Fue tarde. Un minuto después, Cedric estaba muerto, Harry atrapado por una estatua, rodeado de una docena de mortífagos y Lord Voldemort había recuperado su cuerpo.

—Vamos, Harry —siseó Voldemort con su voz aguda y fría—, ven a batirte en duelo, ven a morir como debió suceder.

El chico realmente creyó que el mago oscuro le concedería un duelo justo. Pronto comprobó que había hecho trampa: Colagusano le había realizado un corte profundo en el brazo para revivir a su señor con su sangre, pero había usado una daga impregnada de veneno. El brazo de Harry estaba infectado y sentía como el veneno se extendía poco a poco por todo su cuerpo. No podía hablar, apenas lograba sujetar la varita. Aún así, para hacer creer a sus seguidores que ganaba limpiamente, Voldemort ocultó esa información.

—¡Avada kedravra! —chilló el Señor Tenebroso.

Harry lo vivió como a cámara lenta, de forma casi extracorpórea. Logró alzar su brazo, pero ni siquiera pudo murmurar un expelliarmus. Los mortífagos se burlaban de él entre carcajadas. Cuando la luz verde se dirigía hacia él, vio claro que iba a morir. Entonces sucedió algo extraño. Algo —o quizá alguien— se colocó delante de él. Con la vista nublada, al chico le pareció un perro negro o acaso un lobo.

—¿Sirius? —susurró con un hilo de voz.

No obtuvo contestación porque en ese momento, la maldición asesina impactó contra el animal. Lejos de morir, la criatura se transformó en una figura humana que se alzó rodeada de un manto de niebla.

—¡Es imposible! —escuchó bramar a Voldemort con la más absoluta de las incredulidades.

Los mortífagos que intentaron ayudar a su Señor cayeron muertos al suelo. Aquel ser se movía envuelto en niebla dejando tras de sí un rastro de muerte. Harry intentó incorporarse, pero el veneno alcanzó por fin sus órganos y se desmayó. Lo último que distinguió fue que la figura tenía que elegir entre ayudarlo a él o enfrentarse a Voldemort. En ese segundo de duda, el Señor Oscuro —haciendo gala de su magistral cobardía— desapareció.