Naruto Y Hinata en:
LA APUESTA
Diecisiete
Tres días. Habían pasado tres días desde que había vuelto a Londres, desde aquella pequeña posada donde imaginaba que Naruto y Hinata estaban disfrutando inmensamente.
Sai, en cambio, no lo estaba pasando bien. Mantenerse alejado de la residencia de su tío en la ciudad había sido una tortura, pero no sentía ningún deseo de aparecer en la puerta, como un buitre que se posa sobre un cadáver, en el instante en el que se hizo pública la anulación del compromiso de Ino. De modo que esperó.
Tres días muy largos.
El crepúsculo había llegado cargado de insidiosas intenciones y después la oscuridad, y él seguía sentado, taciturno y vacilante. Su escritorio, habitualmente limpio, estaba repleto de documentos que apenas había hojeado, porque no tenía capacidad para concentrarse. Una bocanada de brisa nocturna trajo consigo aromas de la calle y del jardín, el olor era una mezcla ecléctica del humo de la chimenea y de rosas a punto de marchitarse.
Era tarde. Quizá debería ir a White's o a Brook's, cualquiera de los dos clubes, buscar un rincón y una botella de whisky y…
¿Y qué? ¿Sentarse a pensar en ella en otra parte?
Sí, eso sería provechoso.
El sonido de un leve chirrido le despertó de su ensimismamiento. Al darse cuenta de que no estaba imaginando cosas frunció el ceño, alarmado, y al ver una esbelta pierna deslizándose sobre el alféizar, se sentó, paralizado.
Podía haberse asustado, pero puestos a pensar, los intrusos no solían tener unas pantorrillas tan bien formadas. Ni tampoco llevaban vestidos de noche de seda color crema. Fascinado por la sorpresa, Sai se quedó inmóvil en su butaca.
Pero su corazón había empezado a latir.
Ino aterrizó en el suelo con la respiración apreciablemente agitada, y después se irguió y se sacudió la falda. Las cortinas que tenía detrás se movieron con un revoloteo que enmarcó su cuerpo estilizado. Como si fuera la cosa más natural del mundo que trepara por la ventana de su estudio, ella se limitó a decir:
—Vi que había luz.
Con cierta tardanza, porque seguía atónito, Sai se puso de pie de un salto y estuvo a punto de tirar la silla.
—Ino, ¿qué estás haciendo?
Ella, con su cabello dorado y su piel de marfil, siguió allí con la barbilla ligeramente levantada y una mirada desafiante en sus ojos azul verdoso.
—¿No es este el método que solemos usar para visitarnos el uno al otro?
Él le devolvió la mirada, preguntándose si no estaría sufriendo algún tipo de alucinación absurda.
—Demonios, no. Si quieres visitarme, y las damas no visitan a los caballeros, ven con un batallón de acompañantes y por la puerta principal.
La barbilla de Ino se alzó un poco más.
—Ya entiendo. Hay una serie de normas para ti y otras muy distintas para mí. Es perfectamente correcto que tú trepes por la ventana de mi dormitorio, si tienes algo que decirme, ¿y yo no tengo la misma libertad?
Sai se pasó la mano por el cabello.
—Por Dios santo, Ino, ya sabes que no. ¿Kurenai y Asuma saben que estás aquí?
—Claro que no.
Él se sintió palidecer.
—Por favor, dime que no has venido andando.
—No iba a pedir el carruaje, ¿verdad? Esto no está lejos y yo no soy una lisiada.
Una mujer joven, sola por las calles a… Sai echó una ojeada al reloj y vio que era más de medianoche… aquellas horas; aunque el vecindario fuera tranquilo y respetable, era una imprudencia suficiente para que sintiera un temblor en las rodillas.
—Dios —musitó, —eres una pequeña majadera.
—Necesito hablar contigo.
El término obstinada no bastaba para describirla. Sai le habló con dureza, porque seguía conmocionado por el riesgo que ella había corrido, no solo para su reputación, también para su seguridad.
—Voy a dejarte a salvo en casa.
—No. —Ella inspiró bruscamente y meneó la cabeza. —Ahora tengo el valor para hacer esto. Mañana por la mañana quizá cambie de parecer. Además, quiero seguir adelante y no dedicar ni un minuto más a esta batalla interior que por lo visto no puedo resolver. ¿No estás interesado en lo que me ha traído hasta aquí?
Era la misma pregunta que él le había hecho, la noche que se había sentido tan desesperado como para trepar hasta su dormitorio.
Ella le había contestado que no. Pero no había dicho la verdad. Él lo había visto en la vulnerabilidad de sus ojos. Ya había habido bastantes malos entendidos entre ellos como para empeorar la situación con más mentiras. Sai dijo simplemente:
—Ya debes saber que sí.
Y con la venia, Ino dudó. Estaba tan encantadora bajo el leve resplandor de la tenue luz de la lámpara… El vestido crema hacía que pareciera más joven e inocente que nunca. Aunque era lo bastante escotado para insinuar un poco las curvas superiores de sus pechos firmes. Ya no había nada infantil en ella. Era una mujer seductora en todos los aspectos, incluido su espíritu independiente.
Y eso era algo cautivador, cosa que él no necesitaba. Él ya era su cautivo.
—Me he enterado —dijo para ayudarla.
Ella no intentó fingir que no sabía de qué le hablaba.
—Sí. Imagino que a estas alturas todo el mundo sabe que cancelé mi compromiso con Kiba. Me sentí terriblemente mal al hacerlo, pero no tan mal como si le hubiera hecho el flaco favor de casarme con él. Me parece que ni siquiera le sorprendió demasiado, tal como tú dijiste.
Sai se limitó a mirarla. Arqueó una ceja, despacio.
—No seas engreído —dijo ella.
Habría sido más efectivo si no se le hubiera quebrado la voz. No fue gran cosa, tan solo un desliz en el tono, pero bastó. Para la esperanza.
—Intentaré no serlo —murmuró él. —Ni siquiera estoy seguro de que haya algún motivo para que sea engreído. ¿Lo hay? Salvo, quizá, tu insólita aparición y presencia aquí a estas horas.
—Sigo enfadada contigo. —Ella ni siquiera contestó a la pregunta.
—Lo he notado —admitió él con lúgubre ironía. —Nunca había pagado tan caro un error.
Ella le miró con ojos luminosos, la boca le temblaba solo un poco.
—Ni siquiera sé por qué he de hablar contigo. Durante todo el año pasado he estado intentando que la imagen de un hombre a quien creía conocer se ajustara a quien eres tú realmente, y no ha sido una tarea agradable. Dame una razón lógica para confiar en ti.
A él no se le había ocurrido pensar en ningún momento que aquello fuera a ser fácil. Había una cierta ventaja, y desventaja, en conocer tan bien a alguien. Ella amaba de forma total, pero acusaba la traición con el mismo apasionamiento. Sai se concedió un momento y después dijo en voz baja:
—Ino, sé que el año pasado me comporté de forma insensible y estúpida. Por favor, no dudes en considerarme así. Pero escúchame un momento, ¿no puedes entender que lo que estaba pasando entre nosotros me parecía tanto prohibido como antinatural? Tú eres unos años menor que yo y allí estaba yo, con esa reputación que no puedo evitar y que proviene en parte de mi padre. Más una desacertada inclinación por la protegida de mi tío. Me resultaba bastante difícil saber cómo actuar.
—De manera que caíste directamente en los complacientes brazos de lady Hotaru. —Su mirada acusadora era inconfundible. Aún estaba enfadada.
Pero también estaba allí. Había acudido a él.
—Te he explicado el porqué y me he disculpado.
—Sai buscó a tientas las palabras adecuadas, algo que mitigara la tensión que expresaba la postura de los gráciles hombros de Ino. —Antes ni siquiera se me había ocurrido pensar en el compromiso.
—¿Antes?
Aquella pregunta, formulada con delicadeza, le planteaba un desafío. Muy bien. Ella necesitaba oírlo. El la satisfizo:
—Antes de ti.
—Y ¿ahora sí?
—¿Dispuesto a pensar en el compromiso?
—Sí.
Ella tragó saliva y los músculos de su cuello se tensaron visiblemente.
—Necesito pruebas.
Bien, era bastante difícil cumplir esa orden, pero ella merecía por lo menos lo que Inuzuka le había dado, e incluso más.
—Cásate conmigo, Ino —dijo Sai con la voz ronca.
Ella dio un paso hacia él; en su cara había una expresión difícil de interpretar.
—¿Quieres que me case contigo?
—Te lo acabo de pedir. —Sai no podía creer que lo hubiera dicho tan fácilmente, renunciando a su libertad, sin dudas ni excusas. —Sí, quiero que te cases conmigo. Que seas mi esposa.
—Si eres sincero, zanjémoslo pues. —La cara de Ino mostraba cierta determinación, con sus finas cejas ligeramente unidas y sus dulces labios apretados. —Tómame.
Él se quedó inmóvil, con todos los músculos en tensión. Atónito e impresionado, la miró fijamente.
—¿Qué?
—¿Tienes problemas de oído? —Ella se acercó más y a él no se le pasó por alto el gentil balanceo de sus caderas, provocativo tanto si lo hacía de forma consciente como si no. —Llévame a tu cama. Tenemos hasta el amanecer.
Sai se quedó sin habla. Aunque sus emociones se resistían a la sugerencia, sintió que su cuerpo reaccionaba. Al cabo de un momento acertó a decir:
—No tengo intención de tratarte de forma poco honorable.
La sonrisa de ella fue inesperadamente seductora para una joven inexperta.
—Se supone que tú eres el amante más hábil de Inglaterra, ¿no es verdad? Creo que es eso lo que has proclamado ante toda la alta sociedad. Incluso se dice que has apostado una pequeña fortuna para defender ese título.
—Estaba…
—Sí, lo sé —interrumpió ella levantando la vista hacia él, con la sombra de sus curvas y de sus exquisitas facciones iluminadas por la luz trémula. —En aquel momento estabas borracho, pero aun así esa idea debe de haber surgido de cierta convicción íntima y yo quiero que lo demuestres. A mí.
—Ino. —El reproche perdió efecto cuando él dirigió la mirada hacia su boca de forma involuntaria. —No me tientes, por favor.
—¿Por qué no?
—Asuma me cortará la cabeza, para empezar.
—No se lo digamos. —Ella se acercó lo bastante para colocarle una mano sobre el pecho. Él sintió la leve presión a través de la ligera camisa de lino. —Es algo que yo deseo. Sin dudas, sin posibilidad de que tú cambies de opinión y sin que haya vuelta atrás para ninguno de los dos. Si hay algo que sé de ti es que no seduces a jovencitas inocentes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que te odiaba, consideraba que este fuera uno de tus pecados.
Era verdad. Él no hacía eso.
—Así que —ella continuó, como si estuviera proponiendo algo lógico y perfectamente coherente —si haces esto… si me comprometes, sabré que tu propuesta es auténtica.
—Es auténtica —protestó él sin saber cómo actuar, porque recibir proposiciones de una dama joven y respetable quedaba fuera del ámbito de su experiencia. Las dudas de Ino eran en cierto modo ofensivas, pero él tampoco le había dado demasiados motivos para la confianza.
—Entonces ¿estás de acuerdo?
—Podemos esperar hasta la noche de bodas.
Sai luchaba desesperado por comportarse como un caballero y evitar aquella repentina erección. Ella estaba tan cerca, tan tentadora, focalizaba de tal modo todos sus deseos…
—Yo no quiero esperar. Esto es importante para mí.
La convicción de su voz le desarmó. Maldición, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Postularse para una canonización? La mujer que deseaba más que nada en el mundo le estaba pidiendo que la llevara a la cama. Por otro lado, susurró una voz traicionera en su interior, la anulación de su compromiso había generado bastantes rumores, y ella no podía prometerse formalmente de un modo inmediato sin que los comentarios adquirieran proporciones ensordecedoras, de modo que una boda rápida y discreta era apropiada en cualquier caso.
Sai lo intentó una vez más.
—Te acompañaré a casa.
—No. Tú afirmas que me amas. Demuéstralo. —Le temblaron los labios. No mucho, pero bastó para que él se diera cuenta.
—No solo lo afirmo. Te amo —dijo Sai con la voz tomada.
—Entonces bésame.
El deseaba tocarla, besar aquellos dulces labios, abrazarla fuerte y hacer que ella se preguntara cómo podía ser aquello.
Cómo sería. Él sabía cómo dar placer a una mujer, cómo provocar esos ardorosos suspiros y movimientos sutiles, cómo llevarla al borde del éxtasis y hacer que se deslizara por el precipicio, justo en el momento apropiado.
Ino alzó la vista hacia él; estaba tan bella que Sai tuvo que contener la respiración.
—¿Entiendes lo que esto supone para mí? —Su voz era débil; sus ojos, acuosos.
—Durante el pasado año —le informó él, bastante afectado también, —he aprendido bastante sobre el amor frustrado, Ino.
—Enséñame. Creo que yo también sé lo que es.
No pudo resistirlo. El impulso de abrazarla era demasiado fuerte. Como el brillo oscuro de sus ojos. Sai la atrajo hacia sí. Deslizó los pulgares por la superficie de sus mejillas, impregnadas ahora de una humedad reveladora, y le acarició apenas las cejas con los labios.
—Permite que te lo defina. Podemos comparar nuestras notas. Es una tortura, pero a la vez es el mayor de los placeres. Te destroza el corazón, pero también es algo jubiloso. Es prodigioso y desesperante al mismo tiempo. ¿Voy bien?
Un gesto de asentimiento casi imperceptible, entre sus manos que la acunaban.
—Ino. —Sai bajó la boca.
—Sí.
Sus labios se encontraron, se acariciaron, se separaron y volvieron a encontrarse. Con todas las legiones de mujeres, con todos aquellos coqueteos sin importancia, charlas desenfadadas y momentos de abandono en alcobas prohibidas, él jamás se había sentido así. Jamás ese derroche de ternura, jamás esa necesidad agónica, jamás un deseo tan intenso.
Solía sentirse orgulloso de su sutileza —eso era del dominio público, —pero cuando Ino se movió entre sus brazos y su cuerpo esbelto tembló, Sai perdió la conciencia de lo que estaba haciendo. Lo único que podía pensar era lo cálida y sedosa que era la boca que sentía en los labios y en el tímido roce de aquella lengua, que envió una sacudida de puro deseo directamente a sus ingles; en lo celestial que era su sabor.
Aunque el planeta hubiera dejado de girar sobre su eje, aunque todos los pájaros de la tierra hubieran enmudecido y los océanos se hubieran secado, el mundo no habría cambiado tanto para Sai.
Prolongó el momento; probó, jugó, susurró su nombre al oído, reteniéndola con delicadeza con una mano en la parte baja de su espalda.
Pero finalmente aquello dejó de tener sentido; tuvo que levantar la cabeza y mirarla.
A los ojos, esperando, rezando por ver el mismo destello de luz que había allí un año antes de que él lo ensombreciera y lo destruyera.
Sus ojos eran de un negro intenso, pestañas muy largas, la nariz recta, la silueta de su enjuta mandíbula varonil y perfecta. Y su boca, tan capaz de esa devastadora sonrisa de la que tanto hablaban las mujeres, como de esos besos tan tiernos y persuasivos que le provocaban temblores en las rodillas… Bueno, ella no podía ni siquiera describirlo.
No obstante, en aquel momento, Sai no sonreía en absoluto. Posaba la mirada en ella como con una pregunta implícita.
—Te amo.
Esta vez él lo dijo sin vacilar. Sin sentir que se despeñaba por un precipicio hacia una muerte dolorosa, no hubo rastro de dudas.
Sai la amaba. Cuando Ino pensó de nuevo en todas las fantasías infantiles —y ya no tan infantiles, a medida que fue creciendo—que había tenido sobre este momento, no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en sus labios.
—Siempre creí tener una imaginación excelente, pero ahora tú me has convencido de lo contrario.
Las manos que le rodeaban la cintura se tensaron levemente.
—¿Y eso?
—Aquel primer beso fue muy romántico y yo no creía que fueras capaz de superarlo. Quiero saber más.
—Esta vez no va a parecerse en nada a lo que pasó el año pasado, te lo prometo. —El tono alterado de su voz la hizo estremecerse ante la expectativa.
—Necesito esa promesa. —Ella le deslizó los dedos suavemente por el brazo. Notó sus músculos en tensión a través de la camisa.
—Ya lo sé. —El la besó otra vez, pero levemente ahora; tan solo rozó sus labios con los de ella. —Dime qué más quieres. Todos tus sueños.
No era poco lo que pedía aquel hombre. ¿Un acto de fe que la llevara a sus brazos y a su lecho, y sus sueños además? Ino vaciló hasta que él dijo con voz grave:
—Ayúdame. No me interesa cometer más errores que tarde un año en reparar.
Puede que ella no fuera experimentada como las mujeres con las que él solía relacionarse, pero estaba suficientemente arropada entre sus brazos, como para notar la rígida protuberancia que sobresalía de sus pantalones. El rubor invadió sus mejillas y apretó el rostro ardiente contra su pecho.
El no pensaba soltarla. Le cogió la barbilla con sus exquisitos dedos y la levantó hasta que sus miradas se encontraron.
—Ino…
—Te deseo —confesó.
—Oh, me tienes —respondió él. Intensificó el abrazo, con la respiración ardiente contra su sien.
Ella había pagado un elevado precio por esto, pero ahora ansiaba oírle decir aquellas palabras. Tal vez incluso un año de tristeza, rechazo y desilusión valía la pena por vivir este momento.
Él sonrió. Normalmente aquello hacía que palpitara el corazón de todas las mujeres presentes, pero esta vez era para ella sola, y ella era la única mujer que lo veía.
Ino quería esto. Le quería a él.
—No pares —dijo. Esas dos palabras eran las mismas que había musitado un año antes, pero ahora tenían mucho más significado.
—No lo haré —le aseguró él. Sus ojos se habían oscurecido mas, tenía los párpados caídos. —Si lo intentara no podría. Si esto es lo que deseas, ven conmigo.
Sai le tiró de la mano con gentileza y la guió desde la habitación a través del pasillo en penumbra, hasta que llegaron a una escalera. La silenciosa quietud de la casa se le antojó algo prohibido, pero lo cierto era que ella estaba haciendo algo totalmente prohibido y que, no obstante, ella había requerido.
«Podemos esperar a nuestra noche de bodas…»
Su marido.
Iba a casarse con el infame conde de Anbu. El escándalo que se provocaría en cuanto la alta sociedad tuviera noticias de la pareja sería sobrecogedor, pero no tan sobrecogedor como la perspectiva de darle la mano y permitirle que la guiara hasta su alcoba.
Porque ella lo había pedido como si fuera una prueba de fuego.
Ahora no había vuelta atrás, pensó mientras subía los escalones y notaba la calidez y la firmeza con la que Sai mantenía sus largos dedos entrelazados con los suyos. Bien, eso no era exactamente cierto, porque aunque había notado lo excitado que estaba cuando la besó, ella sabía que si el coraje la abandonaba él la dejaría marchar.
—¿Todavía estás segura? —preguntó él como si leyera sus pensamientos, con la mano en el vistoso tirador de la primera puerta del pasillo del piso de arriba. —Aún puedo llevarte a casa y confiar que puedas colarte sin que te vean, pero de cualquier forma…
Ahora ya no había manera de que ella volviera. Había roto con Kiba, había arriesgado su reputación saliendo de la casa a hurtadillas, había desnudado su alma y había hecho esta escandalosa oferta.
—Sai, estoy segura.
Entonces él la besó. La besó mientras la hacía entrar, la besó mientras la conducía a la cama hasta que chocó con la parte de atrás de las piernas, y la besó mientras empezaba a desabrocharle el vestido. Ino notó solo de un modo vago cómo caía la ropa. La única cosa en el mundo era la urgencia de la boca de Sai, enardecida y hambrienta, contra la suya. Ella ensartó los dedos en su cabello sedoso, sintió el ardor de su piel contra la palma de la mano y se deleitó en la certeza de que él la deseaba. Estaban tan estrechamente unidos que el poderoso latido del corazón de Sai hizo vibrar las puntas de sus senos. Cada sonido reverberaba a través de su propia alma.
—Ino, Ino —musitó él pegado a su boca, apartando prendas con las manos, recorriendo su piel.
Ella descubrió que no había tiempo de sentir vergüenza o timidez cuando él la desnudó de golpe y la dejó sobre la cama. Era grande, cómoda y espaciosa, tanto que incluso cuando él se despojó de la camisa y se despegó los pantalones del cuerpo, cuando se reunió con ella —absolutamente masculino, impresionante y excitado, —siguió habiendo espacio.
Era magnífico. Fuerte, escultural, bello.
—Te necesito. —La abrasó con la mirada. Ella sintió la ardiente vibración de su erección contra la cadera y supo que decía la verdad. Unos poderosos brazos la estrecharon y aunque quizá debía haber estado asustada, sencillamente… no lo estaba.
—Voy a darte placer hasta que grites —le prometió, mordisqueándole el cuello. —Hasta que grites mi nombre.
Ino se arqueó, incapaz de creer lo que iba a hacer… entregarse a Sai finalmente.
—Hazlo —jadeó.
—Porque tú deseas comprometerte. Porque no quieres echarte atrás.
—Su respiración le hacía cosquillas en la oreja.
—Sí.
—Porque tú… ¿me deseas? —Sai trazó con la lengua un interesante arco a lo largo de su cuello. —¿Lo suficiente como para entregar tu virginidad, como una ofrenda para sellar nuestro pacto? Permite que te diga que es una estrategia efectiva, mi amor.
«Mi amor…»
En otras circunstancias, Ino podía haber negado esa insinuación de que ella hubiera planeado algo de esto. Cuando en realidad había dado vueltas por su habitación, reflexionó, se enfadó, después lo pensó y volvió a enfadarse. Hasta que el reloj anunció la medianoche no reunió el valor suficiente para salir de la casa en la oscuridad como una ladrona. Bajó sigilosamente la escalera de atrás, cruzó la puerta de servicio y recorrió la calle aprisa para llegar hasta él. Esa luz en la ventana de la planta baja del domicilio de Sai había sido una bendición, un regalo. Ella había imaginado que tendría que llamar y preguntar por él, despertando a la mitad de los residentes. De este modo era mejor.
De este modo era como un sueño hecho realidad.
El descubrió su pecho desnudo con la boca. Un calor húmedo se cerró sobre su pezón y ella jadeó y se arqueó de nuevo sobre la suavidad de las almohadas, con el cuerpo repentinamente en llamas. Sai chupaba con dulzura. Enroscó la lengua alrededor del vértice tenso, hasta que ella se sintió como si hubiera dejado de respirar y se dio cuenta de que esto estaba pasando realmente. Estaban desnudos y abrazados; él inclinaba su cabeza oscura sobre ella y hacía cosas mágicas, mágicas, con la boca.
—Oh. —Ino se agarró a él, con el cuerpo en tensión, sintiendo los efectos de los besos de Sai en la boca del estómago y en la cavidad entre las piernas.
¿Así era? ¿Era eso sobre lo que susurraban las mujeres?
—Dios, Ino, te deseo tanto… —Su barba incipiente le acarició la piel. Cogió entre las manos el pletórico montículo, lo moldeó, y rozó con el pulgar la punta erecta del pecho que tenía delante.
—Sai. —Ella tenía la voz crispada, vacilante.
—Necesito probar cada centímetro tuyo.
La seca aspereza de aquel tono incrementó la temblorosa reacción de ella a su seductora caricia. Él exploró sin prisas el otro pecho con los labios y la lengua, y después rozó con la boca el valle que había entre la carne que albergaban sus manos.
Ella deseaba gritar de placer y apenas consiguió contenerse. Retuvo el labio inferior entre los dientes y sofocó un quejido. ¿Se suponía que era así?, se preguntó. Aquellos besos embriagadores, el azote ardiente y perverso de su boca sobre la piel, la sensación de entrega y abandono.
Sí, decidió al cabo de un momento, mientras él lamía un enardecido sendero a lo largo de su clavícula, y emitía un sonido sordo con la garganta. Esa era exactamente la razón primigenia por la que él y el pecaminoso duque de Namikaze habían hecho esa apuesta. Porque él sabía con exactitud qué hacer. Debía saberlo, porque ella no tenía ni idea y allí estaba, debajo de Sai, con el cuerpo entregado a su placer carnal… ¿o era el de ella? Sus sentidos estaban sojuzgados y los límites de la definición eran vagos, borrosos.
Cuando él se desplazó más abajo con una lluvia de besos a lo largo de su estómago, ella no lo comprendió hasta…
Oh, Dios, hasta que se dio cuenta de que la boca de Sai estaba en un sitio que nunca soñó que nadie quisiera probar, y de que él decía la verdad cuando prometió que sería por todas partes. El éxtasis feroz que provocó ese escandaloso beso entre sus muslos separados creó un torbellino en su cabeza. Sai la empujó y le separó las piernas para facilitarse el acceso; volvió a bajar la cabeza y obtuvo un grito revelador que ella no pudo evitar que surgiera de su interior más profundo.
—Perfecto —murmuró él, sin dejar de acariciar aquella carne sensible con la boca. —Déjate llevar, Ino. No te resistas. Vamos a hacer esto de la forma correcta. Quiero que estés unida a mí para siempre.
¿No resistirse a qué…? Oh, Dios, ella reaccionó con una sacudida a la invasión de su lengua, gimoteó ante el hábil coletazo de esta en el punto justo, y notó que su mano temblaba cuando le agarró la cabeza para apartarle.
O para acercarle más. No lo sabía; su cuerpo estaba tan subyugado…
Entonces llegó. Como una ola enorme que avanzó, permaneció suspendida y después bajó en picado con un estrépito desbordante. Ino se retorció, intentó respirar, y se estremeció como si las ondas avanzaran a través de ella con extáticas pulsaciones.
Fue… increíble.
Tan irresistible que apenas se dio cuenta de que él ajustaba su posición, deslizándose hacia arriba, deslizándose hacia dentro. Su sexo la penetró, primero solo con una presión contundente, y después de forma más plena, mientras empezaba a tomar verdadera posesión de su cuerpo.
—Probablemente sientes esa prueba de mi lealtad que deseabas, Ino. —La besó, sus bocas se unieron de un modo breve y rudo y él cerró los ojos. Estaba más hermoso que el David de Miguel Ángel. Esculturales músculos de mármol y rasgos apolíneos, y una expresión que indicaba supremo control. —Yo tomaré lo que tú quieras ofrecerme e intentaré devolvértelo por partida doble. Ábrete solo un poco más para mí. Seré tan gentil como sea posible.
Estremecida aún por la intensidad del placer que él le había dado y vagando todavía entre las secuelas, Ino no se resistió; dejó que él le separara más los muslos.
—Yo no he hecho esto nunca antes —susurró él pegado a su boca, y se hundió un poco más, extendiendo aquella cavidad femenina con su inexorable irrupción. —Si cometo algún error, perdóname.
Ino luchó contra el impulso de reír, inapropiado en aquel momento.
—Pero tú has…
Ella se detuvo sin aliento al sentir la punzante sacudida de su membrana virginal al romperse, y entonces él se enterró por completo en su interior.
Todo él. Toda ella. Juntos. Era incómodo, pero era un dolor insignificante comparado con la maravilla de estar tan unidos, tan cerca.
—Lo siento —susurró Sai y le besó la mejilla, la punta de la nariz, la comisura de la boca. Después musitó contra sus labios: —Ahora eres mía… para siempre.
—Siempre he querido serlo —le dijo ella, y clavó apenas las uñas en sus musculosa espalda, absolutamente triunfante. —Para siempre.
Sai se quedó quieto, atravesándola pero sin moverse. Tenía una expresión en la cara peculiar e intensa, que se contradecía con su habitual e indolente encanto.
—No lo has dicho. Diría que este es el momento perfecto. Sé que soy egoísta, pero aunque me acabas de obsequiar con lo más preciado que una mujer puede darle a un hombre, deseo más que tu pureza, Ino. Por favor, dime.
Ella miró fijamente sus ojos negros, conmovida por la súplica que había en su voz.
—Te amo. Siempre te he amado. En parte ese era el problema. Incluso cuando me decía a mí misma que te odiaba, en el fondo sabía que te seguía amando.
—En este momento —dijo él en voz baja, con un sospechoso brillo acuoso en los ojos, —me siento el hombre más afortunado de la tierra. —Entonces se apoyó en un codo y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. —Soy el hombre más afortunado de la tierra.
¿Estaba de verdad el notorio conde de Anbu conmovido hasta las lágrimas?
Pues sí, comprobó ella, alzando la mano para acariciar maravillada esas pestañas aterciopeladas y el rabillo del ojo donde descubrió un minúsculo rastro de humedad.
—Sai.
Una mano resbaló sobre su hombro, los dedos gráciles de él se deslizaron con sugerentes caricias.
—Hablamos luego, ¿de acuerdo?
Ino levantó las caderas un poco, sin pensar, feliz de que la incomodidad fuera cediendo, mientras su cuerpo se hacía a la sensación de plenitud y posesión.
—¿Se ha terminado? —dijo con la voz sin aliento, por una razón que casi no comprendía y una extraña excitación que reemplazó cualquier sensación de temor.
—No. —Resurgió aquella familiar sonrisa, esa que ella había echado tanto de menos, imprudente y juvenil, con un gesto de los labios tan embriagador como una copa de buen vino. —Ahora que nos hemos declarado nuestros sentimientos mutuos, acabemos esto tal como tú pediste. Créeme, no hemos terminado en absoluto. Deja que te enseñe.
Sai empezó a moverse, fluida y enérgicamente pegado a ella; en ella. Su miembro rígido se deslizó hacia atrás y luego embistió hacia delante y, para sorpresa de Ino, esa fricción le pareció primero una sensación interesante, que luego se convirtió en algo completamente distinto.
Estimulante, decidió cuando su cuerpo empezó a adaptarse y a responder al ritmo de las embestidas y las retiradas. Él deslizó la mano entre ambos, la acarició y frotó mientras seguía y ella sintió destellos de placer con cada caricia, con cada sacudida.
—Otra vez, Ino —insistió él con los ojos entornados. —Por mí.
¿Qué quería?, se preguntó ella apuradísima, hasta que sintió aquella interesante tensión y arqueó la espalda. Apretó los muslos alrededor de las caderas de Sai y emitió un sonido muy impropio de una dama, un gemido que emergió de su garganta.
La sensación era tan… buena. Muy buena.
Increíble.
Inconcebible.
Se agarró a la colcha con los puños, dejó de respirar y el mundo se alejó volando. Ella se estremeció y se colgó de él, piel húmeda contra piel húmeda, con el cuerpo temblando de placer. Sai gruñó y se quedó inmóvil, con los músculos duros y rígidos, y ella notó el latido de un curioso fluido cálido en su interior.
El dormitorio quedó en silencio salvo por la respiración entrecortada de ambos. Ino, por la razón que fuera, empezó a reír, débilmente, pues no estaba segura de poder respirar. Rodeó con los brazos el cuello de Sai y murmuró pegada a su piel:
—Ahora te creo. Deseas casarte conmigo.
Los labios de Sai planearon sobre su frente.
—Nunca he sido tan sincero en toda mi vida.
Continua
