Hasta
que ella llegó.
Nobi
laashi. Laashi. Jamás habría
podido imaginarlo. De pronto, apareció allí, envuelta en extraños atuendos y
con una brizna de la horrible flor roja en su mano. Había miedo en sus ojos. Laashi.
Estaba toda mojada, como si se hubiera caído al río o hubiese estado danzando
bajo la tormenta del día anterior.
Ella
la recordaba perfectamente, esa imagen, pese a que la bola luminosa ya había
descendido y estaba a punto de echarse a dormir sobre las montañas del
horizonte. Iik. Se había quedado quieta, a la vez horrorizada y
fascinada, sin poder desviar los ojos de tan extraña visión, todo su cuerpo en
espera.
Y
entonces él se había dejado caer del Gran Árbol. Él, que siempre llevaba a
todos a la ruina por su curiosidad, por su forma de ser temeraria y diferente, y
que luego se las apañaba para arreglar las cosas. Él, al que ella admiraba y
amaba y deseaba por encima de todo, precisamente por esas cualidades. En aquel
momento deseó que no las tuviera.
El recuerdo de aquella vez persistía,
no se borraba, había quedado tallado dentro de ella. Se tapaba los oídos. Se
tapaba los ojos. Se revolcaba por el barro. Pero seguía dentro. Seguía ahí.
Todo
había ido bien, hasta que ella llegó.
La
amo. Sé que la amo porque ella es todo lo que soy yo. Es como si mirara mi
propio reflejo en el agua. Nunca antes esto había ocurrido. La amo.
Pero
esta noche, mientras se despoja una a una de sus ropas con una dulce sonrisa,
sometiéndome con sus ojos, domándome con la lentitud de sus movimientos, sé
que no puedo fingir más. Yo era, soy, el Gran Mono Blanco. Pertenezco a este
lugar. Y soy de Ella. Soy de cada hierba que pisan mis pies, de cada árbol que
trepo, y de Ella. La única que me entiende, la única que siempre me ha tenido.
Sigo
en este sendero porque no se me han ofrecido otros. La amo a ella porque sí,
porque no tengo otra opción, nunca me dejaron elegir. Pero Ella, mi Hariem, ¡mi
amiga!, tiene todo lo que yo no tengo. Esta noche ya no puedo ocultar mi deseo.
¿Cuánto
tiempo había estado sufriendo en silencio su dolor, viéndole alejarse de ella,
durmiendo de nuevo con el resto del clan? El pelo de Mordok comenzaba a grisear
cuando ella se deslizó por primera vez entre las sombras, para echarse a dormir
con el resto de las hembras. Ahora Mordok tenía toda la barba gris.
Él
la ayudó. La ayudó a quedarse. Le construyó un refugio cerca del Gran Árbol,
de aquel lugar sagrado donde él y ella se habían unido tantas veces; con
trozos de madera, como él sabía. Y ella volvió con más extraños
artefactos y se instaló allí como una más... cuando la barba del gran Mordok,
su padre, empezaba a ponerse gris.
Incluso
él había venido a pedirle disculpas.
No
llores, mi Hariem, había gruñido, de nuevo en su lenguaje, no en aquella jerga
complicada que usaba ella. Consolándola entre sus tibios brazos. Mi
Hariem, tú eres mía, sólo mía, yo sólo te quiero a ti. Pero ella necesita
cuidados, mi Hariem. Y estoy obligado a dárselos, es honor, obligación.
Y
ella chillaba, de dolor y de rabia: sabía, y él también, que esa maldita
visitante y su mono guardaban una relación especial, un vínculo indestructible
al que ella no estaba autorizada a entrar. Eran iguales. Eran de la misma raza.
¿Cuánto tiempo había pretendido fingir él? Los cabellos de Mordok eran
entonces negros como la oscuridad...
La oigo gritar. La oigo mientras
me remuevo y me revuelvo y la penetro, exactamente igual que como hacía con
Ella. Ella también gritaba, y yo nunca sabía si era de dolor o de placer.
Tampoco lo sé ahora. Me habla, pero no sé lo que dice. La sostengo por los
cabellos, no quiero que vuelva a mirarme, si lo hace, puedo darme por muerto;
porque con sus ojos me civiliza, me hace más suyo aún, suyo y de su mundo, y
yo quiero pertenecer a la selva.
Al
principio, ella la huía. No quería encontrársela porque la odiaba, le
repugnaba y le fascinaba, a partes iguales. Luego comenzó a observarla en
secreto, como aquella primera vez que llegó; la vio dormir, lavarse, comer. No
cazaba ni recogía hierbas. Se alimentaba de extrañas hojas que sacaba de un
objeto que llevaba consigo, y hacía que él cazase para ella.
Cuando
el disco luminoso se estaba poniendo, él llegaba con la comida. Ella
siempre le estaba esperando. Había una sonrisa en sus labios. Ella les miraba a
escondidas; él lo sabía. Y la primera vez que ella le besó, él desvió
los ojos, desconcertado, hacia el lugar donde se encontraba ella escondida.
No pudo soportarlo. Gritó de rabia y
huyó, deslizándose entre las hierbas. Subió al Árbol Rojo y se dejó caer
desde una rama... pero no resultó herida. El líquido rojo no manchó su piel.
Ella había esperado verse envuelta en líquido rojo, que quitara esas imágenes
de su cabeza, que la hiciera dormir. Pero no fue así.
Él
y ella la cuidaron durante días. Envolvieron su pata con tejidos extraños
y la acostaron en lugares fríos e inseguros. Él iba de un lado a otro de la
cabaña, nunca se acercaba a ella, pero tampoco salía de allí. Ella ponía
su horrorosa mano blanca sobre el hombro de él y le hablaba afectuosamente.
Su
mono, su Hariem, había dejado de serlo. Ahora era el Hariem de ella.
Llora,
tendida en la cama. Yo estoy de pie, mirando por la ventana, temblando y
cansado. Quiero aullar. Quiero volver a gritar como sabía. Pero hasta eso se me
ha olvidado.
-¿Por
qué has hecho eso?- continúa diciendo entre sollozos -. ¿Por qué?
Aprieto
los labios y descargo un puñetazo sobre la pared.
-Tengo
que volver.
-¿Qué
dices?
-No
soy un hombre, Jane- me acerco a ella y se tapa con la sábana, temerosa -. Yo
no soy un hombre. Puede que naciera hombre, pero ya no lo soy.
-¡Eres
un hombre, Tarzán!
-¡No
lo soy!- me entran unas súbitas ganas de estrangularla. Pero no puedo. La
quiero.
Bajo
los ojos. Ella sorbe las últimas lágrimas. Se acerca hacia mí poco a poco y
pone su mano en mí.
-Tarzán-
dice en el lenguaje de la Civilización, el que me enseñó a usar -. Tú no
eres un animal. Fuiste criado entre ellos, pero no lo eres. Acéptalo. Siempre
fuiste diferente a ellos.
Algo
húmedo quiere salir de mis ojos mientras ella pronuncia estas palabras. Me
hacen daño por dentro.
-Pronto
volveremos- dice ella -. No te preocupes más.
Una
gota rueda por mi mejilla. La miro a los ojos.
-Jane-
mi voz suena rara -. La amo.
Planeó
su estrategia perfectamente durante aquel tiempo en el que tuvo que quedarse en
la cabaña. Aunque ella no se diera cuenta, la tenía siempre en la
cabeza. Lo que no sabía era cuándo la llevaría a cabo.
Ella
la cuidó con fingido afecto, aplicando a su pata líquidos extraños y dándole
de comer. Ella escupía la comida que le daba; no la quería. Entonces ella
la encerró en un lugar oscuro. Lloriqueó, esperando que alguno de sus hermanos
la oyese y viniera a rescatarla. Pero ninguno vino.
Ella
les había decepcionado a todos haciéndole a él su Hariem. Ahora le pagaban
con la misma moneda.
En
una de las ocasiones que ella vino a cambiarle el agua, creyó distinguir
una mirada de desafío en sus ojos. Desvió los suyos. De pronto, entró él; se
sentó a su lado, la abrazó, la acarició, la mimó como solía hacer antes. Ella
salió de allí. Él intentó explicarse: Ella dice que es mejor así. Amiga mía,
pertenecemos a mundos distintos. Yo no soy de tu raza. Tenemos que dejarlo todo.
Sentía
su erección presionando contra su vientre y ardía por sentirle dentro de ella.
Pero él se apartó. La dejó ir y se quedó con ella en la cabaña.
Fue
la última vez que le vio.
-¿Estás diciendo que te la
tirabas?- aúlla Jane, con los ojos muy abiertos -. ¿Que follabas con un
animal?
Trepó
al Gran Árbol sin esfuerzo. Ramaram. No sentía su cuerpo poseído por
el miedo.
Se
sorprendió de no encontrarle allí. Ella estaba sola, con el escaso pelo
revuelto a las luces de flor roja que alumbraban el lugar. La bola luminosa hacía
mucho que se había ocultado.
En
cuanto la vio, comenzó a gritar. Ella no entendió nada de lo que decía, pero
parecía muy exaltada. Sus ojos tenían rastros de rojo. De pronto la empujó.
Se dejó hacer. Ella se inclinó y la tomó por la nuca. Eso no.
Se
revolvió y la mordió. Ella chilló de nuevo. Se apartó y de este modo
dejó el paso libre a donde ella quería llegar. Ramaram. Cruzó la
escasa distancia enseguida, tomó un objeto de la pared y se volvió a mirarla.
Ella estaba quieta. Notó el pánico
que emanaba de su cuerpo. Se había quedado aterrorizada al ver lo que sostenía
en la mano; ella sabía que eso eran los dientes de él, lo que él usaba para
cazar, para comer. Para hacer correr líquido rojo. Lo sabía perfectamente.
Y, también, le había visto emplearlo.
El grito de Jane me sorprende,
incluso desde donde estoy situado, cerca de la Cascada. Suena muy fuerte.
Me deslizo por la liana y
comienzo a correr. Jane grita de nuevo. Son gritos desgarrados de auxilio. No
pienso en nuestra pelea de hoy. Simplemente sé que tengo que ayudarla.
Sorteo el Arroyo, trepo a un árbol
y prosigo mi camino de rama en rama. Llego al Gran Árbol. Me dejo caer sobre el
techo de la cabaña y entro por una ventana.
-¡Jane!- rujo.
Jane yace manchada de sangre en
el suelo, con los ojos mirando a algún punto impreciso. Ella está a su lado.
Con mi cuchillo de matar tigres.
Nos sostenemos la mirada durante
largo tiempo. Luego Ella se acerca a mí. Doy un paso atrás. Finalmente, deja
caer el cuchillo al suelo y – lanzándome una última mirada de súplica –
se marcha de allí.
Yo me arrodillo junto al cadáver.
Jane... mi Jane, la única de mi especie, asesinada por mi Amiga, mi Hariem, Aquélla
a la que más quiero. Ella.
Y sin embargo, lo único que
siento es liberación. Y un punzante dolor entre las piernas.
Echo la cabeza hacia atrás y
grito, con toda la fuerza de mis pulmones:
-¡CHEETAH! ¡CHEE-TAAAAAAAAAHHHHHHHH...!
FIN
6 Septiembre 2000
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