Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


2

Ino

¿Va a ir a dónde?

La idea de que Kiba fuese a cualquier parte era suficiente para que me dieran náuseas. Tal vez escuché mal. Tal vez Neji no lo decía en serio. Tal vez esa mirada de asombro en la cara de Kiba significaba algo completamente diferente.

El calor del café irradiaba a través de la taza, finalmente quemándome la mano antes de que me diera cuenta que todavía la tenía. Di la vuelta hacia la pared que separaba la cocina de la sala de estar y entregué la taza a Kiba, quien me miró con unos ojos marrones oscuros y murmuró un "gracias".

—¿Qué quiere decir? —le pregunté.

Su poderosa mandíbula se tensó al mirar de nuevo a Neji. Viendo la seriedad en sus caras, nunca parecieron más hermanos. Su herencia nativa americana demostró ser dominante, dándoles rasgos cincelados, narices fuertes, huesos agudos en las mejillas, y cabello negro. Pero, aunque Neji era un centímetro o dos más alto que su hermanito, Kiba tenía por lo menos diez kilos más de músculos. Diez kilos de músculos increíblemente calientes.

Momento.

No debo pensar así de Kiba.

—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó Kiba a su hermano.

Cada músculo de mi cuerpo se tensó.

—Tendríamos que volver a Colorado. —Los ojos de Neji parpadearon hacia mí, pero mis ojos veían solo a Kiba.

Él asintió lentamente, como si estuviera analizando los detalles en su cabeza. Esa era una cosa suya, nunca tomaba una decisión a la ligera.

—¿Y quieren tenernos? —preguntó.

—Así es. Van a ajustar el sesenta por ciento. Sasuke dijo que no estaba seguro de los números finales.

—¿En cuánto tiempo tienen que enlistarnos?

Un año. Di un año.

Las náuseas me golpearon con fuerza. No podía imaginar una vida sin Kiba. Ya era un infierno cuando apagaba incendios durante semanas.

—Dos semanas.

Bueno, ahora iba a vomitar. Debí haber hecho algún tipo de sonido, porque el brazo de Kiba rodeó mis hombros, me llevó hacia su lado donde siempre pensé que estaría. No éramos pareja ni nada, pero su presencia era una parte fundamental para que mi mundo siguiera en movimiento.

—Dos semanas —repitió, frotando la piel desnuda de mi brazo con su mano.

—El Consejo solo les dio hasta la ceremonia.

—Pues eso es una mierda —gruñó Kiba.

—No lo entiendo —dije en voz baja.

Me miró con esos ojos increíblemente profundos, dos líneas pequeñas surcando entre sus cejas.

—¿Recuerdas que regresaré a Colorado dentro de un par de semanas?

Asentí.

—Ese es el plazo que le dieron a Sasuke —respondió Neji— Ellos están haciendo esto tan imposible como pueden, a pesar de que él está pagando todos los gastos. La estación de bomberos está lista y todo, solo falta un equipo.

—Maldita sea. Sabía que era rico, pero no tanto —Kiba respiró hondo, y soltó el aire lentamente— Está bien, así que, si regresamos, ¿vamos a formar el Equipo de Konoha?

—Ese es el plan.

—¿Y si no lo hacemos?

—Fallarán. No hay manera matemáticamente posible de hacerlo sin nosotros.

Kiba soltó una risa sarcástica.

—Y pensar que nunca quisiste que fuera bombero.

—Todavía sigo pensando lo mismo. Esta no es una orden, Kiba; es una elección.

—¿Irás? —preguntó Kiba.

—Claro —dijo Neji.

Me quedé sin aliento. Si Neji iba...

—Entonces yo también. No vas a hacerlo solo. Nos mantenemos vivos. ¿No es eso lo que siempre dices?

El dolor me atravesó, tan intenso que sentí el entumecimiento de mis nervios como si alguien hubiera puesto un hierro caliente en mi alma.

—Sí —dijo Neji en voz baja—. ¿Estás seguro de que esto es lo que quieres hacer?

Sus ojos pasaron sobre mí de nuevo, como si yo tuviera algún impacto en la decisión de Kiba. Nunca crucé la línea que me dejaría decidir. Nunca, ni con toda la química intensa que compartíamos, o el anhelo que siempre tenía. No sería justo, no con las responsabilidades que yo asumía.

Se merecía algo mejor.

El agarre de Kiba en mi hombro se apretó.

—Es papá, Neji. No hay opción. Es su equipo y nuestra casa. Si hay una oportunidad de traer a Konoha de vuelta a la vida, entonces no me quedaré sentado.

Esto fue todo. Se iría de Alaska.

Dejándome.

—¿Dónde diablos han estado? —gritó papá mientras Natsu y yo entrábamos a la casa.

Ella hizo una mueca de dolor. Le di una sonrisa tranquilizadora.

—Me encargaré de él.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —mentí—. ¿Por qué?

—Has estado al borde de las lágrimas desde que dejamos la casa de Kiba. ¿Pasó algo entre los dos?

Coloqué un mechón de su pelo rubio detrás de la oreja.

—No. Kiba y yo estamos bien. Nunca ha sido así entre nosotros.

—Bueno, debería —dijo mientras se alejaba.

Él era mi mejor amigo. No era como si nunca hubiera pensado que sería, en realidad, suya. Era mujer después de todo. Me sabía casi todos los planos y cavidades de su cuerpo, la forma en que las esquinas de sus ojos se arrugaban un poco cuando sonreía. Demonios, incluso protagonizó algunas de mis fantasías más ruborizantes. Pero vivía en la realidad.

—¡Ino! —gritó papá desde la sala de estar.

Una realidad con mi papá. Endurecí los nervios con una respiración profunda y avancé.

—¿Sí, papá?

—¿Dónde diablos has estado? —Repitió su pregunta anterior—. No te molestaste en volver a casa después del trabajo.

Se encontraba tendido en el sofá, con la ropa de ayer y bebiendo alcohol. O tal vez era una botella casi vacía de Jack en el suelo junto a él. Los platos llenaban la mesita de café, justo a su alcance.

—Nos quedamos con Kiba anoche —dije, apilando los platos.

—Bueno, deberías haber estado aquí, y no andando de puta con el muchacho Hyuga.

Ni siquiera se molestó en mirarme, solo se volvió para seguir viendo Family Feud. No es que tuviera idea de lo que era una familia. En su mente, esa palabra solo se extendía a mi madre, y cuando ella se fue... bueno, dejamos de valer mucho.

—Solo somos amigos, papá —dije, llevando los platos a la cocina.

—Una mierda. Tráeme mis medicamentos, ¿puedes? —preguntó, con un tono de repente dulce.

Puse los platos en el fregadero y encendí el agua caliente para ayudar a aflojar la comida seca y pegada. Luego agarré el borde de la encimera y bajé la cabeza, respirando hondo.

Kiba se iba. Esta era mi vida. No habría risas brillantes con él, ni mirar a las estrellas o robar la comodidad de sus brazos bajo el disfraz de la amistad.

Se acabó.

Mi corazón se sentía como si estuviera siendo triturado, exprimido hasta sangrar. La vida que llevaba no era glamorosa, ni siquiera satisfactoria. Eran responsabilidades. Responsabilidad de educar a Natsu. Responsabilidad de cuidar de papá.

Responsabilidad.

Cerré la botella de píldoras en la encimera con más fuerza de lo que pensé.

Responsabilidad.

Enrosqué la tapa, papá gritándome de nuevo porque tardé demasiado tiempo.

Responsabilidad.

Y esto me pareció bien anoche porque tenía una cosita que mantenía para mí: Kiba. Pero ahora me sentía como si estuviera mirando por el camino que mi vida tomaría... y de repente el vacío fue abrumador.

—¡Ino! —gritó papá.

—Sí, papá. En un segundo —respondí, sabiendo que si no lo hacía, los gritos solo serían más fuertes. Hasta comenzar a tirar cosas. Y si no me apuraba y lo hacía levantarse... bueno, se desquitaría. Con nosotras no; nunca nos puso un dedo encima a Natsu o a mí; simplemente con todo lo que amábamos, para dejar claro su punto de vista.

Mamá había muerto en el accidente de coche que había resultado en la columna vertebral fusionada de papá, y pagaríamos para siempre por perderla a ella y su interminable dolor y la pérdida de su trabajo en la fuerza. Después de todo, estaban de camino para recogernos de un fin de semana con nuestra abuela. En la mente de papá, si nunca hubiéramos nacido, ella seguiría viva y él seguiría siendo un oficial de policía. Sabía que no era así, lo admitiera él o no. Era el secreto entre nosotros. Lo guardaba porque nunca se expondría voluntariamente a las consecuencias de sus acciones. Lo guardé porque era el tutor de Nat, y en el momento en que abriera mi boca, me expulsaría de su vida, y entonces, ¿qué sería de ella? Incluso si lo denunciaba por negligencia, no había ninguna garantía de que se quedaría conmigo.

Enjuagué los platos y los metí en el lavavajillas, inmediatamente tomé los medicamentos para el dolor de papá de la parte superior del gabinete, donde decidí ocultarlos durante la semana. Cambiarlos de sitio aseguraba que nunca tomara más de lo asignado.

Agarré una botella de agua de la nevera y le llevé las pastillas.

—Ya era hora —gruñó y gritó mientras se sentaba en el sofá. Tragó las pastillas y algo de agua, luego se rascó la barba sin afeitar. Renuncié a intentar afeitarlo hace años—. ¿Has pensado en limpiar este lugar?

Hizo un gesto alrededor al desorden en general de la sala de estar.

—Tal vez más tarde —respondí—. Tengo que ir a la oficina por unos minutos.

—¿En el periódico? —se burló.

—Sí, en el periódico. Donde tengo un trabajo.

Así puedo mantener las luces encendidas.

Rio.

—Eso no es un trabajo. Los empleos dan dinero real. ¿Por qué no dejas eso y tomas más turnos en el bar? Una chica bonita como tú puede ganar buenas propinas.

Hacía buenas propinas. Lo suficiente para ahorrar para pagar casi la matrícula completa de Natsu. Cinco años más y tal vez podría pagarle la universidad sin los préstamos que tomé para mi título de periodista. Pero esa medida también me llevó a Kiba, que valía cada centavo de la deuda que acumulé.

—Está bien, bueno, si eso es todo, entonces tengo cosas que necesito hacer.

Cambió el canal.

—Dame ropa limpia y hazme el desayuno.

Mordí el interior de mis mejillas y algo dentro mí se quebró.

—Di por favor.

—¿Disculpa? —preguntó, finalmente mirándome, con los ojos cristalinos por las drogas, pero abiertos.

—Di por favor —repetí.

—¿Por qué debería? —se quejó como un niño petulante.

El dolor de la inevitable pérdida de Kiba se transformó en ira candente.

—Porque todavía no me he cambiado la ropa del trabajo. Porque tengo dos trabajos para pagar los impuestos, los servicios públicos y todo lo que Natsu necesita. Porque Kiba se va a mudar a Colorado y esta es mi vida, así que necesito que hoy seas un poco comprensivo, papá, ¿de acuerdo?

—Perderás a tu novio, ¿no? —preguntó, volviendo su atención a la televisión.

Tuve la abrumadora necesidad de tirar ese maldito control remoto a la pantalla.

—No es mi novio.

—Entonces, ¿por qué te importa tanto? Deja que siga adelante, que encuentre una mujer que pueda cuidar de él. Sé feliz de que vaya a salir de aquí, porque nosotros nunca lo haremos.

Nunca lo haré.

—Bien. Eres de mucho apoyo.

—Tienes razón —dijo con un pequeño encogimiento de hombros.

Todo mi ser se iluminó un poco, como si el hombre al que amé más que a la vida me estuviera mirando a través de las nubes que lo han cubierto durante los últimos once años.

—¿Qué quieres decir?

—Esta es tu vida. Te la has ganado. Ahora trae mi ropa; estas apestan.

—Báñate de vez en cuando —le dije por encima del hombro mientras me alejaba del olor de la depresión que se convirtió en una regla de esa habitación desde que decidió que dejaría de caminar a la cama.

—¡Cuidado con esa boca! —gritó.

Subí las escaleras y entré en mi habitación donde me arrojé a la cama y miré al techo.

Ponlo en un asilo.

Sal de tu casa y múdate.

Eres adulta ahora; no tienes que quedarte.

Los consejos de todos mis amigos corrieron por mi cabeza mientras yo yacía aquí. Pero todos esos amigos se mudaron. Se fueron a climas más cálidos, ciudades más grandes. No eran responsables del cuidado de sus padres.

"La familia tiene una forma de empujarnos al límite... pero simplemente tenemos que mantener en movimiento los límites establecidos para ellos". La voz de Kiba se sobrepuso a cualquier otro pensamiento. Siempre entendió por qué me quedaba cuando todos los demás se iban.

Miré nuestra foto del verano pasado. Sus brazos me rodeaban, su barbilla descansando sobre mi cabeza mientras ambos sonreíamos a la cámara. Tenía el pecho desnudo, los tatuajes tribales que se extendían sobre su pecho y llamaban más la atención sobre sus músculos definidos, las líneas firmes y afiladas que tanto se esforzaba por mantener perfectas. Como me recordaba constantemente, no fue por vanidad, sino por la forma en que él se mantuvo vivo y un paso por delante de los incendios que combatió. Pero nunca lo había visto quejarse cuando lograba que todas las mujeres voltearan la cabeza en un radio de ochenta kilómetros. Les sonreía, les guiñaba el ojo y yo sabía que sus bragas caerían felices en el suelo de su habitación. No es que se me permitiera tener celos. Para empezar, no éramos pareja. Podía dormir con todas las mujeres en Fairbanks y no le diría nada. No es que alguna de ellas fuera lo suficientemente buena para él. Pero también tuve una parte de él que ninguna de ellas jamás tendría. Nuestra amistad había durado más que todas las relaciones fallidas de ambas partes. Si había una constante para nosotros, era el uno para el otro. ¿Cómo diablos iba a funcionar lo nuestro, si él estaba en Colorado? ¿Seguiría adelante, encontraría a una chica en su ciudad natal? ¿Recibiría la invitación de su boda? ¿Un anuncio de nacimiento? ¿Su mundo se ampliaría con algo hermoso mientras el mío se quedaba estancado aquí, sin él?

Debería, me dije.

Kiba se merecía todo. Una mujer hermosa y amable que le daría niños con sus ojos y niñas con su pelo y coraje. ¿Cómo iba a poner una cara valiente mientras él se preparaba para mudarse? No podía hacerlo elegir, y no era como si pudiera ofrecerle mucho.

Mira, Kiba. Tienes el mundo a tu alcance y cada mujer en el país para elegir, pero elígeme. Vengo con un paquete completo que incluye a una hermana pequeña que criar y un padre borracho e inválido. ¿No soy una ganga?

Puse la almohada en mi pecho, como si pudiera llenar el vacío que amenazaba con hacerme implosionar, y simplemente me desmoroné hasta que no quedó nada.

Mi teléfono sonó con su tono de llamada y fui a contestar.

—Hola, Kiba.

—Hola, Ino. Saliste corriendo de aquí muy rápido esta mañana.

El silencio se extendió en la línea mientras compuse mi respuesta. No era justo desquitarme con él, decirle mis inseguridades, todas las responsabilidades en mi vida, y echárselas encima.

—Sí, tenía mucho que hacer, y parecía que tú también.

—Mi cabeza está como nadando, honestamente.

Mis dientes se hundieron en mi labio inferior.

—Apuesto a que sí.

—Nunca pensé que reconstruirían el equipo —dijo en voz baja.

Sabía lo que significaba para él, literalmente el legado de su padre.

Quería hablar con él. De verdad. No sabía cómo enterrar mi miseria lo suficientemente profundo para no demostrársela. No necesitaba mi mierda egoísta encima de todo lo demás.

—Entiendo eso. Pero oye, ¿podemos hablar más tarde? Tengo que correr a la oficina.

Me felicité por no dejar que mi voz se quebrara.

—Sí, por supuesto. Ino, ¿estás bien? —preguntó.

Mis ojos se cerraron cuando una dulce presión se instaló en mi pecho ante su preocupación. Siempre me hacía sentir preciosa, protegida. En un mundo donde me pasaba casi cada momento en vigilia cuidando a todos los demás, él era el único que se preocupaba por mí.

Y ahora era mi turno de cuidarlo.

—Por supuesto. Estoy bien.

La mentira amargó mi lengua y me causó náuseas en el momento en que salió de mi boca. Esto era todo menos algo bueno. La idea de perderlo dolía tan profundamente que casi me entumecí por el shock, temerosa de mirar el daño o ver la hemorragia.

Pero él nunca podrá saberlo.