Vívidas cascadas de oro
Pese a que por mucho tiempo fue consciente de su fijación por cada gesto de Chika. De su forma de sonreír. De cómo sus ojos se entrecerraban. De sus dedos acariciando los puentes y las cuerdas del koto. De cómo, sin percatarse, buscaban acercarse al otro con un magnetismo inusual. Era apenas ahora que podía aceptar sus sentimientos desbordantes.
Con los de tercero a muy poco de graduarse, Satowa no se molestaba en ocultar la fascinación que, días tras día, Chika generaba en ella. Claro, en la medida de lo su recato le permitía, porque odiaría ir en contra de las arduas lecciones de etiqueta a las que fue sometida a corta edad.
Pero podía permitirse bajar la guardia cuando estaban solos, ¿no? Confiaba en él de modos que jamás creyó posible.
Así que cuando hubo terminado de guardar su koto de diecisiete cuerdas con cuidado, posó sus ojos oscuros en las figura delineada por el sol de Chika bajo una de las ventanas del club. Su corazón siguió el tenue ritmo que marcaban los dedos de Chika sobre las cuerdas, como un arrullo capaz de abrigar su aterido corazón, acompañado de una sutil sonrisa inconsciente.
Los rayos solares lo bañaban con un manto celestial y su cabello claro destellaba bajo la luz, perfilando su nariz y creando un juego de sombras que la hicieron pensar que se veía aún más apuesto. Y luego estaba su sonrisita y el brillo entusiasta de sus pupilas, concentrado en una pieza que parecía provenir desde los hilos de su corazón.
Parecía un niño descubriendo la belleza de la vida en el más cotidiano de los actos, y eso la enterneció al punto de reflejar su sonrisa. Sin pensarlo, estiró la mano hasta acariciar un rebelde mechón cayendo sobre sus ojos.
Los dedos de Chika se detuvieron y la melodía pasó a ser solo un eco acompañando los latidos in crescendo de sus corazones. Él solo alzó la mirada a los delgados dedos y luego los fijó en ella, quien lucía tan sorprendida como él. No tardaron en sonrojarse hasta las orejas, incapaces de exponer al otro cuando estaban conscientes de su propio rostro reflejado en las pupilas del otro.
—¿Qué hacías? —susurró Chika.
Satowa separó los labios, su mente sufriendo un repentino amotinamiento, incapaz de hilar las palabras. Se ruborizó un poco más por la suavidad en las pupilas de Chika y agachó la cabeza.
—Tu cabello…
—¿Pasa algo? ¡Sí me lo lavé! —aseguró, alarmado.
Satowa curvó una ceja y dejó escapar una breve carcajada. Cuando fue capaz de enfrentarse a su mirada de nuevo, hizo acopio de todo su valor, tinturado con amor inexperto y primerizo, para posar toda su mano sobre la coronilla de Chika.
—Es tan fino como los hilos de oro —susurró, apartando el flequillo para despejar su frente y disfrutar un poco más de la inesperada suavidad— y bajo la luz del sol parece cobrar vida en una cascada.
Lo vio pasar saliva y sonrió satisfecha cuando el arrebol en sus mejillas migró también a la base de su cuello.
Desde el inicio. Siempre. Fue consciente de Chika y ahora podía admitirlo. Admitía que quería que ese instante se prolongara más, quería ahogarse en la suavidad de su cabello, de su sonrisa, de sus labios, quería dejarse llevar por esos sentimientos desconcertantes que empezaba a descubrir a su lado, quería tener el valor de jamás apartar su mirada de la franca de él.
Sin embargo, se escucharon pasos aproximándose a la sala del club y se separaron con menos sobresalto que antaño. Se dedicaron una mirada confidencial, con los vestigios del calor ajeno mimando sus pieles, y, sin más dilaciones, se dispusieron a saludar a Kota.
