2. PUENTE CUATRO
Nuestra primera pista fueron los parshendi. Incluso semanas después de que abandonaran la persecución de las gemas corazón, su estrategia bélica cambió. Permanecieron en las mesetas después de las batallas, como si esperaran algo.
Del diario personal de Echo Griffin, Jeseses 1174 Aliento.
El aliento de una mujer era su vida. Raven exhaló, poco a poco, regresando al mundo. Inspiró profundamente, con los ojos cerrados, y durante un rato eso fue todo lo que pudo oír. Su propia vida. Dentro, fuera, al compás del trueno que resonaba en su pecho.
Aliento. Su propia tormenta.
En el exterior la lluvia había cesado. Raven permaneció sentada en la oscuridad. Cuando los reyes y los ojos claros ricos morían, sus cuerpos no eran incinerados como los de la gente normal, sino que los convertían en estatuas de piedra o metal, petrificados para siempre. Los cuerpos de los ojos oscuros eran incinerados. Se convertían en humo, para alzarse hacia los cielos y lo que fuera que esperaba allí, como una plegaria ardiente. Aliento. El aliento de los ojos claros no era diferente al de los ojos oscuros. No era más dulce, ni más libre. El aliento de los reyes y el de esclavos se mezclaba, para ser respirado de nuevo por los hombres, una y otra vez. Raven se levantó y abrió los ojos. Había pasado la alta tormenta en la oscuridad de ese pequeño cuarto junto al nuevo barracón del Puente Cuatro. Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo. Posó los dedos en la capa que sabía que colgaba allí de un gancho. En la oscuridad no distinguía su color azul oscuro, ni el glifo de Griffin, con la forma del sello de Bellamy, en la espalda. Parecía que todos los cambios que se habían producido en su vida los había marcado una tormenta. Este era un gran cambio.
Abrió la puerta y salió a la luz siendo una mujer libre.
Dejó la capa, al menos de momento.
El Puente Cuatro la ovacionó cuando salió. Habían salido a bañarse y afeitarse bajo los embates de la tormenta, como era su costumbre. La fila casi había terminado. Roca había ido afeitando a los hombres, uno por uno. El gran comecuernos tarareaba mientras pasaba la cuchilla por la cabeza medio calva de Drehy. La lluvia había dejado un dulce aroma en el aire, y una hoguera apagada era el único resto del guiso que el grupo había compartido la noche anterior. En muchos aspectos, ese lugar no era tan diferente a los aserraderos de los que sus hombres habían escapado hacía poco. Los barracones de piedra, grandes y rectangulares, se parecían mucho: animados en vez de construidos a mano, semejaban enormes troncos de piedra. Estos, sin embargo, tenían un par de habitaciones más pequeñas a los lados para los sargentos, con sus entradas privadas. Tenían pintados los símbolos de los pelotones que los habían utilizado antes; los hombres de Raven tendrían que pintar encima.
—Miller —llamó Raven—. Cikatriz, Marcus.
Los tres se acercaron corriendo, salpicando agua de los charcos que habían quedado tras la tormenta. Llevaban las ropas de los hombres de los puentes: pantalones sencillos cortados por las rodillas, y chalecos de cuero sobre sus torsos desnudos. Cikatriz se mantenía erguido y en movimiento a pesar de la herida en su pie, y saltaba a la vista que se esforzaba por no cojear. De momento Raven no le ordenó que guardara cama. La herida no era demasiado grave, y necesitaba al hombre.
—Quiero examinar lo que tenemos —dijo Raven, guiándolos de vuelta al barracón, que era lo bastante espacioso para albergar a cincuenta hombres y media docena de sargentos. Más barracones lo flanqueaban a cada lado. Raven había recibido un bloque entero, veinte edificios, para alojar allí a su nuevo batallón de antiguos hombres de los puentes.
Veinte edificios. Que Bellamy hubiera encontrado tan fácilmente un bloque de veinte edificios para los hombres del puente revelaba una terrible verdad: el coste de la traición de Sadeas. Miles de muertos. De hecho, las escribas trabajaban cerca de algunos de los barracones, supervisando a los parshmenios que transportaban montones de ropas y otros efectos personales. Las posesiones de los caídos. No eran pocas las escribas que tenían los ojos enrojecidos y aspecto agotado. Sadeas acababa de crear miles de nuevas viudas en el campamento de Bellamy, y probablemente el mismo número de huérfanos. Si Raven hubiera necesitado otro motivo para odiar a ese hombre, lo tenía allí mismo, presente en el sufrimiento de aquellas mujeres cuyos esposos habían confiado en él en el campo de batalla. Para Raven no había mayor pecado que la traición de un aliado en la batalla. Excepto, tal vez, la traición a los hombres que estuvieran a sus órdenes, el hecho de llevarlos a una muerte segura después de que hubieran arriesgado la vida por protegerlo. Raven sintió un inmediato destello de ira al pensar en Amaram y en lo que había hecho. La marca de esclava pareció arderle de nuevo en la frente. Amaram y Sadeas. Dos hombres en la vida de Raven que, en algún momento, tendrían que pagar por lo que habían hecho. Por poco que pudiera, ese pago se haría con fuertes intereses. Raven continuó caminando con Marcus, Miller y Cikatriz. Estos barracones que se vaciaban lentamente de efectos personales estaban también repletos de hombres de los puentes. Eran muy parecidos a los hombres del Puente Cuatro: los mismos chalecos, los mismos pantalones por las rodillas. Sin embargo, en muchos otros aspectos eran completamente distintos. Desgreñados y con barbas que no recortaban desde hacía meses, ojos vacíos que no parecían parpadear con la frecuencia debida. Espaldas encorvadas.
Rostros inexpresivos.
Cada uno de aquellos hombres parecía sentarse a solas, incluso cuando les rodeaban otros hombres.
—Recuerdo esa sensación —dijo Cikatriz en voz baja. A pesar de tener poco más de treinta años, el hombre delgado y fibroso tenía rasgos afilados y las sienes plateadas—. No quiero, pero lo recuerdo.
—¿Se supone que hemos de convertir a esa gente en un ejército? —preguntó Miller.
—Raven lo hizo con el Puente Cuatro, ¿no? —repuso Marcus, agitando un dedo ante Miller—. Pues ahora lo repetirá.
—No es lo mismo transformar a unas cuantas docenas que a centenares —dijo Miller, apartando de una patada una rama caída durante la alta tormenta. Alto y corpulento, Miller tenía una cicatriz en la barbilla, pero en su frente no había ninguna marca de esclavo.
Caminaba con la espalda recta y la barbilla alta. De no ser por sus ojos castaños, podría haber pasado por oficial. Raven los condujo a los tres barracón tras barracón, haciendo un rápido recuento. Casi mil hombres. Aunque les había dicho que ya eran libres y podían regresar a sus antiguas vidas si lo deseaban, pocos parecían querer hacer otra cosa sino permanecer sentados. En un principio había cuarenta cuadrillas de los puentes, pero muchas habían sido masacradas durante el último ataque y otras ya carecían de efectivos suficientes.
—Los distribuiremos en veinte cuadrillas de unos cincuenta cada una —dijo Raven. En las alturas, Syl revoloteaba en forma de lazo de luz y zigzagueaba a su alrededor. Los hombres no daban señales de distinguirla: era invisible para ellos—. No podremos enseñar a mil hombres adiestrándolos uno por uno. Entrenaremos a los más dispuestos, y luego los enviaremos a dirigir y entrenar a sus propios equipos.
—Entiendo —dijo Marcus, rascándose la barbilla. El más viejo de los hombres de los puentes era uno de los pocos que todavía conservaba la barba. Casi todos los demás se habían afeitado como marca de orgullo, algo que distinguía a los miembros del Puente Cuatro de los esclavos corrientes. Marcus cuidaba la suya por el mismo motivo. Donde no se había vuelto canosa era marrón claro, y la llevaba recortada y cuadrada, casi como la de un fervoroso.
Miller hizo una mueca al mirar a los hombres de los puentes.
—Das por hecho que algunos de ellos estarán «más dispuestos», Raven. A mí me parece que todos están en el mismo nivel de abatimiento.
—Algunos habrá que conserven el fuego de la lucha —adujo Raven, regresando al Puente Cuatro—. Los que se unieron a nosotros ante la hoguera anoche, sin ir más lejos. Marcus, necesito que escojas a otros. Organiza y combina las cuadrillas, luego elige a cuarenta hombres, dos de cada grupo, para que sean entrenados primero. Estarás al mando de ese adiestramiento. Esos cuarenta serán la semilla que usaremos para ayudar al resto.
—Supongo que podré hacerlo.
—Bien. Te daré unos cuantos hombres para que te ayuden.
—¿Unos cuantos? —preguntó Marcus—. Sin duda necesitaré algo más que unos cuantos…
—Pues tendrás que apañártelas con eso —respondió Raven, deteniéndose en el sendero para volverse a mirar hacia el oeste, hacia el complejo del rey más allá de la muralla del campamento, que se alzaba en una colina que dominaba el resto de los campamentos—. La mayoría vamos a hacer falta para mantener a Bellamy Griffin con vida.
Miller y los demás se detuvieron junto a ella. Raven contempló el palacio con los ojos entornados. En efecto, no parecía lo bastante grandioso para alojar a un rey: allí todo era solo piedra y más piedra.
—¿Estás dispuesta a confiar en Bellamy? —preguntó Miller.
—Renunció a su hoja esquirlada por nosotros —dijo Raven.
—Nos lo debía —gruñó Cikatriz—. Le salvamos la vida.
—También pudo hacerlo tan solo para ganarse nuestro favor —adujo Miller, cruzándose de brazos—. Juegos políticos. Sadeas y él tratando de manipularse mutuamente.
Syl se posó en el hombro de Raven, tomando la forma de una mujer joven de vestido ondulante y translúcido, todo él blanquiazul. Unió las manos mientras contemplaba el complejo del rey, donde Bellamy Griffin se había retirado a planificar su estrategia. Le había dicho a Raven que iba a hacer algo que enfurecería a un montón de gente. «Voy a eliminar sus juegos…».
—Necesitamos mantener con vida a ese hombre —dijo Raven, mirando a los otros—. No sé si me fío de él, pero es la única persona en estas llanuras que ha mostrado aunque sea un atisbo de compasión por los hombres de los puentes. Si muere, ¿imagináis cuánto tardará su sucesor en enviarnos de vuelta con Sadeas?
Cikatriz esbozó una mueca de desdén.
—Me gustaría ver cómo lo intentan ahora que tenemos a una Caballero Radiante como líder.
—No soy una Radiante.
—Lo que tú digas —repuso Cikatriz—. Seas lo que seas, no les resultará fácil apartarnos de ti.
—¿Crees que puedo luchar contra todos, Cikatriz? —dijo Raven, mirándolo a los ojos—. ¿Contra docenas de portadores de esquirladas? ¿Decenas de miles de soldados? ¿Crees que una mujer podría hacer eso?
—Una mujer cualquiera, no —respondió Cikatriz, obstinado—. Tú.
—No soy ninguna diosa, Cikatriz —replicó Raven—. No puedo enfrentarme al grueso de diez ejércitos. —Se volvió hacia los otros dos hombres—. Hemos decidido quedarnos aquí en las Llanuras Quebradas. ¿Por qué?
—¿De qué serviría huir? —preguntó Marcus, encogiéndose de hombros—. Incluso siendo hombres libres, acabaríamos reclutados en un ejército u otro aquí en las montañas. O moriríamos de hambre.
Miller asintió.
—Este es un lugar tan bueno como cualquier otro, mientras seamos libres.
—Bellamy Griffin es nuestra mejor esperanza de tener una vida real —dijo Raven—. Guardaespaldas, no trabajos forzados. Hombres libres, a pesar de las marcas de nuestras frentes. Nadie más nos dará eso. Si queremos ser libres, debemos mantener con vida a Bellamy Griffin.
—¿Y la Asesina de Blanco? —preguntó Cikatriz en voz baja.
Habían oído hablar de lo que ese hombre estaba haciendo por el mundo, asesinando a reyes y príncipes de todas las naciones. La noticia era la comidilla de los campamentos desde que los informes habían empezado a llegar a través de vinculacañas. El emperador de Azir, muerto. Jah Keved sumida en el caos. Media docena de otras naciones sin gobernante.
—Ya ha matado a nuestro rey —dijo Raven—. El viejo Gavilar fue el primer asesinato que cometió. Esperemos que haya acabado aquí. Sea como fuere, protegeremos a Bellamy. A toda costa.
Todos asintieron, aunque a regañadientes. Raven no podía reprochárselo. Confiar en los ojos claros no los había llevado muy lejos: incluso Miller, que antaño hablaba bien de Bellamy, parecía haber perdido el aprecio hacia ese hombre. O hacia cualquier ojos claros. En realidad, Raven se sentía un poco sorprendida de sí misma y de la confianza que sentía. Pero, tormentas, a Syl le gustaba Bellamy. Eso tenía su peso.
—Ahora mismo somos débiles —prosiguió Raven, bajando la voz—. Pero si seguimos con este juego durante un tiempo, protegiendo a Griffin, nos pagarán bien. Podré entrenaros, entrenaros de verdad, como soldados y oficiales. Aparte de eso, tendremos ocasión de enseñar a estos otros hombres.
»Por nuestra cuenta, siendo como somos apenas dos docenas de antiguos hombres de los puentes, es imposible que lo lográramos. Pero ¿y si en cambio fuéramos una fuerza mercenaria altamente dotada compuesta por mil soldados, equipada con las mejores armas de los campamentos de guerra? Si sucede lo peor y tenemos que abandonar los campamentos, me gustaría hacerlo siendo una unidad cohesionada, bien entrenada y peligrosa para el enemigo. Dadme un año con estos mil hombres, y podré conseguirlo.
—Ese plan sí me gusta —dijo Miller—. ¿Aprenderé a emplear una espada?
—Seguimos siendo ojos oscuros, Miller.
—Tú no —dijo Cikatriz desde el otro lado—. Te vi los ojos durante la…
—¡Basta! —exclamó Raven. Inspiró profundamente—. Basta. No hablemos más de eso.
Cikatriz guardó silencio.
—Voy a nombraros oficiales —les dijo Raven—. A vosotros tres, y también a Wallace y a Roca. Seréis tenientes.
—¿Tenientes ojos oscuros? —comentó Cikatriz. El rango solía usarse para el equivalente a los sargentos en las compañías compuestas únicamente por ojos claros.
—Bellamy me nombró capitana —repuso Raven—. Según él, es el rango más alto al que se atrevió a nombrar a un ojos oscuros. Bueno, necesito elaborar una estructura de mando completa para mil hombres, y vamos a necesitar un grado entre sargento y capitán. Eso significa nombraros tenientes a vosotros cinco. Creo que Bellamy me permitirá hacerlo. Crearemos sargentos mayores si necesitamos otro rango.
»Roca será intendente y estará a cargo del avituallamiento de los mil hombres. Nombraré a Nyko segundo suyo. Marcus, tú estarás a cargo de la instrucción. Wallace será nuestro secretario. Es el único que sabe leer glifos. Miller y Cikatriz…
Miró a los otros dos hombres. Uno bajo, el otro alto, caminaban del mismo modo, con paso suave, peligroso, las lanzas siempre al hombro. Nunca iban sin ellas. De todos los hombres que había entrenado en el Puente Cuatro, solo estos dos lo habían asimilado todo de manera intuitiva. Lo llevaban en la sangre.
Como la propia Raven.
—Nosotros tres —les dijo—, vamos a concentrarnos en vigilar a Bellamy Griffin. Siempre que sea posible, quiero que uno de nosotros tres lo proteja personalmente y otro vigile a sus hijos. Pero no os equivoquéis: la Espina Negra es el hombre cuya vida vamos a salvaguardar a toda costa. Es nuestra única garantía de libertad para el Puente Cuatro.
Los otros asintieron.
—Bien —dijo Raven—. Id a reunir a los demás. Es hora de que el mundo os vea como os veo yo.
Por común acuerdo, Pike se sentó para recibir su tatuaje el primero. El hombre mellado fue uno de los que en primer lugar creyeron en Raven, que recordaba perfectamente aquel día: se había sentido agotada tras una incursión en el puente, deseosa de tumbarse y quedarse mirando. En cambio, eligió salvar a Pike en vez de dejarlo morir. Raven se había salvado también a sí misma aquel día. El resto del Puente Cuatro permanecía de pie alrededor de Pike en la tienda, observando en silencio mientras la tatuadora trabajaba con cuidado en su frente, cubriendo la cicatriz de su marca de esclavo con los glifos que Raven había proporcionado. Pike daba un respingo de dolor de vez en cuando, pero no perdía la sonrisa. Raven había oído que era posible cubrir una cicatriz con un tatuaje, y que el resultado era aceptable. Los glifos tatuados llamaban la atención y la gente apenas se fijaba en que la piel de debajo estaba marcada. Cuando terminó el proceso, la tatuadora entregó a Pike un espejo para que se mirara. El hombre del puente se tocó la frente, vacilante. La piel estaba algo enrojecida en los bordes del diseño, pero el oscuro tatuaje cubría perfectamente la marca de esclavo.
—¿Qué dice? —preguntó Pike en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas.
—Libertad —dijo Wallace antes de que Raven pudiera responder—. El glifo significa «libertad».
—Los más pequeños de arriba —intervino Raven— dicen la fecha en la que fuiste liberado y quién te liberó. Aunque pierdas tus papeles de libertad, todo el que intente encarcelarte por ser un fugitivo verá fácilmente que no lo eres. Pueden consultar con las escribas de Bellamy Griffin, que conservan una copia de tu carta de libertad.
Pike asintió.
—Eso está bien, pero no es suficiente. Añade «Puente Cuatro». Libertad, Puente Cuatro.
—¿Para dar a entender que te liberaron del Puente Cuatro?
—No, señora. No me liberaron «del» Puente Cuatro. Me liberó él. No cambiaría mi tiempo allí por nada.
Era una conversación absurda. El Puente Cuatro había sido la muerte: docenas de hombres habían sido masacrados transportando aquel maldito puente. Incluso después de que Raven decidiera salvar a los hombres, había perdido a demasiados. Pike habría sido un idiota si no hubiese aprovechado cualquier oportunidad para escapar. Sin embargo, permaneció allí tozudamente sentado hasta que Raven sacó los glifos adecuados para la tatuadora, una mujer callada y recia que parecía capaz de levantar un puente ella sola. Agarró su herramienta y empezó a añadir los dos glifos a la frente de Pike, justo debajo del símbolo que significaba «libertad». Se pasó el proceso explicando de nuevo que el tatuaje le dolería durante varios días y cómo tendría que atenderlo. Pike aceptó el nuevo tatuaje con una sonrisa. Pura tontería, pero los demás asintieron, mostrando su acuerdo, y le estrecharon el brazo. Cuando Pike terminó, Cikatriz se sentó rápidamente, ansioso, y exigió el mismo grupo de tatuajes. Raven dio un paso atrás, cruzó los brazos y sacudió la cabeza. Fuera de la tienda, un bullicioso mercado ofrecía todo tipo de artículos. El «campamento de guerra» era, en realidad, una ciudad construida dentro del hueco parecido a un cráter de una enorme formación rocosa. La prolongada contienda en las Llanuras Quebradas había atraído a mercaderes de todo tipo, junto con artesanos, artistas e incluso familias con niños. Miller, con gesto preocupado, no se alejó, observando a la tatuadora. No era el único de la cuadrilla del puente que no tenía marca de esclavo. Tampoco Marcus la tenía. Los habían convertido en hombres de los puentes sin esclavizarlos primero. Sucedía con frecuencia en el campamento de Sadeas, donde cargar con los puentes era el castigo que se asignaba a todo tipo de infracciones.
—Si no tenéis marca de esclavo —le dijo Raven en voz alta a los hombres—, no es necesario que os hagáis un tatuaje. Seguís siendo de los nuestros.
—No —replicó Roca—. Yo me haré uno.
Insistió en sentarse detrás de Cikatriz y hacerse el tatuaje en la frente, aunque no tenía marca de esclavo. De hecho, todos los hombres sin marca (Beld y Marcus incluidos) decidieron hacerse también el tatuaje en la frente. Solo Miller se abstuvo, pero se hizo el tatuaje en el brazo. Bien. A diferencia de los demás hombres, no tendría que ir por ahí proclamando al mundo entero que había sido esclavo. Miller se levantó del asiento y otro ocupó su lugar. Un hombre de piel roja y negra con un patrón moteado, como piedra. En el Puente Cuatro había una gran variedad de razas, pero Shen constituía una clase en sí mismo. Parshmenio.
—No puedo tatuarlo —dijo la artista—. Es propiedad.
Raven abrió la boca para protestar, pero los otros hombres del puente intervinieron primero.
—Ha sido liberado, como nosotros —adujo Marcus.
—Es uno del equipo —intervino Pike—. Ponle el tatuaje, o no verás ni una esfera de ninguno de nosotros. —Se ruborizó después de decirlo y miró a Raven, que era quien había de pagar todo eso, usando las esferas que le había dado Bellamy Griffin.
Los otros hombres del puente expresaron también su desacuerdo, y la tatuadora finalmente dejó escapar un suspiro y cedió. Acercó su taburete y empezó a trabajar en la frente de Shen.
—Ni siquiera se verá —gruñó, aunque la piel de Wallace era casi tan oscura como la de Shen, y el tatuaje destacaba bien en la piel.
Al cabo de un rato, Shen se contempló en el espejo y se levantó. Miró a Raven, y asintió. Shen no hablaba mucho, y Raven no sabía cómo interpretar al hombre. Era fácil olvidarse de él, siempre en silencio al fondo del grupo de hombres del puente. Invisible. Los parshmenios solían ser así. Una vez hubo terminado el trabajo con Shen, solo quedaba la propia Raven. Se sentó a continuación y cerró los ojos. El dolor de las agujas era mucho más agudo de lo que había supuesto. Poco después, la tatuadora empezó a maldecir entre dientes. Raven abrió los ojos mientras la mujer le secaba la frente con un paño.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡La tinta no prende! —dijo la artista—. Nunca había visto nada igual. ¡Cuando te froto la piel, la tinta se va también! El tatuaje no se fijará.
Raven suspiró, recordando que tenía un poco de luz tormentosa corriéndole por las venas. Ni siquiera había advertido que recurría a ella, pero parecía que cada vez la conservaba mejor. Frecuentemente absorbía un poco mientras caminaba. Contener luz tormentosa era como llenar un odre de vino: si lo llenabas a rebosar y lo abrías, se vaciaba rápidamente hasta quedar reducido a un hilillo. Lo mismo sucedía con la luz. La retiró, esperando que la tatuadora no se diera cuenta de que exhalaba una nubecilla de humo brillante.
—Inténtalo otra vez —dijo, mientras ella cogía más tinta.
En esta ocasión el tatuaje prendió. Raven permaneció sentada durante todo el proceso, con los dientes apretados para soportar el dolor, y luego alzó la cabeza para mirarse en el espejo que sujetaban ante ella. El rostro que le devolvió la mirada le pareció extraño:con el pelo apartado de la frente para el tatuaje, las marcas de esclava cubiertas y, por el momento, olvidadas.
«¿Puedo volver a ser esta mujer? —pensó, tocándose la mejilla—. Esta mujer murió, ¿no?».
Syl se posó en su hombro y se puso a mirarla en el espejo.
—La vida antes que la muerte, Raven —susurró.
Sin darse cuenta ella inspiró luz tormentosa. Solo un poquito, una fracción de esfera. La luz fluyó por sus venas como una oleada de presión, como vientos atrapados en un recinto pequeño. El tatuaje de su frente se derritió. Su cuerpo expulsó la tinta, que empezó a correrle por la cara. La tatuadora soltó una maldición y cogió su paño. Raven contempló la imagen de aquellos glifos fundiéndose. La libertad disuelta y, debajo, las violentas cicatrices de su cautiverio dominadas por un glifo marcado a fuego.
«Shash». Peligrosa.
La mujer se frotó la cara.
—¡No entiendo por qué pasa esto! Creía que esta vez prendería. Yo…
—No importa —dijo Raven, cogiendo el paño mientras se levantaba para terminar de limpiarse. Se volvió hacia los demás, hombres del puente convertidos en soldados—. Parece que las cicatrices no han acabado conmigo. Lo intentaré de nuevo en otra ocasión.
Ellos asintieron. Más tarde tendría que explicarles lo que estaba sucediendo: conocían sus habilidades.
—Vamos —les dijo Raven.
Lanzó una bolsita de esferas a la tatuadora y acto seguido cogió su lanza, que estaba junto a la entrada de la tienda. Los demás la siguieron con las lanzas al hombro. No tenían por qué ir armados mientras estaban en el campamento, pero quería que se acostumbraran a la idea de que eran libres para portar armas. El mercado estaba abarrotado, en plena ebullición. Naturalmente, habían tenido que desmontar las tiendas y guardarlas durante la alta tormenta de la noche anterior, pero a esas horas ya las habían montado de nuevo. Quizá porque estaba pensando en Shen, reparó en los parshmenios. Con un simple vistazo detectó a varios de ellos que ayudaban a levantar unas cuantas tiendas, cargando con las compras de los ojos claros y ayudando a los tenderos a colocar sus mercancías.
«¿Qué piensan de esta guerra en las Llanuras Quebradas? —se preguntó Raven—. ¿Qué opinarán de una contienda orientada a derrotar, y quizás a someter, a los únicos parshmenios libres del mundo?».
Ojalá pudiera arrancarle a Shen una respuesta a esas preguntas. Parecía que lo único que podía conseguir del parshmenio eran gestos de indiferencia. Raven condujo a sus hombres a través del mercado, que parecía mucho más amigable que el del campamento de Sadeas. Aunque la gente se quedaba mirando a los hombres de los puentes, nadie hacía gestos de desdén, y las disputas de los puestos cercanos, aunque enérgicas, no se convertían en gritos. Incluso parecía que había menos niños callejeros y mendigos.
«Es lo que quieres creer —pensó Raven—. Quieres creer que Bellamy es el hombre que todo el mundo asegura que es. El honorable ojos claros de las historias. Pero también se decía lo mismo sobre Amaram».
Mientras caminaban, pasaron ante algunos soldados. Demasiado pocos. Hombres que estaban de servicio en el campamento cuando los demás realizaron el desastroso ataque en que Sadeas traicionó a Bellamy. Cuando se cruzaron con un grupo que patrullaba el mercado, Raven vio que dos hombres alzaban las manos y las cruzaban ante ellos.
¿Cómo habían aprendido el viejo saludo del Puente Cuatro tan rápidamente? Esos hombres no lo hicieron como un saludo completo, sino como un pequeño gesto, pero asintieron ante Raven y los suyos al pasar. De repente, la naturaleza más tranquila del mercado asumió otro aspecto para Raven. Sobre el campamento flotaba un aire de silencioso temor. Miles de hombres habían muerto por la traición de Sadeas. En ese lugar probablemente todos habían conocido a alguien que había muerto en las mesetas. Y probablemente todos se preguntaban si el conflicto entre los dos altos príncipes iría a más.
—Es agradable que te vean como a una héroe, ¿verdad? —comentó Wallace, que caminaba junto a Raven, al ver pasar a otro grupo de soldados.
—¿Cuánto crees que durará la buena voluntad? —preguntó Miller—. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que nos miren con mala cara?
—¡Ja! —Roca, que se alzaba tras él, le dio un manotazo a Miller en el hombro—. ¡Nada de quejas hoy! Siempre andas lamentándote. No me obligues a darte una patada. No me gusta dar patadas. Me lastima los pies.
—¿Patadas a mí? —replicó Miller en tono desdeñoso—. Ni siquiera llevas lanza, Roca.
—Las lanzas no son para dar patadas a los quejicas. Pero unos pies unkalaki grandes como los míos… ¡te aseguro que sirven para eso! ¡Ja! Está clarísimo, ¿no?
Raven dejó atrás el mercado y condujo a los hombres hasta un gran edificio rectangular cerca de los barracones. Estaba construido con piedra trabajada, no con roca animada, lo que permitía más detalles en el diseño. Estos edificios se estaban haciendo cada vez más populares en los campamentos de guerra, a medida que iban llevando más albañiles. Moldear almas era más rápida, pero también más cara y menos flexible. No sabía gran cosa de ella, solo que los poderes de los moldeadores eran limitados. Por eso todos los barracones eran esencialmente idénticos. Raven condujo a sus hombres al interior del alto edificio, hasta un mostrador donde un hombre canoso con una panza enorme supervisaba a unos cuantos parshmenios que traían unos fardos de tela azul. Se trataba de Rind, el intendente jefe de Griffin, a quien Raven había dado instrucciones la noche anterior. Rind era ojos claros, pero del tipo conocido como «diez», un rango muy bajo, apenas un peldaño por encima de los ojos oscuros.
—¡Ah! —dijo Rind, hablando con una voz aguda que desmentía su corpulencia—. ¡Por fin has llegado! Lo he sacado todo para ti, capitana. Todo lo que me queda.
—¿Lo que te queda? —preguntó Miller.
—¡Uniformes de la Guardia de Cobalto! He pedido otros nuevos, pero esto es el material que quedaba. —Rind bajó la voz—. No esperaba que necesitaras tantos tan pronto, ¿sabes? —Miró a Miller de arriba abajo, le tendió un uniforme y señaló un reservado para que se cambiara.
Miller aceptó el uniforme.
—¿Vamos a llevar nuestros jubones de cuero encima de esto?
—¡Ja! —dijo Rind—. ¿Los que se atan con tanto hueso que parecéis salvajes del oeste un día de fiesta? He oído hablar de eso. Pero no, el brillante señor Bellamy ha ordenado que se os proporcione a todos petos, cascos de acero y lanzas nuevas. Y cotas de malla para el campo de batalla, si las necesitáis.
—Por ahora bastará con los uniformes —dijo Raven.
—Me sentiré un poco tonto con esto puesto —gruñó Miller, pero se dirigió a cambiarse.
Rind distribuyó los uniformes entre los hombres. Dirigió a Shen una mirada de extrañeza, pero le entregó al parshmenio un uniforme sin más queja. Los hombres se congregaron, ansiosos, parloteando de emoción mientras desplegaban los trajes. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguno de ellos se había puesto algo distinto al cuero de los hombres de los puentes o los taparrabos de los esclavos. Cuando Miller salió del probador todos guardaron silencio. Eran uniformes nuevos, de un estilo más moderno que el que Raven había llevado en su anterior vida militar. Recios pantalones azules y botas negras, pulidas y brillantes. Camisa blanca, cuyo cuello y mangas asomaban bajo la casaca, que llegaba hasta la cintura y se cerraba bajo el cinturón.
—¡Eso sí que es un soldado! —dijo el intendente con una carcajada—. ¿Sigues pensando que pareces tonto?
Miller se ajustó los puños y llegó a ruborizarse. Raven rara vez había visto a su amigo sin saber qué decir.
—No —respondió por fin—. La verdad es que no.
Los otros se dispusieron a cambiarse. Algunos se dirigieron a los reservados, pero a la mayoría no les importó hacerlo allí mismo. Eran hombres de los puentes y esclavos; habían pasado la mayor parte de sus vidas deambulando en taparrabos o poco más. Marcus fue el primero en terminar de cambiarse, pues sabía pasar los botones por los ojales adecuados.
—Ha pasado mucho tiempo —susurró, ajustándose el cinturón—. No sé si merezco volver a llevar algo así.
—Esto es lo que eres, Marcus —dijo Raven—. No dejes que el esclavo te domine.
Marcus gruñó, fijando su cuchillo de combate en el cinturón.
—¿Y tú, hija? ¿Cuándo vas a admitir lo que eres?
—Ya lo he hecho.
—Ante nosotros. No ante los demás.
—No empieces de nuevo con eso.
—Empezaré lo que quiera, tormentas —replicó Marcus. Se inclinó hacia delante y habló en voz baja—. Al menos hasta que me des una respuesta de verdad. Eres una absorbedora. Todavía no eres una Radiante, pero lo serás cuando todo esto acabe. Los demás tienen razón al confiar en ti. ¿Por qué no te acercas a ver a ese Bellamy, absorbes un poco de luz tormentosa, y haces que te reconozca como ojos claros?
Raven miró al grupo de hombres que intentaban ponerse los uniformes mientras un exasperado Rind les explicaba cómo colocarse las casacas.
—Todo lo que he tenido en la vida, Marcus, me lo quitaron los ojos claros —susurró Raven—. Mi familia, mi hermano, mis amigos. Más de lo que puedes imaginar. Ven lo que tengo, y se lo quedan. —Alzó la mano y distinguió unos brillantes hilillos que brotaban de su piel, ya que sabía qué buscar—. Me lo quitarán. Si descubren lo que hago, me lo arrebatarán.
—Por el aliento de Becca, ¿cómo van a hacerlo?
—No lo sé —respondió Raven—. No sé, Marcus, pero no puedo evitar sentir pánico cuando pienso en ello. No puedo permitir que se queden con esto, no puedo permitir que me lo quiten… ni a ti, ni a vosotros. Guardaremos este secreto mío. No hablemos más.
Marcus gruñó mientras los demás hombres acababan de equiparse. Nyko, el de un solo brazo, con la manga vacía vuelta hacia fuera y recogida para que no colgara, señaló el emblema de su hombro.
—¿Qué es esto?
—Es la insignia de la Guardia de Cobalto —dijo Raven—. La guardia personal de Bellamy Griffin.
—Esos están muertos —dijo Nyko—. Esto no nos identifica.
—Sí —coincidió Cikatriz. Para horror de Rind, sacó el cuchillo y cortó la insignia—. Somos el Puente Cuatro.
—El Puente Cuatro era tu prisión —protestó Raven.
—No importa —dijo Cikatriz—. Somos el Puente Cuatro.
Los demás estuvieron de acuerdo y empezaron a cortar las insignias, que arrojaron al suelo.
Marcus asintió e hizo lo mismo.
—Protegeremos a la Espina Negra, pero no vamos a sustituir a la gente que tenía antes. Somos nuestro propio grupo.
Raven se frotó la frente, repentinamente consciente de lo que había conseguido al unir a sus hombres: convertirlos en una unidad cohesionada.
—Dibujaré un diseño con glifopares —le dijo a Rind—. Tendrás que encargar insignias nuevas.
El grueso hombretón suspiró mientras recogía los emblemas despreciados.
—Qué remedio. Tengo tu uniforme por aquí, capitana. ¡Una ojos oscuros de capitana! ¿Quién lo habría creído? Serás la única del ejército. ¡La única en la historia, que yo sepa!
No parecía encontrarlo ofensivo. Raven tenía poca experiencia con ojos claros de bajo dahn como Rind, aunque eran muy comunes en los campamentos. En su ciudad natal solo estaban la familia del señor (de dahn medio-alto) y los ojos oscuros. Hasta que no llegó al ejército de Amaram no fue consciente de que había toda una escala de ojos claros, muchos de los cuales tenían trabajos corrientes y debían sudar lo suyo para ganarse el pan como la gente común. Raven se acercó al último bulto que había sobre el mostrador. Su uniforme era distinto. Incluía un chaleco azul y un gabán cruzado azul, con el forro blanco y los botones plateados. El gabán estaba diseñado para ir abierto, a pesar de las filas de botones a cada lado. Había visto a menudo ese tipo de uniformes. Pero solo en los ojos claros.
—Puente Cuatro —dijo, al tiempo que cortaba la insignia de la Guardia de Cobalto de la hombrera y la arrojaba con las otras sobre el mostrador.
