Ranma ½ no me pertenece.

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Fantasy Fiction Estudios

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Viaje a Tokio

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Llovía. La carretera estaba agrietada, el pasto crecía de cada hendidura y pozas de agua se comenzaron a formar en los innumerables agujeros. Una enredadera había cruzado desde los matorrales hasta el centro de la pista, robándose espacio. Los frondosos árboles se inclinaban hacia el centro a cada lado del camino, casi devorándose sus bordes. Los arbustos habían rodeado y escondido con su follaje casi todo vestigio de las barreras de contención. La naturaleza en todo su esplendor superaba los últimos vestigios de civilización.

Los dos viajeros se protegían bajo el techo de una oxidada parada de buses. El más anciano estaba sentado en el suelo y descansaba el cuerpo en un largo bastón hecho con dos palos de golf atados entre sí. El más joven, un hombre de mediados de treinta, miraba las nubes. Levantaba con los dedos el borde de su sombrero kasa, de ala amplia y más plano, atado al mentón por una cinta de tela. Ambos vestían amplios ponchos sobre la ropa, el del más joven era uno impermeable de color verde oscuro, con pantalones grises, militares, y botas altas, y de su cinturón colgaban toda clase de pertrechos.

—Por suerte no es invierno y la lluvia es bien recibida —dijo el anciano. Se descalzó y se sacó los calcetines, los que estrujó con ambas manos—. Porque en esos días nieva en la montaña y los caminos se vuelven intransitables. Además, es la estación en que más proliferan los santuarios.

El hombre más joven asintió. Seguía mirando la lluvia con preocupación.

—Pienso volver a Tokio por el túnel.

—¿No lo sabes? —preguntó el anciano.

—¿Qué?

—El santuario del monte Fuji se expandió hacia el sur y abarcó el túnel. Ahora no hay manera segura de cruzar las montañas hacia Tokio.

—Demonios…

—Si esperas unos meses puede que el santuario se repliegue y se despeje de nuevo el camino. Muchos comerciantes ambulantes y peregrinos formaron un poblado cruzando el bosque, a los pies de la montaña. Ahí podrías encontrar refugio hasta entonces.

—Es peligroso acercarse tanto a un santuario.

—Tanto como comer en un bosque con osos o nadar en un río turbulento. Si conoces la naturaleza y la respetas, si no te arriesgas como un imbécil, entonces no hay peligro alguno que temer —El anciano suspiro—. Se ve que no eres tan joven como parece, conociste el viejo mundo. La gente del viejo mundo todavía cree que hay que luchar contra la naturaleza, que es nuestra enemiga. Y no, nosotros somos los enemigos, nosotros atacamos primero, la naturaleza tan solo se defendió y este es el resultado. Pero el cataclismo no nos destruyó, únicamente acabó con lo que conocíamos por civilización. Después de todo también seguimos siendo seres vivientes de este mundo, un planeta que no quiere nuestra muerte, porque también somos parte de él. Pero tenemos que aprender a convivir con la naturaleza, a aceptar las nuevas reglas en las que nosotros ya no somos los gobernantes del mundo, sino que unos animales más como cualquier otro.

—No puedo esperar tanto, tengo que volver a Tokio.

El anciano lo miró fijamente.

—¿Me estás escuchando siquiera?

El viajero más joven meneó la cabeza con impaciencia y su larga trenza se balanceó sobre su espalda. El anciano lanzó un resoplido y apuntó con una mano en dirección sur.

—Hay otro camino, pero es más peligroso.

Tras varios días de camino entre bosques y escarpadas montañas, alejándose de los santuarios conocidos que tenía marcados en el mapa, y de otros de los que fue alertado por caminantes con los que se cruzó, alcanzó finalmente la ciudad de Shimoda. En realidad, era ahora el poblado de Shimoda. La antigua ciudad, sus atractivos turísticos y sus viajes en ferry hacia las islas, todo se había convertido en un nido, en el centro de un santuario. La gente fue desplazada hacia el este.

Las casas estaban construidas sobre pilotes en la ladera de la montaña y bajaban escalonadamente hasta la playa. Allí construyeron un puerto con plataformas flotantes sobre tambores vacíos de metal y palafitos. La avenida estaba ocupada por un mercado bajo toldos de tela y lonas plásticas. Se ofrecía desde comida hasta repuestos, o tesoros del viejo mundo.

—Quiero viajar Tokio —dijo a uno de los transportadores en el puerto.

En cada ciudad costera sus trabajadores se repartían entre pescadores, recolectores y transportadores. Los que conseguían comida, los que saqueaban los barcos hundidos que abundaban en cada costa tras el cataclismo y los que se encargaban de llevar carga y pasajeros a otros puertos. Estos últimos tenían el trabajo más peligroso, porque en el mar también había santuarios, grandes extensiones de varios kilómetros de diámetro, pero a diferencia de los santuarios en tierra, estos se movían con mayor velocidad y eran prácticamente invisibles, hasta que uno tenía la mala suerte de estar navegando bajo una tormenta, de la que no se volvía jamás.

—¡Imposible! —respondió el hombre.

—Eres el décimo transportador que me dice eso —dijo el viajero con impaciencia.

—Y ya con tres deberías haber entendido, ¿eres terco, no? Escucha bien, apareció un nuevo nido en la isla de Oshima el mes pasado, tuvimos que evacuar a mucha gente y no todos lo consiguieron. Ahora tenemos un santuario de bordes todavía desconocidos entre nosotros y la bahía de Tokio. Ni siquiera sabemos si llegó hasta la la ciudad.

El viajero miró las lanchas y apuntó con el dedo.

—¿Y si me vendes una de tus lanchas?

—¿Estás loco? Sería perderla por nada. Además, no tienes lo suficiente…

El viajero dejó su pesada mochila en el suelo del muelle y la abrió. Entonces mostró toda clase de tesoros del viejo mundo, algunos de incalculable valor.

—¿De dónde sacaste todo eso?

—Vengo desde Kioto —respondió el viajero.

—Bromeas, ¡es imposible! Kioto ya no existe.

—Existe todavía, a diferencia de lo que se cree aquí en el este —lo corrigió—, aunque está rodeada por santuarios que nacieron en sus montañas, la ciudad se defiende bastante bien. La gente transformó los viejos automóviles en enormes maceteros y sus calles en huertos. Para llegar por mar no es tan difícil. Nagoya se convirtió en un nido, es verdad, pero no ocupó toda la costa de la bahía de Ise. Todavía es accesible por Toba. Ellos tienen una ruta comercial con Kioto evitando el nido de Osaka. Creo que esa información es tan o más valiosa que los tesoros que tengo, para un transportador hábil que busque hacerse rico.

—¿Es verdad lo que dices?

—¿Me vendes una lancha o no?

La tormenta no era natural. Las nubes no avanzaban y el viento no llegó a él primero. Era como si la tormenta lo hubiera estado esperando desde antes, como una muralla infranqueable. Las olas se tornaron agitadas y la pequeña lancha, equipada con un motor inservible y una única vela triangular, subía y bajaba varios metros. La lluvia cayó sobre su rostro y el agua de mar entraba y salía de la lancha, y lo empapó hasta la cintura. Tiró con ambos brazos de la soga de la vela y se la enrolló alrededor del hombro. No podía cerrarla, aunque la prudencia le dijera lo contrario. Esa tormenta debía tratarse del borde del santuario alrededor de Oshima. Si quería llegar a Tokio debía rodearla dirigiéndose hacia el norte. Pero si bajaba la vela y se dejaba atrapar por la corriente, sería arrastrado hacia el interior del santuario. Tiró con fuerza y rogó para que la vela soportara los embates del viento, y la trató de dirigir. La lancha trepó por una ola tan alta como una colina y en su cúspide quedó suspendida en el aire. Y cayó con fuerza levantando una estela de agua.

Se deslizó ola abajo, siempre en diagonal evitando el golpe de las crestas para no ser aplastado por enormes masas de agua.

Un poderoso golpe de viento, más fuerte que antes, le dio en el rostro. Su sombrero kasa se le fue a la espalda colgando del cuello. El cabello ahora rojo se agitó libre, como una pequeña llamara sobre la lancha a punto de zozobrar.

El viajero maldijo con fuerza, una enorme sombra lo esperaba adelante, una ola más grande que las anteriores. Gritó con una voz más aguda y el cuerpo más pequeño. Dio otro giro de la cuerda alrededor de su brazo y tiró apoyando ambos pies en el borde de la lancha, inclinando su cuerpo hacia atrás. La lancha se levantó de un costado peligrosamente. El viajero pudo ver su rostro reflejado en la pared de agua a su espalda, que empapó su cabello. La lancha ganó velocidad y la cresta comenzó a caer pisándole los talones, estallando en un ensordecedor estruendo.

Cuando el viajero despertó, su lancha flotaba a la deriva. La vela estaba desgarrada pero agradeció ver que su mochila seguía atada firmemente en el interior. Se soltó un poco la cinta de su kasa que tiraba de su cuello y sentó aturdido todavía, la boca la tenía salada y su cabello seco olía como las algas. Todavía sentado echó el cuerpo atrás y apoyó ambas manos.

Notó que algo no estaba bien.

Se enderezó un poco y se miró las manos, se tocó el rostro y se palpó el pecho. Su cabello era otra vez negro y su estatura y corpulencia lo hacía llenar de nuevo su ropa. Pero estaba húmedo, todavía tenía la ropa mojada. Miró hacia el cielo y se maldijo por no darse cuenta de lo más importante.

El cielo estaba cubierto por una estela multicolor, brillante y similar a una aurora boreal, pero a plena luz del día. Y la tonalidad del cielo había cambiado a una gama de color similar al azul, pero no era igual, no tenía manera de describirlo. Como un color que veía por primera vez en su vida, indefinido. Giró el rostro asustado. El mar estaba tan quieto que parecía un espejo. Al mirar hacia atrás descubrió una fina estela triangular que nacía de la lancha. Todavía se estaba moviendo, aunque no lo pareciera, porque toda la superficie hacia adelante hasta perderse en el horizonte era como un espejo. Se asomó por el borde de la lancha.

Sus ojos se abrieron del todo y no pudo cerrar la boca. Si miraba de costado el agua era como un espejo perfecto del ominoso cielo áureo, pero si lo miraba así de frente, era tan traslúcido como un cristal, más todavía, de una pureza tal que parecía no existir agua alguna y podía ver el fondo marino con total perfección. Como si volara sobre un valle de montañas ariscas y abismos sin fondo.

Pero era un vergel.

Las algas formaban mantos de colores, los corales cubrían toda superficie, pero eran especies que no conocía. Como si se tratase de algo sacado de la imaginación de un demente. Colores y formas, tentáculos luminosos, árboles de coral, algas enroscadas, burbujas casi sólidas que flotaban a la deriva. Para luego descubrir que las burbujas eran en realidad los cuerpos traslúcidos de alguna clase de criatura, con órganos muy pequeños en su interior. Los corales también se movían, respiraban, era como estar flotando sobre una enorme criatura viviente. Bajo la lancha cruzó un cardumen de lo que creyó eran peces.

Y se equivocó.

Aquellas criaturas eran más parecidas a medusas, o pulpos, aunque tenían aletas. Eran traslúcidos pero reflejaban los colores de la aurora boreal. El cardumen se elevó y rompió la superficie del agua delante de sus ojos. Se elevó flotando en el aire como si fuera una bandada de aves. Otros grupos salieron, muchos, eran millares de esas criaturas de formas tan diversas que no sabía si eran hermosos, o le provocaban pavor. Escuchó voces, sonidos, eran más como los emitidos por un animal, pero nada que pudiera comprender.

Era un canto extraño, similar al de las ballenas, más agudo. Era como si cada cardumen que volaba entonara en coro una melodía. Y otro cardumen más lejos le respondía.

Estaba fascinado, su curiosidad era igual a su miedo. Vio que se acercaba a unas torres. Pero no eran torres, sino que montañas formadas por corales que respiraban fuera del agua, como árboles. De las bocas de los corales brotaban más criaturas con forma de burbujas que flotaban a su derredor. Las algas de su superficie se mecían en el aire igual que bajo las aguas, no existía ninguna diferencia. Vio otras algas sobresalir de las profundidades, tan largas que cruzaban el horizonte y ascendían hasta el cielo.

Vio otros cardúmenes de criaturas más grandes. No tenía palabras para describir sus formas, como las figuras geométricas extrañas con las que los antiguos expertos intentaban hacernos entender el concepto del espacio, de dimensiones que no existían en nuestra realidad.

Eran enormes, tan grandes que casi parecían aviones del viejo mundo. Un canto más ronco perturbó el espacio, una sombra cubrió gran parte del mar donde estaba él. Era como una isla, no, una montaña en el cielo. Y estaba viva, porque más parecía una ballena nadando en el cielo, jugando entre los rayos de luz de la aurora, seguida por un millar de criaturas más pequeñas de cristal. Todo el cielo quedó saturado de seres extraños y cristalinos.

Una de las burbujas se acercó a la lancha, flotando como una mota de polvo. El viajero la quiso tocar pero entonces algo sucedió, un instinto casi primigenio sacudió su cuerpo y mente, y retiró la mano víctima de un incontrolable terror. Pero no fue lo suficientemente rápido y al apartar el brazo la punta de su poncho rozó la burbuja. La criatura no pareció afectarse en nada, como si no la hubiera tocado en realidad.

Observó el borde de su poncho.

Estaba deshilachado, gris, seco, como si el material se hubiera podrido en tan solo unos segundos lo que normalmente sucedería en siglos. Aterrado retrocedió deslizándose por la lancha. Otro sonido lo alertó, una explosión en la superficie del agua que meció violentamente la lancha. Era una cosa tan grande que dejaba pequeña a la otra parecida a una ballena. No tenía palabras para describirla, ni su mente para interpretar la figura en todas sus dimensiones. No sabía si siquiera tenía un final o era todo parte de una ilusión al no comprender su cerebro del todo la naturaleza de lo que estaba presenciando. Se sintió como una pequeña hormiga ante la inmensidad del cosmos.

Ahora estaba seguro de que había sido arrastrado hasta el interior de un santuario. Y aunque nunca nadie sobrevivió para contar cómo o qué eran realmente, él sabía que estaba ante el corazón de un santuario, un nido, una nueva fuerza de la naturaleza; un dios…

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La bahía de Tokio había crecido hasta engullir con sus aguas casi la totalidad de lo que una vez fue la metrópolis de Japón. Sin embargo, los humanos que habitaron antes sus calles de concreto, ahora navegaban sobre ellas. Los edificios estaban cubiertos de musgo, algas, pasto y flores. Pequeñas plataformas flotantes se habían atado como muelles alrededor de las estructuras. Lanchas cruzaban de una dirección a otra y llevaban pasajeros o carga. La gente se saludaba al pasar, cantaban y reían. Niños jugaban lanzándose al agua desde los pisos superiores y una madre preocupada los regañaba.

Habían lanchas más grandes que servían comida a los viajeros y otras en las que se habían montado puestos comerciales.

En la playa de Nerima, donde el terreno inclinado de concreto se había convertido en un límite entre la tierra y el mar, la gente esperaba cada día a sus seres amados.

Akane Tendo aguardaba, como cada día desde hacía dos semanas, a la aparición de su esposo. Quizás, ese día sería el afortunado. Estaba cansada de pedirle que no se arriesgara más, pero como si fuera una obsesión, Ranma había insistido en que debía hacerlo, lo que ninguna persona normal podría, tratar de llegar a los límites del antiguo Japón y saber qué había sucedido con su gente. En tiempos en los que las ciudades se habían aislado unas de otras por el avance de los santuarios. Pero a lo menos él le había prometido que sería la última vez, que Kioto era su meta, entonces se quedaría en Nerima para ayudar a reconstruir Tokio con el resto de sus sobrevivientes.

—Mamá, ¿papá llega hoy? —preguntó la pequeña abrazada a su pierna.

Akane no tuvo el valor de responder. Antes era una respuesta tan común decirle «hoy no, quizás mañana», pero ese día era distinto. Un brisa gélida soplaba desde el oeste y un mal presentimiento se había apoderado de su pecho.

Las lanchas cesaron de aparecer, la gente que se abrazaba se retiraban entre risas y felicidad. Akane apretó los puños.

Y lo vio, a lo lejos, una lancha manejada por un hombre que la dirigía de pie con un largo remo. La lancha se veía en tan mal estado que parecía madera podrida, gris, a punto de deshacerse. También las ropas que usaba habían conocido mejores días. Pero el hombre se veía saludable, erguido más que antes. Cuando la lancha topó con la playa de cemento y se deslizó unos centímetros, él bajó de un salto al agua y con una mano la arrastró a tierra firme.

Akane corrió a su encuentro, pero cuando el hombre se sacó el sombrero kasa se quedó quieta. Ranma giró entamente, su cabello antes negro ahora tenía un gran mechón blanco, y trazos de color blanco también recorrían la larga trenza, que ahora le llegaba a la cintura.

—¿Ranma?

Ranma tomó a su hija en brazos y rodeando la cintura de Akane con el otro brazo le besó la frente. Y sonrió.

—Es una larga historia —dijo con un extraño resplandor en los ojos.

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Fin

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Randuril me dio una excelente oportunidad con la palabra «viaje», pude dejar volar mi imaginación y acabé en otra de mis historias raras. Sé que no son muy divertidas, carecen de romance o acción, pero debo confesar que estas historias son mis predilectas y muchas veces escribo fragmentos no publicados, solo para mí, de este tipo. Verdaderos experimentos imposibles de usar.

Hoy también quería intentar dar narrativa a todas esas imágenes de artistas que explotan la belleza de lo destruído, en el que la naturaleza y el tiempo, la muerte incluso, son parte de un todo que se vuelve hermoso. Ese sentimiento extraño, de apreciar lo bello de un muro derruido, de una taza imperfecta, de las marcas en una calle agrietada y de una casa devorada por la naturaleza, es lo que los japoneses llaman wabi-sabi. Es un término sin traducción y muy amplio para mucha gente, incluso los japoneses no lo pueden definir muy bien, pero es el que plaga todas las hermosas imágenes que abundan de paisajes apocalípticos, en los que la naturaleza domina, o que son capaces de hacer un gran dibujo tan solo de un bidón de acero oxidado y con agua. Es la belleza en el paso del tiempo, en saber que todo es temporal y lo que ves hoy se puede apreciar una única vez, en la imperfección asimétrica de la naturaleza a la que se le rinde culto. En fin, es complicado, pero intenté darle palabras a imágenes, además de poner un poco de imaginación y trama a la simple contemplación de lo que está acabando, como el tiempo de los humanos en esta historia, y que en lugar de tornarse trágico, se vuelve algo hermoso e incluso feliz. Natural como la vida que empieza y acaba.

Lo mejor, es que es libre de interpretarse por cada lector, eso es lo mágico y divertido de toda obra.