NOTAS:
To Guest: Babies? Already? It's a bit early in their relationship, but I'll take that in mind XD
Thanks for letting me know your thoughts.
Para B: Buenooo…, voy y vengo, pero aquí sigo :) ¡Gracias a ti!
To Goodtome: Sorry, it took me longer than expected.
Más tarde, cuando llegó la hora acordada, y para sorpresa de Kyoko, Kuon apareció en el gran salón con una camisa limpia. En cuanto la vio, acortó de dos zancadas rápidas la distancia que los separaba y quedó tan cerca que ella pudo oler en él el familiar jabón de espliego. Incluso se había peinado el pelo y casi parecía otro…, otro un poco más…, ¿más qué? ¡Ah!, ¿cómo decirlo?
Con un suspiro, Kyoko se rindió a encontrar la palabra exacta, porque una campanita había empezado a tocar a rebato dentro de su cabeza. Esto era raro… Muy raro… ¿A qué venía tanta pulcritud? ¿¡En martes!? No es como si fuera domingo para cuidar la higiene y la apariencia…
Ella, por reflejo, se quitó el pañuelo y se atusó el cabello, esperando no parecer demasiado desaseada. Se alisó después imaginarias arrugas de su sobrevesta y se desenrolló las mangas, que sí que estaban arrugadas más allá de lo indecible, por culpa de sus faenas del día y de lavandería.
Él no lo había hecho adrede, pero agh, Kyoko odiaba que la hiciera sentir desarreglada y pequeñita. A ver, el chico solo se había cambiado de ropa, lavado y peinado un poco. Ya está. No es como si después tuviera que asistir a una reunión con los maestros de algún gremio o con algún noble cortesano. Solo era ella. Kyoko, la minúscula y aburrida Kyoko.
Por su parte, Kuon, finalmente decidido a hacer algo más que mirarla con los ojos brillantes, se aclaró la garganta y empezó a decir:
—Respecto a lo de esta mañana…
—Nunca más lo menciones, por favor —le interrumpió ella, estallando en llamas sus mejillas y desviando la mirada avergonzada.
—Por supuesto —convino él rápidamente. Luego se desinfló (real y figuradamente), perdido el valor. Sus hombros cayeron, la espalda se le encorvó y perdió un tanto de su imponente altura. Al final, acabó mirando a un lado y a otro y luego se agachó para susurrarle a Kyoko al oído—: ¿Estás bien? —Ella, obviamente, dio un brinco tal que llamó la atención de los señores que hacían labores de cestería sentados junto al fuego. Alguno de los niños detuvo sus carreras por el salón y más de una matrona le propinó un codazo mal disimulado a quienquiera que tuviera al lado. María, sentada a los pies de Julie, con su pizarrín en el regazo, los observaba expectante, apenas conteniendo el aliento.
—¿Co-Cómo? —balbuceó Kyoko, la mano en el pecho, sobre el corazón. Kuon, con las mejillas encendidas, repentinamente pudoroso, optó por la ancestral forma de comunicación basada en gestos manuales y no palabras, señalando con lo que él creía que era discreción (aunque claramente no lo era) a su vientre, para luego llevarse la ominosa mano señaladora a la boca, no sea que entre una y otra fueran a mencionar lo que no debía ser mencionado nunca por un varón.
Kyoko lo miraba de hito en hito, la boca entreabierta de pasmo y apenas sin parpadear. Por su cabeza pasó el pensamiento fugaz de que Kuon estaba hoy mucho más raro que de costumbre.
—Hombres… —masculló ella, pero él seguía mirándola, esperando una respuesta—. Sííí, lo estoy —le contestó al fin, a lo cual él exhaló un visible suspiro de alivio. Kyoko frunció el ceño, un tanto intrigada por su reacción. ¿Acaso se preocupaba Kuon por los dolores menstruales de todas las mujeres de la casa? Y si lo hacía, ¿cómo llevaba el control de ello sin la más mínima vergüenza o pudor?
La madera bajo sus pies gemía a cada paso que daban. Gemía como un ser vivo, como si la casa entera se quejara de ser profanada por los pobres mortales que la habitaban. Hacía rato que Kyoko tenía erizada la piel de los brazos y que los escalofríos le recorrían la espalda de arriba abajo con cada lamento. Tampoco es que ayudara mucho a su situación actual no ver sino negro absoluto —como boca de lobo— más allá del pálido círculo de luz de sus candiles y que el silbido del viento invernal se colara por entre las rendijas, haciéndole los lúgubres coros a los plañidos de la casona.
Kuon la había llevado por pasillos y escaleras que no había pisado nunca en el poco tiempo que llevaba allí. A todas luces, era la parte más antigua y también la menos planificada. Le mostró curiosas puertas que no conducían a ninguna parte —y alguna otra por la que solo podría entrar un niño—, ventanas que ya no daban al exterior sino a un nuevo anexo o a una pared, escaleras en medio de ninguna parte, trasteros secretos construidos en el espacio sobrante entre ampliaciones, dos buhardillas conectadas por un pequeño puente cubierto, inesperadas y amplias salas de trabajo… Más de una vez, Kyoko tuvo la impresión de que Kuon se había perdido, porque a veces se detenía en una encrucijada y parecía pensar en qué dirección tomar.
—¿Esto es seguro, Kuon? —preguntó ella, cuando la casa volvió a quejarse bajo sus pies.
—Claro que sí, mujer —le aseguró él—. Esta madera tiene más de ciento veinte años y aguantará otros tantos más. —Convicción que él reafirmó dándole dos vigorosos pisotones al suelo. A Kyoko el corazón se le subió a la garganta, imaginando cómo el suelo cedía bajo sus pies.
Cuando constató que tal desastre no había ocurrido, miró hacia abajo, al suelo, que brillaba a la trémula luz, pulido y desgastado por los pasos de generaciones. Tan desgastado que ya ni siquiera estaba nivelado, sino ahondado hacia el centro, y allí donde antes se encontraban los nudos de la madera, ahora solo había agujeros de oscuridad que llevaban directamente al piso de abajo. Kyoko tragó saliva. Daba igual lo que dijera él, ella no las tenía todas consigo. Las cosas se rompen cuando se rompen, ni un momento antes ni después.
Por su parte, Kuon se sentía muy ufano de sí mismo, porque Kyoko lo había tomado de la camisa. Ella iba a su espalda y él notaba el leve tirón de la prenda cuando caminaba. Quizás por miedo, o tan solo por precaución, pero a Kuon le gustaba la idea de que Kyoko lo hacía porque realmente confiaba en él. Hubiera preferido, claro está, su mano en la suya, pero bueno, tampoco iba a quejarse.
—De niños, la casa siempre fue nuestro propio patio de juegos, especialmente en invierno, cuando no podíamos salir afuera —le había dicho él en cuanto habían empezado a alejarse de los espacios que Kyoko ya conocía. Kuon le iba contando historias, anécdotas casi siempre divertidas, de cada rareza de la vieja casa, y Kyoko en el fondo las agradecía, porque su voz la distraía de los lastimeros llantos del viento y la casona—. Una vez se nos perdió un invitado y tardamos cuatro días en encontrarlo —le dijo, mortalmente serio en medio del pasillo oscuro por el que caminaban—. El pobre tenía las mejillas hundidas, los ojos llenos de desesperanza y, según me contaron, estaba agazapado en el suelo, como una bestia, a punto de comerse las suelas de sus botas —Luego se dio la vuelta, se la quedó mirando y añadió—: No deberías separarte de mí. Si te perdieras… —dejó la frase en el aire, sin terminar, y Kyoko no pudo evitar otro escalofrío.
—Eso no puede ser cierto —le protestó ella, con demasiada vehemencia, aunque había una parte de ella que no ponía en duda tal historia—. Me lo dices solo para asustarme.
—¿Y funciona? —preguntó él, guiñándole un ojo.
—Que si func… —repitió Kyoko, interrumpiéndose en cuanto se dio cuenta de lo que realmente significaba tan breve pregunta. Entonces se le abrió la boca, de estupor e incredulidad mezclados—. ¿Tú estás tonto? —le acabó soltando.
—Tonto por ti —le replicó él, con una sonrisa idiota en la cara. Así, sin más. No es que lo hubiera planeado, pero tampoco tenía pensado ocultar lo que sentía.
—¡Bueno, ya está bien! —exclamó ella, dando un paso atrás, mirándolo como si le hubieran salido dos cabezas—. ¿Qué diantres te pasa a ti hoy?
—¿Cómo? —preguntó él, ladeando la cabeza (la única que tenía, recuérdese), sin comprender.
—Estás raro —le explicó ella—. Rematadamente tonto.
—Ah, muchas gracias por el piropo, Kyoko —le dijo él, poniendo los ojos en blanco. Esto no iba bien…
—Primero te me apareces por la lavandería —continuó ella, sin hacerle ni caso a su triste intento de sarcasmo—, luego me dices de ir a pasear contigo por la casa, y después te pones de punta en blanco, te aseas y te cambias de muda sin ser domingo, me arrastras por la pesadilla arquitectónica de cualquier maestro constructor, y ahora vas y me dices cosas sin sentido.
—Hmm —murmuró él, llevándose la mano que no sostenía el candil al mentón, mientras sopesaba sus escasas opciones: mantener la dignidad intacta y fingir que solo trataba de burlarse de ella o tirarse de cabeza al río de la verdad y de la sinceridad, con todas sus consecuencias.
—¿Y bien? —preguntó ella, con un pico de impaciencia que no pasó desapercibido.
—Tienes razón —dijo él. Kyoko exhaló un suspiro de alivio—. Sí, definitivamente la tienes. Estoy raro. Y también tonto —afirmó Kuon, reconociendo en su comportamiento los 'lindos' adjetivos que Kyoko le atribuía. Él también suspiró, y luego inclinó el torso para acercarse más a Kyoko—. Cuando te tengo cerca, tiendo a perder bastante de mi sensatez habitual —declaró, y su voz pareció cambiar, haciéndose más oscura.
—¡Otra vez! —exclamó ella alzando los brazos al cielo (¡huy, cuidado con el candil!), y dando otro paso atrás, huyendo de la peligrosa caricia de su voz—. ¡No puedes ir diciéndole a la gente cosas como esas!
—¿Por qué? —preguntó él, ladeando de nuevo la cabeza.
—Porque pensarán mal —Kyoko se llevó la mano al puente de la nariz, intentando detener la incipiente jaqueca que este hombre le causaba—. Lo entenderán todo mal.
—Pero sí es cierto —le dijo él.
—Eso da igual —replicó Kyoko, cortando la discusión con un gesto de la mano, pero la mano pareció congelarse en el aire, súbitamente inmóvil—. Espera. ¿¡Qué!? —Kyoko tragó saliva—. ¿Qué acabas de decir?
—Que es cierto —repitió Kuon, tratando de ignorar las emociones que giraban veloces en su pecho. ¿No es que había decidido tirarse al río? Hala, pues aprende a nadar, hombre—. Me vuelvo medio idiota cuando hablo contigo.
—Alto ahí, caballero —dijo ella, extendiendo el brazo al frente para poner entre los dos toda la distancia posible—. ¿Conmigo? —preguntó, y él asintió—. Pero si no me conoces de nada.
—Te conozco lo suficiente. Al menos, en todo lo importante —respondió, encogiéndose de hombros—. No me hace falta más.
—¿Pero eres tonto? —preguntó ella, insistiendo en una cuestión que ya se daba por resuelta.
—Ya te lo dije —respondió Kuon, revistiéndose de paciencia para volver a repetirle lo mismo—. Cuando estoy contigo, yo…
—Sí, sí, ya me hago cargo… —le interrumpió ella, agitando una mano en el aire. Kuon sintió como si tal gesto redujera sus sentimientos a pedacitos tan diminutos que la más mínima brisa pudiera llevárselos consigo. Pero entonces Kyoko volvió a sorprenderlo con lo que menos se esperaba—: ¿Se te ha ocurrido siquiera pedirme permiso para cortejarme? —Y había en ella una pizca de enojo y rubor doncellil a partes iguales que desconcertó en mucho a Kuon.
—¿Cortejarte? —preguntó él, frunciendo confundido el ceño.
—Sí, ya sabes, cuando un hombre… —empezó a explicarle ella.
—Sí, sí —le interrumpió él, agitando la mano con despreocupación (fingida, claro está)—. Sé lo que es cortejar, mujer —dijo, y volvió a cernirse sobre ella. A la luz de los candiles, parecía haber llamas danzando en el verde de sus ojos—. Creí que era eso precisamente lo que estaba haciendo —Kyoko dio un paso atrás por pura supervivencia.
—Que creíste que… —repitió ella a media voz, antes de interrumpirse de nuevo y soltar un resoplido de genuina frustración—. ¡Hombres!
Se dio la vuelta y se marchó, dando pisotones y echando humo por las orejas, dejándolo allí a solas.
—¿Pero qué he hecho mal? —se preguntó él, rascándose la nuca, para dos instantes después decidir que su maltrecho orgullo necesitaba un poco de bálsamo reivindicativo, para lo cual optó por gritarle al pasillo vacío (y más oscuro sin la luz de Kyoko [la real y la metafórica]), con la intención, y la esperanza, de que ella aún pudiera oírlo—. ¿Es que acaso te crees que voy yo tomándome de las manos con cualquiera? ¿O que voy por la vida pidiendo citas sin ton ni son? —Y, al final, acabó berreando a todo pulmón, alzando un admonitorio dedo al aire—: ¡PUES TE EQUIVOCAS!
Más tarde, en la cama, con la respiración tranquila de María durmiendo a su lado, a Kyoko se le encenderían las mejillas al recordar que, en cierta inusual manera, sí que estaba siendo cortejada… Y ella querría gritar por las emociones nuevas y desconocidas que llenaban su pecho, que la arrollaban y la desconcertaban. Aunque no haría tal cosa, por supuesto, porque no quería despertar a toda la casa de un sobresalto. Ella sí que tenía modales.
No como otros —ejem, un cierto 'otro'— en los que era mejor no pensar a riesgo de no pegar ojo en toda la noche.
Ella, ¡CORTEJADA!
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NOTA: La higiene durante estos siglos brillaba por su ausencia, en la creencia de que la excesiva limpieza fomentaba la vanidad y alteraba el equilibrio de los humores del cuerpo, propiciando las enfermedades. Se dice (exageradamente) que la reina Isabel la Católica (1451-1504) alardeaba de bañarse dos veces al año, hiciera falta o no. Otras fuentes dicen que solo se bañó dos veces en toda su vida.
