¡Buenas, buenas!
Que nadie se asuste, no me desaparecí, sólo tuve un mes movidito en el trabajo, además de tener que dar una mano a una tía enferma. Esto de la vida adulta es más molesto de lo que pensaba.
Pero eso no evitó que publicara nuevamente, aunque me tardara un poco más. Una disculpa por eso.
Este cap no es exactamente una continuación del anterior, sino más bien un entremés. Y no, no es un cap relleno ni mucho menos, está pensado desde que comencé a escribir el fic: Cass y Krei merecían tener su momento de protagonismo, y aquí lo dejo.
Sin más que decir por el momento, nos vemos abajo, mis Grandes Héroes.
Historia de un Rey Blanco y una Reina Negra
Cass no lo había tenido todo en la vida, pero nada le había faltado tampoco. Aún con lo difícil que era crecer con la irreverencia de un norteamericano en el seno de una humilde familia conservadora, bajo la tutela de un estricto padre japonés, una dulce madre que, siendo estadounidense, fue criada en japón, y a la sombra de un perfecto hermano mayor.
Era rebelde, sí: chocaba con su padre, le sacaba canas a su madre, le hacía la contra a su hermano de una manera similar a la que Hiro hacía con Tadashi. Nunca tenía problemas graves, sólo era una joven curiosa que no siempre caía bien parada. Si fueran la familia típica, ella sería la oveja negra; pero, como había dicho su hermano alguna vez, ella era tan apreciada aun siendo una tirana –pese a todo, era la más celada-, que bien podrían verla como una reina rebelde que salía demasiado pronto al tablero de juego. Idea que tomó fuerza cuando, a los catorce, ya solía escaparse a meterse en problemas con algunos amigos mayores.
Le gustaba el apodo de Reina Negra, sólo porque mostraba la estima que su familia le tenía, pese a cuánto solía durar castigada.
Aunque solía buscar problemas, su vida era mucho más sencilla que la de su hermano. Ella había heredado, por algún milagro de la genética recesiva, todas las características de su madre estadounidense, el cabello castaño, los ojos verdes, los rasgos occidentales que le permitieron mantenerse a salvo de las molestias. Su pobre hermano, por otro lado, era otra historia: Takano había heredado cada ligero tono de azabache del pelo de su padre, su rostro odiosamente perfecto, sus ojos rasgados, lo que en sí podría hacerlo intimidante, si no fuera porque también tenía la gentileza infinita de su madre, junto a su bellísimo tono de ojos verdes. Era la mezcla que, en más de una ocasión, le había valido el rechazo tanto de los estadounidenses, como de los nipones que emigraron al país.
Era un asiático mestizo en la época en que la antigua San Francisco apenas comenzaba a aceptar a los nietos de los inmigrantes que ayudaron a reconstruir la ciudad después del terremoto de 1906. Claro, como siempre, nadie parecía estar molesto con la idea de mano de obra barata y con pocos derechos a los que acudir, pero todo cambiaba cuando había personas como su padre, que había llegado años después con su emprendimiento de té japonés, o con su hermano, que además de destacar por lo aplicado que era en la escuela, causaba incomodidad con la idea de ser un futuro médico. La ciudad por ese entonces estaba feliz con la ayuda, pero no con la idea de crecimiento social, y menos aún cuando el recuerdo de la enemistad entre estadounidenses y japoneses, en los años seguidos a la segunda guerra, seguía tan patente en los nietos de los excombatientes.
Y su hermano era la piedra en el zapato para más de uno: exigente con sus estudios y trazando un futuro serio, con un rostro tan hermoso que daba rabia, gentil hasta lo indecible y siendo un joven genio. Decir que los matones amaban usarlo de saco de boxeo era poco; decir que la Reina Negra siempre defendió a su Rey enclenque sin dudar sobraba, usando por lo general sus mejores técnicas de karate, aun cuando eso rompiera las reglas del dojo. Su padre había recurrido a inscribirla en distintas artes marciales para ver si la disciplina y la energía gastada lograban mantenerla en casa por las noches, y aunque rezongara de que siguiera escapándose y amenazara con sacarla, lo cierto es que más de una vez parecía orgulloso cuando Takano volvía en una sola pieza de la escuela, y ella con un par de arañazos que mostraba como trofeos. Otros padres nipones se horrorizarían de que el hombre fuera el débil, pero evidentemente el suyo tenía más de progresista de lo que quisiera admitir.
Los concibieron a edad avanzada, esencialmente por la delicada salud de su madre. A los cuarenta de ella y los cuarenta y cinco de él nació Takano; tres años después llegó ella.
Aunque siempre lo habían esperado, en parte por la edad, en parte por la desmejora crónica de su estado, no dejó de ser un golpe duro cuando los pulmones de su padre, que habían vivido una infancia entera produciendo carbón en la aldea japonesa donde creció, dejaron de funcionar. Apenas tenía dieciocho años cuando debió tomar su lugar en la casa de té junto a su madre, mientras Takano seguía sus estudios en medicina.
A los veintitrés, cuando un accidente cardiovascular que ninguno se esperaba se llevó a su madre, ambos hermanos debieron hacerse cargo de todo.
Pese a lo dura que había sido la vida para él, esas fueron las únicas veces en que vio llorar de verdad a su hermano, y Cass se sintió terrible tanto por sus padres como por él. Ya era un hombre, pero aún le dolía no haber sido capaz de protegerlo.
Aunque nunca dejó de ser alegre, la pérdida de sus padres fue suficiente para que Cass se volviera una mujer hecha y derecha en pocos años, y consciente de lo importante que era, se encargaba de sacar a Takano en dirección a la universidad cada vez que venía con la ridícula idea de dejar todo y ayudar con algo más lucrativo en el hogar. Sentía una gran responsabilidad por el bienestar de su hermano, sentía que debía protegerlo y ayudarlo a avanzar.
Cuando conoció a Saya en sus prácticas de medicina, que como ellos era hija de un japonés y una estadounidense, supo que esos ojos castaños eran los nuevos guardianes de su hermano. No se sintió celosa, en cambio, le parecía encantador molestarlo a costa de su cuñada, que tenía un carácter similar y con la que congeniaba muy bien. Era inevitable, incluso siendo el mayor y viéndolo ser padre dos veces, le costaba no tratarlo como un niño y estar siempre pendiente del conjunto, de los padres, y de los pequeños que eran el sol de sus días. Por años había tratado de mantenerse serena, a resguardo, en parte por la madurez, pero también en parte por el sentimiento de responsabilidad: era lo único de su familia principal que quedaba a Takano, no podía pasarle nada, no podía permitir que Tadashi y Hiro lo vieran llorando como ella lo había visto. No podía dejarlo.
Jamás pensó que, de hecho, era ella la que iba a perder lo único que le quedaba.
La tercera vez que no logró protegerlo fue una noche de invierno en la que la nieve y el hielo cubrían el país, cuando ella debió quedarse con los pequeños mientras sus padres volvían de un congreso en medicina. El teléfono la despertó con un sobresalto a las tres de la mañana y una voz desconocida le preguntó si era Cass Hamada. Supo qué había ocurrido antes de que comenzara a hablarle de carreteras congeladas y autos.
Cuando oyó a Hiro gritar desde su cuna en la habitación que compartía con Tadashi, ella supo que ese niño era demasiado intuitivo.
Aunque no fue fácil pasar de vivir con un gatito a tener dos bestias amorosas y revoltosas corriendo por toda la casa, diez años después no podría imaginarse una vida más perfecta. Desde su lugar en The Lucky Cat Coffe, que había tomado ese nombre cuando quedó a su cargo, vio crecer a los dos enanos hasta ser hombres al mismo tiempo que los edificios se hacían más altos y cada vez cosas más raras llenaban el cielo de una ciudad que había cambiado de nombre. Más de una vez sus ojos ardieron, pensando en cuánto hubiera deseado Takano ver eso, ver cuánto habían logrado los chicos, ver a Tadashi tan parecido a él, a Hiro siendo un genio indiscutible, y reñirle cuando viera que el chico se parecía más en carácter a ella, aunque no siempre eso fuera algo de lo que estar orgullosa. Se tragaba las lágrimas, sonreía, y corría a atosigar a Hiro o Tadashi con besos y abrazos cada vez que lo extrañaba. Así nunca la vieron llorar.
Cass siempre, en cada momento de su vida, debía ser la fuerte.
Claro que siempre se la ponía a prueba: el dolor también se llevó su alegría por un tiempo, como en cada familia que había tenido. Cuando vio a Hiro gritando el nombre de su hermano a un edificio en llamas, cuando lo abrazó y comprendió lo que estaba pasando, estuvo a punto de derrumbarse de manera definitiva. La muerte de Tadashi era como revivir la noche en que su adorado Takano se fue, y creyó que no podría hacerlo de nuevo.
Más reina no se es por la corona, sino por la fuerza, y por el niño que lloraba entre sus brazos, ella no caería esta vez.
Ahora, a un año de aquello, Tadashi estaba con ellos de nuevo, y aún rodeada de ciencia y pruebas, ella no podía dejar de llamar Dios a quien agradecía cada noche por ello, sin importarle el giro desconcertante que las cosas entre ambos hermanos habían dado.
Claro, una reina es todo menos tonta: tal vez supo antes que el mismo Hiro lo que sentía por su hermano y, sin duda, mucho antes que Tadashi supo que era correspondido. Quizás no supo qué nombre darle, tal vez se sintió algo inquieta al comienzo y decidió pasarlo por alto, pero la verdad estaba ahí, evidente, inquietante al comienzo: incluso para ella era algo violento el que esos sentimientos surgieran entre hermanos. Pero a medida que la situación avanzaba, a medida que veía los distanciamientos y regresos, comprendió que no había forma de que pudieran vivir sin el otro, no ahora que ya se habían perdido una vez. Por eso decidió hacer la vista gorda, dejar que ellos le pusieran el nombre que quisieran a su relación, que escribieran las reglas de su felicidad por sí mismos. Después de todo, ¿Cuándo su familia había sido convencional?, ¿Cuándo le hizo caso a la moral barata de la sociedad?
La familia era lo más valioso que hubiera tenido nunca, en cualquiera de sus formas, y si para verlos felices tenía que ser ciega, sordomuda y estúpida, por ella bien.
Fue por eso que la primera vez que Alistair Krei llegó a The Lucky Cat Coffe, con su mirada altiva y sonrisa de negocios, la mañana del primer lunes que los chicos estuvieron en la isla de su amigo, actuó de la manera en que cualquier mujer actuaría al ver al hombre que prácticamente arruinó la vida de las dos personas que más amaba.
O al menos, como cualquier mujer que supiera karate lo haría.
Habían pasado años desde la última vez que dio una patada lateral, pero no parecía estar tan oxidada, a juzgar por la manera en que el sujeto ni siquiera llegó a abrir la boca para presentarse cuando ya estaba dando cabezazos en el suelo, aferrado a una silla que le acompañó y con su asistente tratando de ayudarlo. Era una suerte que aún no llegaran clientes.
—Veo que me conoce, señora Hamada —jadeó, a duras penas y en medio de una mueca adolorida.
Tadashi y Hiro le habían explicado, tratando de hacerle entender el regreso de su sobrino mayor, los acontecimientos ocurridos, los planes de Callaghan, y cómo Krei había sido el disparador de toda aquella cadena de tragedias. En pocas palabras, el hombre frente a ella era el segundo en su lista de personas más odiadas, y eso que sólo tenía dos puestos.
—¿Cómo se le ocurre aparecer en mi casa? —gruñó, sin relajar la posición ni un instante, con los ojos fijos en el hombre que apenas podía mantenerse en pie, aferrando su costado —¿Qué quiere?
El hombre tosió, pero trató de mantener su entereza cuando le miró a los ojos, firme. Avanzó un par de pasos.
—Sólo quiero hablar con los chicos...
Cass necesitó respirar hondo para no darle una nueva patada en el instante. Aquel loco bastardo no podía pretender, en serio, que fuera a dejar a sus sobrinos con él sabiendo la clase de persona que era.
—Tienes hasta tres para irte, antes de que decida que no me importa ir a la cárcel —gruñó, cruzándose de brazos, mientras tensaba todas las partes necesarias para una nueva patada. Aunque se sintiera ridícula, no le importaba en lo más mínimo. Y su voz pareció lo suficientemente intimidante para que la mujer junto a Krei se estremeciera, pese a su intento de darle una mirada de asco.
La mirada del hombre, por otro lado, seguía firme en ella, con un brillo al que sólo le daría nombre tiempo después.
—Señora Hamada...
—Uno...
—Por favor, somos personas maduras...
Cass ahogó una risa molesta.
—Dos...
En ese momento, la entereza en sus ojos pasó a ser una extraña mezcla entre frustración y desesperación, y su tono ya no fue tan tranquilo.
—¡Yo sólo...! —empezó, exasperado. Pero fuera lo que fuera a decir, sólo un toque de su asistente bastó para detenerlo. Se giró a ella, claramente irritado cuando negó lentamente, dejando en claro que eso no llevaría a ningún lado.
Pero cuando creía que por fin se iría, los ojos claros se giraron a ella de nuevo. Esta vez fue obvio que la estaba midiendo, viendo qué tan en serio iban sus palabras. Evidentemente, supo que era capaz de llegar a las últimas consecuencias para proteger a sus sobrinos, y una mirada que no pudo descifrar le hizo entrecerrar los ojos, alerta. No era como las miradas anteriores, entre frustradas y altivas, sino que creyó ver, por un instante, algo muy similar a una súplica,
Finalmente, un suspiro resignado del hombre dio por acabado el momento.
—Volveré, señora Hamada —advirtió.
—Es su problema si es masoquista, señor.
No apartó los ojos de él hasta que vio su exageradamente lujoso auto perderse por la calle nevada. Sólo entonces, segura de que nadie la estaba viendo, se permitió dejarse caer en uno de los asientos y echarse a temblar, mientras se abrazaba a sí misma. Había luchado con matones toda su vida, había contestado a su padre sin que le temblara la voz en sus momentos de mayor rebeldía, había terminado con novios de meses sin dudar sólo porque le subieron el tono una vez...
Pero nunca nadie la había aterrado tanto como aquel niño bonito tapizado en dinero, que se creía con la potestad de llegar, un día cualquiera, a su hogar y pretender hablar con sus sobrinos como si nada, como si nunca hubiera herido a nadie, como si Tadashi no tuviera marcas de quemaduras en su cuerpo, como si no hubiera visto a Hiro dejar de comer por meses sólo por una decisión que él había tomado sin dudar. Y, además, pretendía regresar.
Tragó saliva, respiró hondo y alzó la cabeza, sólo para ver a Mochi a su lado en el mostrador, ronroneando. Sólo entonces se secó las lágrimas que caían por sus mejillas y trató de serenarse.
Es verdad, el sujeto pretendía regresar, y parecía ser sincero en sus palabras. Pero ella también lo era, y tenía, cuanto menos, dos semanas para obligarlo a desistir por todos los medios que tuviera. No había nada de qué preocuparse, podría dejar en claro su postura, y sus sobrinos jamás tendrían que saber que había estado allí.
Y segura cómo estaba en sus facultades de lucha, fue optimista al respecto. El récord que alguna vez alguien había tenido resistiendo sus rechazos fue de tres veces, y sólo porque el loco estaba convencido de que ella estaba tratando de probarlo antes de aceptar su propuesta de matrimonio.
Pero su resolución fue flaqueando durante la semana, cuando, día a día y a la misma hora, Krei llegaba acompañado de su asistente, tratando desesperadamente de ganarse su confianza y empezando distintos discursos en los que pretendía convencerla de dejarlo ver a los chicos. Ni siquiera se molestaba en oírlos, no le importaba cuánta ayuda económica pudiera dar a los proyectos de sus sobrinos, cuantos puestos les ofreciera en sus empresas; el bastardo incluso había llegado a ofrecerle a ella dinero para el café. Una y otra vez dejó en claro que seguía midiendo el mundo en favores económicos, y una y otra vez una buena patada, junto a algunos insultos que ninguna madre debería decir pero a los que toda tía estaba acostumbrada, le dejó en claro que no había forma de que llegara hasta sus sobrinos si de ella dependiera.
Una sola cosa podía reconocer al sujeto, y era su persistencia. Por seis días completos había llegado a la mañana al café, evidentemente buscando un horario apropiado en el que no hubiera clientes, aunque no podía adivinar si era para evitar su humillación pública o para evitar escándalos en su lugar de trabajo.
Cuando llegó el domingo y Cass no le oyó llamar a la puerta por la mañana, se sintió prácticamente liberada, suponiendo que todo había acabado.
Por ello, cuando el timbre sonó a la noche, en medio de la nevada más intensa de la temporada e interrumpiendo su baño antes de internarse a ver su especial de películas de terror junto al fuego, Cass estuvo a punto de gritar de espanto. No había forma que alguna amiga fuera a visitarla a esa hora y en esas condiciones; sus sobrinos no estaban, y definitivamente no sería un cliente. Mientras bajaba las escaleras, la mujer sólo pudo pensar en dos posibilidades: o el bastardo tenía horario de domingo, o por fin había conjurado un asesino de solteronas... y rogó porque fuera el segundo.
Más, cuando abrió la puerta, su mandíbula perdió fuerza al ver al bastardo tembloroso que le miraba como perro abandonado y en cuyos hombros comenzaban a acumularse pequeños montículos de nieve. Miró a su alrededor, espantada al notar que no estaba junto a él ni su secretaria, ni tenía cerca ningún auto.
Se giró a él, fulminándolo con la mirada al entender, y Krei le dio una sonrisa temblorosa.
—¿P-Puedo pasar? —preguntó, y sonaba a una pregunta sincera. Él sabía que Cass podría tranquilamente dejarlo afuera, aun cuando no tuviera forma de resguardarse a la vista.
Y ella se lo pensó muy seriamente por un instante.
Gruñó, odiándose a sí misma por apiadarse y aferrando su abrigo para arrastrarlo al interior y cerrar la puerta con furia. Lo que menos necesitaba era que la señora Matsuda esparciera rumores por el barrio que inquietaran a los chicos.
—Esto es una exageración —farfulló luego de unos minutos, fulminándolo con la mirada mientras le tendía una humeante taza de café al hombre que, aún de pie junto al fuego y ya sólo con una camiseta térmica encima, no paraba de temblar. Tenía fácilmente una cabeza y media más de altura que ella, y no podía dejar de parecerle un niño, pese a toda su imponente presencia.
—¿Exagerado yo? Es usted la que ha dejado marcas de golpes en todo mi cuerpo esta semana, los seis días que he venido —le echó en cara, claramente ofendido. Por una vez pudo ver toda la molestia que sentía ante su presencia, y Cass debió morderse la mejilla para no echarse a reír.
En cambio, le dedicó una mirada apreciativa a todo su cuerpo, divirtiéndose a costa de la repentina tensión que hizo dejar de temblar al hombre.
—Seis días... —repitió, en tono contemplativo —. Es mucho, por lo general disuadía a hombres en dos... ¿Ya no golpeo tan bien?
—Sus golpes están perfectamente, mi estimada Cass —gruñó él, claramente avergonzado, pero también frustrado —. Lo que falla es que no es usted por quien vengo, sino por sus sobrinos.
Y ante la mención de los chicos, toda la diversión en los ojos de la mujer se esfumó de inmediato. Volvió a tensarse, alerta.
—Viene en vano, me temo —afirmó, aparentemente calmada, pero con la advertencia brillando en sus ojos.
Los ojos azules a los que se enfrentaba también parecieron brillar, resueltos y dignos incluso en ese pésimo estado.
—El hecho de que venga es una cordialidad hacia usted —señaló, un tono bajo que no dejaba dudas sobre su sinceridad —. Recuerde que puedo hablar con ellos donde quiera, sin que usted pueda saberlo o interponerse. Tengo acceso libre a la universidad y a sus puestos de trabajo en los laboratorios, un día cualquiera puedo ir y simplemente pedir una audiencia con ambos.
Y ante eso, Cass no pudo más que morderse la lengua, sintiendo su sangre arder. No, no sonaba como una amenaza, no parecía tener esa intención, y sin embargo hervía de rabia de sólo pensar en aquel sujeto cerca de Hiro o Tadashi. Y el saber, desde el comienzo, que tenía razón, no hacía más que aterrarla.
Entonces, acorralada por primera vez por la situación, Cass decidió hacer la pregunta que ni siquiera había cruzado por su mente en toda esa semana.
—¿Qué es lo que quiere con ellos?
No, no era idiota, sino que de plano no le interesaba. No le interesaba si ese sujeto venía a decirle que quería a sus sobrinos en un proyecto multimillonario, no le importaba si iba a ofrecerles puestos de trabajo, no le importaba si venía a amenazarlos por algún motivo. No quería, por ninguna causa, que aquel bastardo se aproximara a ellos, que Hiro o Tadashi lo vieran, que recordaran su existencia, que revivieran todo lo ocurrido esa noche. Tanto él, como el bastardo de Callaghan, lo único que quería era que desaparecieran de una vez por todas de su vida.
Pero, entre todas las posibilidades que había barajado, jamás esperó la más evidente, la más humana de todas.
—Yo... yo quiero disculparme con ellos.
El susurro de Krei le hizo arquear las cejas, no tanto en sí porque le sorprendiera, sino porque apenas lo pudo entender. Fue tan bajo, tan atragantado, que ni siquiera pudo descifrarlo de inmediato.
—¿Qué? —se acercó a él un paso al verlo bajar la mirada, asombrada. Un instante después, pasado el estupor, se acercó aún más para poder fulminarlo mirándolo a los ojos, era tan alto, que incluso así podía ver su rostro —¿Quién se cree que es para...?
Era tan alto, que incluso así podía ver sus ojos llorosos.
Cass se detuvo, con la mirada asombrada sobre el rostro apenado de aquel hombre gigantesco. Tardó un segundo en procesar lo que estaba ocurriendo: su cerebro se negaba a aceptar que el imponente Alistair Krei, uno de los empresarios más brillantes y genios más exitosos que conociera el mundo, estaba llorando frente a ella, en su humilde departamento.
Y no, no era el llanto frustrado o enfurecido que había visto en otros hombres, era ese llanto silencioso que rogaba por un consuelo desesperadamente, ese que ella había tenido tantas veces en más de veinte años, sin que nadie estuviera ahí para calmarla.
Ni siquiera fue consciente de lo que hacía cuando tomó el café de su mano y, con un gesto delicado, lo llevó hasta el sofá en el centro del lugar, dejando la taza en la mesa antes de sentarse a su lado. Tomó su mano, una mano que tranquilamente podía ser del doble del tamaño de las suyas, y comenzó a acariciarla, recorriendo cada dedo, presionando sus yemas, como siempre hacía cuando Hiro lloraba de pequeño o cuando Tadashi tenía pesadillas.
No, no era madre de nadie, pero había aprendido a ser maternal a la fuerza, a calmar ataques de llanto y ansiedad, a abrazar a personas que se resistían a sus consuelos sólo por hacerse los duros. Y cuando Krei se cubrió el rostro, tratando de impedir que viera sus lágrimas, Cass se preguntó por qué sentía que también quería ser fuerte por aquel sujeto al que apenas conocía y al cual, supuestamente, odiaba.
Pero antes de que pudiera abrir la boca, fue él quien habló.
—Entiendo que no quieras que me cruce en su camino —murmuró, una voz temblorosa y ronca que le hizo sentir pena por él, más no porque lo considerara patético —. Soy consciente de todo lo que les causé, de todo lo que han sufrido por mi culpa. Si yo no hubiera aparecido esa noche, si no hubiera mostrado interés en los microbots, nada de lo que ocurrió después hubiera pasado, nunca hubieran tenido que suportar todo el dolor que les ocasioné —se irguió apenas lo suficiente para dirigirle la mirada, rojiza y apenada —. No me atreví a venir antes porque consideré que sería una falta de respeto a su duelo, que lo tomarían como un insulto después de lo de Tadashi... pero ahora que él está aquí, no me hubiera perdonado el no intentar, al menos, darles una disculpa sincera y cara a cara.
Cass tragó saliva, evaluando con la mirada al hombre. Hasta esa noche, sólo había tenido una visión de Alistair Krei: la de un hombre imponente, dispuesto a comerse el mundo, que se paseaba con su traje lujoso y su sonrisa de triunfador, mientras veía a todo y todos en signos de dinero, siempre impecable e intocable. Ahora, además de eso, también conocía su cara más humana: sabía que no importaba cuántas veces se cayera o alguien lo derribara, se pondría de pie y seguiría intentando por todos los medios posibles. Era persistente, y si tuviera que decir, es probable que todo su éxito se debiera a ello.
Pero también era... solitario. Muy solitario, y triste: era un triunfador derrotado y lo sabía. Lloraba cuando se veía sobrepasado, como todas las personas, y la diferencia posiblemente era que él no tenía a nadie a quien acudir para que lo sostuviera en esos momentos. Por eso, ahora que la culpa pesaba como un monstruo gigante en sus hombros, parecía a punto de derrumbarse como un niño, sin su traje, con el cabello cayendo a los lados de un rostro apuesto pero demacrado y mirándola como si esperara que ella pudiera devolverle la tranquilidad.
Era algo que no le correspondía, pero sobre lo que tenía todo el poder.
Su pausa fue aparentemente más extensa de lo que ella creía, dado que un suspiro exhausto del hombre la tomó por sorpresa, así como el verle bajar la mirada.
—Lamento haberte hostigado toda la semana —murmuró, con todo el tono aparente de dar por zanjado el asunto, y de no estar para nada satisfecho con el resultado —. Además de llegar a tu casa así esta noche ¿En qué estaba pensando? Si quieres llamar a la policía o poner una restricción estaré completamente de acu...
—Dame tiempo.
Él dio un respingo ante su abrupta interrupción, tomado por sorpresa, y Cass bajó la mirada cuando los azules ojos de Krei se fijaron en ella, como si no pudieran creer lo que había oído.
Ella tampoco podía creerlo, siendo sincera.
—Dame algo de tiempo para pensarlo, algo de tiempo para prepararlos... ellos... bueno, no estoy segura de que reaccionen mucho mejor que yo.
Eso era un eufemismo. Más de una vez había visto a ambos cambiar el canal tan pronto como la cara del hombre ante ella aparecía. Hiro, de hecho, sumaba un par de insultos rimbombantes.
Y aunque ella también había desarrollado aversión al rostro del millonario, lo cierto es que algo se removió en su interior al ver cómo, sólo con esas palabras, toda la expresión del sujeto se iluminaba y una gran sonrisa se extendía sobre su rostro. Y no, no era la sonrisa de ganador que todos conocían, era la sonrisa sincera de agradecimiento, la que posiblemente ninguna cámara hubiera registrado nunca.
De repente ya no tenía ante ella al empresario intachable ni al niño perdido, y Cass no estuvo del todo segura de cómo reaccionar.
Sin embargo, sólo notó que no había soltado su mano cuando los ojos ahora calmados del hombre bajaron hasta el punto donde sus dedos estaban acariciando cada una de sus yemas. Horrorizada y apenada a partes iguales, estuvo a punto de soltarlo como si quemara.
Pero una sonrisa nostálgica en los labios del sujeto le hicieron pensárselo dos veces.
—Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño —fue lo único que dijo, y en ese instante Cass decidió que no diría nada, pero tampoco dejaría de hacerlo.
Alistair Krei se fue sólo después de que ella le prometiera pensárselo, y ella lo hizo. De hecho, no hubo un momento en que se lo sacara de la cabeza durante los días siguientes, incluso mientras atendía a los clientes y escuchaba los chismes de la señora Matsuda. Pero cada vez que intentaba imaginar un escenario en el que Hiro y Tadashi debieran enfrentarse al hombre, sólo podía ver, como mínimo, insultos y gritos, en especial por parte del primero. Hiro era el que más se parecía a ella de ambos y, una vez más, no siempre eso era algo de lo que sentirse orgullosa.
De hecho, lo estaba pensando la mañana del miércoles, cuando la puerta del café se abrió mientras ella terminaba de acomodar los productos en el mostrador.
—Aún estamos cerrados —avisó, haciendo fuerza con una bandeja que no quería entrar. No era un tono molesto, pero sabía que si los dejaba entrar antes del horario correspondiente, tendría clientes a las tres de la mañana a la larga.
Pero la voz que le hizo azotar la cabeza contra el techo del mostrador no era la de ningún cliente.
—Quería pedir un rembolso —el tono era divertido y cómplice, y Cass necesitó un momento para asegurarse de que sus mejillas no estaban ardiendo antes de subir a encontrarse con la sonrisa amable de Alistair Krei —. La última vez que vine, mi café me fue arrebatado y se enfrió sin que pudiera darle un sorbo.
Cass le miró sorprendida, decidiendo si indignarse o echarse a reír en su cara. Se decantó por el punto medio.
—Lo lamento, pero no me hago cargo de lo que ocurra con la bebida si el cliente es un bebé llorón.
Su tono no era mordaz, sino divertido. Y aunque pudo ver el rubor en las mejillas del hombre, su risa encantada estuvo a punto de hacer que ella debiera bajar la mirada, apenada.
Decidió llevar la conversación al punto por el que, suponía, él estaba allí.
—Escucha, aún estoy pensando la mejor manera de que te reúnas con los chicos, pero ellos no están aquí ahora, están de viaje...
—No estoy aquí por eso.
La mujer alzó las cejas, sorprendida. El tono del otro no parecía irreverente, pero tampoco tenía la mirada cautelosa de otras veces.
—¿No estás...? —repitió, dubitativa, y el hombre negó, sentándose en uno de los asientos frente a la barra. Era ridículamente alto, se vería hasta chistoso si no estuviera desconcertada — ¿Y por qué...?
—La semana se hace insoportablemente tediosa sin sus golpes, señora Hamada —confesó, sonriendo, y Cass parpadeó un par de veces, descolocada.
Luego, se echó a reír.
—Estás loco —soltó, aún entre risas débiles —. ¿De verdad eres masoquista?
Él sonrió, encantado al parecer.
—¿Tienes idea de lo aburrido que es escuchar las mismas reuniones de empresarios todas las mañanas? Tus golpes eran lo único que me mantenía despierto.
—Entre todas las excusas baratas que me han dado...
—¡Vamos! ¿Señora Hamada, no gusta hablar conmigo de vez en cuando?
—Dime así una vez más, y será lo último que digas —amenazó, aunque no pudo hacer nada por reprimir la sonrisa que jalaba de sus labios mientras le servía, a su pesar, un café —. Y no, no me gusta traer asuntos personales a mi trabajo.
—¿Y fuera de él? —lo dijo tan rápido que Cass no pudo evitar mirarlo con sorpresa, descolocada. Al ver la extrañeza en su mirada, Alistair no pudo evitar sonreír, repitiendo la pregunta en un tono más calmado —. ¿No te gustaría hablar conmigo, de vez en cuando, en otro lugar?
A Cass le tembló la taza en la mano, y agradeció que el otro la tomara. Aunque sus dedos rozando los suyos no eran exactamente ningún aliciente.
—Creí que venías por los chicos —murmuró, dedicándole ahora una mirada recelosa.
—Y lo hago, créeme. Todo lo que se relaciona a ellos es muy importante para mí —se apresuró a aclarar, y ella vio la sinceridad en sus ojos, antes de que un toque de picardía los inundara y su sonrisa se hiciera más pequeña, cautivadora —. Es sólo que dejas marcas que no se pueden desvanecer, querida Cass... —la mujer tragó saliva, asombrada por el dejo de calidez en sus palabras. Tuvo la espantosa certeza de que acababa de ruborizarse. Si lo notó o no, Krei siguió hablando con tono jovial—. En serio, de hecho, aún no se borra la del primer día en mi vientre.
Y ante eso, Cass apenas pudo reprimir la nueva carcajada que estaba a punto de soltar.
Había una cuarta versión de Alistair Krei que le quedaba por conocer, y no podía decir que fuera fácil resistirse a ella.
No se creyera que Cass era una mujer fácil de doblegar. Krei necesitó varias visitas más a su café para que finalmente aceptara salir con él a algún lugar, con la única condición de que fuera un lugar discreto donde nadie los reconociera. Sabía que era una prueba, era consciente de lo conocido que era en la ciudad, que las cámaras lo seguían por todos lados, que su vida privada era algo a lo que más de un periodista soñaría con echarle el diente. Es por eso que había contratado la fidelidad de más de un restaurante a lo largo de los años, no tanto porque quisiera tener sus fiestas privadas, como podría sospecharse, sino porque quería su intimidad.
De hecho, en años, era la primera vez que llevaba a una mujer a un lugar así, y se sintió más que dichoso al ver la expresión sorprendida de Cass ante el gigantesco ventanal de su sala privada en uno de esos restaurantes, con vista panorámica a toda la ciudad. La luz baja de la sala y las velas permitían que pudieran disfrutar sin tapujos de la luz que entraba a raudales desde el Golden Gate, las de los peces globo que llenaban el aire en el puerto, y los miles de edificios que se alzaban a su alrededor.
Bañada por toda esa luz, con los ojos sorprendidos como los de una niña fijos en la ciudad y los labios entreabiertos, Krei se preguntó si habría conocido alguna mujer más hermosa alguna vez.
—Siento que podría caerme en cualquier momento —la oyó murmurar, y no pudo evitar sonreír mientras se colocaba a su lado.
—Si ese fuera el caso, encantado te sostendría toda la noche —susurró, rozando con sus dedos su hombro desnudo. Un dejo de satisfacción le embargó al ver su piel erizarse, pero se apresuró a dedicarle una mirada inocente en cuanto ella se giró. El gesto de advertencia era claro en sus ojos, aun cuando su sonrisa fuera divertida.
—Sí que aprovechas cada oportunidad, ¿No?
Él sonrió, descendiendo con sus dedos por su brazo, hasta hallar los de ella. Los tocó con delicadeza, y sólo se atrevió a tomar su mano al no sentir resistencia.
—Tú tienes tu manera de ser directa con lo que quieres o no —señaló, antes de elevar sus manos unidas y, sin apartar sus ojos de los de ella, rozar con sus labios la blanca piel del dorso de su muñeca —. Yo también tengo mi forma de hacerlo, querida Cass.
Y aunque la advertencia seguía ahí, no pudo evitar el cosquilleo que recorrió todo su cuerpo cuando pudo ver el brillo oscuro en los ojos de la mujer, respondiendo en silencio a su provocación.
No se malentienda, claro que esa noche no pasó nada. Cass no era de las que se dejaban impresionar por el dinero o la coquetería, y Krei jamás soñaría siquiera con algo más por el momento. De hecho, si tuvieran que resumir esa primera cita en una situación, esa sería la de Cass burlándose de él por cada cosa demasiado costosa que aparecía en la mesa, y Krei tratando de salvar su dignidad con un trillado "sólo lo mejor para ti".
Por piedad o por puro orgullo de mujer trabajadora, cuando Cass fue quien coordinó la cita, ambos terminaron bebiendo sake y comiendo hamburguesas en un pequeño puesto del puerto al que aún se escapaba de vez en cuando si tenía oportunidad. Sólo iban allí personas sencillas, parejas que pasaron ahí sus años de jóvenes y uno que otro trabajador. Estaba lo suficientemente cerca del agua para que las luces de las pequeñas farolas hicieran un agradable reflejo en ella y los barcos dieran una postal de calma, pero tan lejos como para que el olor a pescado y sal no asqueara a nadie. Estaban abrigados hasta las orejas, y Cass no podía dejar de mirar con diversión la nariz rojiza del hombre, fuera por el frío o por el alcohol.
—Este lugar... hace años no piso un sitio así —murmuró él, recorriendo cada cosa con unos ojos que, para sorpresa de Cass, no parecían asqueados. Eran, en cambio, los ojos de alguien que estaba reconociendo algo que creía olvidado, redescubriéndolo.
Cass suponía que Krei tenía recuerdos en lugares así, recuerdos demasiado íntimos para soltarlos en una segunda cita. Por eso, y sin dudarlo mucho, puso en práctica una técnica que compartía muy bien con su sobrino menor.
—Aquí solía traer a los idiotas con los que quería divertirme una noche sin gastar mucho —comentó, relajada y tomando por sorpresa al sujeto, que le dedicó una mirada perpleja mientras ella comía un marisco —. Era lo suficientemente barato para que no me estuvieran reclamando toda la vida por sólo usarlos una noche y dejarlos al día siguiente, ya sabes... parece que si te llevan a un lugar caro una vez, les debes pleitesía hasta que mueras.
Le dedicó una mirada evaluadora mientras jugueteaba con su vaso de sake, atenta a cualquier reacción ofendida. Krei le miraba con los ojos abiertos de par en par y la mandíbula desencajada, y se preparó para algún reclamo. Incluso ella reconocía que era un comentario ácido.
En cambio, arqueó las cejas al ver la sonrisa divertida que jaló de sus labios, antes de que se forzara a hacer un gesto de indignación que, a todas luces, era sobreactuado.
—¿Eso quiere decir que soy tu diversión de una noche, nada más? —le echó en cara, aparentemente dolido. Ella estuvo a punto de escupir su sake en el vaso — ¿Es que todas esas patadas no significaron nada para ti?
Cass se echó a reír, ruborizada. Y él no pudo más que morderse el labio para no arruinar su gesto trágico.
—Está bien, sólo deja el dinero sobre la cama cuando acabes y vete —lloró, y esta vez sus carcajadas llamaron la atención de otros comensales.
—Por Dios —jadeó, secándose una lágrima.
Desde ese momento, ambos convinieron que, si iban a tomar alcohol, la cita sería en un lugar más privado.
Y por eso Cass sonrió encantada cuando la noche del sábado Alistair llegó a su casa, sin invitación, pero con dos botellas de vino y una sonrisa arrebatadora, sólo vestido con una camisa sencilla y el cabello despeinado como a ella le gustaba.
—Podría ofenderme porque no me avises —comentó, acercándose a él con una sonrisa que desmentía esa posibilidad, y sacándole las botellas de la mano —. Ni siquiera estoy arreglada.
—No creo que sea posible que haya un momento del día en que no estés hermosa —murmuró él, y todo su ser se estremeció ante el aplastante peso de esa voz dulce y esos ojos encantadores.
Maldito fuera ese hombre, y malditas sus piernas que apenas pudieron recordar cómo se subía por las escaleras.
Se dio una ducha rápida mientras él elegía qué película verían, y ambos decidieron que un plato de pastas estaría bien. Alistair intentó impresionarla con sus dotes culinarios, pero su torpeza fue tal desde el primer instante, que Cass casi no tuvo dudas de que intentaba reproducir alguna receta que estaba viendo antes de llegar allí, en especial al verlo tan asombrado con la facilidad que ella parecía cocinar. Era casi tierno, si no tuviera que echarlo para poder llegar a sus ingredientes.
—¿Cuándo fue la última vez que te cocinaste? —le preguntó, divertida. Más su gesto se volvió genuinamente indignado cuando en verdad el otro debió hacer memoria.
—¿La universidad?... probablemente...
Lo único en lo que pudo pensar la mujer, genuinamente consternada, fue en que salía con un maldito rico mimado.
Pero no tardó más que una hora en salir de su error, cuando acabados los platos y la primera botella, ambos dejaron la película en segundo plano para dedicarse a hablar con calma de la vida de cada uno. Cass habló tiernamente de sus padres, de su hermano, de su vida con Hiro y Tadashi, siempre con una sonrisa, aunque de vez en cuando sus ojos se sintieran más húmedos de lo normal. Al final, cuando un brazo tímido de Alistair rodeó sus hombros para atraerla, se sorprendió al sentirse vagamente contenida. No era como si fuera un gesto por lástima, cosa que llamó su atención, y al alzar la mirada, se sorprendió al ver el entendimiento en los ojos celestes, un entendimiento que jamás creería encontrar en un ricachón mimado como creía que era.
Le bastó con preguntarle por su vida para entender que, de hecho, de mimado no tenía nada.
Cass no lo había tenido todo, pero nada le había faltado. Alistair, por otro lado, lo había tenido todo y, al menos una vez, todo le había sido arrebatado. Su padre había sido un ingeniero progresista, de los primeros en establecer trabajos en común con ingeniería japonesa para crear edificios que soportaran terremotos. Era inteligente y con todo a su favor, decidido, orgulloso y seguro de sí mismo, hubiera sido una persona muy importante si tan sólo no hubiera tenido la mala suerte de ser enlistado en la guerra de Vietnam. Él, que había nacido diez años después de finalizado el conflicto, nunca había conocido al hombre alegre y optimista que todos aseguraban era. En cambio, el recuerdo más lejano de él, era un hombre sentado en la esquina de una habitación oscura, leyendo un libro de ingeniería o, la mayoría de las veces, acariciando un arma mientras tomaba una medida de whisky. Era, también, el último recuerdo de él que tenía.
Todo lo que tuvo, por muchos años, fue a su madre. Su madre, siempre gentil y amorosa, que le llevaba al cine los domingos y le mostraba por horas los proyectos de su padre, sus libros, sus fotos juntos. Eran recuerdos de una persona que él no había conocido, pero que atesoraba sólo porque eran también de su madre: podría haberla oído por horas, contándole cuentos o leyendo capítulos de los libros de su padre.
Y de hecho, eran esos los que más le llamaban la atención. Tal vez fuera porque debían buscar el significado de las palabras que ninguno entendía, o porque la sangre tiraba de él en los gustos de su padre, pero pronto se la pasó leyendo esos libros por las tardes, pensando inventos locos, en edificios que soportaran terremotos, en la ingeniería aplicada a detección del cáncer mediante escaneos. Quería ayudar, quería hacer todo lo que su padre había soñado, quería evitar que las guerras fueran los sucesos más importantes de aquel siglo.
Esa idea tenía en mente cuando llegó al Ito Ishioka.
Esa idea tenía cuando, años después, descubrieron el cáncer de su madre mientras jugueteaban con sus proyectos.
Esa idea tenía cuando presentó su invento en la feria nacional, la que no sólo ponía un generoso premio en dinero, sino que impulsaba el proyecto ganador.
Pero no, no ganó su proyecto de detección de cáncer, sino uno que permitía descubrir el posicionamiento de misiles soviéticos.
Eso no significó que se diera por vencido, aunque le costara de sus ingresos, aunque a duras penas hubiera terminado la universidad y debiera una cuota estratosférica en el hospital donde su madre recibía su tratamiento oncológico, con resultados cada vez más desalentadores. Krei siguió luchando por mejorar su proyecto, sus inventos, que cada vez ganaban más interesados. Claro, como toda investigación, sus trabajos llegaban a puntos de estanco, y en los momentos de mayor frustración incluso se había internado en los barrios de matones, en peleas sin sentido que le hicieran sentir vivo y descargar su enojo, para luego seguir sin que nadie de su equipo debiera soportar su molestia.
Pero una tarde de diciembre todo perdió sentido, cuando la llamada del hospital le informó que su madre estaba en un estado crónico del que no tendría retorno, y que podía llevarla a su casa si deseaba pasar con ella sus últimas horas.
Sólo un día después debió enterrarla, más frágil y pequeña que nunca, tan blanca que parecía más un muñeco grotesco que la mujer dulce y amorosa que había sido su pilar toda la vida. Y ese día, cuando estuvo solo en su casa y miró por la ventana al sol que salía tras los edificios, Krei se preguntó si de verdad valía la pena salir a la calle una vez más.
Estuvo una semana entera así, oculto del mundo, sin bañarse o siquiera comer de manera adecuada, sin cuidar de su imagen ni hacer otra cosa que beber alcohol. Estaba seguro que, de no ser por su única amiga, hubiera acabado acompañando a su madre en menos de unos días.
Pero, para su suerte o desgracia, Judith era un ser despiadado que le recordó que malgastaba su tiempo tratando de salvar a un mundo que no quería ser salvado. Y que, de la misma forma en que la guerra le robó a su padre, el cáncer a su madre, y el gobierno sus sueños, él tenía todo el derecho de arrebatar cuanto quisiera para vivir como se lo merecía, que el mundo y la vida se lo debían.
Y así Alistair Krei pasó de ser un soñador inocente y un niño perdido, a ser el engendro sin corazón que creció en pocos años en el mundo de las empresas y los inventos arriesgados. Aprendió a no dudar si debía arrebatar algo, fuera una máquina a un inventor, o una hija a su padre. Después de todo, un rey que quisiera ganar tenía todo el derecho a sacrificar cualquier peón.
Pero él lo sabía, no era rey de nada. Su imperio era una riqueza que no podía disfrutar con nadie, su lecho era la soledad absoluta, pues hace mucho que había dejado de buscar en el cuerpo de las mujeres un lugar cálido donde abandonar la frivolidad de su vida. Lo tenía todo, pero no tenía a nadie.
Mientras Cass no hubiera cambiado nada en su vida, aún con todo lo que había perdido, Alistair lo hubiera dado todo sin dudar por un último abrazo de su madre, por un solo partido de béisbol con su padre.
El que Cass lo entendiera debería ser imposible, siendo tan sincera, habiendo siempre hecho lo mejor sin importar cuánto había sufrido. Y sin embargo, cuando un toque en su mejilla le llamó la atención y bajó la mirada hasta ella, sus ojos llorosos le obligaron a tragar saliva. Supo, casi de inmediato, que a pesar de los matices ambos habían sufrido lo mismo. Ambos tenían la misma herida, y necesitaban ser débiles ante otro, por una vez siquiera.
A ojos ajenos, sería ilógico que se entendieran tan bien, pero lo más probable es que se hubieran entendido desde la primera vez que sus dedos se tocaron, ese domingo nevado.
Krei tragó saliva cuando una sonrisa tímida elevó las comisuras de esa hermosa boca, mientras los dedos dulces se deslizaban hasta su mano temblorosa. Hasta entonces, cada vez que trataba de insinuarse, lo único que recibía era una mirada de advertencia que le devolvía a su sitio de inmediato. El que Cass le estuviera invitando, de hecho, le hizo sentir de nuevo como la primera vez que besó a una mujer.
Y por la risa divertida que soltó, no era el único en notar su estado. Estaba a punto de disculparse, cuando fue ella quien tomó su nuca con su mano libre y le obligó a bajar hasta sus labios. Cuando lo besó, dulce y tímida, Alistair apenas pudo reaccionar. Hasta que, pasado un momento de estupor, ella se alejó, sonriendo y a punto de gastarle una broma.
Pero lo único que salió de su boca fue un gritito sorprendido cuando, sin dudar o contemplar los riesgos que su osadía podía traer, la tomó por la cintura, besándola con intensidad mientras prácticamente la colocaba sobre su regazo.
—No te entusiasmes —gruñó sobre su boca, alzando una mínima barrera, y él sonrió, encantado.
—Seré un buen chico —aseguró, antes de abrazarla con delicadeza y bajar a besarla una vez más.
Se sentía tan pequeña entre sus brazos, tan cálida y delicada, que era casi asombroso cuando sabías todo lo que ese cuerpo había soportado, todo lo que aguantaba desde hace años, siempre firme, siempre dispuesta a soportar para que otros fueran felices.
La besó largo rato, de una forma en que nunca había besado a ninguna mujer. La besó como si la adorara en cada roce, como si fuera un bendecido sólo porque lo dejara tocarla, y es que, aunque ella lo negara cuando se lo dijera a la cara más tarde, él se sentía así. Se sentía feliz de que ella fuera vulnerable ante él, de tener esa veta de confianza que ni sus sobrinos tenían, y de poder consolarla, aunque sea de esa manera.
Claro, Alistair no sospechaba lo que, a su vez, también causaba en la mujer. Intuirlo era una cosa, pero tener verdadera consciencia de hasta qué punto el hombre ante ella era persistente era algo que, como mínimo, despertaba admiración. Nunca nadie sabría a qué grado él había tenido que ver todo a su alrededor desmoronarse, caer sin que pudiera detenerlo, y sobreponerse sólo para empezar desde cero sin quejarse. Su padre, su madre, sus inventos, y luego sus proyectos, el trabajo de toda su vida. Lo último que había visto caer ante él, fue el edificio que tardó años en construir, el esfuerzo sumado desde que había perdido a su madre. Sí, tal vez hubiera sido una trayectoria monstruosa hasta llegar a ese punto, pero nunca nadie se había detenido a ver el porqué de ese monstruo, nunca nadie, ni una vez, había tomado su mano y se había dedicado a escucharlo con gentileza, ni le había permitido llorar en su hombro.
Nunca nadie le había parecido tan similar a ella como ese hombre. Podía sentirse sola de vez en cuando, pero aún tenía a sus sobrinos. Krei, en cambio, sólo se tenía a sí mismo, y era lógico que sólo viera por él en un mundo que se había reído en su cara cuando trató de hacer algo más.
Y sin embargo, sentada sobre su regazo, se sorprendió cuando fue ella quien recibió las caricias tiernas en su espalda, caricias que no tenían nada de lujuriosas. Se apartó apenas, sorprendida, y se ruborizó al sentir el delicado beso sobre su mejilla.
—Es una espalda muy pequeña para todo lo que has soportado, querida Cass —susurró cerca de su oído, y ella se estremeció, atónita. Buscó sus ojos, y se sorprendió al ver la mirada amistosa, cargada de un cariño y comprensión que nunca nadie le había dedicado. Cuando volvió a hablar, ella olvidó por un momento cómo se respiraba —. Si alguna vez quieres llorar, si alguna vez quieres un abrazo o alguien que te sostenga, llámame y estaré para ti sin importar qué esté haciendo o la hora que sea. Si no puedo ser tu amante, al menos déjame ser tu amigo.
Cass respiró hondo, agitada, con todas sus defensas temblando. Sabía cómo rechazar a un atrevido, sabía cómo tratar con un niño roto, sabía amar por una noche y olvidar, sabía incluso ser el consuelo de personas a las que apenas conocía... pero lo que no sabía, lo que nunca había tenido, era un lugar donde ser ella quien recibiera consuelo, un par de brazos que la rodearan y le permitieran llorar, un lugar donde ser egoísta y dejarse caer sin que se desmoronase también.
Tragó saliva, tratando de pensar un chiste que la sacara del paso, un comentario que restara peso a la situación, algo que evitara que su labio inferior temblara y su visión se volviera cada vez más borrosa. Pero, en cambio, lo único que pudo hacer fue dejarse envolver por los brazos de aquel hombre que sabía cómo arreglar desde cero todo lo que caía cerca de él y, por primera vez, llorar un poco de todo lo que por años había callado.
Cass estaba ansiosa, como mínimo.
Desde que se besaran aquella noche, Alistair y ella no se habían visto de nuevo. No habían tenido oportunidad con el regreso de los chicos a la ciudad, y con ello la cercanía de su presentación inminente de Alistair y sus sobrinos.
Pero no, no era eso lo que la tenía nerviosa. Y tampoco lo era, como cabría esperar, la llamada del empresario invitándola a salir con sus mejores ropas, aun cuando debiera molestar a Hiro para que la ayudara a elegir su vestido y, de paso, debiera indagar un poco en el motivo por el que sus sobrinos parecían tan alejados al regresar del viaje.
No, lo que más inquieta le tenía, era ese leve remordimiento que la sacudía cada vez que pensaba en su beso con Alistair, en la cercanía que se estaba dando entre ellos. Contrario a lo que podría pensarse, no tenía nada que ver con algún sentimiento de traición a los chicos o a ella misma.
El motivo de que estuviera tan inquieta, incluso cuando subió al auto que la estaba esperando en la nevada calle y descubrió con cierto alivio que estaban sólo ella y el chofer, tenía que ver con algo más simple, con algo que parecía una maldición heredada de hermano menor a hermano menor en esa familia.
Empezaba a querer a Alistair, y con ello, empezaba a sufrir ante la idea de que el hombre se esfumara de su vida.
Sí, era precipitado. Después de todo, sólo se habían dado un par de besos e ido a algunos lugares. Pero algo en ella sabía, aunque quisiera negarlo, que el hombre no era solo un tipo más en su vida ni mucho menos. No era descartable, no era alguien de una noche del que pudiera olvidarse al día siguiente. Se había abierto a él con la primera lágrima, y desde ese momento, Cass supo que no le sería fácil o llevadero alejarse si algo ocurría.
Además de que el propio Alistair Krei parecía esforzarse en ser realmente inolvidable para ella, reflexionó mientras veía, boquiabierta, el avión de Krei Tech que se alzaba ante el automóvil en el que había llegado hasta ahí.
—Santo Dios —jadeó, sin prestar atención al frío que se aferraba a sus hombros desnudos. Al menos, hasta que alguien dejó caer una cálida tela sobre ellos, y un delicioso aroma masculino le hizo estremecerse por un motivo por completo diferente al frío.
—¿Me pasé demasiado? —la voz de Alistair parecía tan genuinamente interesada, que Cass debió girarse para comprobar si lo estaba preguntando en serio. Se sintió aliviada al ver su sonrisa de suficiencia.
—Eres un descarado —aseguró, antes de envolverse más en la chaqueta del traje y ver con gesto curioso el avión. Aún no podía creerlo —¿Siquiera puedo preguntarte a dónde vamos?
Él rio. Había recibido uno y otro mensaje de la mujer interrogándolo al respecto, y él no había dado el brazo a torcer ni una vez ¿Cómo podía pretender que arruinara la sorpresa a esas alturas?
—Ya lo verás, no seas impaciente —la riñó, divertido, antes de ofrecerle su brazo. La mujer no pudo más que suspirar con resignación, antes de aceptar el gesto y caminar en dirección al avión. ¿Qué tan lejos podía ser, después de todo?
Y desde entonces, Cass estuvo segura de que no podría hacerse nunca más esa pregunta a la ligera.
—Debería ser ilegal que tengas tanto dinero — comentó, mirando el bellísimo paisaje toscano desde el balcón, sintiendo la calidez de la noche en su piel — ¿Estás seguro de que no desvías fondos?
— La gran mayoría va a proyectos de ayuda y becas, y lo restante va a la empresa— explicó con voz calma, acercándose a ella y contemplando el cielo estrellado desde el balcón, antes de girarse y sonreírle —. Trato de dedicar sólo el mínimo a antojos propios.
Cass sonrió con ironía, pensando que aquella mansión, o el mismo vino que el rubio sostenía en su mano, eran demasiado para ser lo mínimo.
—Creo que no preguntaré qué antojos sueles comprar o tendría que lanzarte por el balcón —farfulló, sacándole una sonora carcajada al empresario.
—Un hombre necesita sus juguetes —aceptó, bajando la mirada al vino que danzaba en círculos dentro de su copa —. Pero, como con todo, los placeres más perfectos están fuera de mi alcance.
Cass le miró entre curiosa y divertida.
—¿Hay algo que tu "pequeña" fortuna no pueda pagar, Krei?
Él sonrió, ladino, antes de acercarse un paso a ella y ofrecer su copa a sus labios. Algo dudosa, ella aceptó beber, sosteniendo su mirada con cierta picardía que le recordaba a una niña traviesa. Cuando Alistair alejó la superficie de vidrio, sus labios se veían aún más rojos que de costumbre, recubiertos por una encantadora humedad que ella retiró con un inocente movimiento de su lengua.
—Nunca podría comprar esos labios rojos tuyos —murmuró, inclinando su rostro hasta la altura del suyo. No pudo evitar regocijarse en la mueca de sorpresa que esbozó la mujer, alzando esos ojos amplios y brillantes que tanto adoraba —. Y tampoco hay dinero en este mundo que pague por tu cuerpo, por tu risa. Tú, por completo, vales más que todo lo que puedo ganar en mi vida... Y la duda de saber si podré tenerte me está volviendo loco.
Ella tragó saliva, antes de bajar la vista. Sentía sus mejillas ardiendo, encantada en parte, pero aterrada también. Él la había recibido en aquel lugar con todo un banquete, con deliciosos vinos y música encantadora sonando en cada habitación que habían recorrido. Eran las cuatro de la mañana y el jet lag aún no la afectaba, pero, sin embargo, comenzaba a sentirse mareada.
Decidió que aferrarse a eso era lo más seguro.
—Hemos bebido demasiado, Alistair.
Pero él no pensaba dar el brazo a torcer.
—No estoy borracho, querida Cass. Sé exactamente lo que estoy diciendo.
Se acercó a ella en cada palabra, lo suficiente para que sus ropas se rozaran y sintiera el suave aroma de su perfume, un aroma que comenzaba a serle demasiado familiar. Se tensó, apenada como no lo había estado ni siquiera de pequeña.
—Y-Yo... No sé qué decir.
—No digas nada- murmura, sosteniendo su fino mentón con su dedo índice, obligándola a alzar la mirada —. No digas nada — repitió, dulce, con los ojos fijos en los de ella, de ese hermoso tono almendra con destellos verdes y que, por una vez desde que la conocía, irradiaban timidez.
Se inclinó con calma, dándole tiempo a detenerlo si se sentía amenazada. No sería invasivo, pero no esperaría a que ella hiciera todo como la primera vez. Él era un amante decidido, Cass no se quedaría con la duda de eso.
Cuando atrapó su tembloroso labio inferior entre los suyos, ella se estremeció y le correspondió por un segundo. Sin embargo, al instante siguiente ya se había separado de él y le miraba como si acabara de darle una bofetada.
—L-Lo lamento —susurró, cubriéndose los labios con sus manos temblorosas, y el rubio pudo sentir su pena en cada palabra —. Y-Yo, sé que me estoy comportando como una adolescente, y que el usar esta ropa hoy tal vez te haya dado una señal equivocada y... Yo, no sé en qué...
—Hey, hey —la detuvo con delicadeza, colocando la copa de vino sobre el balcón antes de tomarla con suavidad de sus hombros desnudos —. Está bien, no has hecho nada malo. En todo caso, yo lamento haberte presionado ¿Si? Soy yo quien nos puso en esta situación desde el comienzo... Es sólo que no puedo evitar ser un seductor contigo, y eso nunca antes me había sucedido.
Cass lo mira asombrada, antes de fruncir el ceño y gemir de desesperación.
—Dios, ¿Por qué eres tan amable? — exclamó, colocando sus manos sobre su pecho, buscando tener al menos una nimia barrera entre ellos —. Dime que estás molesto, así no me siento tan estúpida.
Él le miró con sorpresa, antes soltar una pequeña carcajada.
—Querida Cass, eres tan linda —murmuró, enternecido, antes de depositar un pequeño beso en su frente, dejándola helada—. Está bien, lo confesaré, gran parte de mi hubiera deseado seguir besándote, pero puedo ser tan paciente como lo necesites... o intentarlo —sonrió cordialmente, y Cass se maldijo porque su cuerpo respondiera por su cuenta, sintiendo sus comisuras elevarse en un gesto tímido. Luego de un segundo en que pareció dudar si decir algo más, Krei chasqueó la lengua y rodeó sus finos hombros con un brazo, guiándola hacia el interior de la mansión —. Ven, tengo algo para ti que te hará sentir mejor.
Ella lo miró horrorizada.
—Por favor no me digas que...
—Es sólo un pequeño regalo- porfió él, risueño, antes de separarse de ella y tomar una caja azul con hermosas letras doradas que descansaba en una mesa y que ella no había notado —. Y no es para presionarte, pero está hecho por un famoso joyero de este país, así que despreciarla sería más o menos como comenzar una guerra —ante la mirada escéptica de la mujer, Krei no pudo más que echarse a reír —. Sé que el dinero no te impresiona, así que me aseguraré de amenazarte con eso para que lo aceptes.
Y aunque tenía todo un discurso con el que comenzar a rechazarlo, se deshizo en el aire apenas él abrió la caja. Cass sintió una suerte de espanto muy vago cuando sus ojos cayeron sobre la gargantilla de un hermoso color negro, reluciente en destellos verdosos, y con una gema central de la que se aterraba tan sólo por pensar que pudiera ser real, fuera lo que fuera.
—Alistair —jadeó, aún sin salir de su asombro. Apenas podía apartar sus ojos del collar para dedicarle una mirada aterrada al sonriente hombre-. Y-Yo...
—Di que lo aceptas.
—N-No puedo, vale más de lo que yo podría ganar en una vida en el café —exclamó, casi indignada, y Alistair no pudo más que echarse a reír.
—Y tú vales más de lo que yo podría ganar con toda una vida en Krei Tech —susurró, y aunque le parecía una comparación ridícula, Cass se sintió sobrecogida ante su tono suave y su mirada llena de convicción. —. No lo desprecies, por favor.
—Creo que él me despreciaría a mí por usarlo —suspiró, tratando de calmar su pulso acelerado, antes de mirarlo con algo de pena —. Está bien, es hermoso, no puedo negarme.
Todos los blancos dientes del empresario se dejaron ver en una gigantesca sonrisa de victoria, enmarcada por hermosos hoyuelos que le daban un leve aire infantil a la vez que seductor. No dudó en retirar a joya de la caja y, tomando su mano, guió a la mujer hasta la pared de la izquierda, donde un espejo de marco barroco ocupaba casi todo el alto y ancho. Ella rio un poco ante la evidente emoción del hombre y, ruborizada y dócil, se dejó colocar frente al espejo.
Tembló cuando los dedos de Alistair rozaron suavemente la piel de sus hombros y cuello mientras lo envolvía con la delicada gargantilla. Aunque sabía que debería estar viendo el collar, no pudo evitar cerrar los ojos y deleitarse en la forma en que los dedos del rubio se demoraban más de lo necesario en su nuca, recorriéndola de arriba a abajo unas cuantas veces, dejando rastros de calor sobre su piel que le obligaron a reprimir un estremecimiento.
—Tan hermosa —le oyó murmurar sobre su oído, con voz tan ronca y seductora, que provocó que un cosquilleo recorriera todo su cuerpo en respuesta, para luego caer como un relámpago en el espacio entre sus muslos.
Abrió los ojos y tragó saliva, abrumada, cuando encontró los ojos cielo de Alistair en el espejo, prendidos de los suyos de su expresión adormilada. Casi muere al notar la claridad de su rubor en el espejo, o el brillante color rojo que habían adquirido sus labios.
Sin embargo, lo que se llevó el oro, fue la exótica gargantilla que se abrazaba a su cuello como una estela de noche sobre nieve. Además de la gema central, cinco lágrimas de ónix colgaban delicadamente sobre su piel, mientras el resto del collar descansaba sobre su cuello, haciéndole parecer más estilizado.
De hecho, el negro siempre le había sentado bien, y era clara muestra de ello la forma en que su piel parecía impoluta nieve en contraste con el ceñido vestido que la envolvía, marcando sus curvas femeninas y llamando la atención sobre busto, cintura y la larga pierna que se asomaba tras el sugerente corte.
Volvió a tragar saliva cuando los dedos del empresario se deslizaron hacia adelante, recorriendo el borde de la gargantilla con sus yemas, acariciando disimuladamente su suave piel.
—Esto es... Tan —Cass niega con la cabeza, abrumada y avergonzada, a la vez que inmensamente halagada por la forma en que Alistair la miraba y tocaba, como si ella fuera más hermosa que las piedras que ahora adornaban su cuello, o más valiosa que el vino que habían dejado sobre la mesa —. Gracias —murmuró, viéndolo a los ojos a través del espejo.
Él esbozó una sonrisa sincera, y pudo apreciar el brillo de verdadera felicidad en sus ojos. Sin embargo, pronto ese brillo se tornó pícaro y la sonrisa ladina se le antojó un tanto peligrosa.
—Gracias a ti por dejarme ver algo tan hermoso como esto —susurró cerca de su oído, recorriendo con las yemas de sus dedos la longitud de su cuello, haciéndole estremecer.
—Alistair —susurra, apenada, al sentir como los dedos de su otra mano hacen delicados círculos en la cremosa piel de su espalda baja, lo suficientemente bajo como para hacerla temblar, pero no tanto como para ser un toque irrespetuoso. Aún en todo su evidente atrevimiento, él seguía siendo un caballero.
—Eres tan hermosa, Cass —murmura, disfrutando de la tersa piel de su espalda. Cuando la siente temblar nuevamente, inclina su rostro, acercándolo a su cuello con la punta de su nariz. Inhala suavemente el delicioso aroma a jazmín y durazno de su piel, embriagándose en él, con la necesidad de sentirla como en años necesitaba sentir a una mujer.
Presionó sus labios sobre las piedras del collar, en un roce insinuante que logró aumentar el rubor en los pómulos de la mujer.
—Quisiera... —continua, llevando su mano hasta la de ella, recorriendo la piel de su brazo con su mano áspera, enredando sus dedos en los suyos. La llevó hasta sus labios, dejando un lento y prolongado beso sobre su muñeca. Sonrió al sentir su pulso desbocado bajo sus labios —. Dios, qué no quisiera contigo —confiesa, descarado, antes de deslizar la pequeña mano de la mujer por su propio cuello, disfrutando de la sensación sobre sus dedos unidos.
Cuando se dispone a volver a besar su piel, la siente removerse un segundo, antes de apartarse a toda velocidad de sus brazos. Gruñó ante la pérdida y se gira a interrogarla con la mirada.
Más lo que ve cuando la halla no es la mujer coqueta y fuerte que conoce, ni la chica tímida y tierna que lo vuelve loco. Cass parece azorada, respira entrecortadamente y no aparta sus ojos almendrados de él, alerta, como si le temiera.
La verdad, la más pura, es que temía de ella. Por diez años, hermosos pero largos, nunca sintió deseo, nunca sintió aquella descarga de adrenalina que le sacudía las entrañas con anhelo, ni el más mínimo vestigio de la excitación que sentía con Alistair. Y de repente, con sólo tres besos y sus dedos, su cuerpo temblaba y cosquilleaba de una forma en que no recordaba podía hacerlo. Se sentía tan despierta de repente, tan viva, que la sensación la abrumaba y le hacía sentir culpable al pensar en Tadashi, en Hiro, en Takano...
Jadeó ante el recuerdo de su hermano y, avergonzada por la mirada extrañada que Alistair le estaba dedicando, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta, con el sonido de sus tacos resonando al golpear las baldosas de blanca cerámica.
—Lo siento, ya debería volver a casa.
Trata de acelerar el paso cuando oye al rubio acercarse a ella, pero él la atrapa antes de que logre tomar el picaporte. Gime cuando le da la vuelta, desesperada, y siente las primeras lágrimas brotar de sus ojos.
Sin embargo, en cuanto los fuertes brazos del hombre la acobijan y él le acuna en su cuello, no puede reprimirse y se aferra a su traje, tratando de no llorar como una loca.
—¿Qué sucede? —pregunta, con dulzura, mientras acaricia suavemente su espalda, esta vez no de una forma seductora, sino con el más puro anhelo de consolarla —. Cass, dímelo.
La siente estremecerse y ocultar su rostro en su pecho, y es la primera vez que se ve tan pequeña y vulnerable, tan indefensa que el deseo de protegerla bulle en él como un poderoso torrente desde el mismo momento en que vio la primera lágrima.
—No puedo hacerlo, Alistair —jadea, sin atreverse a alzar la vista —. Hace diez años que no siento lo que me haces sentir. En todo este tiempo no he tocado ni sido tocada como tú me tocas, nadie me ha hecho llegar al borde de la locura con sólo una mirada, ni me ha hecho sentir tan respetada y deseada como tú con tus modales de niño rico y tu romance —avergonzada por la escena que estaba montando, alza el rostro húmedo por las lágrimas, encontrándose con los ojos sorprendidos y protectores del rubio, que de inmediato la estrecha con más fuerza entre sus brazos —. Quiero darte lo que me pides, como nada en este mundo, pero cada vez que me siento bien contigo, cada vez que creo que puedo abrir mi corazón de nuevo, recuerdo a mis padres, a mi hermano, a Tadashi y tiemblo por la idea de que, cuando al fin sienta que lo tengo todo de nuevo, venga alguien y me lo arrebate.
Alistair tiembla ante la profunda desesperación y temor en los ojos acuosos de la mujer, que adquirían un aire casi místico al ser enmarcados por sus espesas y curvas pestañas y aquel negro delineador que soportaba implacablemente sus lágrimas.
Krei podía entender perfectamente a qué se refería la mujer entre sus brazos, por supuesto, y como ella, su corazón había permanecido oculto de los demás por largo tiempo, a resguardo. Pues, si ocultabas lo más frágil, eras indestructible, pero más importante, si escondías las partes rotas, nadie trataría de arreglarlas para que, cuando por fin estuvieras bien, feliz y pleno, nuevamente fuera destrozado.
Pero su corazón no estaba a salvo ya, y, para su profunda consternación, estaba pulido, unido y sano de nuevo, todo por culpa de esa mujer que casi le había desnucado al golpearlo tan fuerte que se llevó una pobre silla con él en el golpe.
Sonrió tristemente cuando ella trató de alejarse y, con infinita ternura, llevó su pulgar hasta el suave rostro, llevándose sus lágrimas con él. Ella le mira, entre sorprendida y avergonzada, mientras trata de decirle algo que lo aleje.
—No lo hagas —susurra, tomándola suavemente entre sus brazos, antes de inclinar su rostro al de ella y tomar una última lágrima entre sus labios, sintiéndola temblar —. No te hagas esto. No quieras vivir guiada por lo que sucedió, yo ya lo he hecho y no lleva más que a la amargura y más dolor —suspira, antes de esconder su rostro en sus castaños cabellos, inhalando su aroma —. Todos los que te rodean te aman, y quieren tu felicidad. Tus padres, tu hermano, hubieran deseado verte llena de vida y amor, no como un cascarón vacío que no podrá vivir el día en que Tadashi y Hiro se independicen —la siente estremecerse y aferrarse a él, y vuelve a acariciar su espalda para calmarla —. Te ayudaré, lo juro. Quiero que seas mía y, más importante, quiero ser tuyo... Pero para eso, tienes que dejarme entrar.
Cass jadeó, sintiendo las palabras del rubio calar hondo en su cuerpo y alma. El dolor silencioso de esos últimos diez años se volvió un grito en su interior y, más que hacerla sentir débil, la hizo sentir humana de nuevo. Al igual que las palabras de Alistair.
Alzó la mirada hacia él cuando se separó unos centímetros de ella, dejando sus rostros a una distancia casi nula, tanto que podía sentir su cálido aliento es sus labios
—¿Me dajarás hacerlo? —volvió a preguntar, suavemente, y al no hallar su voz por ningún lado, sólo asintió, ruborizada como no lo estaba desde adolescente.
Alistair la besa con ternura y ella siente que diez años de dolor y miedo se evaporan con su beso, un peso que ni siquiera sabía que tenía.
Cuando Alistair la estrechó contra él, acercando sus cuerpos, no fue miedo lo que sintió, sino que ardía en llamas.
—¿Quieres intentarlo?... ¿Sin presiones esta vez? —pregunta, suavemente, y ella ríe sobre sus labios.
—Espero que no creas que acepto por la gargantilla —se defendió, relajada ahora, mientras deslizaba sus dedos lentamente por la nuca del hombre, un roce íntimo y delicado a la vez, una invitación que hizo arder al hombre aún dormido dentro del empresario.
—Claro que no —murmura, antes de, para su sorpresa, alzarla en brazos como si fuera una pluma y llevarla sin problema alguno a su habitación —. Pero confío en que no tengas problemas si nos acompaña.
Ella se echa a reír, antes de alzarse a besar su fuerte mentón. Él tiembla, sorprendido.
—Pero sólo ella.
Por dios, que mal me hace escribir hombres hetero. Justo cuando creía que había superado los estereotipos en el amor de Disney.
No sé ustedes, pero hay algo en esta pareja que me puede, y mucho. De verdad pienso que Krei, Cass y las historias de cada uno deberían ser más explotadas, se lo merecen. Además, la historia de la ciudad da para mucho, tanto en la realidad como en la ficción.
Y sí, que no se note que Hiro salió de verdad parecido a su tía, son idénticos en casi todo... excepto en el incesto. Tranquilos, cada vez que en este cap se menciona el cariño que ella tenía por Takano, es pura y exclusivamente fraterno.
Ah, y ahí está la respuesta a las dudas que muchos me habían planteado: ¿Cass sabe lo de Hiro y Tadashi? Lo intuye desde el comienzo, y lo sabe desde la noche en que los ve en la cocina, mientras aún Tadashi pone distancia. ¿Va a hacer algo para separarlos? Claro que no, de ninguna manera. Le parecerá extraño, pero nunca haría nada para alejarlos.
La relación de Cass y los chicos es protectora, los adora y es capaz de todo por ellos, al punto en que llega a ser demasiado quizás. Ha dejado de lado prácticamente su vida por ellos, algo que sólo Krei nota y le hecha en cara, y a la costumbre se le suma, como con Hiro, el miedo a perder a las personas que quiere. Es fuerte, pero fuerte a costa de una coraza que nadie ha logrado romper, hasta ahora. En parte es por esa ruptura, necesaria, que Cass está cada vez más tiempo fuera de la casa.
Sé que el cap puede ser desilusionante para algunos, porque no es lo que esperaban y además me he tardado. Trataré de subir un cap más, esta vez sí con la continuación, para el fin de semana que viene, y luego ya retomaré mi ritmo de una semana sí, una semana no. Esperemos mantenerlo, ahora que queda tan poco.
Sin más que decir, nos vemos luego, mis Grandes Héroes.
Besos y abrazos, Mangetsu Youkai.
Balalalalalah~
