Seguramente, llamarle tío me dolía más a mí que a él.

Estaba enfadada y quería demostrárselo, quería hacerle entender lo que realmente dolía convertirme en su sobrina como él pretendía. Quería que se diese cuenta de que, por mucho que lo hiciese pensando en mí, su decisión me hacía infeliz.

Sin embargo, no estaba siendo justa tratándole así; lo sabía. No había razón para enfadarme; él sólo estaba cuidando de mí, como siempre. Y, por otro lado… estaba… enamorado de mí. Me quería de verdad. Aquella locura, ¡era mutua! La forma en que me besó… el modo en que me apretó fuerte contra él… No era posible que aquello hubiese sido simplemente dejarse llevar por el momento; y, esa cama… Bruno me deseaba tanto como yo a él y, probablemente, sufría con aquello tanto como yo.

Pero, de verdad, ¿qué se suponía que podía salir de bueno de mantenernos separados? Si él me quería y yo a él… ¿no era sólo condenarnos a sufrir para siempre? Yo… Estaba preparada para enfrentarme al mundo. No me importaban las críticas: les haríamos entender y, si no lo entendían, podían decir lo que quisiesen siempre y cuando él estuviese junto a mí. Y, respecto a la familia… iba a ser difícil, pero, como mínimo, contábamos con el apoyo de mi madre e Isabela. Quizás, algún día, pudiésemos llegar a convencer a la abuela. O, quizás, ¿sería que no contaba con amarme siempre? En teoría, eso habría sido lo mejor para él, pero, egoístamente, no era lo que yo deseaba. No creo que hubiese podido lidiar con verle amar a otra mujer. Seguramente, ella no llevaría gafas, y sería recatada y cuca, y me trataría como a una niña porque es lo que siempre sería para ella. Y coquetearía con él delante mío jugando con los canosos rizos que enmarcan su rostro, y se colgaría de su cuello, y disfrutaría del roce de sus dedos…

Necesitaba romper cosas.

Me sentía perdida. No tenía sentido darle vueltas a situaciones irreales como aquella y tampoco lo tenía seguir insistiéndole en luchar por lo nuestro: había dejado claro que no era una opción. Pero, tampoco sentía que pudiese sencillamente rendirme y seguir con mi vida como si él no la hubiese cambiado. No podía olvidarle y no podía amar a otro.

Mi madre me dijo que le diese tiempo para pensar, que la situación era muy complicada, que quizás cambiaba de idea, pero… sufrió durante diez años la más absoluta desolación por protegerme, ¿qué podría hacer que no hiciese exactamente lo mismo ahora?

¡Claro! ¡Yo! Yo fui la que le hizo cambiar de opinión la primera vez y lo sería esta vez también. Desde luego, eso no iba a ser tan fácil. Por duro que fuese, iba a ser un proceso lento. Pero algo tenía claro, me llevase el tiempo que me llevase, le iba a demostrar que su amor era la única posibilidad que tenía de verme realmente feliz. No estaba dispuesta a renunciar a él, y, sobretodo, no estaba dispuesta a hacerle renunciar otra vez a su propia felicidad. No por mí; nunca más.

—¡Te encontré!

—¡Antonio! ¿Me toca pagar, entonces?

—No, ahora le toca al tío Bruno.

—Ah, vale…

—Mirabel.

—¿Sí?

—Gracias por prepararme este cumple, está siendo súper divertido.

—Me alegro mucho. Pero, ahora, hay algo importante que atender… ¿nos escondemos?

—¡Corre!

Antonio subió a lomos de su amigo el jaguar y les perdí de vista en un instante. ¿De verdad Bruno iba a conseguir encontrarles? En todo caso, era el momento de esconderme yo. Esa vez, aunque sólo fuese un juego, sería él el que vendría en mi busca y, por tonto que sonase, me hacía ilusión. Recorrí el Encanto buscando un buen lugar donde no fuese fácil de ver, pero sí fácil de alcanzar, y acabé tumbada a la orilla del río bajo la sombra de un denso y bajito árbol. Milagrosamente, aquel día había salido completamente despejado y, el sol de Mayo, no era como para esperar bajo él sin nada de protección.

La brisa era agradable, el césped bajo mi cuerpo blandito y fresco y, el murmullo de las voces de mi familia, me arrullaba guiándome a un placentero sueño. Sería bonito despertar con uno de sus besos…

—¡Mirabel! ¡Mirabel, no me dejes, por favor! ¡Mirabel!

No fueron sus besos, sino la desesperación en sus palabras lo que me sacó de aquella siesta vespertina.

—¿Qué…? Bru…

—¡Mirabel! ¡Gracias al cielo!

Sus ojos, rojos, húmedos y desorbitados, me recorrían de arriba a abajo como buscando la explicación a algún tipo de misterio, sus piernas sostenían mi cabeza y, sus manos temblorosas, acariciaban mi rostro y mis brazos.

—Bruno, ¿qué te pasa? ¿Qué ha…? ¿Por qué estás todo mojado?

—¿Cómo ha sido? ¿Te has caído? ¿Te ha arrastrado el río? ¡Voy a buscar a Julieta!

—¿Qu…?

—Tú no te muevas, volveré en seguida.

¿Qué estaba pasando? ¿De qué me hablaba?

—¡Espera! ¡Para! —contesté incorporándome de golpe—. ¡¿Qué pasa?! ¡No estoy entendiendo nada!

—¡Oh, no! Te has golpeado en la cabeza, ¿verdad? ¿Recuerdas quién eres?

—¡Bruno! No me he golpeado la cabeza y no me he caído ni me ha arrastrado el río, lo que quiero es saber qué te pasa a ti.

—Pero… parecías…

—¿Qué?

—¿Has dormido bien, Alicia? —preguntó Camilo apareciendo a nuestro lado.

—Ah, sí. Se estaba tan bien que…

—Haz el favor de no darle esos sustos al pobre hombre: ya tiene una edad…

Miré a Bruno empezando por fin a darle forma a todo y vi cómo sus mejillas recuperaban poco a poco el color.

—¿Te he asustado?

Entonces, sus labios se apretaron como en un inútil esfuerzo por contener las lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas y se lanzó contra mí abarcando todo lo que pudo de mi cuerpo con el suyo, sujetando fuertemente la base de mi cabeza con su mano y relajando la respiración lentamente sobre mi hombro.

—Lo… lo siento. Será sólo un segundo.

Camilo hizo una mueca de lástima y se dio media vuelta.

—Voy a ver si encuentro a Antonio.

—Vale, Camilo. Te veo en un momento.

—No hay prisa, tardaré un buen rato. Yo creo que ese niño hace trampas.

Según mi primo desapareció de mi vista, cerré los ojos tratando de empaparme de aquella sensación, apoyé ligeramente mi cabeza sobre la de Bruno y envolví su espalda con mis brazos.

—Lo siento. No quería…

—No, no, no… No tienes por qué disculparte. Mi reacción ha sido exagerada. Por supuesto que estabas durmiendo, ¿por qué iba a ser otra cosa…? Camilo me estaba ayudando y cuando ha dicho que estabas tirada al otro lado del río… no sé, no he pensado con claridad.

Sus brazos apretaron ligeramente el abrazo y yo acaricié su cabeza con suavidad.

—Está bien. Estoy bien. No voy a dejarte.

Sentí cómo sus puños se cerraban y cómo aflojaba el abrazo hasta retirarse de mí.

—Estás chorreando… —comenté con una media sonrisa.

—Ah, sí, perdona, ¿te he mojado? He cruzado el río, y…

—¿Por qué no has cruzado por el puente?

—El pu… oh, el puente…

—Gracias.

—No… no tienes por qué darlas. Sólo he montado otra vez un ridículo e innecesario número.

—A mí… tu número me ha hecho feliz. Al igual que la última vez.

—¿Qué? De… ¿de verdad? A mí me pareció bastante patético.

—Yo me sentí querida y protegida, justo como ahora.

—Eh… Mirabel…

—Bruno…

—¿Ya no soy tío Bruno? —preguntó tanteando mi estado de ánimo.

—Hace mucho tiempo que no lo eres. Te quiero, Bruno, y…

—Mirabel… esto no…

—Déjame hablar, por favor.

Asintió dócilmente y yo me lancé a hablar antes de que apareciese alguien y me viese frenada otra vez.

—Hace más de un mes desde que… bueno, ya sabes de lo que te hablo, supongo que es mejor que no lo diga en voz alta ahora mismo.

—No has tenido problemas en decir que me quieres hace un instante.

—Es normal querer a un tío. ¿Quién iba a pensar otra cosa?

Me sonrió. Sabía que era una fantasmada y que en realidad antes no había pensado lo suficiente como para bajar el volumen o cerrar el pico.

—El caso es que, desde aquella noche, he pensado mucho al respecto. He pensado en todas las odiosamente buenas razones que me diste y… me da una rabia tremenda, pero no puedo enfadarme contigo. Sólo quería darte las gracias por pensar siempre en mí y decirte que…

Respiré hondo. Quería contundencia en mis palabras.

—Que no pienses ni por un momento que me voy a rendir.

—¡¿Qué?!

Su cara no tenía precio. No podía haber más desconcierto, mied vez ilusión juntos en un sólo rostro.

—Ya sabía que no te iba a olvidar, pero pensaba que tendría que conformarme y vivir con mi miseria como buenamente pudiese. Pero… ahora…

—La situación no ha cambiado, Mirabel.

—No, pero ahora lo veo todo con más claridad. Lo siento, Bruno: no voy a dejarte.

Me levanté, sacudí enérgicamente mi falda y me dirigí al puente.

—Por cierto —dije girándome hacia aquel hombre que seguía mis pasos con mirada de estupefacción—, me contó la abuela hace meses que no sabes nadar. ¿Cómo lo has hecho?

—Yo… No lo sé.

Sólo pude sonreír. Se había jugado la vida por venir a mí; si creía que le iba a consentir vivir miserablemente el resto de sus días, era que no sabía de lo que era capaz Mirabel Madrigal.