Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 12

Las calles de la aldea estuvieron cubiertas de ceniza y escombros esparcidos durante los días que siguieron al festival. Las decoraciones de papel rotas yacían en charcos lodosos de lluvia y sake derramado, la leña hecha añicos de las casas en ruinas se hundía en la tierra ablandada y los restos chamuscados de la hoguera ennegrecían el suelo de color carbón oscuro. Todos estuvieron celebrando durante los días siguientes como para molestarse en limpiar. Su nuevo señor les había mostrado la luz y había desterrado al demonio que contaminaba sus hogares. Su aldea estaba pura y limpia, según lo que les importaba ver a su alrededor.

Kagome apenas podía atravesar la aldea sin sentir mugre apelmazaba en su piel, pero lo hacía todos los días. Caminaba por las calles ennegrecidas con los ojos fijos hacia delante sin ver hasta que llegaba a las puertas torii que conducían al templo. Los susurros la seguían incluso mientras barría alrededor de tumbas y altares. Los aldeanos llegaron a sus propias conclusiones acerca de su comportamiento: que se negaba a quedarse en su propia cabaña hasta que estuviese limpia de la presencia de ese hanyou, así que permanecía con el monje y la exterminadora. Según ellos, la fría mirada de sus ojos era claridad. Según ellos, había completado su destino al matar a ese hanyou de la misma forma en que había fallado su predecesora. Según ellos, no había duda de que ella lo había matado. Confiaban completamente en ella, creían que el Árbol Sagrado absorbería el cuerpo de ese hanyou y que no dejaría ni rastro.

Esa era la mentira que con la que los había alimentado en los días que siguieron al festival. Aquellos más sensatos sabían lo suficiente como para permanecer en silencio.

Ese día no fue diferente, una semana después del festival. Kagome apenas dijo una palabra mientras limpiaba por el templo. Había sido un día triste y nublado, las nubes cubrieron toda esperanza de luz del sol. Con toda sinceridad, apenas se había dado cuenta. Se quedó absorta en la sencilla tarea de arrastrar la escoba por la piedra, barriendo hojas muertas y ramitas. Cada cierto tiempo, su mirada se veía naturalmente atraída por el bosque de más allá de la aldea.

—Si barres más ahí, puede que la piedra se convierta en arena —le dijo Takuya en voz alta mientras emergía de la pagoda del altar. Kagome se sobresaltó, la escoba repiqueteó contra el suelo mientras se daba la vuelta. Incluso se había olvidado de que estaba allí arriba. Había pasado la mayor parte de la tarde dentro del modesto templo, limpiando polvo y ceniza de incienso consumido. Ofreciendo una sonrisa, apoyó una mano en el hombro de ella—. Se está haciendo tarde. Deberías retirarte a descansar.

Kagome se mordió el labio hasta que sus recuerdos empujaron un pulgar fantasma contra su boca y le ardió el corazón.

—No, estoy bien. Quiero terminar de limpiar aquí —insistió mientras se encorvaba para recoger la escoba.

—Deja que lo reformule —suspiró Takuya—. Los hombres de Masao están siendo llamados a su fortaleza en las montañas para recibir noticias de sus ejércitos hermanos. Ni un solo soldado estará fuera de los muros de la fortaleza esta noche. —Kagome frunció el ceño, girándose hacia los distantes muros de la fortaleza en la ladera de la montaña. En efecto, los tambores eran un eco que se desvanecía y la línea parpadeante de antorchas hacía tiempo que había empezado a retirarse hacia allí—. Así que —continuó Takuya—, tal vez deberías retirarte a descansar. Mientras aún está tranquilo. Si no puedes dormir, siempre puedes dar un paseo por el bosque. Creo que quizás ya sea hora.

Kagome levantó la vista de golpe para encontrar la de él, sobresaltada al encontrar la profunda y no dicha confesión en su mirada. El anciano sacerdote asintió, confirmando silenciosamente sus sospechas.

—¿Cómo supiste…?

—No soy el viejo tonto por el que me tomas. —Takuya sonrió con calidez, su concentración bajó a las tumbas hermanas—. No del todo, en cualquier caso. —Estiró su palma callosa para apoyarla sobre la suave piedra pulida de la tumba de Kaede.

Kagome lo observó, un frunce de confusión tiraba de sus facciones. Al mirar alrededor del templo en lo alto de la colina, apretó su agarre sobre la escoba.

—Solo quiero terminar de limpiar… —murmuró.

El sacerdote la cogió suavemente del brazo y la guio hasta los peldaños que conducían a las calles de la aldea. Una niebla cenicienta parecía asentarse sobre ella a medida que se acercaba la noche y morían las brisas de la tarde. Una pesada nube tóxica se filtraba entre las casas y los escombros, tragándose todo en una húmeda mugre.

—Kagome, este templo es lo único limpio de toda la aldea. Si eso es todo lo que puedes hacer, es suficiente por ahora.

—¡No es suficiente! —sostuvo Kagome, tirando la escoba al suelo con un fuerte repiqueteo que resonó por la colina. Se hundió hasta sentarse en el primer escalón, atrayendo las rodillas contra su pecho mientras miraba hacia la tenue secuela del festival—… No sé qué hacer, Takuya —admitió en voz baja—. Intenté pararlo, pero sus opiniones sobre Inuyasha cambiaron con tanta facilidad. Ni siquiera distingo si alguna vez lo aceptaron, para empezar, o si solo esperaban una oportunidad como esta.

—Es difícil de decir —gruñó Takuya mientras descendía para sentarse al lado de su pupila. Kagome dejó caer la cabeza contra su hombro con un pesado suspiro. Él le dio la bienvenida con un brazo abierto, apretándole el hombro—. Aunque parece como si este pudiera ser solo el principio de un problema mucho mayor.

Kagome le lanzó una mirada asesina con un mohín abatido.

—¿Se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor?

Takuya se rio.

—No. Esto sí. —Girando su mirada hacia el bosque con el que Kagome había estado obsesionada, continuó—: No sabemos qué se avecina, pero sabemos que habrá tormenta. Así que, si es lo único que puedes hacer ahora, mantén tus lugares sagrados limpios. Cuando llegue la tormenta, la lluvia tiene un modo de lavar lo demás.

Un trueno distante recorrió las montañas, pero se negó a derramarse por el valle. Kagome se rodeó el abdomen con los brazos.

—… Creo que voy a retirarme a descansar —susurró.

Takuya sonrió y le apretó el hombro.

—Creo que es una idea maravillosa. —Poniéndose en pie, cogió su escoba y la llevó de vuelta a la pagoda del altar, tarareando una melodía familiar mientras avanzaba. Kagome, a punto de ponerse de pie y bajar hasta la aldea, se quedó paralizada al escucharlo.

—Takuya, ¿qué es eso? —preguntó con repentina prisa, corriendo para alcanzarlo.

El sacerdote estaba visiblemente sobresaltado.

—¿Mm? ¿Qué es qué?

—Esa canción que acabas de tararear, ¿qué es?

Frunció el ceño, preguntándose qué era lo que la había puesto tan alterada de una vieja melodía.

—Oh, ¿eso? Es una canción que solía cantar mi prima. Supongo que he olvidado la letra, pero solía cantarla constantemente. —Kagome dirigió la mirada hacia la nueva lápida pulida. Takuya la siguió y se rio por lo bajo, dirigiéndole un brillante guiño—. Sí, Kaede era prima mía —confirmó su sospecha no pronunciada—. ¿Por qué si no crees que vine hasta aquí para entrenarte? ¿Y cómo sabía lo de tu plan? —Cuando Kagome no respondió, ni siquiera apartó los ojos de la tumba de la anciana sacerdotisa, empezó a preocuparse—. ¿Ocurre algo?

—No —respondió Kagome, saliendo de su aturdimiento—. Supongo que… nunca pensé que Kaede tuviese otra familia.

—Su hermana y ella no tenían mucho más. Pero esa es una historia que guardaré para otro día. —Takuya miró hacia el sol que se estaba poniendo tras las colinas—. Se está haciendo tarde.

Dejando sus preguntas sin responder atrás, Kagome le hizo una reverencia a Takuya con un mascullado «gracias» antes de darse la vuelta y descender hacia la aldea. El primer paso sobre el lodo ceniciento envió un estremecimiento por su espalda, pero siguió caminando, pasando por la aldea con sus ojos hacia delante de ella y la cabeza en alto para no tener que ver los escombros. Las casas que Inuyasha había destruido todavía yacían en ruinas y sabía que, si miraba hacia abajo, encontraría las marcas en el suelo donde habían arrastrado a Inuyasha. No miró, pero no fue menos consciente de todo ello.

Cuando al fin llegó a los caminos entre los campos de arroz, el olor a leña quemada finalmente se desvaneció detrás de ella. Kagome se detuvo debajo de un árbol y respiró hondo, intentando no recordar el día en que había descubierto a Inuyasha posado en las ramas después de seguirla. Era un dulce recuerdo, pero no así los que venían poco después de él. Sacándola de su ensoñación, el sonido de ligeras pisadas apresurándose hacia ella le llamó la atención. Rin redujo el paso al alcanzarla, vacilante y gentil en su acercamiento.

—Sango y yo acabamos de terminar la cena, Kagome, si tienes hambre.

Ofreciéndole la mano a la niña, Kagome luego ofreció una sonrisa que no le llegó a los ojos, imaginándose que al menos había una cosa real que podía darle.

—Me parece perfecto. ¿Qué hicisteis?

A Rin se le iluminó el rostro mientras agarraba la mano de Kagome.

—¡Hicimos estofado de la forma que me enseñó Kaede! Sango cortó la mayoría de los ingredientes, pero entonces Mamoru empezó a alterarse, así que lo metí todo y removí, ¡y esta vez no lo quemé! —divagó mientras las dos comenzaban su corto viaje por el campo. Kagome escuchó, contenta con dejar que Rin fuera la que hablase.

Bajo la puerta torii en lo alto de la colina, Takuya vio que las dos jóvenes se retiraban hacia el bosque cogidas de la mano. La visión era como algo salido de un sueño, o de una historia que había oído hacía mucho tiempo. Ya no podía recordarla, en realidad, pero sabía que la sacerdotisa y la niña que caminaban una al lado de la otra eran una visión que a su prima le hubiese encantado ver, y vaya si lo hizo sentir viejo.


Kagome salió de su futón en mitad de la silenciosa noche. Caminó suavemente por el suelo, temiendo que un movimiento fuera a despertar a Rin, Sango, Miroku o a sus hijos. Conteniendo la respiración mientras deslizaba la shoji, salió al frío crepúsculo y cerró la puerta tras de sí. El cielo estaba repleto de estrellas y la luna estaba llena y brillante. Justo lo suficiente para iluminarle el camino. Un penetrante momento de culpa atravesó su pecho. ¿Debería contarles a Miroku y a Sango lo que estaba a punto de hacer? ¿Querrían estar allí también? ¿Se sentirían traicionados por no estar? Tan pronto llegaron esos pensamientos, los hizo a un lado. No había tiempo para cuestionarse. Estaba arriesgando su vida, ellos no tenían que ponerse también en peligro.

Bajando del porche, Kagome se detuvo ante el camino arbolado e intentó orientarse. Perderse en el bosque en mitad de la noche no era algo que pudiera permitirse, pero tenía bastante confianza en que recordaba el camino desde allí. Mas al adentrarse un paso entre los árboles, sus nervios la vencieron. Algo se movió detrás de ella, bajos resoplidos de aliento jadeante hicieron que un estremecimiento le recorriera la espalda mientras se daba la vuelta para enfrentarse a su adversario. Jun y Kei trotaron hacia ella, con las orejas alerta y los ojos brillando a la pálida luz. Kagome se encogió e intentó ahuyentarlos.

—¡No, fuera! ¡Volved dentro, id a acostaros al lado de Rin, marchaos! —dijo entre dientes, solo para gruñir por lo bajo cuando Kei metió la cara contra su mano y le lamió la palma—. De acuerdo, de acuerdo, vale.

Al final, tener a los perros con ella mientras avanzaba por el oscuro bosque tranquilizó sus nervios. Trotaron a su lado, a veces adelantándose corriendo o quedándose atrás, pero siempre siguiendo el mismo camino. Cada movimiento de sus orejas hacía que se sobresaltara, el temor a ser vista le hacía ir más y más rápido a través del denso follaje.

Cuando al fin salió de entre los árboles, se encontró en un amplio claro que se extendía desde la distante aldea hacia las colinas ondulantes de más allá. Su visión era clara a la luz de la luna, dado que las nubes al fin se habían dispersado. A pesar del vasto espacio, su atención se limitó a un único elemento. Los perros pasaron sin que les importara, pero ella no pudo evitar detenerse y pasar la mano por la envejecida madera del pozo devorador de huesos. Incluso a la pálida luz de la luna, seguía sin poder ver el fondo al asomarse. Las paredes del pozo cambiaban de madera a piedra, a tierra y a vides a medida que se hacía más profundo, aparentando no tener fin. Kagome aferró con las manos los tablones de madera hasta que crujieron bajo sus puños. Aquí era donde había empezado todo. Un viejo pozo seco la había traído aquí. Levantando lentamente la mirada, la fijó en el único árbol que se alzaba por encima de los demás en el bosque que tenía por delante. A partir de allí, era solo volver sobre viejos pasos.

Kagome caminó en trance a través de los arbustos, apartando las ramas y pisando raíces hasta que al fin llegó al claro. Como un sueño, él estaba allí, clavado contra el tronco. La cabeza de Inuyasha reposaba contra su hombro, su cuerpo estaba flácido y su rostro tranquilo mientras la brisa del crepúsculo jugaba con su pelo y su ropa. Salvo que ahora estaba desprovisto de avejentadas raíces que crecían para acunarlo, era exactamente como lo había encontrado hacía todos esos años. Kagome no pudo evitar detenerse y quedarse mirando un momento.

Se acercó al árbol con temerosa veneración. Este era un ser vivo tan antiguo que ella apenas podía comprenderlo. Su destino estaba completamente en sus manos. Deteniéndose delante del cuerpo sin vida de Inuyasha, levantó suavemente su mano temblorosa para sostener su mejilla. Su piel todavía estaba cálida. Su otra mano cayó sobre el pecho de él, donde la flecha había perforado, retirándose rápidamente cuando sus dedos rozaron la madera. Todavía podía sentir la energía irradiando de la flecha, una descarga eléctrica emergiendo a través de las puntas de sus dedos. Mientras una lágrima descendía por su mejilla, Kagome reunió valor, agarró la flecha y tiró, sintiéndola ceder y convertirse en polvo en un estallido de luz. Mordiéndose el labio, cerró los ojos y bajó la cabeza, rezando. Funcionaría. Tenía que haber funcionado. No podía soportar pensar lo que ocurriría en caso contrario. No fue hasta que sintió la yema de un pulgar contra su boca, liberando su labio de entre sus dientes, que abrió los ojos de golpe de nuevo.

Inuyasha volvió en sí lentamente, deslizándose por el tronco del árbol sin la flecha que lo sostenía en alto. Gruñó, sus párpados se tensaron antes de abrirse. Kagome contuvo un sollozo de alivio, intentando ayudarle a descender suavemente cuando evidentemente seguía dolorido. Sus ojos encontraron los de ella a la pálida luz de las estrellas que se filtraba entre las hojas mientras gradualmente recobraban su claridad. Sin dudarlo un momento, ambos se movieron. Kagome lanzó los brazos alrededor de su cuello e Inuyasha sostuvo su rostro lleno de lágrimas en sus manos, juntando sus labios. No fue un beso extremadamente desesperado ni apasionado. No hizo que sus corazones martillearan ni que les temblaran las manos. Fue suave y tranquilizador, y era todo lo que necesitaba ser.

Cuando se apartaron finalmente, Inuyasha le secó las lágrimas con las palmas contra sus mejillas antes de mirar hacia el bosque detrás de ella. No tenía noción de que hubiera pasado el tiempo, Kagome podía verlo, observando su expresión adusta, como si esperase ver a los aldeanos justo ahora retirándose al festival. Kagome negó con la cabeza y él lo supo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó, encontrando su garganta seca y áspera.

Kagome levantó la manga de su kimono para limpiarse una nueva oleada de lágrimas.

—Ha-ha pasado una semana… —confesó—. Lo siento, no quería dejarte aquí tanto tiempo, pero no podía dejar que sospechasen. ¡N-No quería hacerlo, lo siento tanto! —Se desmoronó finalmente, enterrando su rostro contra su pecho.

Inuyasha la rodeó con sus brazos, acunando su cabeza contra él mientras se daba un momento para enterrar su propio rostro en su pelo. Ella pudo sentir su aliento contra su coronilla, la forma en la que tembló mientras sus brazos se apretaban a su alrededor.

—No pasa nada, Kagome. Lo sé —la acalló, su voz era tan suave y comprensiva que casi hizo que volviera a empezar a llorar. Pasar por aquello había sido un infierno para ella, no se podía imaginar lo que había sido para él revivirlo. Cuando Inuyasha se apartó, una ardiente determinación había tomado el lugar de cualquier trauma o pena—. Venga, nos vamos —gruñó, apartándose finalmente para darle la mano. Solo dio dos pasos antes de sentir que Kagome liberaba su mano de la de él. Se dio la vuelta hacia ella con clara confusión.

Kagome no soportó encontrar su mirada.

—Inuyasha… yo tengo que quedarme.

No hubo vacilación en la respuesta de él.

—Entonces yo también —insistió.

—¡No! ¡No, Inuyasha, tú tienes que irte, te matarán si no lo haces! —rogó Kagome mientras avanzaba corriendo para cogerle ambas manos.

Inuyasha negó con la cabeza, volviendo a meterla entre sus brazos.

—Kagome, si piensas por un puto segundo que voy a dejarte aquí con ellos, es que te has vuelto completamente loca —gruñó.

—¡No, tú no lo entiendes! —gritó Kagome, su mirada llena de lágrimas subió rápidamente a las ramas que tenían encima—. Goshinboku. Si Masao cree que he traicionado a la aldea, destruirá el Árbol Sagrado. Si lo hace, nunca habrá existido en mi época, la conexión que me trajo aquí estará rota. —Estirándose para descansar las manos sobre su pecho, pudo sentir la forma en que su corazón estaba acelerándose con la comprensión de lo que estaba diciendo—. Inuyasha… sin el Árbol Sagrado, nunca te habré conocido.

Eso pareció calarle hondo. Inuyasha se la quedó mirando, intentando formar alguna suerte de razonamiento, tenía la boca abierta y en silencio. Antes de que pudiera siquiera pensar en hablar, el ladrido de advertencia de Jun atravesó el silencio de la medianoche. Inuyasha dirigió su atención de golpe hacia el bosque, sus propias orejas imitaron las del perro, alzadas en gesto de alerta. Kagome no tuvo oportunidad de reaccionar antes de que la cogiera en brazos de repente y saltara a las ramas, subiendo más y más arriba hasta que ya no pudieran ser vistos desde el suelo. Sosteniéndola a salvo a su costado, Inuyasha apartó las hojas para que ella pudiera ver el suelo del bosque. Kagome contuvo la respiración, sus dedos aferraron con fuerza el kimono de él. Su mente ya estaba dando vueltas. Había pasado toda la noche en casa de Sango y Miroku, alguien debía de haber estado esperando fuera para seguirla, o escuchando en el templo cuando estuvo hablando con Takuya, los habían descubierto, los habían descubierto

Un conejo saltó al claro. Tanto Inuyasha como Kagome soltaron una exhalación de intenso alivio antes de intercambiar una mirada. Fue solo entonces que la realidad de su situación realimente empezó a hundir sus dientes en ellos. Esta clase de paranoia no iba a irse hasta que esto acabase. Ser descubiertos podía significar la muerte para ambos.

Sin señales de peligro, Inuyasha volvió a bajarlos al suelo, aterrizando diestramente en la densa hierba. Puso a Kagome sobre sus pies a regañadientes, silenciando a los perros con una mirada antes de que sus ladridos llamasen atenciones indeseadas. Jun y Kei se encogieron bajo su mirada.

Kagome los observó antes de frotar su frente contra el cuello del hanyou.

—No quiero que te vayas —susurró—. No quiero que volvamos a estar separados, pero preferiría eso a no haberte conocido en absoluto. —Se dio cuenta, con una sensación agridulce, de cuánto contrastaban esas palabras con algo que había dicho años atrás. «Si hubiera sabido que dolería tanto, desearía no haber puesto los ojos en él». Oh, cuán equivocada había estado.

—Esto no me gusta —refunfuñó Inuyasha, su voz profunda al escucharla ella vibrando por su pecho.

Debería haber sabido que iba a oponer resistencia a eso. Mientras creyera que ella estaba en peligro, nunca la dejaría. Por tanto, tenía que hacerle ver su razonamiento.

—Inuyasha… —empezó solemnemente—, sabes lo que me harán si descubren que no te maté.

Inuyasha rechinó los dientes ante la sola idea. Lo sabía tan bien como ella. La estaba poniendo en mayor peligro al negarse a marcharse que dejándola en manos de sus enemigos. Fue solo entonces que pareció aceptar que tenían que hacer esto.

—No será permanente —cedió finalmente—. Encontraré una solución. Voy a arreglar esto, Kagome, lo prometo.

—Lo haremos —dijo ella asintiendo.

A pesar de su determinación, la duda y el miedo nublaron los ojos de Inuyasha mientras miraba más allá de ella hacia las montañas a las que se estaba exiliando.

—Pero… No puedo no verte, Kagome…

Conteniéndose para no morderse el labio, Kagome buscó en su cabeza una solución hasta que una fría brisa antinatural pasó por el claro. Las ramas del árbol encima de ellos se mecieron, las hojas dadas la vuelta crujieron de forma errática. A Kagome se le erizó el vello de la nuca. Inuyasha notó el cambio en ella y siguió su mirada.

La suave voz de una joven tarareando una canción conocida resonó desde el propio árbol, acechando en el ambiente mientras rodaba a su alrededor. Un jadeo salió de los labios de Kagome cuando localizó el farolillo que se había quedado atrapado en las ramas hacía tanto tiempo meciéndose con el viento.

—Enciéndeme un farolillo… —susurró.

Inuyasha frunció las cejas.

—¿Qué?

—¡La canción! —exclamó Kagome, volviendo a mirarlo—. ¡Inuyasha, enciéndeme un farolillo! ¡Cada vez que puedas regresar, enciente un farolillo volador y me reuniré contigo aquí!

Inuyasha no respondió inmediatamente, la comprensión se hundió en su mirada mientras la pasaba rápidamente del árbol a la sacerdotisa. No era un plan infalible, pero era lo único que tenían. Inuyasha abrió la boca para hablar, pero el acuerdo quedó en silencio. De repente, levantó los ojos y sus orejas se movieron en dirección al bosque. Esta vez no era un error paranoide. Apretó su agarre alrededor de ella.

—Viene alguien.

Kagome miró atrás por encima del hombro, desesperándose con creciente pánico.

—¡Inuyasha, tienes que irte!

El conflicto se filtró en su expresión, la abrumadora necesidad de protegerla batallaba contra la que él sabía que era la única forma de protegerla. Al final, no tuvo elección.

—Volveré a por ti —prometió—, y más te vale estar de acuerdo cuando lo haga. —Acunando su cabeza entre sus manos, juntó los labios de ambos de golpe, la sensación de las manos de ella intentando acercarlo débilmente mientras todavía tenían tiempo casi rompió la determinación de él. Fue lo único que pudo hacer para separarse, no atreviéndose a mirar atrás mientras saltaba hacia los árboles y huía.

En un momento, Kagome lo estaba besando con todo su ser y al siguiente, sus labios estaban fríos. Al ver un destello de carmesí desapareciendo en la oscuridad, se quedó sintiéndose vacía y sola. Fue más doloroso de lo que nunca podría haber imaginado, pero no tuvo mucho tiempo para obcecarse con ello. Los pasos se acercaron.

—¡Kagome! —La voz de una niña era lo último que esperaba. Kagome se volvió hacia el bosque para encontrar a Rin avanzando con dificultad entre los arbustos hasta que salió—. Desperté y no estabas, me preocupé. Pensé que podrías estar aquí —confesó mientras se detenía en seco.

Sonriendo con un suspiro de alivio, Kagome se volvió de nuevo hacia el bosque.

—¡Inuyasha, no pasa nada! ¡Solo era Rin! —llamó. Debía de haber estado demasiado débil tras los efectos de su hechizo para captar su aroma, razonó para sus adentros—. ¡Inuyasha! Inu… ¿Inuyasha? —Solo otra brisa respondió a sus llamadas. Ya se había ido.

Rin se puso a su lado, pasando la mirada del árbol vacío al bosque que había ante ellas.

—¿Inuyasha? ¿Dónde está? —preguntó.

Con la esperanza drenándose de su corazón y dejándola exhausta, Kagome se quedó mirando con anhelo al bosque antes de arrodillarse hacia Rin.

—Está… está a salvo, es lo único que importa —dijo con una sonrisa—. Pero no puedes decírselo a nadie, ¿vale? Rin, tienes que prometer que no dirás una palabra de esto a ninguno de los aldeanos.

A pesar de lo confusa que estaba, Rin entendió lo suficiente como para darse cuenta de lo peligroso que era esto. Cruzando los dedos por encima de su corazón, asintió.

—Lo prometo.

—Bien. —Con una última mirada detrás de ella, Kagome se puso de pie y le ofreció la mano a Rin—. ¿Qué te parece si volvemos a casa esta noche?

—¡Vale! —trinó Rin emocionada, claramente ansiosa por dormir de nuevo en el hogar que había conocido durante los últimos tres años. La niña le dio la mano, prácticamente dando saltitos al lado de Kagome. Por lo que ella sabía, Inuyasha estaba bien y ya no había nada de qué preocuparse. Kagome no pudo compartir su felicidad, porque sabía que la realidad era mucho más complicada que aquello. Aun así, con Rin ondeando los brazos de ambas y dirigiéndole sonrisas constantes, suponía que al menos podía estar agradecida. Inuyasha estaba a salvo y sabía que encontrarían una forma de estar juntos otra vez. Era solo el tiempo intermedio el que parecía tan sobrecogedor.


La mañana siguiente pareció alzarse justo donde se había quedado la vida antes de que empezara este lío: con un cubo de agua tirado sobre su cabeza. Kagome se quejó y echó la manta sobre su cabeza, buscando un poco de sequedad bajo la tela empapada. Ante la repentina conmoción, los perros ladraron y saltaron hacia las piernas del sacerdote intruso. Takuya intentó alejarlos con su cubo, solo haciendo que Kei pensase en ello como en un juego y le sacara el asa de las manos.

—¡Oye! ¡Devuélveme eso! —protestó, persiguiéndola a ella y al cubo medio lleno. Había planeado usar el resto para despertar a Rin, pero parecía que un perro corriendo por allí aferrando la inestable asa en su boca fue más que suficiente para salpicar un poco sobre la niña dormida. La mirada fulminante de Rin cuando se incorporó con la cabeza despeinada de dormir fue suficiente para hacer que Takuya temiese por su vida. Ahora sabía de qué había estado hablando Inuyasha cuando le había advertido sobre despertarla.

Al ver la reacción de Takuya ante la mirada asesina de Rin, Kagome no pudo evitar reírse mientras escurría el agua de su pelo.

—Takuya, ¿de verdad tenemos que hacer esto hoy? —dijo con un suspiro.

Alejándose lentamente de Rin mientras la niña volvía a hundirse en su futón, Takuya regresó su atención a Kagome.

—Es casi mediodía, ¡te dejé dormir hasta tarde! ¿Qué más podrías pedir?

Kagome puso los ojos en blanco.

—¿Un día libre, tal vez?

Takuya se encogió de hombros.

—¡Ni de broma, hoy hay demasiado que hacer! Además —su voz adoptó un tono más suave—, no puedes pasarte siempre los días durmiendo. La vida sigue y tú también debes hacerlo.

Suspirando derrotada, Kagome se levantó de su futón y estiró los brazos por encima de la cabeza.

—Vale, vale, tienes razón. —Por tentador que fuera, quedarse dentro y sentir lástima de ella misma hasta que Inuyasha volviese solamente haría su separación más insoportable. Como muy poco, podía mantenerse ocupada.

—¡Ese es el espíritu! —animó Takuya con un poco demasiado de orgullo, recuperando un cubo lanzado a la parte de atrás de sus piernas por molestar a la niña que intentaba dormir en el rincón—. ¡En fin, la aldea está zumbando con elogios hacia ti! Al parecer, alguien se adentró en el bosque esta mañana y descubrió que tu predicción se había hecho realidad. El cuerpo de ese hanyou ha sido absorbido por el árbol.

Así que la habían creído. Kagome le ofreció a Takuya una sonrisa reservada.

—Qué alivio.


Inuyasha se había pasado años viviendo solo, arreglándoselas en la naturaleza. No era un patrón difícil al que volver. Lo que era difícil era la añoranza y la nostalgia que sentía de una cabaña seca, un cálido fuego y la risa de una joven. Se había acostumbrado tanto, incluso durante el tiempo en que ella había estado lejos, a vivir en una aldea humana, que dormir en las ramas de un árbol en un vasto bosque era una pobre comparación.

Habían pasado dos noches desde que se vio obligado a dejar a Kagome atrás y la distancia no estaba haciendo más fácil la separación. Estaba gastando cada pizca de fuerza de voluntad en no dar media vuelta. Lo único que evitaba que volviese era el conocimiento de lo que les haría la aldea si era visto. Por mucho que odiase decirlo, aquel cristal tenía un peligroso poder sobre él y si lo usaban otra vez en él como había pasado en el festival… ni siquiera podía pensar en lo que se vería obligado a hacer. Era suficiente para hacerle seguir adelante.

Esa segunda noche llegó a su destino deseado, el único problema era localizar el lugar en sí. Era difícil encontrar lo que estaba buscando cuando sabía que iba a estar oculto. Aun así, había algunas pistas clave con las que sabía que se encontraría. A medida que el último día de viaje de Inuyasha tocaba a su fin, con el sol poniéndose ante él y emitiendo sus últimos rayos dorados a través de los árboles, encontró una de esas pistas en la forma de un discreto cuenco de bollos rellenos dispuesto inocentemente en mitad del camino. El vapor todavía salía de él en frescas ondas y, aunque estaba un poco harto de comer salamandra chamuscada por el fuego, era sensato. Al acercarse al cuenco, le dio una patada, viendo que los bollos explotaban y desaparecían cuando tocaron el suelo.

Una ruidosa cadena de protestas lo recibió desde atrás, pero antes de que pudieran acercarse sigilosamente a él, Inuyasha se dio la vuelta y extendió el puño, golpeando a cada una de las apariciones flotantes en la cabeza. Cuatro kitsune cayeron al suelo a sus pies.

—¡Maldición! ¡Estuvimos tan cerca! —gritó uno de ellos.

—¡Te dije que teníamos que trabajar más duro en nuestras trampas!

—¡No, era en nuestros disfraces!

—¡Fueron idea tuya!

—¡Callaos todos! —gruñó Inuyasha, cerrando de nuevo la mano en un puño amenazador—. Estoy buscando a alguien y me vais a decir dónde está.

Una presencia amenazadora apareció desde atrás en un cegador destello de luz.

—Estás invadiendo el territorio de los demonios zorro.

Inuyasha se tensó, mirando por encima de su hombro y encontrando un grupo de kitsune adultos acercándose desde lo que parecía ser una posada normal donde momentos atrás solo había estado el vasto bosque. Los demonios más jóvenes se escabulleron detrás de ellos, gritándoles a sus profesores que hicieran algo.

Inuyasha gruñó, girándose lentamente hacia ellos.

—No estoy invadiendo nada. Solo estoy buscando a alguien.

Se adelantó un demonio de hombros anchos, alzándose por encima de él con una mirada severa.

—Aquí no eres bienvenido, hanyou —soltó la palabra como si fuera veneno, pero Inuyasha no vaciló, su mirada estaba firme e inmóvil ante el evidente prejuicio del demonio.

Aun así, fue lo único que pudo hacer para no atacar cuando los kitsune más jóvenes estallaron en un griterío de risas y saltaron al aire. Se transformaron en formas extrañas, lanzándole bombas de humo de olores nauseabundos mientras canturreaban: ¡Hanyou!, ¡hanyou!, ¡hanyou! Perdiendo finalmente la calma, Inuyasha gruñó y golpeó salvajemente en su dirección a través de la ceguera de sus sentidos.

—¡Esperad! —atravesó una voz la multitud reunida—. ¡Parad, chicos, es amigo mío! ¡Le conozco! ¡Inuyasha!

Cuando el humo se dispersó finalmente, Inuyasha encontró a un niño conocido de pie a sus pies con los brazos extendidos como si pudiera protegerle. Inuyasha casi no lo reconoció. Había crecido, había adoptado el tamaño de un niño humano. Aun así, el pelo rojo cobrizo y la cola de zorro eran inconfundibles.

—Ya era hora, Shippo —resopló Inuyasha.

Shippo lo fulminó con la mirada.

—¡Estoy intentando ayudar!

—Shippo —ladró el demonio que se había enfrentado a Inuyasha en primer lugar—. ¿Conoces a este hanyou?

Shippo dirigió la mirada de furia hacia el anciano y la entrecerró.

—Se llama Inuyasha, maestro Kenta. Es mi amigo.

El kitsune gruñó, curvando el labio mientras se giraba abruptamente hacia el monasterio.

—Entonces, puede quedarse. —No sonaba precisamente entusiasmado al respecto, pero que estuviera dispuesto a ofrecer incluso un poquito de hospitalidad fue suficiente para satisfacer a Inuyasha por el momento. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Los demás demonios zorro, tanto profesores como estudiantes, poco después empezaron a volver dentro de la escuela, dejando a Inuyasha y a Shippo fuera bajo el brillo de las luces que salían de cada ventana y puerta.

—¿Qué pasa, Inuyasha? —resopló Shippo mientras se daba la vuelta para mirarlo. Inuyasha no dejó entrever nada, pero mientras miraba al joven demonio de arriba abajo, todavía se descubrió impresionado con que Shippo hubiera decidido descartar de repente su forma más pequeña. Por supuesto, el tamaño o la forma no eran un gran cambio en lo referente a un cambiante, pero aun así, a Inuyasha le golpeó la forma en que la muerte de la anciana sacerdotisa debía de haberle afectado. Por supuesto, algunas cosas no habían cambiado—. Es propio de ti empezar una conmoción como esta. Estás interrumpiendo mi entrena…

—Oh, ahórratelo, enano. —Inuyasha puso los ojos en blanco—. Escucha, necesito tu ayuda, así que ¿vas a escucharme o no?

Shippo se cruzó de brazos, parodiando los ojos en blanco del hanyou.

—Necesitas mi ayuda. Sí, ya.

—Kagome está en peligro, ¡¿de verdad piensas que haría bromas con esto?! —soltó Inuyasha.

Eso pareció obtener la atención del niño.

—¿Qué?

Enfadarse con el niño no iba a llevarlo a ninguna parte. Soltando una larga exhalación, Inuyasha se agachó a la altura de Shippo.

—Te estoy diciendo esto de hombre a hombre, ¿de acuerdo? Sé que no te llegan muchas noticias aquí arriba en las montañas, pero allí abajo las cosas se están poniendo duras. Te lo explicaré más tarde, pero… se está poniendo peligroso para los demonios. Hay cosas a las que nunca antes nos hemos enfrentado y, si me ven cerca siquiera de Kagome, nos matarán a los dos. Así que voy a necesitar tu ayuda para arreglar esto, ¿entendido?

Enderezándose solo un poco más, Shippo asintió.

—Entendido. ¿Quieres… entrar dentro para pasar la noche?

Inuyasha miró detrás de Shippo a las puertas brillantes de la posada.

—No estoy muy seguro de lo bien recibido que soy ahí realmente.

—¡No te preocupes por eso! —Shippo sonrió de una forma que imitaba claramente la sonrisilla engreída del propio Inuyasha—. Aquí soy bastante importante, ¡no intentarán nada mientras estés conmigo!

Inuyasha no pudo evitar reírse ante eso. Había sido una mala influencia para él, después de todo.

—Bien, qué más da —cedió.

Shippo sonrió ampliamente, emocionado, apresurándose por delante de él con ganas de mostrarle el lugar. Inuyasha se puso en pie y lo siguió a su propio ritmo, con las manos metidas en las mangas mientras miraba desafiantemente a los guardias apostados junto a las puertas. A decir verdad, no necesitaba exactamente la ayuda de Shippo. No habría venido hasta aquí para pedirle a un niño kitsune ayuda en una lucha tan arriesgada. Inuyasha había venido aquí para protegerlo. Se avecinaba peligro, no había mentido en eso, pero hasta que pudiera averiguar cómo afrontarlo, lo único que podía hacer era asegurarse de que nunca llegara hasta Shippo.

—Bueno, ¿por qué pedírmelo a mí? —preguntó Shippo cuando entraron en la posada.

Inuyasha se encogió de hombros.

—Estoy bajo de recursos.

—¡Gilipollas!

—¡No digas putas palabrotas, enano!