Capítulo 141. Cumbre del destino
Bajo la incesante presión de incontables gotas de lluvia, el señalado por Leo hincaba la rodilla. Cansado como un anciano, a pesar de su juventud; herido de gravedad, debido a la misma, pues solo un joven impetuoso como él se habría arrojado contra un enemigo imbatible, arrastrando consigo a todos los que se habían rendido.
Por doquier quedaban vestigios de la última carga. Cuerpos amontonados sobre rocas hendidas, la cima de la montaña bañada por un manto carmesí que olía por igual a los hombres y los marinos. Crisaor había cobrado caras las vidas que su pueblo perdió a manos del Ángel Ensangrentado. Aun sin la lanza dorada, el más fuerte de los soldados venidos del océano había rendido cuenta del inmenso Gugalanna y el astuto Belial; de Shemhazai, la que mata desde lejos, y Hashmal, el que como un león hambriento se arroja sobre el enemigo. A decir verdad, el señalado por Leo fue el primero en caer montaña abajo, apartado por el canto de la mano del general marino como si no fuera más que un gato molesto. No tenía por qué estar allí, cuando nadie que estuviese en condiciones de luchar permanecía consciente. Y, sin embargo, allí estaba, empapado en sangre, como otra persona; entendiendo la futilidad de aquella batalla, como otra persona. Los dos que debían salvarle a él, a su amada y a sus compañeros, no estaban presentes. Por tanto, él tendría que ocupar su lugar.
No avanzó hacia el general marino, indemne a pesar de tantos intentos por derribarlo. Tampoco buscó matar a los demás soldados venidos del mar que rodeaba la montaña desde todas las direcciones, como si esta no fuera más que una pequeña isla. Los valerosos jóvenes que quedaban tan solo tenían fuerza para tratar de recuperar los cuerpos y atender a los heridos, pero además, matar a quienes tenía enfrente, si es que le era posible hacerlo solo, no cambiaría nada. El señalado por Leo, habiendo decidido ocupar el rol del Santo y el Ángel Ensangrentado, sus salvadores, lo sabía; mientras la lluvia siguiera cayendo, segando toda vida mortal, la guerra perduraría.
Miró con furia a los cielos inclementes. Las nubes de tormenta arrojaron rayos sobre los heridos y él, más rápido que aquellos, los bloqueó con el brazo. La misteriosa fuerza que había aprendido a controlar le permitía moverse así cada uno de sus huesos le dijera que estaba acabado. Se apoyó en esta para preparar un último y desesperado lance. ¡Estaba cansado de esperar a que esos dioses crueles se avinieran a perdonarlos! Si el diluvio no se detenía de forma natural, él se ocuparía de detenerlo.
Un aura dorada bañó la montaña entera. Quienes estaban conscientes enmudecieron por momentos, pero pronto volvieron a la tarea de asegurar cobijo a los heridos. Mientras aquellos jóvenes endebles cargaban a otros en peor estado hacia las cuevas, el cosmos del señalado por Leo se tornó en incontables puntitos de luz que detuvieron la llovizna durante el instante más largo de su vida.
—Este es el poder de los cielos —dijo aquel, demasiado débil como para que semejante murmullo pudiera llegar a grito—. ¡Os lo devuelvo!
Los orbes de luz se fundieron en el brazo del guerrero, para al final convertirse en un portentoso relámpago que golpeó de lleno el firmamento. Agotado, el señalado por Leo dio un mal paso y cayó sin remedio observando el resultado de aquella osadía. Nubes grises iluminadas por un ardor celestial, la figura de una doncella encadenada emergiendo de aquel fulgor, indemne e invencible, acaso burlándose de él. Tuvo tiempo para preguntarse si todo aquello era real o un delirio solo mientras caía, pues en el momento en que chocó contra el océano embravecido perdió la consciencia.
¿Por qué no murió entonces? Fuera por las heridas, la pérdida de sangre o las aguas, que desde hacía ya tiempo parecían existir con el único fin de destruir a la humanidad. El día que despertó, el señalado por Leo no pudo más que asumir que vivía por la providencia divina. Desde entonces ya no sería más aquel chico sin ley que hacía allá donde fuera más daño que bien, se convenció a sí mismo de que se convertiría en un hombre de fe por lo que restara de vida, la cual, asumía, sería corta.
Algo parecido debía estar en los corazones de todos los que vio entonces. Hombres y mujeres de los cuatro rincones del continente. Las radiantes sonrisas que formaban contrastaban con los cuerpos sucios y ensangrentados, el negror de costras y piel quemada en torno a bocas sonrientes que solo podían anunciar una cosa. Habían ganado. Solo en ese momento el señalado por Leo se dio cuenta de que todos estaban en tierra, en alguna parte del mundo desde el que se podía ver la montaña que protegió. Ya no llovía. La tormenta había terminado y con ella concluía el combate.
Conocía los nombres de todos los que le saludaban, pues habiendo luchado junto a ellos por lograr aunque fuera un minuto más de vida, aun si un tiempo anterior al cataclismo fueron desconocidos, ahora eran para él lo mismo que hermanos de sangre. Sobre todo reconoció a Gugalanna, su antiguo superior… ¡El maldito ocultaba las lágrimas con manchurrones de sangre seca y risotadas de animal! Cerca del grandullón estaba Atenea, la diosa a la que todo le debía, y junto a ella vio a Deucalión, el Santo, y Pirra, el Ángel Ensangrentado. Mientras todos dedicaban su atención al primero, de unos ojos límpidos que solo él poseía, el señalado por Leo no podía apartar la mirada de la joven de sencillas ropas. En la sangre que impregnaba la tela rasgada, redescubrió la belleza de las artes de la guerra y del combate.
—¡Idiota! —gritó alguien. El señalado por Leo no supo quién, pues un pisotón en el costado le nubló los sentidos por algunos segundos—. ¡De verdad eres un idiota! ¿¡Quién te dijo que tenías permiso para morirte, eh!?
Ni siquiera tuvo que esperar a abrir los ojos para saber quién era. Sonrió como un estúpido y ella se le echó encima. Era la primera vez que lo abrazaba.
—Shemhazai —dijo el señalado por Leo, acariciando el largo cabello dorado—. Yo...
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Una dolorosa punzada sacó a Ío de Júpiter de aquella ensoñación, acaso delirio. Se encontró tendido en lo profundo de la Galería de Héroes, aunque poco quedaba ya de esta. El último embate arrasó los pisos superiores, dejando solo pedazos de las primeras estatuas que había creado, los futuros falsos dioses.
Con sumo cuidado apartó la figura de un ángel dorado. Fue como mover una pluma, lo que lo tranquilizó en parte, pero pronto descubriría que había poco que celebrar.
—Leo —dijo al constatar que ya no vestía el manto dorado, regalo de Titán de Saturno. ¿Era posible que hubiese desaparecido sin dejar rastro?—. Tampoco siento el icor de Atenea. La bendición de una diosa jamás…
No pudo hablar más. Un mareo estuvo a punto de enviarlo de nuevo al suelo. Se obligó a levantarse, escuchando cómo gotas carmesí caían desde sus heridas al charco de sangre que había en derredor, chapoteando. Bajo la piel quemada allá donde las cadenas de Andrómeda presionaron con especial fuerza, sentía un ardor imposible, como si dentro de sí no hubiese más que un fuego preparado para consumirlo.
—Le veo bien, comandante.
Como era costumbre del regente de Neptuno, Tritos apareció después de aquel saludo, con una sonrisa llena de optimismo. Vestía las ropas astrales que lo caracterizaban como heraldo de Poseidón y adalid de todas las formas de vida.
—Pude haber acabado peor, sí —dijo Ío, tronando los huesos de la mano y el cuello. Cada movimiento era doloroso, más aún al ser consciente de que no podía sanar esas heridas, fruto de un poder bendecido por los dioses, pero él estaba acostumbrado al dolor. No en vano, jamás había probado la ambrosía que volvía a los astrales una existencia más allá de los meros mortales—. Mi vida está a punto de extinguirse.
—Así es.
Ío agradeció la honestidad de Tritos. No tenía mucho sentido darle más vueltas a lo que era tan evidente. Sí, Shun de Andrómeda había caído, un poder mayor fue superado por la experiencia o bien la afabilidad de aquel se le volvió en contra. La razón no importaba demasiado, sino el hecho de que había sido derrotado, un hecho que no concordaba con la voluntad de la Esfera de Júpiter.
—¿Cuánto tiempo me queda? —cuestionó Ío.
—En realidad, ya debería estar muerto. Durmió mucho, ¿sabe? Los santos de oro están escalando el monte Estrellado ahora mismo. —Un espasmo interrumpió la explicación de Tritos, revelando en parte la situación en la que se encontraba—. Mis dones divinos podrán retrasar la absorción durante cinco minutos, más o menos.
Absorción. Oír aquella palabra puso fin a las esperanzas que Ío había puesto en aquel combate. La vida de los Astra Planeta no era más que la sublimación de la existencia humana, la expresión plena de un universo interior, la transformación de un microcosmos en el macrocosmos que estaba llamado a ser. Siendo eso así, la muerte de un astral debía asemejarse al fin del universo: una implosión que concentrara todo, cuerpo, mente y alma en un único punto, una suerte de huevo cósmico que mantuviera a salvo los dones divinos concedidos hasta el nacimiento del sucesor.
Que aquel apocalíptico fenómeno empezara luego de la muerte de Shun de Andrómeda podía tener muchos significados, algunos favorables al viejo Ío, aunque estos resultaran harto improbables. La más plausible de las opciones era…
—Ambos hemos muerto —concluyó Ío en voz alta—. Me has salvado.
—Vine aquí para hacer justo eso —admitió Tritos, limpiándose un hilo de sangre que bajaba desde la nariz—. Pero toda mi concentración está en mantener los mares olvidados, luchar junto a Titania contra las hordas del Hijo y otorgar a la Esfera de Neptuno el ansiado placer de poner freno a la Esfera de Júpiter. Creo que sigue en pie por pura voluntad, comandante, porque sabe que aún tiene algo que hacer.
—¿Dices que debería seguir creyendo hasta el final? Si me debo aferrar a un sueño tan frágil, habría sido mejor que Shun hubiese sobrevivido.
—¿Y si él no fuese el único candidato para convertirse en el regente de Júpiter? —propuso Tritos—. Creo que es lo único que explica que ninguno se salvara. Admito que es sorprendente que el santo de Andrómeda siguiese teniendo buenos deseos para la raza humana luego de ser el avatar de Hades y contemplar así todo el mal que ha hecho, pero si se trata de pureza, esa Suma Sacerdotisa es una elegida aceptable.
—Debes de estar bromeando… —gruñó Ío, casi molesto.
—Me duele la cabeza, comandante. Discúlpeme la brusquedad. —Tritos resopló, palmeándose las sienes e incluso golpeándolas, en un vano intento de acabar con los truenos furibundos que no paraba de escuchar—. Arthur de Libra. Sí. Le llaman el Juez porque está más allá de toda parcialidad. Lo que ha buscado la Esfera de Júpiter a través de las siete sucesoras del portador original es a otro santo, uno digno de armarse con la justicia de los dioses. ¡Al menos inténtelo, por favor!
Ío quedó perplejo. Las ganas de golpear a aquel truhán se le esfumaron al verlo inclinar la cabeza sobre las manos entrelazadas. ¿Por qué se empeñaba tanto en salvarlo? ¡Apenas se conocían! Más bien, él era uno de los responsables de alejarlo de la Atlántida. ¡Cómo cambiaban unos cuántos miles de años las perspectivas de los hombres! Al final, el regente de Júpiter volvió a hundir la mano humana en lo profundo de la Caja de Pandora, aferrándose a la engañosa calidez del último de los males: la esperanza. Tritos pareció percibir ese cambio de parecer, pues de inmediato se alzó para mostrar una vez más esa amplia sonrisa de pez que le caracterizaba.
—No podré ayudarle más.
—Ya me has ayudado lo suficiente. Si muero…
—¡No sea pesimista! Ese es el trabajo de Caronte.
—Si muero —insistió Ío, notablemente cansado—. Te los encomiendo. No somos más que peones, lo sé, mas también sé que somos necesarios. Abracemos con alegría nuestro destino, pues ningún otro pudo hacer cuanto nosotros hemos hecho.
Tritos se limitó a asentir, guardando para sí cualquier broma que se le hubiese ocurrido. Luego, como solía hacer, desapareció de improviso. Aquello no era una despedida, solo un hasta luego, así que no tenía por qué añadir nada más.
De nuevo solo, en medio de las ruinas de la manchada historia del Santuario, Ío miró hacia arriba, donde todavía debía estar la Sala del Destino. Los dioses observarían aquel último lance, así como habían contemplado cada paso que daba el primer león de oro. ¡Bien! ¡Así debía ser! El astral alzó los brazos, sintió que un gran cosmos le recorría el cuerpo como una corriente eléctrica —enteramente suya, sin el odioso dominio de su más noble oponente, Shun de Andrómeda— y lo lanzó a las alturas.
En ese momento, todos los santos que hubiesen llegado a la cumbre del monte Estrellado debían saber lo que había ocurrido, así como lo que estaba por ocurrir.
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La presencia de Ío se notaba en todo el Santuario, aunque no como la aplastante presión que cabría esperarse de semejante fuerza. Era más bien un aviso, un destello en el espacio que anunciaba la llegada de un peligro inminente.
Arthur de Libra encabezaba el grupo que había escalado el monte Estrellado en pos de tamaña amenaza. Le seguían Sneyder de Acuario, Shaula de Escorpio, Mithos de Escudo, Subaru de Reloj e Hipólita de Águila Negra, la única miembro de la tripulación del Argo en condiciones de combatir. Todos habían estado de acuerdo en que Akasha y Lucile se quedaran en el templo de Aries.
—No son las únicas que debieron quedarse —acusó el santo de Libra.
—¿Dice que no quiere contar con Escorpio, Juez? —dijo Shaula con un tono seco, semejante a un volcán a punto de entrar en erupción. Ya no vestía como una deidad, sino como la guardiana del octavo templo.
—Sabes que sí.
—Bien, porque Escorpio somos nosotros tres.
Envalentonados por las palabras de su señora, Mithos y Subaru pudieron mantener a raya el terror que sentían. El resto, aun cubiertos por mantos zodiacales, también sopesaba las posibilidades que tenían frente a quien derrotó a uno de los más grandes guerreros con los que contaba el Santuario.
Ni siquiera cuando se abrieron las puertas del único edificio de la montaña, destinado a ser enlace entre los cielos y la tierra, dudaron del gran reto que se les presentaba. No se dejaban engañar por la piel quemada o la sangre que aquel hombre había perdido, pues sabían que el cosmos trascendía los daños que el cuerpo mortal que lo contenía hubiese sufrido. Que Ío estuviera sonriendo a pesar de las circunstancias solo acentuaba el deseo en algunos de que todo se pudiera resolver de otra forma.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Arthur.
—Lo peor que pudo haber pasado. No hubo vencedor. Shun de Andrómeda ha caído y yo le seguiré muy pronto —explicó Ío con suma tranquilidad—. He fracasado.
Nadie dijo nada. En silencio, cada uno reflexionó sobre las implicaciones de aquello. Era indudable que Ío quería luchar, aunque nadie imaginaba por qué.
—Soy el regente de Júpiter. Mi deber es proteger la Esfera de Júpiter.
—La Esfera de Júpiter está devorando tu cosmos —dijo Arthur, observador—. No sé qué se lo impide, pero estoy seguro de que no podrá detenerla de forma permanente.
—¿Va a proteger algo que lo matará? —entendió Shaula—. ¡Está loco!
—No, bella hija de la Tierra, solo sigo la voluntad de los dioses.
—¡Es lo mismo! —insistió Shaula, adelantándose al mismo Arthur. Por un momento todos creyeron que iba a patear al viejo astral—. ¿Hasta cuándo van a actuar de esa forma? —Forzando una voz grave, la santa fingió ser uno de los Astra Planeta mandándoles un mensaje—. «Sé de caminos misteriosos que vosotros nunca conoceréis porque no os voy a decir nada. ¡Peleemos sin saber por qué!»
Como respuesta a tan osado desafío, el astral soltó una sonora carcajada. Mithos quiso aprovechar el momento para llevar a atrás a Shaula, pero al notar que Subaru no le respaldaba, se limitó a interponerse entre Ío y aquella a la que debía proteger.
—Solo quiero asegurarme de que el próximo regente de Júpiter no sea un peón del Hijo, esa será mi última misión como actual señor de la Esfera de la Ley y los Héroes. También guardo la esperanza de seguir siéndolo, así sea mínima.
Prudente, Arthur no se había movido de su posición inicial, pero estaba atento a todo lo que se decía. Contrastándolo con la información que hasta ahora habían reunido.
—Ya veo. Quien se convierta en el regente de Júpiter puede cambiar el cauce de los acontecimientos, sea para detener la guerra entre el monte Olimpo y el Hijo o asegurar que ocurra. No obstante, deseas conservar el poder para salvar no solo el mundo de los hombres sino también a los Astra Planeta. Luchas por los tuyos.
Un relámpago partió del alto cielo hacia la cima del monte Estrellado, cubriendo el cuerpo del primer y acaso último regente de Júpiter. Más que causarle algún dolor, fue como una llamada de atención al viejo guerrero, un recordatorio de que el tiempo escaseaba. El gran cosmos de Ío había estado presente desde el comienzo, pero era ahora cuando transmitía la sensación de un ataque inminente.
—De todos los santos que habéis llegado hasta aquí, Shun de Andrómeda era solo uno de los tres candidatos para sustituirme. Mi deber es asegurar la llegada de un sucesor justo, mi deseo es conservar este poder un tiempo más. Para cumplir con mi deber debo probaros, para garantizar mi deseo deberé hacer algo más que eso.
—¡No pensarás que vamos a dejar que nos vayas matando uno a uno a ver si alguna vez aciertas! —se atrevió a decir Shaula, la primera en alistarse para el combate. Mithos y Subaru se unieron a ella casi de inmediato, formando un escudo impenetrable.
—Claro que no. Mis probables sucesores son personas muy importantes para el Santuario —aclaró Ío, diciendo con ello todo cuanto el resto necesitaba escuchar. Los cosmos de Arthur y Sneyder se alzaron como ardientes soles—. Quiero que sepáis que confío en que puedo encomendaros el mundo que alguna vez defendí. Creo en los santos, porque a pesar de todos los errores que hemos cometido, Atenea nunca ha abandonado a los seres humanos. Lo único que separa la victoria de unos u otros es el deseo egoísta de unos cuantos viejos locos.
Al decir la última frase echó un vistazo a Hipólita, una estrella negra como el ébano que volaba detrás del resto. No podía ocultar el miedo que sentía hacia los Astra Planeta, pero a pesar del mismo estaba allí, preparada para luchar y morir. Ío se preguntó, no por primera vez, si había algo que Deucalión no podía lograr cuando se trataba de motivar a los seres humanos para enfrentar lo imposible. ¡Aquel era el hombre que Atenea eligió de entre mil millones de almas impuras! Aun corrompido por el veneno llamado humanidad, seguía dispuesto a guiar al mundo entero hacia la luz.
—Él quiere decirte algo —le dijo Hipólita a Ío, quien distraído como estaba no se molestó en bloquear la inofensiva intromisión—. Pronto el sueño de Pirra se cumplirá. El «Ocaso de los Dioses» se avecina.
—Pirra nunca tuvo un sueño propio —aclaró Ío—. Ella siempre vivió por los sueños de otros. ¿No has comprendido nada en diez mil años, Deucalión?
La pregunta quedó en el aire. El enfrentamiento dio inicio.
Para Ío resultó fácil escoger de quién deshacerse primero. Acometió contra Arthur, el más fuerte de todos los presentes, e ignorando la distorsión gravitacional que lo protegía, desviando los ataques enemigos en el último momento, logró golpearlo con fuerza. La Retribución Cósmica obligó a Ío a recibir la potencia de aquel puñetazo, todo su brazo tembló e incluso le fue posible ver parte del hueso a través de la piel abierta, pero fue el santo de Libra quien salió volando más allá del horizonte.
Esquivando con facilidad los Meteoros Negros de Hipólita, cada uno cargado con la magia del olvido, Ío atacó el punto ciego de Sneyder y acabó llevándose una inesperada sorpresa. La mano cortada se convirtió en un instante en un grueso espadón de hielo que resistió el embate. Acto seguido, contraatacó con la velocidad que el Octavo Sentido garantizaba. Solo rasgó piel quemada, pero el daño que el santo de Acuario podía provocar era sobre el cuerpo, la mente y el alma a un mismo tiempo. ¡Incluso el cosmos se veía atribulado por esa fuerza venida de las profundidades del infierno! Cauto, Ío evitó un segundo corte y pateó el costado de Sneyder, mandándolo contra el templo.
El cuerpo de Sneyder apenas se había movido cuando el astral se arrojaba sobre la última presa. Los dedos de la mano ensangrentada asemejaban las fauces de un león que sin duda triturarían el fino cuello de la santa de Escorpio.
Sin embargo, al final del simple pero eficaz ataque lo único que tocaron los colmillos fue el aire frente a un aterrado Mithos, quien por primera vez había visto destruidas todas las placas del Rho Aias menos una. ¡Estuvo a un solo centímetro de fracasar como el invencible escudo que había decidido ser para Shaula!
Desde la perspectiva de Ío, empero, era él quien había fallado por un absurdo error de cálculo. Subestimar la barrera de un santo de plata le había costado quedar a merced de uno de los siete escorpiones de tamaño humano que rodeaban a Shaula.
Al tratar de moverse, la temperatura en torno a las piernas descendió hasta el Cero Absoluto. Apenas en ese momento pudo comprender Ío que el choque con la Espada de Cristal había sido una trampa. Una rotura casi imperceptible en el espadón de Sneyder dejó esquirlas en el suelo que este hizo rodar hasta las botas del astral. Mientras Ío procesaba aquel revés, sintió sobre sí una presión inconmensurable: a un mismo tiempo, el dominio de Arthur sobre los gravitones y los poderes temporales de Subaru, alimentados por el ilimitado cosmos de Shaula, reducían cuanto era posible la velocidad del regente de Júpiter. También en eso ayudaba Hipólita, cubierta por el Manto de Deyanira y con el ojo rosado fijo en el viejo guerrero.
Fue solo un lapso de tiempo en el que Ío solo pudo moverse a la velocidad de la luz. En ese instante, Petes, Tyetet y Matet, los escorpiones gigantes que había enfrente de Shaula y Mithos, le aguijonearon en el pecho y los hombros. De un momento para otro, estaba inmovilizado, con el sentido del tacto y el gusto inutilizados.
Inmediatamente después, los aguijones de las criaturas que custodiaban los flancos de la ninfa, Mesetet y Mesetef, cayeron sobre las piernas del paralizado astral. Este sintió bloquearse el sentido del olfato y la vista. No pudo ver cómo Tefen y Befen, la retaguardia de Shaula, saltaban hacia él. Un pinchazo sobre el ombligo lo terminó de aislar del mundo, negándole escuchar cualquier sonido, y otro en la frente anuló el sexto sentido, el instinto del que se había servido en incontables batallas.
Los Siete Escorpiones de Isis. La valiosa técnica que Shaula había aprendido en Egipto. Causaba un gran dolor como la Aguja Escarlata, también provocaban formidables descargas de cosmos como cabía esperar del ataque de un santo de oro, pero por sobre todas las cosas servía para preparar al enemigo para el descanso que a todos deparaba. Ya no quedaba ninguna criatura protegiendo a la ninfa, incluso Mithos se apartó para permitir a su señora ser la emisaria de la paz prometida.
Pero el brazo de Shaula, último aguijón, no alcanzó el corazón de Ío. Antes fue atrapado por la boca de un león moribundo, más fiero que nunca. La hercúlea fuerza de Ío aplastó el brazal de Escorpio enseguida, revelando la carne quemada. ¡Los Siete Escorpiones de Isis eran una ilusión! Cada ataque era realizado por Shaula, recibiendo como castigo el cosmos de Ío, que no había cesado de causarle daños internos.
Cuando la ninfa gritó, expulsando todo el dolor que hasta ahora había contenido, Mithos saltó fuera de sí. Un acto valiente, pero inútil. Ni él, ni Subaru ni Hipólita podrían llegar a tiempo. Ío era demasiado rápido, demasiado fuerte. Los pies del astral habían reventado el hielo, los hombros se sobreponían al peso de los cielos. Era tan humano como cualquiera de ellos, pero contaba con la fuerza de un semidiós.
Entonces, cuando Mithos creyó todo perdido, un resplandor gélido cercenó la muñeca de Ío, permitiendo que Shaula, con el brazo casi colgándole por la mitad, pudiera zafarse. El santo de Escudo la atendió enseguida, dando la espalda al enemigo.
Con la ayuda de Arthur, señor de la gravedad, Sneyder había logrado superar los límites de los cinco generales el tiempo suficiente como para atravesar el pecho descubierto de aquel enemigo imbatible. La Espada de Cristal, de mayor alcance, filo y dureza gracias a la experiencia obtenida en el combate con Sugita, atravesaba el corazón del astral, quien no cesaba en tratar de liberase con la única mano sana. El manto de Acuario empezó a fragmentarse enseguida, los huesos crujían bajo una piel vulnerable, pero Sneyder siguió empujando con más y más fuerza. Se miraron cara a cara, santo y astral, siervos de una justicia tal vez similar. Ninguno claudicaba, ninguno retrocedía así uno quedase reducido a una pulpa sanguinolenta u otro viera su sangre congelada.
En el momento en que Ío pareció a punto de dar un cabezazo, los ojos de Sneyder brillaron. Dos finos hilos azules atravesaron la mirada del astral, quien al fin cedió.
Notas del autor:
Shadir. Así como en el amor, en la guerra todo vale, como se suele decir, incluido lanzar el lavamanos para alcanzar la victoria. Me pregunto si el seguro lo cubrirá…
¿Por qué siempre todo tendrá que ser complicado con los dioses?
Los capítulos no se pueden copiar desde hace años, pero un review sí.
Yo quiero leer el Silmarillion, me gusta mucho la mitología en general y me da curiosidad conocer un poco más del mundo de Tolkien. A como tengo entendido, no pueden adaptarlo del todo por un problema de derechos, un poco como el MCU haciendo la película del Dr. Strange sin poder aludir directamente a uno de sus enemigos más populares. Cambiar la raza a los personajes es ya cuento viejo, todavía recuerdo cuando anunciaron que el protagonista de la película de la Torre Negra sería negro, cuando el hecho de que no lo sea es parte importante en cómo se relaciona con otro personaje principal, pero luego vi la película y tengo buenos recuerdos del protagonista, lo hizo bien. (Y el personaje que menciono no existe, por supuesto.). Mencionas que los elfos oscuros no existen y recuerdo que en Magnus Chase (Percy Jackson, pero con dioses nórdicos) dicen que los elfos oscuros son, de hecho, los enanos. ¿Qué cosas, no? Hoy en día los elfos son como los dragones, los hay de todos los colores y sabores, pero sí es verdad que uno los concibe como dices. Ah, de esos siempre hay, no importa cuánto te esfuerces, siempre existirá el vecino que se queja porque hablar es gratis. Y ya que existe Internet, ese vecino se multiplica. Al final el que decide es uno mismo, porque ni la crítica especializada puede mandar sobre los gustos, tanto menos la opinión de la gente por muchas voces que se sumen.
Ulti_SG. Al final todas las grandes batallas se resuelven así. Puede haber mil técnicas, diez mil diálogos y cien mil transformaciones, pero todo se resuelve en el último momento, con un gran y épico golpe. ¡Así pelean los santos de Atenea!
Uf, contar todas las historias de todos los santos de Atenea da para que hasta Ío se muera de viejo, yo creo. ¿Sería capaz Shun de aplicarle un The End a Mufasa? No me queda duda de que las conoce, de por sí coexistió con miles de ellos en sus años mozos. ¿Pueden los años mozos durar miles de años? El relleno de Naruto sería una nota a pie de página en comparación con tantos relatos que contar. «… Este nunca llegó a santo de Atenea, pero fue maestro de tu hermano. Se llama Jorge.»
Es consciente de que es distinto ser un dios y tener el poder de un dios. A cuántos villanos megalómanos les vendría bien hablar con él. Sí, no importa la época, ni el universo, Shun siempre querrá la paz… Excepto en ese universo donde se vuelve la reencarnación de Hades de forma permanente. Y ese otro que tú conoces bien.
Ío juega con ventaja, él vio lo peor de la humanidad de primera mano. Experimentó el diluvio universal y atestiguó que después la gente volvió a corromperse. Pero Shun es Shun, como digo arriba, en (casi) todos los universos. Él cree en la gente. Cree en la paz. Mismo objetivo, diferentes medios para conseguirlo. No siempre la batalla es sobre el bien y el mal, a veces es sobre un bien contra otro bien. Es un tema que me llama la atención y agradezco haber podido transmitir en estos capítulos de combates.
Pequeños choques del pasado (Lucile y Shaula tras la destrucción de la Abominación de Leteo, Shaula no agradeciendo a Sneyder tras la batalla que tuvieron con Deríades y… y… y alguien que no recuerdo) salen a la superficie. Lo bueno es que está Akasha para traer paz, como suele hacer. Es esa clase de Suma Sacerdotisa.
¿Una batalla de Saint Seiya sin diálogos? ¿Cómo? ¡Si en Saint Seiya hay diálogos hasta cuando pierden el sentido del gusto y no pueden hablar! ¡Encima Shun se queda sin casco! (Es bien sabido que perder el casco es el signo de que la pelea se puso seria.).
Fuentes no oficiales revelan que a la Esfera de Júpiter le gustan tuertos. Puede que en todos estos milenios no superara que Ío la dejara para cuidar de su hija.
¡Es muy poderoso, nuestro santo de Andrómeda! No en vano Ío lo consideraba más fuerte que él. Sin embargo, los santos de Atenea se caracterizan por darlo todo cuando está todo perdido. E Ío fue el primer santo de Leo, uno de esos que tuvo que luchar sin armas, ni armadura contra el ejército de Poseidón en tiempos remotos. Dos grandes combatientes chocan en un último golpe, y como dices, el resultado lo conocerán en el próximo capítulo. Quién ganará, quién perderá, queda en manos de las Moiras.
