CUARTA PARTE
Salvo el Ninjutsu, todo es Genjutsu
I
El Mundo Ninja es una Hoja de Parra, se suele decir. No puedes andar más de dos Aldea sin volverte a cruzar con alguien, todo está a la vuelta de la esquina y no hay más de tres ninjas de distancia entre conocidos. Exagerado, claro, como todos los dichos. Pero algo hay de verdadero: no importa qué tan lejos vayas, en el Mundo Ninja no hay a donde escapar. Toda pequeña historia, por supuesto, se hace conocida muy rápidamente. Los hombres que protagonizan este segmento tienen una serie de semejanzas, pero también muchas diferencias. Entre las primeras está la particular condición de haberse hecho ambos muy conocidos en los campos del deshonor y el crimen mayor. En las segundas podemos contar su disímil naturaleza, humana y animal.
Itachi Uchiha, envuelto en harapos apestosos, conoció a Kisame Hoshigake en un oscuro bar de humos concentrados. Ocurrió una noche en la que una lluvia torrencial azotaba una pequeña villa, y ya había arrasado varias granjas, robado algunas vacas y arruinado futuros matrimonios. Mientras los campesinos, enlazados en una triste resistencia, navegando en carretas partidas, luchaban contra el barro y los socavones apenas descubriéndolos, amontonando sacos de arena para levantar una muralla que retenga el capricho de la naturaleza, Kisame le ofrecía una pequeña copa de sake a Itachi.
—No importa qué tanto intentes cubrirlo con esos trapos mugrientos —declaró Kisame, bajo el sombrero cónico de mimbre—. Tú hueles a sangre.
Itachi se limitó a tomar la copa, balanceando el contenido con la delicadeza de una garza, viendo distorsionado su reflejo por las ondas vibrantes.
—Sé quién eres. Uchiha, Itachi... He escuchado las historias.
Fuera, los campesinos formaban largas cadenas de faldones para pasarse los sacos, mientras otros, perdiendo las sandalias, sujetaban lámparas de aceite, y algún grupo de fornidos pintarrajeados empujaba una carreta de ejes torcidos y halaban de un carnero de pata rota solo para dejarlo ir con el torrente fangoso.
Itachi, adentro, seguía sin decir nada.
—Asesinaste al clan Uchiha. A todos y cada uno, dicen que no dejaste cuencas con ojos. Debió haber sido todo un espectáculo...
Las madres subían a sus hijos a los techos junto a los ancianos que sujetando sus collares suplicaban a los espíritus climáticos que calmasen esa inexplicable ira contra su inocente pueblo y su desdichada cosecha.
—Hablas mucho.
—Y tú hablas muy poco, ¿cierto?
—Crees que me conoces. ¿Pero acaso te conoces a ti?
—Me considero un espécimen simple. Es más interesante hablar de ti... Dime, asesinar a un camarada... Es una sensación indescriptible, ¿cierto?
—La conoces bien, Kisame Hoshigake, Espadachín de la Neblina.
—Ex Espadachín de la Neblina. Y el último, por si cabe duda. ¿Qué fue lo que...?
—También hueles a sangre... y a mar. Es asqueroso.
Itachi cubrió su rostro entre los mechones de su oscuro cabello, quizás ocultando una mueca de asco.
—Me alegra saber que mi leyenda se ha expandido rápidamente, aunque como tú, prefiero la sombra del anonimato a la luz de la fama.
Itachi sorbió un pequeño trago del sake, solo por decencia y respeto.
—Te agradezco la copa. Pero no bebo.
Y la dejó en la barra frente a él.
—Puedes comportarte como un muchacho respetable todo lo que quieras, Uchiha Itachi, pero en el fondo somos la misma clase de basura que asesina a su gente —Kisame se sonrió largamente, mostrando su triple hilera de dientes pequeño y puntiagudos, como una sierra—, Un par de genocidas miserables...
—¿Basura?... —Itachi apenas abrió un poco la mirada enrojecida, mostrando en su tono una gravedad solemne—. ¿Genocida miserable? ¿Acaso intentas compararme contigo? Dime, ¿acaso crees que persigo un fin tan mundano como la recreación en el asesinato masivo? ¿O es que consideras que los arrebatos pasionales más desequilibrados, una descontrolada sed de sangre o el proverbial instinto asesino pueden ser equiparados a la fría mente calculadora de un Shinobi? ¿Pretendes equiparar tus carnicerías con el fino arte de matar? Si no eres capaz siquiera de ver la diferencia en algo tan simple como eso es porque solo eres un matón sin lugar a dónde ir en este mundo. Creo que tú y yo no nos parecemos en nada.
Y con aquella parafernalia verbal soltada, volvió a agachar los ojos.
Kisame se volvió a sonreír.
—Ja... Me caes bien.
Potentes ríos de fango, lodo, basura y restos vinieron desde las altas colinas, empujando con su natural fuerza las chozas que, distraídas e inocentes se interponían en su camino, y arrancaban con brutal facilidad los postes eléctricos, cuales estacas mal clavadas en la arena, cortando el indemne sistema eléctrico que alumbraba la villa. La cantina se sumió en sombras, y unas velas emergieron, liberando la penumbra.
—Y creo que te equivocas —prosiguió Kisame—. Tú eres quien no tiene a dónde ir. Yo te ofrezco una oportunidad. Verás, existe una organización. Una capaz de aceptar parias como nosotros. Es más, escuché que están especialmente interesados en renegados como tú y como yo, cuyos crímenes sean especialmente horribles. ¿No te parece eso curioso?
Unos pequeños ojos brillantes esperaban al otro lado del mimbre.
Itachi apenas levantó ligeramente la mirada.
Kisame, dejando dos ryo sobre la barra, ya se dirigía a la puerta.
—Si quieres seguir hablando, sígueme —abrió, dejando pasar el aullido terrible de una tormenta que apagó las velas y tiró las bancas, pero que no era capaz de perturbarlo—, Al menos que te quieras quedar encerrado, mira que hoy hace un día muy bonito.
Cuando Itachi y Kisame abandonaron la villa, la torrencial lluvia paró.
Kisame condujo a Itachi por una tierra que ni los más codiciosos reclamaban. En una montaña de piedra rígida sobre la que descansaba la osamenta de alguna criatura de un tiempo de dimensiones invertidas. Cruzando un umbral de piedra borrosamente tallada, descendieron por un sendero, ya sin ninguna esperanza encima. En las entrañas de la tierra, Itachi contempló la comparsa de los Ninjas Renegados, agrupados en colleras según su crimen o su hazaña. Allí se confundían las glorias y las vergüenzas, y manos benditas y asesinas comían del mismo cuenco y de un solo pan dos bocas malditas tragaban. En el centro de la concavidad se alzaba una estructura geológica inusual: picos curvados que se concentraban en una palma y se dividían con justa distancia, formando dos grandes manos. En la montaña, grabado o enterrado, en cualquier caso, fusionado con la roca, un rostro gritaba como queriendo liberarse, forzando lo humano y lo bestia. Bajo él, rodeándole el cuello, colgaba una bandera negra con una nube roja.
—No hay Ninja que no haya oído de Akatsuki —declaró Kisame—, ni Ninja que no los busque cuando necesita un refugio o está insatisfecho con este Mundo tan desastroso y quiera apoyar un cambio radical o qué mamada sé yo...
Así que Itachi empezó a frecuentar aquellas cuevas, asistió a algunas reuniones subterráneas y probó su curiosa cerveza alemana y la hierba colombiana que decían los ponía en sincronía con los revolucionarios del mundo, vivos o muertos, entonando pequeños cantos frente al ídolo pagano de turno. Gracias a sus asertivas intervenciones, y su falsa modestia de nobleza venida en menos, empezaron a considerarle, aunque siempre le habían tenido un ojo encima y le iban aceptando sus opiniones como vinieran, con tal que se sintiera cómodo. De hecho, los hermeneutas de los pergaminos guía aceptaban cualquier corrección a los textos con tal de no repeler a los interesados. Cualquier interpretación de la realidad era ajustable a los pareceres del momento o el estado climático; toda conclusión podía expandirse para abarcar los más simplones o retorcidos puntos de vista; y no hay que subestimar la capacidad de su discurso para cambiar ya no solo el pasado (lo que es lo esperable de cualquier régimen ideológico), sino de cambiarse a sí mismo en la mente de los demás, de adaptarse a cualquier situación, de mutar según la necesidad.
Como quien dice, Itachi había aterrizado en un lugar idóneo.
—Hay tiburones que devoran a sus hermanos en la placenta de la madre —Kisame alcanzó a Itachi en el muelle—, ¿por qué lo hacen? Con el único fin de sobrevivir. Todos los animales lo saben: no hay otro fin que la supervivencia. Y este mundo... Pretenden cambiarlo, pero es una eterna violencia porque después de todo, no dejamos de ser animales, y solo una ley gobierna a los animales: devorar, o ser devorado.
Itachi contemplaba la superficie del lago, tan tersa y cristalina, como una capa metálica que duplicaba el mundo.
—Te equivocas, Kisame —Itachi no se volvió— Somos seres humanos, no animales ni peces. Y mientras los humanos sigan viviendo, seguirán soñando utopías y seguirán trabajando por hacerlas realidad.
Y con ese refrán de galleta se levantó y caminó, caminó sobre las aguas. A Kisame le dio igual: él sabía la verdad. Los ojos malditos de Itachi no podían seducir su mirar de tiburón, y una mezcla de suspicacia genuina y experiencia belicosa (que bien podríamos llamar Instinto Animal) lo prevenía de su nuevo compañero asignado.
—Itachi... Siempre tan pretencioso.
Sabía que no había nada que le importase a Itachi más que la imagen que los demás tuviesen de él. Ese era su más poderoso Genjutsu.
—No importa cuánto se esfuerce por crear un mito a su alrededor... Yo sé muy bien que más allá de esa ilusión que es Uchiha Itachi, se esconde su verdadera identidad: ¡Un hombre obsesionado con su propia ilusión!
Mientras recorrían los muertos pastizales del País de la Hierba, bajo un cielo descolorido como una fruta marchita, con los cuervos leprosos que graznaban roncos en árboles muertos, Itachi, y luego Kisame, se detuvieron ante una pronunciada caída. A la distancia, se alzaba en un risco los restos de un coloso incinerado. Kisame había escuchado algunas historias, pero Itachi estuvo ahí, y empezó a recordar. Lo recordó todo.
