XX
Para tranquilidad de Eleven —y de Henry, quien realmente es pésimo lidiando con la mínima posibilidad de que sus maquinaciones no vayan de acuerdo al plan—, los niños del parque no están muy interesados en hablar —se conforman con saber que su apodo es El—, sino en jugar. Y Eleven, a consecuencia del exigente entrenamiento que ha recibido desde que tiene memoria, se encuentran en excelente condición física: corre más rápido, salta más alto, resiste más tiempo colgada de las barras de metal que el resto.
Todos los niños quieren tenerla en su equipo.
Henry, sentado en un banco cercano, tan solo la observa saltar y correr como si fuese una niña normal.
Y no lo es, no; ambos lo tienen en claro.
Pero, por un momento, Henry se sorprende a sí mismo pensando que, tal vez, Eleven habría sido más feliz así.
Ahora, el juego ha cambiado: finalmente cansados de tanto corretear entre los juegos, los niños han optado por hacer volar cometas —una ocurrencia común, aparentemente—. Eleven luce confundida por un momento, mas pronto una de las niñas, amablemente, le ofrece compartir la suya; Eleven acepta con una tímida sonrisa.
Luego de unos cinco minutos, la cometa de uno de los niños se atora en la copa de un árbol. Henry no le presta mayor atención…, hasta que ve que, como por arte de magia, el barrilete empieza a temblar…
Está de pie inmediatamente, sus ojos fijos en la mano extendida de Eleven. Ni siquiera piensa; tan solo corre hacia ella.
Por un lado, Henry registra la destreza que Eleven exhibe al levitar delicadamente el barrilete para que las ramas no lo dañen; por otro, un sudor frío baja por su cuello hasta su espalda al pensar que esto ha sucedido frente a los ojos de aproximadamente siete niños.
Cuando la cometa llega sana y salva a las manitos de su dueño, Eleven baja el brazo y se limpia la sangre que chorrea de su nariz.
Muchas cosas ocurren en un corto lapso: la mirada de Eleven encuentra la suya, y Henry ve en ella un absoluto terror. Duda a qué se debe, hasta que su mirada ansiosa se dirige hacia los niños.
Su miedo, evidente ahora, lo obliga a detenerse.
Eleven teme al rechazo de los demás niños, sí.
Pero lo que más teme…
Lo que más teme es que Henry decida «ocuparse» del problema que supone la exposición del secreto de ambos acabando con la vida de todos estos niños.
Sí; Eleven no es tonta. Aunque sabe que Henry no la lastimaría —al menos, él quiere creer que lo sabe—, sí sabe que es capaz de todo con tal de protegerse a sí mismo, así como a ella.
¿Lo habría hecho? ¿Habría asesinado a todos y cada uno de estos niños, si ello garantizase la seguridad de los dos? Incluso considerando las complicaciones que esto supondría —agregar, posiblemente, a la lista de asesinatos a sus padres o cuidadores y a cualquier transeúnte curioso, además de disponer de sus cuerpos—, Henry no está seguro de la respuesta.
De lo que sí está seguro es de que, con Eleven dedicándole esa mirada aterrorizada, sus antiguos métodos no son, ahora, una opción aceptable.
Antes de que pueda decirle nada, sin embargo, uno de los chiquillos —un pelirrojo con el rostro repleto de pecas— exclama:
—¡¿Vieron eso?!
Eleven se gira bruscamente hacia el niño que ha hablado. Henry siente que su corazón ha subido hasta su garganta. Antes de que él o Eleven puedan desviar la atención, inventar algo, en fin, reaccionar de alguna manera, el niño vuelve a exclamar:
—¡El tiene superpoderes…!
El resto de los niños empiezan a saltar y a gritar, sus voces chillonas llenas de emoción. Henry frunce el ceño, confundido, y no llega a ver la expresión de Eleven antes de que todos los niños se le lancen encima y la abracen, maravillados por —en sus palabras— los «superpoderes» de su nueva amiga.
—¡Eres fantástica!
—¡¿Me enseñas cómo lo hiciste?!
—¡¿También tienes superfuerza?!
Las preguntas no paran, y Henry piensa que pronto deberá intervenir para rescatarla de tantos cuestionamientos…, hasta que la escucha reír.
Si el haberla visto sonreír por primera vez lo hubo impactado, esto, sencillamente, lo ha destruido: su risa es aguda, tímida, pero sincera.
La risa de una niña cualquiera: una niña feliz, aceptada, querida por los demás.
Los demás pequeños, contagiados por su alegría, tan solo ríen a la par, sin siquiera saber por qué.
—Pero ¿qué pasa aquí?
Henry se gira: la pregunta ha sido hecha por una mujer rubia —tendrá su edad, aproximadamente— que se ha acercado, cartera en mano, a observar la conmoción. Su voz y su sonrisa dejan en claro su actitud amigable.
—¡Mami! —chilla una de las niñas para luego lanzarse a los brazos de la mujer—. ¡No sabes lo que pasó!
La risa de Eleven cesa al instante; Henry y ella vuelven a intercambiar inquietas miradas.
—No, no lo sé; ¿qué ocurrió, mi princesa? —inquiere la mujer despeinando cariñosamente los rizos de su hija.
—¡Nuestra nueva amiga El salvó la cometa de Matt! —le cuenta con ese entusiasmo tan propio de los niños (al menos, los niños que no fueron criados en un laboratorio)—. ¡Lo hizo usando sus superpoderes!
Henry sostiene la respiración. La mujer, no obstante, solo continúa sonriendo.
—¿Oh? ¿Es cierto eso? —dirige la mirada hacia Eleven, quien la mira con la boca semiabierta, un gesto que delata su nerviosismo—. ¿Tienes superpoderes, El?
Eleven guarda silencio. La mujer no se ofende, sino que mira a su hija:
—Eso es fantástico, amor mío. Estoy segura de que todos tus amiguitos tienen superpoderes, ¿verdad?
—No, es que ella… —insiste la niña.
La mujer suelta una risita por lo bajo y le lanza una mirada cómplice a Henry, quien no tiene idea de cómo tomársela hasta que la mujer le aclara en voz baja, ahogada por los comentarios infantiles:
—Son terribles, ¿eh? Están en esa edad en que su imaginación no tiene límites.
Henry atina a esbozar una sonrisa falsa antes de responder:
—Por supuesto.
Nadie nota la forma en la que sus hombros —y los de Eleven— se relajan.
Una vez que Eleven se ha despedido de todos los niños, Henry y ella se marchan.
Cuando se encuentran a una distancia razonable, Henry se detiene. Eleven lo imita y luego levanta la vista hacia él. Él le devuelve la mirada.
Se quedan así, en silencio, sondeándose mutuamente por unos segundos.
Y luego, sin saber quién cede primero, de a poco, los temblores se hacen más y más evidentes…
… hasta que ambos terminan riendo.
