ZELDA
«Apenas puedo creer que Pay sea la nieta de Impa. Se parecen mucho, tanto que a veces las confundo. Impa era solo un poco mayor que yo hace cien años. Este tipo de cosas me recuerdan el tiempo que ha pasado desde la última vez que la vi.
Después de pasar varios días (casi dos semanas, según me han dicho) sin apenas salir de la cama, he comenzado a sentirme mejor. Ya no me duele la cabeza ni siento escalofríos aunque me haya tapado con la manta. Las rodillas ya no me tiemblan cuando intento ponerme en pie.
Aun así, Impa todavía no quiere que me aleje mucho de su casa. Yo tampoco lo he intentado. Link me dijo hace unos días que Impa es terrible cuando se enfada.
Pero necesito salir. Me gustaría ver Hyrule y comprobar el daño que ha causado el Cataclismo. Aunque, por otra parte, también tengo miedo de salir de la seguridad de Kakariko. Quiero preguntarle a Link si Hyrule ha cambiado mucho, si hay menos aldeas o si hay más ruinas. Lo he intentado en numerosas ocasiones. Y nunca logro reunir el valor suficiente.
Lo peor de todo es que esas dudas no son lo único que me atormenta por las noches, cuando me quedo sola.
Hemos vencido al Cataclismo, sí, pero ¿a qué precio? Incontables vidas se han perdido en el camino. Anoche apenas pude dormir. Tenía pesadillas. Soñaba con mis fantasmas. Es difícil saber que ya no están. No puedo evitar sentirme culpable.
Quizá, si me hubiera esforzado más, nada de esto habría sucedido. Hyrule seguiría siendo un reino. Mi padre y los elegidos estarían conmigo todavía, y Link no habría tenido que sufrir como lo hizo.
Porque sé que lo ha pasado muy mal. Siento escalofríos solo de pensarlo. No puedo ni imaginar cómo debió ser para él despertar en esa cueva, solo y sin memoria.
Estoy tan feliz de que me recuerde y de que esté a mi lado... No sé qué habría hecho sin él. Eso me recuerda que tengo que hablar con...»
Algo pesado cayó encima de mis hombros. Me sobresalté y estuve a punto de dejar escapar un grito. Vi a Link a mi espalda, con expresión culpable.
—Lo siento —me dijo—. Vi que... que tenías frío y... No quería asustarte.
—No pasa nada —le aseguré. Todavía no me había acostumbrado a sentir frío. A veces tiritaba con la más leve ráfaga de viento. Y tampoco me había acostumbrado a tener compañía otra vez. Llevaba tanto tiempo sola que a veces olvidaba cómo era estar con alguien más.
Me arrebujé en la manta que Link me había dejado, extendiéndola sobre mis hombros. Olía a él. A Hyrule.
—Si quieres que me vaya, puedo...
—No —lo interrumpí—. Quédate aquí conmigo.
Abrió mucho los ojos. Me miraba como si le hubiera hablado en hyliano antiguo. Y yo ni siquiera sabía de dónde había sacado el valor para pedirle que estuviera conmigo.
—No quiero molestar —farfulló al final.
¿Molestar? ¿Cómo iba él a molestar? Había pasado tanto tiempo lejos de él que ya nunca me cansaría de su compañía.
—Tú nunca molestas, Link.
Quizá fue solo un sucio truco de la luz de la luna, pero me pareció que su rostro se iluminaba. Sonreí y le indiqué que tomara asiento sobre la hierba, a mi lado. Él obedeció sin mediar palabra.
—Te han quitado las vendas —observé. Aunque me di cuenta de que su brazo sí seguía vendado.
—Impa cree que ya no las necesito. ¿Qué haces aquí tan tarde?
Rocé la página que había estado escribiendo hacía un momento.
—Lo mismo puedo preguntarte yo a ti —repliqué.
Vi que sonreía.
—No podía dormir.
—Yo tampoco. Creo que duermo tanto durante el día que por la noche ya no puedo más —reí.
Su sonrisa desapareció poco a poco.
—Ya no tienes por qué pasarte todo el día ahí dentro, ¿sabes? —murmuró—. Podemos ir al bosque. Hay uno cerca. Nunca he visto monstruos allí. O podría llevarte a caballo si tú quieres. En las afueras de la aldea hay buenas vistas.
—Me encantaría hacer todas esas cosas —le aseguré—. Pero primero tendríamos que pedirle permiso a Impa, y ya sabes cómo es.
Sonrió a medias. Luego me examinó con atención.
—¿Qué escribías?
—Me lo dio Pay. Dice que escribir un diario me ayudará a... sentirme mejor.
—¿Puedo leerlo?
—No. —Lo miré con el ceño fruncido—. Ya leíste suficiente en el castillo.
Resopló.
—¿Todavía sigues con eso?
—Te dije que la conversación no había terminado.
Resopló otra vez.
—¿Cuánto leíste? —seguí insistiendo.
—Ya te he dicho que no leí nada.
—Mentiroso.
Me miró con una mueca de aburrimiento.
—No leí nada que no supiera ya.
—¡Entonces sí leíste!
—Muy poco. Apenas se veía nada.
Escruté su rostro, intentando averiguar si decía la verdad. Se le daba muy mal mentir, y tampoco tenía ninguna razón para contarme una estúpida mentira.
—Está bien —cedí al final.
—¿De verdad crees que soy tan cotilla?
—Si no lo fueras, no habrías leído mi diario.
Soltó un gruñido en forma de protesta, pero no dijo nada más. Yo también decidí guardar silencio. Contemplé Kakariko, que se extendía a nuestros pies. Las luces de las antorchas titilaban en medio de la oscuridad. Había decidido subir a la colina que dominaba la aldea y había tomado asiento cerca de un manzano. Allí había paz y tranquilidad. Nadie se acercaría a bombardearme con preguntas.
Supuse que Link había querido lo mismo.
Aparté la vista de Kakariko para fijarme en él. Estaba mirando las estrellas. Aquella noche había muchas, y brillaban con fuerza en el cielo. Bajo la luz de la luna, sus ojos adoptaban un brillo extraño, casi plateado. Y no podía dejar de mirarlos. Él se dio cuenta —por supuesto que se dio cuenta; no podía ser más obvia— y me observó con curiosidad. Entrelacé las manos en mi regazo, sonrojándome como una niña.
—Te he echado de menos —le dije en voz baja, pese a que recordaba vagamente habérselo confesado en la Llanura de Hyrule, después de la derrota del Cataclismo.
—Yo también a ti.
Alcé la vista de nuevo y lo miré a los ojos. De pronto, quise confesarle todo lo que llevaba queriendo decirle durante cien años; quise decirle cuánto miedo había tenido de perderlo, de que no despertara. De que no me recordara. Quise decirle lo feliz que me había hecho hablar con él, aunque no estuviera a mi lado todavía.
—Tenemos que hablar de algo, Link —fue lo que acabé diciendo.
—¿De qué?
—De... Bueno, de ti.
—¿De mí? —repitió con el ceño fruncido—. ¿Qué he hecho ahora?
—No es eso —le aseguré. Hice una pausa para tomar aire, intentando averiguar cómo tocar aquel tema sin darle la impresión equivocada. Él me observaba en silencio, a la espera—. Tú has hecho lo imposible por Hyrule. Y por mí. Te mereces descansar.
—Estoy descansando aquí —dijo, y leí confusión en sus ojos—. Ahora.
Negué con la cabeza.
—No me refiero a eso. Yo... yo... Quiero que seas libre, Link. Que puedas vivir el resto de tu vida en paz, sin preocuparte por nada. Y por eso... —Tomé aire, armándome de valor—. Por eso, estoy dispuesta a dejarte marchar si eso es lo que deseas.
Se me quedó mirando boquiabierto, con esa cara de idiota que ponía a veces. Oh, Diosas, ¿de verdad iba a tener que explicárselo todo?
—¿Q-qué?
—Estoy dispuesta a liberarte de estar a mi servicio. —Puso una cara todavía más tonta, de modo que añadí—: De ser mi caballero escolta.
—Ah.
—¿Ah?
—¿Por qué hablas así?
—¿Así cómo?
—Como una noble estirada.
Aquello me dejó sin palabras. ¿Qué se creía? Solo quería lo mejor para él. No lo estaba obligando a nada. ¿Y lo único que se le ocurría era reírse de mí?
Me observó con los ojos entrecerrados.
—¿Quieres que me vaya?
—¡No! ¡Claro que no! —respondí, quizá demasiado rápido.
—Hice un juramento, Zelda.
—Puedo liberarte de tus votos. Solo quiero que seas feliz.
—¿Por un momento te has parado a pensar en lo que yo quiero?
Mis ojos se abrieron como platos.
—Claro que me he parado a pensar en eso.
—No, no lo has hecho.
—¿Cómo puedes...?
—Si lo hubieras hecho —empezó muy despacio, interrumpiéndome—, sabrías que lo único que quiero es estar aquí.
—¿A-aquí? —repetí en voz baja.
—Aquí —asintió Link—. Contigo.
Aquello me dejó sin palabras. Había supuesto desde el principio que él se opondría a mi decisión, pero lo que no había esperado era que quisiera quedarse. Por voluntad propia, y no por su maldito honor de caballero o por un juramento olvidado que hizo un siglo atrás.
—¿De verdad quieres quedarte conmigo?
—¿Por qué no iba a quererlo?
—No lo sé —murmuré—. A lo mejor tienes un hogar esperándote. O a alguien. O cosas que hacer. Cosas que de verdad quieres hacer pero que no puedes porque estás aquí. O a lo mejor te has hartado de mí.
—¿Hartarme de ti? —rio—. No. No hay nada de eso.
—No quiero que lo único que te ate a mí sea un juramento —confesé—. Quiero liberarte de él para que puedas hacer lo que quieras. Para que puedas marcharte si así lo deseas.
—Ese juramento nunca me ha importado demasiado —admitió de pronto—. Hubo una época en la que ni siquiera lo recordaba. He estado a tu lado porque quiero. No por un estúpido juramento.
—¿Incluso cuando te odiaba a muerte?
Resopló, aunque vi que sonreía a medias.
—No me odiabas a muerte.
—Tú ya me entiendes.
—Pues sí, incluso cuando me odiabas a muerte estaba porque quería.
—Eso no me lo esperaba.
—Sí te lo esperabas.
—No. —Vi que él iba a protestar, así que, antes de que tuviera oportunidad de hablar, añadí—: ¿Qué quieres hacer con tus votos?
—No lo sé —murmuró mientras se dejaba caer sobre la hierba—. Haz lo que quieras con ellos. Me da igual.
Se me escapó una risita. ¿Cómo era capaz de hacer que todo pareciera tan fácil? Si yo fuera él, estaría analizando cada palabra. Estaría pensando en cada pequeño detalle. Pero era como si Link ya hubiera tomado su decisión. Porque, de hecho, ya la había tomado. Hacía mucho tiempo, además. Tuve que recordármelo de nuevo.
—Quiero que empecemos de nuevo —le dije—. Que seamos iguales. Me gustaría liberarte de tu juramento, Link. De tus votos hacia mí.
—Vale —fue su simple respuesta—. ¿Cómo se hace eso?
Permanecí en silencio unos instantes, pensativa. Cien años atrás, muy pocas veces se había liberado de sus votos a un caballero. Solía hacerse en la corte, sin ceremonias muy pomposas. Y el motivo por el que se hacía siempre era la edad. La mayor parte del tiempo eran ancianos que ya apenas podían empuñar una espada.
Link, sin embargo, era diferente. Y ni siquiera lo estaba liberando de sus votos de caballero; él mismo me lo había dicho hacía cien años. Caballero se era de por vida. Yo solo iba a liberarlo del juramento que me había hecho a mí. Que lo ataba como mi escolta.
—Os libero de vuestro juramento hacia mí, ser Link.
Por un momento, no dijo nada. Y luego soltó una risotada muy poco propia de un caballero.
—¿Ya está?
—Ahora no hay normas. Supongo que puedo hacer las cosas como quiera. Ahora ya eres libre —concluí al tiempo que me tendía en la hierba, a su lado.
—Siempre lo he sido —bufó él.
—Lo sé, Link.
Él no dijo nada más, de modo que yo me dediqué a contemplar las estrellas. Había pocas nubes aquella noche. Era el mejor cielo nocturno que había visto en cien años.
Todo era familiar, pero al mismo tiempo, tan diferente... Era una sensación parecida a la de reencontrarse con un amigo de la infancia. Solo lo había visto siendo un niño, y ahora, al verlo de adulto, había rasgos que reconocía y rasgos que me resultaban desconocidos.
—Tenías razón en algo, ¿sabes? —dijo él de pronto, sacándome de mis pensamientos—. Tengo una casa.
—¿Que tienes una qué? —casi exclamé.
—Una casa —repitió—. No es un hogar, pero...
—¿Dónde está?
—En Hatelia.
—Oh, Link, quiero verla. Prométeme que me llevarás algún día. Por favor.
—No es un lugar digno de una princesa.
—Deja de decir tonterías. ¿Es que no me has hecho caso? Ahora somos iguales.
—Sigues siendo una princesa para mí —soltó, y sus ojos brillaban tanto que tuve que apartar la mirada.
—Prométeme que me llevarás a tu casa —insistí, con la vista fija en las estrellas, rezando por que no notara lo mucho que había enrojecido.
Oí que suspiraba.
—Sigues siendo muy testaruda, ¿lo sabías?
—¡Prométemelo!
—Diosas, está bien.
Sonreí, satisfecha, aunque todavía sentía sus ojos clavados en mí.
—¿Cómo podíamos... hablar?
—¿A qué te refieres?
Señaló su cabeza, y supe que estaba hablando de la extraña forma en que nos habíamos estado comunicando antes de la derrota del Cataclismo.
—La verdad es que no estoy segura —admití—. Pero dicen que la Diosa Hylia y el espíritu del héroe siempre han estado conectados. Y ya que no estabas a mi lado, teníamos que encontrar una forma de comunicarnos para poder estar en paz. O sea, que nuestros espíritus pudieran estar en paz.
—Ah —murmuró—. ¿Y ya no funciona?
—No lo creo. Podríamos probarlo, si quieres.
—Dime algo.
Busqué aquel fino y delicado hilo que me había unido a él durante el último siglo. Seguía estando ahí, y descubrí que ya no era tan frágil como antes.
"Si algún día escribes un diario, lo leeré", le dije. Esperé por una respuesta que no llegó. Él no parecía haber oído nada.
—No te oigo.
—Supongo que ya no funciona. Tendremos que hablar físicamente.
—Es mejor así.
—¿Ah, sí?
—Me asustabas cada vez que decías algo.
—Mi voz no es tan horrible —reí.
—No es eso —gruñó Link—. Solo... salías de la nada. Ríete todo lo que quieras —añadió cuando estallé en carcajadas—, pero a veces me asustabas de verdad.
—Lo siento.
Él resopló. Sin embargo, también se le escapó una risita.
—¿Lo ves? Tiene gracia.
—No la tiene.
—Te has reído.
—No me he reído porque tenga gracia.
Lo observé con una ceja alzada, y él se encogió de hombros.
—No te he visto reír en mucho tiempo —murmuró—. Tengo que acostumbrarme.
No tenía ningún derecho a hacerme enrojecer de esa manera. No lo tenía. Estaba a punto de decirle que dejara de hacer comentarios tan estúpidos cuando Link preguntó:
—¿Podías ver cosas?
Lo pensé un momento.
—A veces. Cuando el Cataclismo pasaba mucho tiempo sin debatirse, podía ver Hyrule, porque mi poder estaba un poco más fuerte. Pero veía muy poco. También te vi despertar. Sentí que liberabas las Bestias Divinas y sentí que sacabas la Espada Maestra. Y te vi en el castillo, claro.
Link asintió despacio.
—¿Y tu poder?
—¿Qué pasa con él?
—¿Todavía lo sientes?
Contemplé mis manos, casi esperando a que la luz cálida y familiar comenzara a emanar de ellas. Pero no lo hizo. Ya lo había intentado en varias ocasiones, y nunca había funcionado. Y aun así...
—Puedo sentirlo —respondí en voz más baja de lo que me hubiera gustado—. Pero no puedo usarlo. Sé... sé que está ahí.
—Seguro que volverá cuando lo necesites. Ya lo verás.
—Eso espero. Supongo que se ha debilitado después de estos cien años.
Esperaba que Link me diera ánimos de nuevo, pero en lugar de eso me sorprendió clavando la vista en las estrellas con un suspiro y diciendo:
—Lo siento, Zelda.
—¿Que... lo sientes? —repetí con el ceño fruncido—. ¿Por qué lo sientes?
—Por no haber llegado antes —replicó en un susurro—. Quizá, si hubiera sido más rápido...
Me incorporé de golpe, y la manta quedó enredada entre mis pies.
—¿Por qué siempre acabas soltando una estupidez?
—No es una estupidez, Zelda —dijo, y su voz era todo lo contrario a la mía. Él siempre parecía estar en calma, mientras que yo gritaba y explotaba y me enfadaba con facilidad—. Es la verdad. Podría haberme dado más prisa. Aunque solo hubiera ganado un día, habría valido la pena. Habrías estado un día menos ahí dentro.
Le observé por un instante, sin saber si debía abofetearlo o besarlo allí mismo. Al final, sin embargo, no me decanté por ninguna de las dos opciones. Solo cogí su mano, que descansaba sobre la hierba. Estaba fría.
—No digas esas cosas, Link —empecé—. Lo que has hecho le habría llevado años a cualquier otro. Pero tú... tú lo hiciste en menos de un año. Llegaste justo a tiempo. Yo sabía que no despertarías y al día siguiente estarías frente al portón del castillo.
—Pero...
—Nada de peros. Llegaste justo a tiempo —repetí, haciendo énfasis en cada palabra—. Y todo ha salido bien. Eso es lo único que tiene que importarte. No esas estupideces de las que hablas.
Su mano estaba cerrada en un puño.
—Por favor, Link —seguí insistiendo—, hazme caso.
Percibí que suspiraba. Y luego abrió la mano poco a poco, y dejó su palma al descubierto. Yo enredé mis dedos entre los suyos. Él se dejó hacer, e incluso permitió que explorara su piel. Era áspera, más de lo que recordaba. Rocé las quemaduras con cuidado. No quería hacerle daño.
—Lo intentaré —acabó gruñendo.
Sonreí y me tendí sobre la hierba de nuevo. Extendí la manta para que él también pudiera cubrirse con ella. Era suya, al fin y al cabo.
—No seas tan gruñón —reí—. Hace cien años no gruñías tanto.
Lo escuché reír también, y luego me miró por fin.
—No recordaba que fueras así de salvaje hace cien años.
—¿Salvaje? ¿Yo?
—Igual que un maldito bokoblin.
Reí de nuevo. Después, le aparté el pelo de la frente con la mano que tenía libre. No lo hice para comprobar lo suave que era su cabello ni para estar más cerca de él. No; solo quería ver la herida de su cabeza. Nada más. El resto eran bobadas.
Se estaba cerrando despacio. Todavía quedaba un poco para que se curara del todo, pero entendía por qué Impa había decidido dejar de usar vendas.
—Se está curando —murmuré. Traté de ignorar la manera en que sus ojos estaban clavados en mí, como si estuviera viendo un centaleón—. Tuviste suerte. Un golpe así podría haberte dejado sin memoria otra vez.
—No habría sido capaz de soportar eso —respondió con un bostezo.
—Claro que sí —repuse—. Habrías recordado otra vez.
—Tienes demasiada fe en mí.
—Merece la pena tener fe en ti. Tú nunca te rindes.
Vi que sonreía.
Ninguno dijo nada durante un rato. Solo se oían el canto de los grillos y el susurro de las hojas de los árboles, que se mecían con la brisa nocturna.
—¿Te has enterado?
—¿Hmmm...?
—Impa quiere celebrar la derrota del Cataclismo.
—¿Y cómo va a hacer eso?
—No lo sé —respondí mientras me encogía de hombros—. Solo sé que es en unos pocos días. No quiere que ayudemos en nada.
—Vaya.
Solté una carcajada.
—¿Vaya? ¿Qué respuesta es esa?
Él no contestó. Tan solo bostezó de nuevo. Lo miré, sintiéndome culpable. No podía evitarlo. Ahí estaba yo, hablando y hablando. Y a mi lado estaba él, aguantándome pese a estar muerto de sueño.
—¿Quieres que volvamos a la casa de Impa?
Link se encogió de hombros. Resoplé y me puse en pie. Le tendí la mano, y él aceptó y no tardó mucho en imitarme.
Alcé un dedo acusador y lo clavé en su pecho, haciendo que se detuviera.
—La próxima vez que quieras volver, tan solo dímelo. No voy a morderte.
—Sí, capitán.
Lo fulminé con la mirada y eché a andar. Link me siguió. Su mano todavía se aferraba a la mía.
La aldea estaba en el más completo silencio. Debía ser más tarde de lo que había pensado, porque no había nadie en las calles. El camino estaba iluminado por docenas de antorchas, de modo que no tuvimos problemas para seguir el sendero. Una vez junto a la casa de Impa, nos encontramos con los sheikah que guardaban la entrada. Ellos me habían visto salir, y suponía que también habían visto a Link, por lo que no había que dar excusas. Además, éramos libres de hacer lo que quisiéramos. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que se lo dijeran a Impa?
Los guardias inclinaron la cabeza en señal de respeto. A mi lado, vi que Link hacía una mueca. Tuve que contener una risita. ¿Algún día se acostumbraría a que mostraran respeto ante él?
—Alteza. Maestro Link.
Nos dejaron el paso libre. No parecieron reparar en nuestras manos unidas y, si lo hicieron, no le dieron importancia.
Subimos la escalinata a paso rápido. Las puertas crujieron dolorosamente cuando Link las empujó. En el interior, todo estaba oscuro. Cruzamos la estancia principal a ciegas, y nunca supe cómo nos las arreglamos para no darnos de bruces contra nada. Tuve que cubrirme la boca con la mano que tenía libre para ahogar las risitas mientras íbamos al piso de arriba. Los escalones también crujían bajo nuestros pies. Link tropezó con uno en medio de la oscuridad, y estuve a punto de dejar escapar una de esas carcajadas que tanto me estaban costando contener. Él soltó un sonido bajo que identifiqué como una risotada. Le di un golpecito en el brazo para llamar su atención.
—Estás en la casa de un sheikah —siseé—. Hasta las paredes tienen oídos.
Fue su turno de ahogar la risa. Tiré de su mano y cruzamos el pasillo de puntillas hasta llegar a la habitación que Impa me había dejado.
Sus ojos brillaban en la negrura. Le sonreí, aunque no sabía si él sería capaz de verlo.
—Gracias por hacerme compañía —susurré mientras le devolvía la manta.
—Tú también me has hecho compañía a mí —susurró de vuelta.
—Pero yo te pedí que te quedaras.
—Nada de discutir, ¿recuerdas?
—Está bien —cedí en voz baja. Contemplé nuestras manos unidas en la oscuridad, y luego alcé la vista de nuevo—. ¿Te veo mañana?
—A primera hora.
No era fácil hacerme reír. Pero Link siempre lo conseguía de una forma u otra. No tenía ni idea de cómo lo lograba.
—Buenas noches, Maestro Link.
Vi que sonreía. Soltó mi mano despacio, muy despacio.
—Hasta mañana.
Y se alejó por el pasillo, perdiéndose en la oscuridad. Me apresuré a entrar en la habitación, cerrando la puerta con cuidado a mi espalda. Encendí una vela y me deshice de las ropas sheikah que había estado llevando para vestirme con el fino camisón de dormir. Luego me escondí bajo las mantas —las mías no olían a Hyrule—, y mis pensamientos no tardaron en viajar de nuevo hasta él.
¿Cómo sería su casa? Me la imaginaba acogedora, aunque quizá un poco desordenada. No me importaba el desorden. A veces incluso era agradable tras haber pasado tantos años intentando que todo fuera perfecto.
Y él... él quería quedarse. No solo por un juramento. Si lo pensaba ahora, no entendía cómo había podido creer que se alejaría una vez todo hubiera terminado. Porque Link me necesitaba tanto como yo a él. Estaba muy claro. No sabía qué hubiese hecho en caso de que Link hubiera optado por marcharse. ¿A quién acudiría cuando lo necesitara? No tendría a nadie. Estaría sola. Y llevaba sola mucho, mucho tiempo.
Me había dado cuenta de que sonreía más que antes. Y sus sonrisas eran más amplias. Más sinceras. Nunca me cansaría de verlas. Cerré los ojos, recordando el extraño brillo plateado que tenía su mirada bajo la luz de la luna. Eso también me gustaba.
Soñé que estaba con él en medio de los campos de Hyrule. La hierba me llegaba casi por los tobillos, y había Princesas de la Calma por todas partes. Link tomó mi mano y me guío a través de la llanura, con cuidado de no pisar ninguna flor. Cogió una Princesa de la Calma y, despacio, la dejó en mi pelo, detrás de la oreja. Fue a decir algo, pero entonces la tierra tembló bajo nuestros pies.
Tentáculos de malicia comenzaron a brotar del suelo, engullendo las Princesas de la Calma y haciéndolas desaparecer poco a poco. Busqué a Link, pero él ya no estaba. Y luego miré hacia el castillo, y vi aquella sombra oscura y siniestra, la misma a la que había estado conteniendo durante un siglo entero. El Cataclismo avanzaba en mi dirección, destruyéndolo todo a tu paso. La malicia me rodeaba, ardiente, y era incapaz de escapar. Alcé una mano y busqué la luz, pero no obtuve respuesta. Y el monstruo estaba ya muy cerca, demasiado cerca, y abrió sus enormes fauces y la oscuridad sobrevino de nuevo.
Me desperté con un grito silencioso, cubierta en un sudor frío. Miré a mi alrededor de forma frenética, buscando algo, no sabía el qué. Hasta que reparé en las paredes familiares que me rodeaban, y recordé que estaba en Kakariko. Segura y a salvo. Todo había terminado. El monstruo no volvería.
Me levanté despacio, apartando las mantas, que estaban enredadas entre mis pies. El corazón todavía me latía muy deprisa. Tomé aire y avancé hasta la ventana. Cuando abrí los postigos, el sol se coló en la habitación, y la brisa fresca de la mañana me recibió con los brazos abiertos.
Suspiré mientras contemplaba el lago que fluía tras la casa de Impa. Las aguas estaban tranquilas. En calma. Y eso me calmaba a mí también. Poco a poco, me olvidé de aquella horrible pesadilla. Porque no era más que eso; una estúpida pesadilla. Solo esperaba no volver a tener otro sueño como aquel.
Escuché unos golpecitos tímidos en la puerta. Al instante supe que se trataba de Pay. Ella siempre venía por las mañanas para avisarme de que Impa me esperaba abajo.
—¿Princesa? ¿Puedo pasar?
—Solo si me llamas Zelda.
Hubo silencio por un momento.
—¿P-puedo pasar..., Z-Zelda?
Sonreí para mis adentros y le di permiso para entrar. Ella cerró la puerta tras de sí.
—Buenos días —le dije.
—B-buenos días, princ... Zelda. ¿Os ha servido escribir en el libro?
Miré el libro en cuestión. Lo había dejado sobre la mesita.
—No está mal —respondí. Seguramente acabaría olvidándome de escribir, pero Pay no tenía por qué enterarse de eso.
—Estaba pensando... Podríais poneros uno de mis vestidos mañana.
—¿Mañana? —repetí distraídamente mientras miraba por la ventana.
—En la fiesta.
—Así que ¿ya es una fiesta? —sonreí.
—La abuela dice que sí. Pero ya sabéis que no podéis participar en los preparativos —añadió con una risita.
—Sigo sin entender por qué no.
—La fiesta es en vuestro honor, Zelda. —¿Acababa de decir mi nombre sin tartamudear?—. Y-ya habéis hecho mucho por Hyrule. Dejad que Hyrule haga algo por vos ahora. Por vos y por el Maestro Link, claro.
—Está bien —suspiré, rindiéndome.
—Tengo algunos vestidos que os quedarán bien. Podría arreglarlos para que os sintierais más cómoda. No son dignos de una princesa, pero servirán.
—Me da igual qué es digno de una princesa y qué no. Con que me quede bien es suficiente.
Vi que Pay sonreía.
—Os quedarán de maravilla. Sois m-muy hermosa. —Hizo una pausa y añadió—: Seguro que el Maestro Link os sacará a bailar mañana.
La contemplé con los ojos muy abiertos.
—¿Que qué?
—Os sacará a bailar, ya lo veréis.
—Link sacaría a bailar a todas las ancianas de la aldea con tal de...
—Pero vos sois especial —dijo, interrumpiéndome. Pareció avergonzada por un momento, pero luego continuó—: Lo veo en sus ojos, Zelda. Y en los vuestros también.
Me había quedado sin voz. Ella seguía sonriendo, como si nada hubiera pasado.
—É-él y yo no...
—Lo sé, lo sé. —Jugueteó con sus manos—. El Maestro Link vino a la aldea unas pocas veces antes de ir al castillo. Sonreía a veces, pero no tanto como ahora, ¿sabéis? Y... y verlo sonreír me hace feliz a mí también. —Guardó silencio durante un instante—. La abuela os espera para el desayuno —concluyó con una sonrisa tímida antes de apresurarse a salir de la habitación.
Link y yo... Ahora que lo pensaba, teníamos una relación extraña. Estaba segura de que él no recordaba el beso que nos habíamos dado a escondidas un siglo atrás, poco antes de que el monstruo despertase. Y no quería que se sintiera incómodo, porque entonces se alejaría de mí, y me gustaba demasiado lo que teníamos —lo que quiera que fuera que tuviéramos— como para dejarle marchar. Era un pensamiento egoísta, sí. Pero también era la verdad. Si tenía que ser solo su amiga, me conformaría con eso. Y sería más que suficiente. Al fin y al cabo, nunca habíamos sido más que eso: amigos. El destino no nos había dejado ver qué había más allá.
Me deshice del camisón y me puse uno de los vestidos de Pay. Ella había querido prestármelos, pese a lo mucho que yo había insistido en que me las arreglaría. No sabía qué había sido de la túnica blanca que solía usar para rezar. Alguien me la debió haber quitado mientras dormía, y nunca se me ocurrió preguntar por ella. Si todavía continuara en mi posesión, la habría quemado. Aquellos harapos cubiertos de sangre y barro solo me traían malos recuerdos.
Saludé a Impa, que me esperaba abajo.
—¿Dónde está Link? —pregunté mientras comíamos.
—Buena pregunta —rio Impa—. Solo sé que robó un poco de pan y se fue. Seguramente estará ahí fuera con su espada o con los caballos.
Al terminar, Impa me recordó de nuevo que no podía participar en los preparativos de la fiesta. Yo me limité a asegurarle que no lo haría.
—Y vigila que Link tampoco haga nada —me pidió—. Lo conozco mejor de lo que él cree.
—Haré lo que pueda —reí.
Me marché poco después. En el exterior, vi que las calles estaban a rebosar de gente. Había más antorchas que antes. Los ojos se me humedecieron al fijarme en los emblemas de la Familia Real que se mecían con el viento en pequeñas banderas. Llevaba tanto tiempo sin verlos ondear...
Enterré la sensación y seguí andando. No veía a Link por ninguna parte, así que decidí mirar en los establos. Eran más pequeños que los del castillo, pero olían igual. Anduve con cuidado, revisando cada cuadra, hasta que lo vi de espaldas a mí, con un cepillo en las manos. Le susurraba algo a su caballo.
—... no voy a hacerte daño. Es solo un estúpido cepillo, ¿lo ves?
Acercó en cepillo, pero el animal se apartó con un bufido. Se me escapó una risita, y él se dio cuenta.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó con el ceño fruncido.
—Buenos días a ti también —reí—. ¿Quién es esta preciosidad?
Me acerqué al caballo y rocé su crin con cuidado. El animal se dejó hacer.
—Se llama Viento —respondió Link— y es tan testarudo como tú.
Lo fulminé con la mirada, aunque decidí ignorar su comentario estúpido.
—Seguro que Link te ha expuesto a un montón de peligros, ¿a que sí, Viento?
Su ceño se frunció todavía más, y tuve que ahogar una carcajada. Pareció aprovechar que Viento estaba distraído conmigo para intentar cepillarlo.
—Diosas —gruñó cuando Viento se apartó—, me rindo.
Dejó el cepillo en el suelo con un bufido. Lo recogí y lo examiné con cuidado.
—Quizá tienes que ser más delicado.
—¿Más delicado? Lo he intentado todo.
Me acerqué a Viento y, despacio, puse el cepillo sobre su crin. El animal hizo intentos de apartarse, pero yo chisté con suavidad y le susurré palabras tranquilizadoras, tal y como había visto a Link hacer en incontables ocasiones. Y poco a poco, Viento se calmó y fue oponiendo cada vez menos resistencia. Al terminar, me aparté, satisfecha, y Viento resopló.
—¿Lo ves? Te lo dije —sonreí con suficiencia.
—¿C-cómo lo has...?
—Te conozco —reí—, y da la casualidad de que tu caballo es igualito a ti. No os podéis resistir por las mismas cosas.
Continuó mirándome por un breve instante, incrédulo, y luego me arrebató el cepillo de las manos y avanzó hacia Viento con el ceño fruncido.
