11. UNA ILUSIÓN DE PERCEPCIÓN

Pero, como es lógico, estábamos concentrados en Sadeas. Su traición era aún reciente, y yo veía sus señales cada día cuando pasaba ante los barracones vacíos y las viudas que sollozaban. Sabíamos que Sadeas no se contentaría con esta matanza. Habría más.

Del diario de Echo Griffin, Jesesach 1174

Lexa despertó casi completamente seca, tendida en una roca irregular que brotaba del océano. Las olas le lamían los pies, aunque como los tenía entumecidos apenas lo notaba. Gimió, alzando la mejilla del granito mojado. Había tierra cerca, y la marea sonaba contra ella con un grave rugido. En la otra dirección se extendía solamente el infinito mar azul. Tenía frío y le dolía la cabeza como si se la hubiera golpeado una y otra vez contra una pared, pero había sobrevivido. No sabía cómo. Alzó la mano, se frotó la sal pegada en la frente y tosió entrecortadamente. El pelo se le adhería a los lados de la cara y tenía el vestido manchado de agua y algas.

«¿Cómo…?».

Entonces lo vio, un gran caparazón marrón en el agua, casi invisible mientras se dirigía al horizonte. El santhid.

Se puso en pie con dificultad, agarrándose a la afilada punta de su asidero de roca. Aturdida, contempló a la criatura hasta que desapareció. Algo zumbó a su lado. Patrón tomó su forma habitual en la superficie del revuelto mar, translúcido como si él mismo fuera una ola.

—¿Lo…? —Lexa tosió, carraspeó, gimió y se sentó en la roca—. ¿Lo ha logrado alguien más?

—¿Lograrlo? —preguntó Patrón.

—Otra gente. Los marineros. ¿Escaparon?

—No es seguro —dijo Patrón, con su voz zumbante—. El barco… Desapareció. Entre salpicaduras. Nada vi.

—El santhid. Me rescató.

¿Cómo había sabido hacerlo? ¿Eran inteligentes? ¿Era posible que de algún modo se hubiera comunicado con él? ¿Había perdido una oportunidad para…?

Casi se echó a reír al darse cuenta de la dirección que tomaban sus pensamientos. Había estado a punto de ahogarse, Anya estaba muerta, la tripulación del Placer del Viento probablemente había sido asesinada o se la había tragado el mar. ¿Y en vez de llorar por ellos o maravillarse por haber salvado la vida, Lexa se dedicaba a hacer especulaciones eruditas?

«Esto es lo que haces —la acusó una parte de sí misma enterrada profundamente—. Te distraes. Te niegas a pensar en las cosas que te trastornan».

Era así como lograba sobrevivir.

Se rodeó con sus brazos para entrar en calor en su pedestal y contempló el océano. Tenía que enfrentarse a la verdad. Anya estaba muerta.

Anya estaba muerta.

Quiso llorar. Una mujer tan inteligente, tan sorprendente, había… desaparecido sin más. Anya había intentado salvarlos a todos, proteger al mundo. Y la habían matado por ello. La rapidez con que había sucedido todo la había dejado aturdida, y por eso Lexa permaneció allí sentada, helada y temblorosa, contemplando el océano. Tenía la mente tan entumecida como los pies. Refugio. Necesitaba refugio… algo. Pensar en los marineros, en la investigación de Anya, eran preocupaciones mucho menos inmediatas. Lexa estaba varada en una zona de la costa completamente deshabitada, en unas tierras que se congelaban durante la noche. En el rato que había permanecido allí sentada, la marea se había retirado lentamente, y la franja que la separaba de la orilla no era tan ancha como antes. Era una suerte, ya que no sabía nadar. Se obligó a ponerse en movimiento, aunque alzar las extremidades fue como intentar levantar un tronco caído. Apretó los dientes y se deslizó hasta el agua. Notó la mordedura del frío. No estaba completamente entumecida, entonces.

—¿Lexa? —preguntó Patrón.

—No podemos quedarnos aquí sentados —dijo Lexa, aferrándose a la roca y sumergiéndose en el agua. Sus pies rozaron roca debajo y se atrevió a soltarse, medio nadando torpemente mientras se dirigía a tierra.

Probablemente se tragó la mitad del agua de la bahía mientras chapoteaba en las gélidas olas hasta que finalmente pudo caminar. Con el pelo y el vestido chorreando, tosió y llegó dando tumbos a la orilla arenosa, donde cayó de rodillas. El suelo estaba cubierto de algas de una docena de variedades que se retorcían bajo sus pies, apartándose, lodosas y resbaladizas. Cremlinos y cangrejos más grandes correteaban en todas direcciones, algunos haciendo sonidos chasqueantes en su dirección, como para ahuyentarla. Aturdida, pensó que una prueba de su cansancio era que, antes de dejar la roca, ni siquiera había tenido en cuenta los depredadores marinos sobre los que había leído: una docena de diferentes tipos de grandes crustáceos que habrían estado encantados de tener una pierna que arrancar y morder. Un grupo de miedospren púrpuras, parecidos a babosas, empezaron de pronto a coletear en la arena. Esto era una tontería. ¿Era momento de asustarse? ¿Después de haber nadado? Los spren se desvanecieron al momento.

Lexa se volvió a mirar hacia su asidero de roca. El santhid probablemente no había podido depositarla más cerca, ya que las aguas eran demasiado poco profundas. Padre Tormenta. Tenía suerte de seguir con vida. A pesar de su ansiedad cada vez mayor, Lexa se arrodilló y dibujó una glifoguarda en la arena como ofrenda. No tenía medios para quemarla. De momento, tenía que suponer que el Todopoderoso la aceptaría. Inclinó la cabeza y rezó fervientemente durante diez segundos. Luego se levantó y, sin demasiada esperanza, empezó a buscar a otros supervivientes. La zona de costa donde se encontraba estaba salpicada de numerosas playas y caletas, así que dejó de buscar refugio y echó a andar durante un buen trecho a lo largo de la orilla. La arena de la playa era mucho más recia de lo que esperaba. Desde luego, no encajaba con las idílicas historias que había leído, y el terreno se volvió desagradable al ir rozando contra sus pies a medida que caminaba. Junto a ella, se elevó en una forma en movimiento cuando Patrón la alcanzó, zumbando ansiosamente. Lexa dejó atrás ramajes e incluso trozos de madera que podían haber pertenecido a barcos. No vio a ninguna persona ni encontró la huella de ninguna pisada. A medida que fue transcurriendo el día, renunció y se sentó en una piedra desgastada por los elementos. Tenía el cabello completamente enmarañado. En el bolsillo de su manga conservaba unas cuantas esferas, pero ninguna estaba infusa. No serían de ninguna ayuda hasta que encontrara la civilización.

«Leña», pensó. Recogería madera para encender una hoguera.

De noche, podría servir para indicar su presencia a otros supervivientes. O podría alertar a piratas, bandidos, o los asesinos del barco, si habían sobrevivido. Lexa hizo una mueca. ¿Qué decisión iba a tomar?

«Encender una pequeña fogata para entrar en calor —decidió—. Protegerla, y luego observar la noche por si hay otras hogueras. Si detecto una, tratar de inspeccionarla sin acercarme demasiado».

Un buen plan, excepto por el pequeño detalle de que se había pasado la vida entera en una mansión, con criados que encendían el fuego por ella. Nunca había encendido la chimenea, mucho menos había hecho una hoguera en medio de la nada. Tormentas… tendría suerte si no moría de frío a la intemperie. O de inanición. ¿Qué haría cuando llegara una alta tormenta? ¿Cuándo era la próxima? ¿Al día siguiente por la noche? ¿O más tarde?

—¡Ven! —dijo Patrón.

Vibraba en la arena. Los granos saltaban y se estremecían mientras hablaba, alzándose y cayendo a su alrededor. «Reconozco eso… —pensó Lexa, mirándolo con el ceño fruncido—. Arena en un plato. Kabsal…».

—¡Ven! —repitió Patrón.

—¿Qué? —dijo Lexa, levantándose. Tormentas, sí que estaba cansada. Apenas podía moverse—. ¿Has encontrado a alguien?

—¡Sí!

Eso llamó inmediatamente su atención. No hizo más preguntas, sino que siguió a Patrón, que avanzaba nervioso siguiendo la costa.

¿Conocería la diferencia entre algo peligroso y algo amistoso? En ese momento, helada y exhausta, apenas le importó.

Él se detuvo junto a algo medio sumergido en el agua y las algas al borde del océano. Lexa frunció el ceño. Un baúl. No era una persona, sino un gran baúl de madera. Lexa contuvo la respiración; cayó de rodillas, manipuló los cierres y abrió la tapa. Dentro, como un tesoro brillante, estaban los libros y notas de Anya, cuidadosamente guardados, protegidos en su envoltorio impermeable. Anya no había sobrevivido, pero la obra de su vida sí lo había hecho. Lexa se arrodilló junto al círculo que había improvisado para hacer la fogata: un montón de rocas alrededor de unos trozos de madera que había recogido del bosquecillo. Ya casi era de noche. Con ella llegó el frío aturdidor, tan malo como el peor de los inviernos de casa. Allí, en las Tierras Heladas, era lo normal. Sus ropas, que con esta humedad no se habían secado del todo a pesar de las horas de caminata, parecían de hielo. No sabía cómo encender el fuego, pero tal vez podía conseguirlo de otra forma. Luchó contra su propio cansancio (tormentas, estaba agotada) y sacó una brillante esfera, una de las muchas que había encontrado en el baúl de Anya.

—Muy bien —susurró—. Hagámoslo. —Shadesmar.

—Mmm… —dijo Patrón. Ella estaba empezando a interpretar sus murmullos. Este parecía ansioso—. Peligro.

—¿Por qué?

—Lo que es tierra aquí, es mar allí.

Lexa asintió, aturdida. «Espera. Piensa».

Resultaba cada vez más difícil, pero se obligó a examinar de nuevo las palabras de Patrón. Cuando surcaban el océano y ella visitó Shadesmar, había encontrado suelo de obsidiana bajo sus pies. Pero en Kharbranth, había caído en un océano de esferas.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó.

—Ir despacio.

Lexa inspiró profundamente el aire helado y luego asintió. Lo intentó como lo había hecho antes. Despacio, con cuidado. Era como… como abrir los ojos por la mañana. La conciencia de otro lugar la consumió. Los árboles cercanos reventaron como burbujas, las perlas se formaron en su lugar y se precipitaron hacia un ondulante mar de otras perlas que había debajo. Lexa sintió que caía. Jadeó y luego parpadeó ante aquella consciencia, cerrando sus ojos metafóricos. Aquel lugar se desvaneció y al cabo de un instante estuvo de vuelta en el bosquecillo.

Patrón zumbó con nerviosismo.

Lexa apretó los dientes y lo intentó de nuevo. Más despacio esta vez, para deslizarse a aquel lugar de cielo extraño sin sol. Flotó fugazmente entre los mundos: Shadesmar aparecía superpuesto a la realidad que la rodeaba como la sombra de una imagen residual. Mantenerse entre ambos era difícil.

«Usa la luz —dijo Patrón—. Únelos».

Vacilante, Lexa atrajo la luz hacia sí. Las esferas del océano de abajo se movieron como un banco de peces, abalanzándose hacia ella, uniéndose. En medio de su agotamiento, Lexa apenas podía mantener su doble estado, y se mareó al mirar hacia abajo.

De algún modo, aguantó.

Patrón estaba a su lado; había adoptado la forma en la que llevaba ropas rígidas y tenía la cabeza de líneas imposibles, con las manos a la espalda, como flotando en el aire. A este lado era alto e imponente, y ella advirtió casi sin pensar que proyectaba una sombra al revés, hacia el lejano sol de aspecto frío, en vez de hacerlo desde la fuente de luz.

—Bien —dijo Patrón, una voz más grave de lo habitual—. Bien. —Ladeó la cabeza y, aunque no tenía ojos, se volvió como si observara el lugar—. Soy de aquí, y sin embargo recuerdo tan poco…

Lexa tuvo la impresión de que disponía de un tiempo limitado. Se arrodilló, extendió las manos y palpó los trozos de madera que había apilado para formar su hoguera. Notaba el tacto de los palos, pero mientras contemplaba este extraño reino, sus dedos encontraron también una de las perlas de cristal que habían brotado bajo ella. Cuando la tocó, sintió que algo barría el aire por encima de ella. Se encogió y al alzar la cabeza, descubrió unas extrañas criaturas parecidas a pájaros que revoloteaban a su alrededor allí, en Shadesmar. Eran de color gris oscuro y no parecían tener forma definida, sino que su aspecto era difuso.

—¿Qué…?

—Spren —dijo Patrón—. Atraídos por ti. Por tu… ¿cansancio?

—¿Agotaspren? —preguntó ella, asombrada por su extraordinario tamaño.

—Sí.

Se estremeció y miró la esfera que había bajo su mano. Estaba peligrosamente cerca de hundirse en Shadesmar completamente, y apenas captaba las impresiones del mundo físico a su alrededor. Solo aquellas perlas. Se sentía a punto de sumergirse en su mar en cualquier momento.

—Por favor —le dijo Lexa a la esfera—. Necesito que te conviertas en fuego.

Patrón zumbó y habló con una nueva voz, interpretando las palabras de la esfera.

—Soy una rama —dijo. Parecía satisfecho.

—Podrías ser fuego —repuso Lexa.

—Soy una rama.

La rama no era particularmente elocuente. Lexa supuso que no debería sorprenderse.

—¿Por qué no te conviertes mejor en fuego?

—Soy una rama.

—¿Cómo la hago cambiar? —le preguntó Lexa a Patrón.

—Mmm… no lo sé. Tienes que convencerla. Tal vez ofreciéndole verdades, supongo. —Parecía nervioso—. Este lugar es peligroso para ti. Para nosotros. Por favor. Velocidad.

Ella miró de nuevo el palo.

—Quieres arder.

—Soy una rama.

—Piensa en lo divertido que sería.

—Soy una rama.

—Luz tormentosa —dijo Lexa—. ¡Podrías tenerla! Toda la que yo contengo.

Una pausa.

—Soy una rama.

—Las ramas necesitan luz tormentosa. Para… hacer cosas. —Lexa parpadeó para espantar las lágrimas de cansancio.

—Soy…

—Una rama —concluyó Lexa. Al sujetar la esfera, la percibió junto con la rama en el reino físico. Tratando de idear otro argumento. Durante un momento no se había sentido tan cansada, pero ya el agotamiento regresaba, inundándola. ¿Por qué…?

Su luz tormentosa se estaba agotando.

Desapareció en un instante, absorbida, y Lexa resopló, deslizándose hacia Shadesmar con un suspiro, sintiéndose abrumada y exhausta. Cayó en el mar de esferas. Aquella horrible negrura, millones de cositas en movimiento, consumiéndola.

Se retiró de Shadesmar.

Las esferas se expandieron hacia fuera, convirtiéndose en ramas, rocas y árboles, restaurando el mundo tal como ella lo conocía. Se desplomó en el pequeño bosquecillo con el corazón desbocado. Todo volvió a la normalidad a su alrededor. No más sol lejano, no más mar de esferas. Solo frío helador, el cielo nocturno y el viento atroz que soplaba entre los árboles. La esfera que había agotado escapó de entre sus dedos, golpeando el suelo de piedra. Lexa se apoyó contra el baúl de Anya. Todavía le dolían los brazos de haberlo arrastrado desde la playa hasta los árboles.

Permaneció allí agazapada, asustada.

—¿Sabes encender fuego? —le preguntó a Patrón. Le castañeteaban los dientes. Padre Tormenta. Aunque ya no sentía frío, seguía tiritando, y su aliento era visible en forma de vapor a la luz de las estrellas.

Sintió que se amodorraba. Tal vez debería dormir sin más; ya se ocuparía de todo eso por la mañana.

—¿Cambio? —preguntó Patrón—. Ofrece el cambio.

—Lo intenté.

—Lo sé. —Sus vibraciones parecían deprimidas.

Lexa contempló el montoncito de ramas, sintiéndose completamente inútil. ¿Qué había dicho Anya? ¿Que el control era la base del verdadero poder? ¿Que la autoridad y la fuerza eran cuestiones de percepción? Bueno, esto constituía una refutación directa de tales ideas. Lexa podía imaginarse que era grandiosa, podía actuar como una reina, pero eso no cambiaba nada allí, en ese territorio yermo.

«Bueno —pensó—. No voy a quedarme aquí cruzada de brazos para morir congelada. Al menos moriré congelada intentando encontrar ayuda».

Sin embargo, no se movió. Moverse era difícil. Allí al menos, abrazada al baúl, no quedaba tan expuesta al viento. Se quedaría tendida hasta la mañana…

Se enroscó.

No. Eso no parecía adecuado. Tosió, luego consiguió ponerse en pie. Se apartó de la hoguera que no era tal, sacó una esfera del bolsillo, echó a andar. Patrón se movía a sus pies, que estaban ensangrentados y dejaban un rastro rojo en la piedra. A pesar de ello, no notaba los cortes.

Caminó y caminó.

Y caminó.

Y…

Luz.

No apretó el paso. No podía. Pero continuó avanzando, tambaleándose, directamente hacia aquel puntito en la oscuridad. A una parte aturdida de su ser le preocupaba que la luz fuera en realidad Nomon, la segunda luna. Que estuviera dirigiéndose hacia ella para caer por el borde de Roshar mismo. Así que se sorprendió al aparecer en medio de un grupito de personas sentadas en torno a una hoguera. Parpadeó, mirando de un rostro a otro, y luego (haciendo caso omiso de los sonidos que emitían, pues las palabras carecían de sentido para ella en el estado en que se encontraba) se acercó a la hoguera, se tumbó, enroscada, y se quedó dormida.

—¿Brillante?

Lexa gruñó mientras se daba la vuelta. Le dolía la cara. No, le dolían los pies. Lo de la cara no era nada comparado con ese dolor. Si dormía un poco más, tal vez se pasaría. Al menos durante ese ratito…

—¿B-brillante? —preguntó de nuevo la voz—. Te encuentras bien, ¿verdad?

El acento era thayleño. Una luz surgió de su interior, trayendo consigo recuerdos. El barco. Thayleños. ¿Los marineros?

Lexa se obligó a abrir los ojos. El aire olía levemente a humo de la hoguera aún crepitante. El cielo era de un violeta profundo que se iba aclarando a medida que el sol asomaba en el horizonte. Lexa había dormido sobre la dura roca, y le dolía todo el cuerpo. No reconoció al que hablaba, un grueso thayleño de barba blanca que llevaba una gorra de lana y un traje viejo con chaleco, remendado aquí y allá. Llevaba las blancas cejas thayleñas recogidas sobre las orejas. No era un marinero, sino un mercader. Lexa sofocó un gemido mientras se incorporaba. Entonces, en un momento de pánico, comprobó su mano segura. Uno de los dedos había escapado de la manga, y lo ocultó de nuevo. Los ojos del thayleño se desviaron hacia él, pero no dijo nada.

—¿Te encuentras bien, entonces? —preguntó el hombre, hablando en alezi—. Nos disponíamos a recoger las cosas para marcharnos, ¿sabes? Tu llegada anoche fue… inesperada. No deseábamos molestarte, pero pensamos que tal vez querrías despertar antes de que nos fuéramos.

Lexa se pasó la mano libre por el pelo, una maraña de rizos sembrados de ramitas. Otros dos hombres (altos, ceñudos, y de aspecto vorin) recogían sus mantas y petates. Habría matado por uno de ellos durante la noche. Recordó que se había agitado, incómoda. Haciendo caso omiso a los dictados de la naturaleza, se dio media vuelta y se sorprendió al ver tres grandes carretas tiradas por chulls con jaulas en la parte trasera. En el interior había cierto número de hombres sucios y sin camisa. Tardó un momento en comprender de qué se trataba.

Traficantes de esclavos.

Sofocó un inicial estallido de pánico. La trata de esclavos era una profesión legal. Casi siempre. Solo que esto eran las Tierras Heladas, lejos de las normas de cualquier grupo o nación. ¿Quién decía allí qué era legal o no lo era?

«Calma —se ordenó a sí misma—. No te habrían despertado amablemente si estuvieran planeando algo así».

Vender a una mujer vorin de alto dahn (como la identificaba su vestido) sería arriesgado para un traficante de esclavos. La mayoría de los propietarios de los países civilizados requerían documentación sobre el pasado del siervo, y era muy raro que un ojos claros fuera convertido en esclavo, aparte de los fervorosos. Por lo general la gente de noble cuna era ejecutada. La esclavitud era una merced para las clases inferiores.

—¿Brillante? —preguntó con nerviosismo el comerciante de esclavos.

Lexa estaba pensando de nuevo como una erudita, distrayéndose. Tenía que superarlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó. No pretendía que su voz sonara tan carente de emoción, pero la sorpresa de lo que había visto la había dejado conmocionada.

El hombre dio un paso atrás ante su tono.

—Me llamo Tvlakv, soy un humilde mercader.

—Traficante de esclavos —puntualizó ella, poniéndose en pie y apartándose el pelo de la cara.

—Como he dicho. Mercader.

Sus dos guardias no dejaron de observarla mientras cargaban su equipo en la primera carreta. Ella no pasó por alto los garrotes que llevaban al cinto. La noche anterior, cuando llegó al campamento, tenía una esfera en la mano, ¿no?

Al recordarlo, los pies empezaron a arderle de nuevo. Tuvo que apretar los dientes mientras los dolorspren, como manos naranjas hechas de tendones, arañaban el suelo cercano. Tenía que limpiarse las heridas, pero a juzgar por la sangre y las magulladuras que advertía a primera vista, no iba a ir caminando a ninguna parte en un tiempo razonable. Aquellas carretas tenían asientos…

«Probablemente me robaron la esfera», pensó. Palpó en su bolsillo oculto en la manga. Las otras esferas seguían allí, pero la manga estaba desabrochada. ¿Lo había hecho ella? ¿Habían mirado los hombres? No pudo evitar ruborizarse al pensarlo.

Los dos guardias la miraban ansiosamente. Tvlakv se hacía el humilde, pero en sus ojos también se advertía la codicia. Estos hombres estaban a un paso de robarle. Por otra parte, si los abandonaba, probablemente moriría allí, sola a la intemperie. ¡Padre Tormenta! ¿Qué podía hacer? Solo tenía ganas de sentarse y llorar. Después de todo por lo que había pasado, ¿esto?

«El control es la base de todo el poder».

¿Cómo habría respondido Anya a esta situación?

La respuesta era sencilla. Sería Anya.

—Permitiré que me ayudéis —dijo Lexa. De algún modo, mantuvo la voz impasible, a pesar de la ansiedad que la consumía.

—¿Brillante? —preguntó Tvlakv.

—Como puedes ver, he sido víctima de un naufragio. He perdido a mis sirvientes. Tus hombres y tú serviréis. Tengo un baúl. Tendremos que ir a recogerlo.

Se sentía como una de los diez locos. Sin duda, él se daría cuenta de que era una pose. Fingir que tenías autoridad no era lo mismo que tenerla, no importaba lo que dijera Anya.

—Sería… naturalmente un privilegio ayudarte —dijo Tvlakv—. ¿Brillante…?

—Wood —respondió Lexa, procurando suavizar su tono de voz. Anya no era condescendiente. Donde otros ojos claros, como el padre de Lexa, se comportaban con vanidoso egoísmo, Anya simplemente esperaba que la gente hiciera lo que ella deseaba. Y los demás lo hacían.

Podía hacer que esto saliera bien. Tenía que hacerlo.

—Mercader Tvlakv —dijo—. Necesito ir a las Llanuras Quebradas. ¿Conoces el camino?

—¿Las Llanuras Quebradas? —preguntó el hombre, mirando a sus guardias, uno de los cuales se había acercado—. Estuvimos allí hace unos cuantos meses, pero ahora nos dirigimos a recoger un cargamento en Thaylenah. Hemos completado nuestra estancia en esta zona, y no tenemos ninguna necesidad de regresar al norte.

—Ah, pero sí tenéis una necesidad para hacerlo —dijo Lexa, acercándose a una de las carretas. Cada paso era una agonía—. Debéis llevarme. —Miró alrededor y advirtió agradecida que Patrón estaba a un lado del carromato, observando. Se acercó a la parte delantera del vehículo, luego extendió la mano hacia el otro guardia, que estaba de pie cerca.

Él miró la mano sin decir nada, rascándose la cabeza. Luego miró la carreta, se subió y la ayudó a subir también.

Tvlakv se acercó.

—¡Será un viaje caro si hemos de regresar sin mercancías! Solo tengo estos esclavos que adquirí en las Criptas Huecas. No alcanzan para pagar el viaje de vuelta.

—¿Caro? —preguntó Lexa, sentándose y tratando de expresar diversión—. Te aseguro, mercader Tvlakv, que los gastos son minúsculos para mí. Serás ampliamente compensado. Ahora, pongámonos en marcha. Hay gente importante esperándome en las Llanuras Quebradas.

—Pero, brillante —dijo Tvlakv—, está claro que has tenido problemas recientemente: salta a la vista. Déjame que te lleve a las Criptas Huecas. Está mucho más cerca. Allí podrás descansar y enviar noticias a los que te esperan.

—¿He pedido que me lleves a las Criptas Huecas?

—Pero… —El hombre se calló cuando ella lo miró fijamente.

Lexa suavizó su expresión.

—Te agradezco tu consejo, pero tengo mis motivos. Ahora, pongámonos en marcha.

Los tres hombres intercambiaron miradas de perplejidad, y el mercader de esclavos se quitó la gorra de lana y la retorció entre sus manos. No muy lejos, un par de parshmenios de piel moteada llegaron al campamento. Lexa casi dio un respingo al verlos llegar, cargando caparazones secos de rocabrotes que al parecer habían recogido para encender hogueras. Tvlakv no les prestó la menor atención. Parshmenios. Portadores del Vacío. La piel se le erizó, pero en ese momento no podía preocuparse por ellos. Miró de nuevo al traficante de esclavos, temiendo que no acatara sus órdenes. Sin embargo, él asintió. Y entonces, junto con sus hombres, obedeció sus instrucciones. Engancharon los chulls, el traficante de esclavos recibió indicaciones sobre dónde se hallaba el baúl, y se pusieron en marcha sin poner más objeciones.

«Es posible que hayan decidido seguirme la corriente porque quieren saber qué hay en el baúl —se dijo Lexa—. Más para robar». Pero cuando llegaron al lugar, subieron el baúl al carruaje, lo amarraron, y después dieron media vuelta para dirigirse hacia el norte.

Hacia las Llanuras Quebradas.