7

Lena confiesa su fracaso

El caballo de Bellamy piafaba desasosegado mientras éste, a horcajadas en su grupa, se inclinaba hacia adelante a fin de otear la arracimada aldea del valle. Con el ceño fruncido, el guerrero miró a su hermana si bien no distinguió su rostro, oculto bajo la negra capucha. Una lluvia pertinaz, que se había iniciado poco después del alba, caía monótona a su alrededor desde unas nubes aserradas que, inmóviles, parecían adherirse a los altos árboles. Aparte de los riachuelos que se formaban en las hojas, ningún sonido perturbaba la calma. Octavia meneó la cabeza antes de hostigar con suavidad a su equino. Bellamy la siguió a un vivo trotecillo para no quedar rezagado y desenvainó su espada que, al deslizarse, emitió un ruido chirriante.

—No necesitarás armas, hermano —le advirtió la maga sin volverse.

Los cascos chapoteaban en el barro del camino, sus amortiguados ecos resonaron con excesivo estruendo en el aire denso, saturado. Pese al aviso de su gemela, el luchador mantuvo la mano sobre la empuñadura hasta que llegaron a los aledaños del pueblo. Desmontando, entregó a la hechicera las riendas de su animal y se aproximó cauteloso a la posada que descubriera Lena la noche anterior. Al asomarse al interior vio la mesa preparada para la cena, la vajilla rota. Un perro acudió a su encuentro lleno de esperanza y le lamió la mano entre alegres cabriolas. Los gatos, en cambio, se camuflaron bajo las sillas para fundirse en las sombras furtivos, en una actitud casi de culpa. El hombretón acarició al can con aire ausente pero, cuando se disponía a entrar, Octavia lo llamó.

—He oído un relincho cerca de aquí —le anunció.

Esgrimiendo su espada, el fornido luchador dobló la esquina del edificio en dirección a la cuadra. Regresó unos segundos más tarde, bajada la guardia y visiblemente preocupado.

—Es el caballo de la sacerdotisa —informó—. Desensillado y alimentado.

La nigromante asintió como si esperara esta noticia, mas nada dijo. Se limitó a ajustarse la capa encerrada en su mutismo. El guerrero examinó la aldea. El agua fluía por los tejados y se derramaba profusa, en torrentes, a través de los aleros, mientras que la puerta del albergue se balanceaba en sus oxidados goznes, rechinando de manera discorde. Ninguna luz brotaba de los hogares, ningún niño henchía el aire de alegres risas, ninguna mujer fisgaba junto a su vecina a los recién llegados ni tampoco se divisaba, en el desolado paraje, a grupos de hombres que se quejaran del mal tiempo camino del trabajo.

—¿Qué sucede aquí, O.? —inquirió Bellamy a su acompañante.

—Han sufrido una epidemia.

Al escuchar tal revelación, el musculoso humano contuvo el aliento y se cubrió la boca y la nariz con el embozo. Entre los pliegues del suyo, la hechicera torció los labios en una sonrisa irónica.

—No temas, hermano —lo tranquilizó—. ¿Has olvidado que nos protege una sacerdotisa auténtica?

—¿Dónde está? —gruñó el interpelado a la vez que asía las riendas de sus corceles y, tras ayudar a apearse a su gemelo, los ataba a un poste.

Ahora fue la archimaga quien contempló las hileras de casas que les flanqueaban.

—Supongo que allí —dictaminó al fin.

De nuevo Bellamy siguió con la mirada el lugar que señalaba, y atisbo un oscilante resplandor tras la ventana de una cabaña que se erguía en el otro extremo de la calle.

—Preferiría adentrarme en una cueva de ogros antes que en este desierto —balbuceó sin por ello dejar de escoltar a la impasible Octavia, a quien no parecía afectarle la fantasmal atmósfera.

Avanzaron por el lodazal en que se había convertido la vía principal, el guerrero con un miedo que no conseguía disimular. Era capaz de enfrentarse a la muerte en forma de un acero clavado en su vientre, mas la idea de perecer bajo las garras de algo que no podía combatirse le causaba un terror insuperable. La arcana personaje permaneció semioculta en su enlutado hábito, inmersa en unos pensamientos que su hermano no acertó a adivinar. Arribaron al punto en que se terminaban los edificios, cercados por la cortina de lluvia que, más tormentosa, les azotaba el cuerpo. Cuando se hallaban cerca de la luz, Bellamy desvió, de modo accidental, la vista hacia la izquierda.

—¡En nombre de los dioses! —susurró, deteniéndose abruptamente y agarrando a la hechicera por el brazo.

En medio de una calleja se dibujaba, tras el acuoso manto, la tumba colectiva. Ninguno de ellos pronunció una palabra. Tan sólo retumbaba en el silencio el graznar de las aves carroñeras que, disgustadas por la inoportuna presencia de aquellos extraños, alzaron el vuelo en un tétrico aleteo. El hombretón sofocó una náusea y, pálido, volvió la espalda a la escena. Octavia, por su parte, la observó unos momentos y comprimió los labios en una línea delgada, recta.

—Procedamos, hermano —instó al amedrentado fortachón a la vez que, en además resuelto, reanudaba la marcha.

Tras espiar el interior de la casucha a través de la ventana, cerrada la manaza en torno a la empuñadura de su espada, Bellamy suspiró e hizo a la maga la señal convenida. La nigromante empujó la puerta sin violencia, y ésta cedió a su contacto. Un hombre joven yacía en un camastro desvencijado. Tenía los ojos cerrados, las manos enlazadas sobre el pecho y una expresión de beatitud en su faz cenicienta que se contradecía con sus cuencas hundidas, amoratadas, con los huesudos pómulos y los labios tensos, todos ellos símbolos de una muerte precedida por un dolor atroz. Una sacerdotisa, cuya túnica conservaba leves vestigios de su antigua blancura, estaba arrodillada a sus pies, enterrado el semblante entre las manos. Bellamy quiso saludarla, pero Octavia lo detuvo mediante un gesto inconfundible. Era obvio que no deseaba interrumpirla. Sin mover un músculo, los gemelos aguardaron en el umbral de la humilde vivienda a pesar de estar empapados. Lena conferenciaba con su dios. Concentrada en sus plegarias, no advirtió la intromisión de los hermanos hasta que el tintineo y el crujir del atavío del guerrero la devolvieron a la realidad. Alzó entonces la cabeza, y su melena azabache se esparció en cascada sobre sus hombros. Contra todo pronóstico, no dio muestras de sorprenderse. Aunque lívida por el agotamiento y el pesar, mantuvo una perfecta compostura. No había suplicado a Paladine que le enviase a los dos, pero el hacedor respondía tanto a los anhelos del corazón como a aquellos que se manifestaban abiertamente. Ladeando de nuevo la cabeza para agradecerle su clemencia, se recogió unos instantes más antes de incorporarse y enfrentarse a sus perseguidores. Sus pupilas tropezaron con las de Octavia, donde se reflejaba la llama de la solitaria vela incluso a través de las profundidades de su capucha. Cuando la dama habló, tuvo la sensación de que su acento se diluía en los murmullos de la persistente lluvia.

—He fracasado —admitió.

La maga no se inmutó. Dirigió una fugaz mirada al inerte joven e inquirió:

—¿Rechazó tu fe?

—Peor aún, era creyente —contestó Lena, puestos también los ojos en el pacífico cadáver—. No permitió que lo curase, justamente por ese motivo. Su ira le dictó tal decisión. —Calló unos segundos para extender un lienzo sobre ella, y apostilló—: Paladine le ha llevado a su seno. Estoy convencida de que allí se ha iluminado su alma.

—Sin duda —apuntó Octavia—. Y tú, ¿has comprendido?

La aludida bajó de nuevo la cabeza y quedó como petrificada, tanto rato que Bellamy, ignorante de la auténtica situación, se aclaró la garganta con objeto de poner fin al silencio.

—Hermana... —invocó en un titubeo.

—Chitón —la atajó éste.

La sacerdotisa retornó al presente inmediato, aunque ni siquiera había oído al hombretón. Sus iris habían tomado unas tonalidades verdáceas, oscuras, parecían absorber el negro terciopelo de la túnica arcana.

—He comprendido —repitió con voz firme—. Por primera vez en toda mi existencia sé lo que debo hacer. En Istar me cercioré del deterioro de la Iglesia, y Paladine, en su infinita bondad, me otorgó la gracia de mostrarme la fatal flaqueza del príncipe, su más alto ministro: la arrogancia. También me dio a conocer el medio de liberarme de esta falta y me comunicó que, si preguntaba, él me atendería.

»Pero, además, Paladine me mostró mi propia debilidad. Cuando abandoné la malhadada ciudad y te acompañé en tu viaje a esta época era poco más que una niña asustada, que se aferraba a ti en la noche eterna. Ahora he recobrado mi fuerza, la visión de esta calamidad ha encendido mi espíritu.»

Mientras pronunciaba tales palabras, Lena se acercó a Octavia. Las refulgentes pupilas de la hechicera la atrapaban en una mirada sin pestañeos, y la dama columbró su efigie en aquellos espejos a la vez opacos y translúcidos. Atisbo asimismo el Medallón que se ceñía a su cuello, iluminado por una aureola blanca, fría. Su voz adquirió un nuevo fervor, sus manos entrechocaron al añadir, situada frente a la archimaga:

—Este espectáculo pervivirá en mi memoria el día en que atraviese el Portal junto a ti, armada con mi fe y provista de la energía que ha de proporcionarme la certeza de desterrar la negrura para siempre de la faz del mundo.

Octavia alargó los brazos en busca de sus manos ateridas, tumefactas, para prestarles el cobijo de sus palmas y caldearlas con aquella cualidad ardiente que dimanaban.

—No necesitamos alterar el tiempo —le aseguró la mujer—. Indra era una criatura perversa, ocupada únicamente en forjar su gloria personal. Pero tú y yo no somos egoístas, nos inquieta el destino de nuestros semejantes y por eso rectificaremos el desenlace. Lo sé, mi dios me ha hablado.

Despacio, ensanchada su boca en una ambigua mueca, la hechicera cogió los dedos de la dama y los besó, sin apartar los ojos de ella. Lena se ruborizó, inhalando un hondo suspiro y Bellamy, que había presenciado su intercambio con creciente disgusto, lanzó un gruñido inarticulado, dio media vuelta y salió del cobertizo. De pie en el desolado paraje, con el enojoso tamborileo de la lluvia en su cráneo, el guerrero oyó un zumbido en su cerebro, una sentencia emitida en un tono tan monótono como las gotas que caían en su derredor.

«Pretende convertirse en una diosa. ¡Pretende convertirse en una diosa!»

Mareado y lleno de espanto, agitó la cabeza para desembarazarse de la angustia que embargaba todo su ser. Su interés en el ejército, la fascinación que ejercía sobre él el cargo de general, el seductor atractivo de Lena y, en fin, sus innumerables cuitas habían borrado de su pensamiento el auténtico objetivo de su empresa. Ahora, las palabras de la sacerdotisa le habían despertado cual el flagelo de una oleada en los fríos mares del norte. Sin embargo, y pese a sentirse azuzado por tal conciencia, sólo podía visualizar a la Octavia de la víspera. ¿Cuánto tiempo hacía que no la oía reír de buen grado, cuánto que no compartían el placer de la mutua compañía?

Recordó haber observado el rostro de su gemela mientras velaba su sueño y advertido que se difuminaban los surcos de su malévola astucia, los acerbos pliegues de sus comisuras. La archimaga parecía la adolescente de antaño y este hecho trajo al hombretón remembranzas de sus años mozos, de aquellos días que habían sido los más felices de su existencia. Pero, destacándose sobre estas gratas escenas, lo asaltó otra espeluznante, como si su alma se deleitase en torturarlo. Se vio de nuevo a sí mismo en aquella lóbrega celda de Istar, obligado a contemplar la ingente capacidad de la maga para convocar a las fuerzas del Mal. Entonces había tomado la determinación de matarla, convencido además de que había provocado la destrucción de Raven...

Sin embargo, Octavia le había dado toda suerte de explicaciones. En la malhadada ciudad había malinterpretado sus acciones, y ella no había dudado más tarde en sacarlo de su error. Estaba confundido. Se debatía en un dilema de emociones encontradas.

«¿Y si Par-Salian se equivoca? Quizá sea verdad que Lena y la hechicera pueden salvar al mundo de sufrimientos tan espantosos como el que ha devorado esta aldea.»

—Soy un estúpido, los celos me corroen —se reprendió en voz alta, al mismo tiempo que se enjugaba los riachuelos de la frente con el dorso de la mano—. Y no descarto la posibilidad de que a los ancianos del cónclave les moviera un sentimiento de envidia similar al mío.

Se ensombreció el cielo a causa de los nubarrones que, en su acrecentada densidad, se habían tornado negros. La lluvia se intensificó todavía más. Salió Octavia de la cabaña y, con ella, la sacerdotisa, que apoyaba la mano en su brazo. Se arropó la dama en su capa, echada la grisácea capucha sobre el semblante.

—Cargaré el cadáver a mi espalda y lo depositaré junto a los otros —ofreció el guerrero, dando un paso hacia el umbral—. Luego llenaré la fosa...

—No, hermano —lo interrumpió la nigromante—. No, este espectáculo no debe ocultarse en la tierra. ¡Me propongo exhibirlo, con toda su punzante vigencia, frente a los dioses! —exclamó, vuelta la mirada hacia la oscura bóveda—. El humo de su exterminio se elevará hacia el firmamento; los postreros ecos de la hecatombe resonará en los tímpanos de los hacedores.

Bellamy, sorprendido ante tan inusitada vehemencia, se giró para observar al mago. Su tez estaba más macilenta que la del joven clérigo, sus labios más violáceos pese a encenderlos la llama de la cólera.

—Venid conmigo —urgió a sus acompañantes, a la vez que se desprendía abruptamente de la mano de Lena y se encaminaba hacia el centro del pueblo.

Ella la siguió sumisa, sujeto el embozo a fin de impedir que el viento lo arrancase y expusiera su rostro al aguacero, mientras que el hombretón obedecía más a regañadientes. Erguida en medio de la encharcada calle, Octavia aguardó hasta que los otros se hubieron detenido delante de ella.

—Ve en busca de los tres caballos, Bellamy —ordenó—; condúcelos a los bosques de las inmediaciones, véndales los ojos y regresa.

El aludido la miró atónito.

—¡Hazlo! —vociferó la hechicera en tono apremiante, y el luchador no tuvo otro remedio que acatar su mandato.

Cuando volvió su gemelo, la archimaga continuó impartiendo instrucciones.

—Permaneced donde ahora estáis y no os mováis bajo ninguna circunstancia. No te acerques a mí pase lo que pase, hermano —insistió, y le indicó mediante un gesto que no se separase de la sacerdotisa, que la vigilase—. Creo que me has comprendido.

El guerrero asintió con un mudo ademán y asió la mano de Lena para subrayar que, en efecto, le había entendido.

—¿Qué sucede? —indagó ella, intrigada.

—Va a invocar su magia —fue la escueta respuesta.

Aunque hubiera querido prolongarla, la imperiosa mirada que le clavó Octavia habría congelado las palabras antes de que brotasen. Alarmada por la extraña, fiera expresión que había adoptado la arcano personaje, Lena, trémulo el cuerpo, se aproximó a Bellamy. El fornido humano, sin perder de vista a su frágil gemela, la rodeó con un brazo a fin de brindarle su amparo, ambos se paralizaron en la acuosa cortina. No osaban casi respirar, temían romper la concentración de la archimaga. Entornó éste los párpados, levantó el rostro hacia los cielos y también los brazos, con las palmas hacia fuera como si deseara sostener el bajo, tupido manto de nubes que los cubría. En tal postura comenzó a musitar una frase, si bien los dos testigos no lograron discernirla a causa del tono apagado en que la pronunciaba. Poco a poco, sin que en apariencia aumentara el volumen de su voz, las sílabas ganaron claridad, y ambos reconocieron el enrevesado lenguaje de la nigromancia. Repitió Octavia el mismo versículo hasta la saciedad, en las diferentes modulaciones de un cántico que, pese a su invariable contenido verbal, se alteraba al ritmo de cada inflexión, poseedoras todas ellas de una asombrosa riqueza melódica. Una quietud sobrenatural invadió el valle, hasta tal extremo que incluso se desvaneció el repiqueteo de la lluvia. El guerrero no oía sino el armonioso canturreo, la etérea musicalidad que destilaba la voz de su hermana. Lena, por su parte, se apretujó contra Bellamy con las pupilas desorbitadas, y él le dio unas suaves palmadas con el objeto de serenarla. Al propagarse el crescendo de la tonada, un insólito sobrecogimiento se apoderó del general. Tenía la vivida impresión de que la hechicera la atraía de manera irresistible, de que el universo entero fluía hacia ella, aunque, al escudriñar su entorno, comprobó que nada se había desplazado. No obstante, volvió a mirar a su gemela, y tales sensaciones le inundaron con mayor prontitud todavía. Octavia se hallaba en el núcleo del mundo, de tal modo que los sonidos, la luz y el aire mismo volaban hacia sus manos abiertas. El suelo se combó, o así se le antojó a él, bajo los pies del guerrero, para deslizarse ondulante al encuentro de tan poderoso señora. La nigromante extendió sus palmas resuelta a atraer la atención de las alturas. Hizo una pausa en su cántico, que reemprendió a los pocos segundos con acento firme pero a un son lento, pausado, deletreando cada vocablo. Los vientos soplaron huracanados, la tierra se encrespó en una marea que impulsó a Bellamy a afianzar sus plantas temeroso de ser absorbido también él por el torbellino que envolvía a aquella flaca figura. Los dedos de la maga arañaron, en un gesto simbólico, el hirviente cielo. La energía que, a través de su sortilegio, había acumulado merced a las dimanaciones del suelo y el aire revitalizaron sus entrañas, y un relámpago de plata surgió de sus yemas para penetrar en la capa de nubes. En respuesta, un luminoso haz de aserrado perfil cayó sobre el refugio donde yacía el cadáver del muchacho. Se produjo un estallido deslumbrador, procedente de la aureola de llamas azules que había cercado el edificio. De nuevo habló Octavia, y de nuevo un rayo salió de sus dedos. Contestó una segunda lengua de fuego, en esta ocasión dirigida contra ella misma. La hechicera desapareció en un incendio de matizaciones que iban del rojo al verde. Lena exhaló un alarido y forcejeó con las garras del guerrero para liberarse. Pero él, consciente de la orden de su hermana, la retuvo con el único propósito de que no corriera junto a la supuesta atacada.

—¡Fíjate en eso! —susurró a la dama—. Las llamas no le tocan.

En efecto, al despejarse los vapores volvió a recortarse la figura de la nigromante. Extendió los brazos hasta el límite de su envergadura, y las negras vestiduras revolotearon en su derredor como si se hubiera constituido en el ojo de un violento huracán. Masculló su inefable, reiterativo versículo, y así dio vida a otros dardos ígneos que se abrieron en abanico alumbrando la penumbra, surcando el lodo y danzando sobre el agua, de forma que ésta empezó a rezumar una sustancia oleosa. Y ella, creadora imponente del prodigio, permaneció en el centro del círculo de llamas, dueña indiscutible de los elementos. La sacerdotisa no atinó a moverse, atenazada por una mezcla de terror y admiración que nunca había experimentado antes. Buscó el apoyo de Bellamy, mas él fue incapaz de proporcionarle consuelo. Se abrazaron ambos cual niños espantados en el vértice del torbellino, del incendio arcano que, en su viaje a través de las calles, sembró su semilla en las vacías casas. Una tras otra, las construcciones prendieron entre atronadoras explosiones. Purpúreo, encarnado, azulado y verdusco, el fuego se encaramó hacia las alturas en un despliegue de luz que habría eclipsado al sol, de brillar éste. Los pájaros carroñeros huyeron en desorden al transformarse en una auténtica tea el árbol donde se hallaban posados. Una última manifestación de la esotérica fórmula generó una bola de luz blanca, pura que, nacida ahora en el firmamento, consumió en su descenso a los cadáveres de la tumba colectiva. El ciclón que despedían las llamas, y que contribuía a expandirlas, arrastró en una de sus ráfagas la capucha de Lena. El calor resultaba abrasador al azotar su tez, el humo la asfixiaba hasta lo impensable. Las ascuas encendidas que se derramaban en cascada por todos los flancos oscilaban antes de extinguirse, tan feroces que la dama se creyó próxima a morir en la conjura de las fuerzas naturales. Sin embargo, no la rozó ninguna astilla. El hombretón y ella estaban a salvo, debido a un singular fenómeno que escapaba a su inteligencia. Fue entonces cuando, despertándola de estas reflexiones, las pupilas de la archimaga se posaron en las suyas. Desde el infierno donde se alzaba incólume, Octavia le hizo señas para que se acercara. La sacerdotisa se refugió tras el cuerpo del luchador, remisa a atender su llamada, pero ella persistió sin perder la calma, rizados los pliegues de su atavío con la brutal caricia de la tempestad que había

provocado. Incluso alargó sus manos, en una invitación difícil de declinar.

—¡No! —gritó Bellamy.

Lena, prendidos los ojos de los seductores espejos de la nigromante, hizo caso omiso de la protesta del guerrero. Se desasió con suavidad y echó a andar.

—Ven a mí, Hija Venerable. —Octavia la exhortaba en un quedo siseo que se imponía al caos reinante y que, más que oírlo la mujer lo intuyó en su corazón—. Ven por la senda del fuego y saborea el poder de los dioses.

El cegador incendio que tamizaba el contorno de la archimaga abrazó su alma al aproximarse. ¿Y si su piel se socarraba y ennegrecía? Su cabello crepitaba peligrosamente, unas dolorosas punzadas acosaban sus pulmones faltos de aire; pero la atracción que ejercía sobre ella aquella ígnea escena, ribeteada por el apremio de la hechicera, la empujaban a seguir en una suerte de trance.

—¡No! ¡Retrocede, te lo ruego!

Resonaban a su espalda las súplicas del hombretón en un lejano eco que en nada la afectó, más mortecino aún que su propio palpito. Alcanzó la cortina de llamas y, antes de aferrar la mano que Octavia le ofrecía, titubeó. Los delgados dedos la quemaron. Los vio marchitos, chamuscada su carne.

—Ven a mí, Lena —entonó ella, impertérrita.

Incapaz de controlar un escalofrío, la sacerdotisa aplicó la palma a las rugientes llamaradas. Durante unos segundos, un indescriptible sufrimiento atenazó sus entrañas. Gimió de pánico, de angustia, hasta que una mano de la maga se cerró sobre uno de sus brazos y tiró de ella en pos de la rojiza cortina. Al traspasarla, la dama cerró los ojos en un espasmo involuntario. Una fresca brisa la reconfortó, y respiró aliviada. El único calor que recibía era la familiar tibieza que irradiaba Octavia. Se atrevió a levantar los párpados y, tras comprobar que estaba a su lado, escrutó sus facciones. Se le hizo un nudo en la garganta. El semblante de Octavia estaba bañado en sudor, en sus pupilas se reflejaban los albos resplandores que despedían los cuerpos sin vida de los aldeanos, su respiración era rápida y entrecortada. Parecía ajena a cuanto le rodeaba, resultaba ostensible que se había sumido en el éxtasis del triunfador después de materializar una de las grandes ambiciones de su existencia.

«Ahora lo comprendo —pensó Lena sin soltarla—. Comprendo por qué no puede amarme. Sólo tiene una querencia, su magia, a ella consagra todo su esfuerzo y sacrificaría cualquier sentimiento mundano.»

Era un descubrimiento hiriente, pero teñido de una melancolía que mitigaba su desazón.

«Una vez más —siguió recapacitando— se erige en mi guía y ejemplo. He pasado demasiado tiempo ocupada en satisfacer mis frívolos impulsos. Tiene razón, me ha sido otorgada la gracia de paladear el poder de los dioses y debo hacerme digna de tal honor. Por mí misma y también por ella.»

La nigromante cerró los ojos y la sacerdotisa, agarrada a su cálida mano, percibió que sus arcanas virtudes le abandonaban como la sangre brota de una herida. Se desplomaron sus brazos sobre los costados y la bola, la rueda de fuego que la circundaba, se apagó entre débiles destellos. Con un suspiro que apenas pudo completar, Octavia hincó las rodillas en el asolado suelo. La lluvia arreció, la mujer oyó los crujidos que arrancaba de las bamboleantes vigas al apagar las brasas. Unos vapores grisáceos se elevaron desde los esqueletos de los edificios en caprichosas formas que se asemejaban a fantasmas, quizá los de los moradores del pueblo. Acuclillándose junto a la extenuada hechicera, Lena alisó su moreno cabello y ella la miró, aunque sin reconocerla. La dama vislumbró en sus espejos una honda pesadumbre, infinita, la de quien ha obtenido acceso al reino de la belleza para luego ser arrojada a un mundo real encharcado por la lluvia. La maga hundió la cabeza en el pecho y, doblado sobre sí mismo, caídos los brazos, se entregó al desánimo. La sacerdotisa consultó a Bellamy con la mirada al precipitarse éste en el lugar del encantamiento e interesarse por su estado.

—Yo me encuentro bien —le aseguró—. Pero ¿y ella?

Entre ambos ayudaron a incorporarse a Octavia, quien actuó como si ignorase su existencia. Exhausta, se desplomó contra el cuerpo de su hermano y se dejó arrastrar.

—Se recuperará, siempre ha sido así —murmuró el hombretón. Transcurridos unos instantes de mutismo, no obstante, rectificó—: ¡Siempre ha sido así! No sé lo que digo, nunca antes había presenciado nada semejante. En mi larga experiencia jamás me había enfrentado a un poder tan avasallador. ¡En nombre de los dioses, desconocía...!

Incapaz de concluir, abrazó con uno de sus musculosos brazos a la maltrecha nigromante que, apoyada en él, comenzó a toser casi sin resuello, presa de un ahogo tal que no lograba sostenerse. Bellamy la sujetó más firmemente. La bruma y el humo se arremolinaban en sus flancos, la lluvia se empecinaba en filtrarse por sus permeables atuendos y, aquí y allí, les perturbaba el estrépito de un pilar de madera al derrumbarse o el sibilante chapaleo del agua sobre las llamas. Cuando hubo pasado el ataque, la hechicera levantó el rostro y el guerrero percibió un atisbo de vida, de conciencia de la situación, en sus aún apagadas pupilas.

—Lena —apeló Octavia a la mujer—, te pedí que te reunieras conmigo porque era preciso que profesaras una fe ciega en mí y mis dotes. Si logramos el éxito en nuestra misión, Hija Venerable, atravesaremos el Portal y nos adentraremos en el abismo, una sima donde los horrores de tus pesadillas se te antojarán banales.

La dama tiritaba de manera incontrolable mientras la escuchaba, fascinada por el centelleo de sus ojos.

—Tienes que ser fuerte, sacerdotisa —prosiguió ella su arenga—. Por ese motivo te he traído en tan azaroso viaje. Yo me he sometido a mis pruebas, tú debías superar las tuyas. En Istar combatiste el influjo del viento y el agua, en la Torre venciste el miedo a la negrura y ahora, en esta aldea, has aprendido a resistir el fuego. Pero te aguarda un último examen, Lena. Has de prepararte, al igual que todos nosotros.

Se bamboleó, se nubló su visión y el luchador, de pronto demacrado, la alzó en volandas y la llevó hacia los caballos. Lena fue tras los gemelos, espiando a Octavia sin molestarse en esconder su inquietud. Pese a la fragilidad que delataban las arrugas de sus labios, de sus sienes, en la faz de la nigromante se adivinaba una paz sublime, una felicidad exultante.

—¿Qué hace? —indagó al guerrero.

—Duerme —afirmó el general, en un tono ronco que enmascaraba una emoción ignota para la desconcertada sacerdotisa.

Las ruinas del pueblo apenas se dibujaban tras el manto de niebla. Los armazones de los edificios se habían venido abajo hasta amontonarse en cúmulos de blanca ceniza, los árboles no eran sino columnas humeantes cuyas ramificaciones se elevaban en densas volutas. Bajo el atento escrutinio de la mujer, el chaparrón volatilizó los restos al fundirlos con el fango y dispersarlos en un sinfín de riachuelos. Y no fue esto todo: la ventolera, que había amainado al extinguirse el sortilegio, reanudó su embate y, tras hacer jirones la neblina, transportó sus vapores hacia rincones inexplorados. El caserío se desvaneció como si nunca hubiera existido. Yerta de frío, Lena se recogió en su capa y giró el rostro en dirección a Bellamy, quien se afanaba en colocar a Octavia sobre la silla y la zarandeaba a fin de ponerla en condiciones de cabalgar.

—Hay algo que deseo preguntarte —dijo la dama al luchador mientras la ayudaba a montar—. ¿Qué prueba es esa que ha mencionado tu hermana? He advertido la expresión que adoptabas al oírla. ¿De qué se trata? Intuyo que tú le has comprendido.

El interpelado no contestó de inmediato. A su lado, la nigromante se balanceó incierta hasta que, inclinando la cabeza, se extravió en sus sueños. Tras asistir a Lena, el corpulento humano fue hacia su caballo y se encaramó a la grupa; una vez instalado, se hizo con las riendas que se deslizaban entre los dedos de la amodorrada hechicera. Ascendieron a continuación la montaña, sin que el luchador oteara ni una sola vez el panorama que dejaban a su espalda. En silencio, guió a los corceles por la senda pendiente de la maga que, relajados sus músculos en su inoportuno descanso, se reclinó en la crin del equino. Al ver que daba tumbos, el solícito guerrero la enderezó con mano enérgica pero sin brusquedad.

—Bellamy, aguardo una explicación —persistió la mujer ya en la cumbre del cerro.

Él la espió antes de contemplar, entre suspiros, el paisaje. Al sur, lejos de ellos, se erguía Thorbardin bajo una masa de nubes que encapotaba el horizonte.

—Afirma la leyenda que, antes de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, Huma fue puesto a prueba por los dioses. El Gran Caballero hubo de luchar contra el viento, el fuego y el agua. Su última conquista, la más difícil —apostilló quedamente—, fue la de la sangre.