XVIII

Todo fue por el Cinco Colas. Un Jinchuriki estuvo involucrado, pero de una manera menos maliciosa de la que se ha querido difundir. De forma sencilla: el cómo se diseminó el caos de tan cuidadoso plan puede encontrar su explicación en la forma atropellada y algo desesperante en como todos los implicados se vieron obligados a actuar de un momento a otro al ver sus proyecciones iniciales arruinadas por el inesperado encuentro en la Aldea de las Olas.

Utakata era un joven sin clan que vivía en las playas, vigilando las olas. Le pagaban 2 peniques cuando arreciaba marea alta. Con una caracola como percutor y la espina de un pejerrey, unidas por hilos de nilón podrido, creó un arma con la cual enfrentaba las iras del clima o recitaba inocentes melodías contemplando el mar. No pasó mucho hasta que el mar le empezara a contestar. Le dijo: debes practicar más, con su susurro brumoso. Utakata, que creía haber inhalado ya muchas sales de baño, se volvió a la choza de esteras donde dormía. Al día siguiente, el mar lo despertó con su intenso abrazo. Escupió algunos botes camaroneros, encallando uno en la tienda de ultramarinos, y regresó tantos regalos involuntarios. El muchacho, menudo en su contextura y con sus cabellos grasientos, entendió que no debía privar al mar de su música. Se liberó de las algas enredadas y tocó. Desde entonces ambos entablaron un diálogo hermoso que le era indiferente a los lugareños, pero encantaba a los viajeros. Utakata preguntaba, y el mar respondía, a veces manso, a veces revuelto. A veces el mar llegaba con interrogantes sobre la vida en la tierra, como si envidiase la firmeza sobre la que andan los hombres, pero Utakata respondía que la vida no suele ser tan estable, que las personas experimentan cambios inesperados, y muchas veces debe atravesar tormentas funestas, pero revitalizadoras. Para el mar la tierra había siempre lucido igual, con sus masas de humanidad moviéndose impertinentes, con sus continentes quebrándose en ríos de lágrimas dulces. Así, iniciaban las mañanas debatiendo sobre algún asunto cualquiera (el abuelo que lleva a su nieto a pescar, los amantes que se esconden en la cueva, la virgen que purifica sus pecados en la orilla), y lo extrapolaban a una discusión moral sobre el legado del tiempo, los amores tórridos y pasajeros, la ambigüedad de los juramentos y; en suma, la futilidad de la vida expuesta en la ensenada de la existencia. Entonces llegaron los hombres del Vice-Almirante Ao, exigiendo ver al Gobi, el Biju de las Cinco Colas.

Se sabía que el Caballo Marino cabalgaba en la bruma y había sido siempre el más interesado de las Bestias en la vida humana. Se sabía que en los días lluviosos o tras una temporada de intenso calor como una ilusión las ahijadas que iban a lavar ollas veían a la criatura ocultándose torpemente tras las nubes. Muchos relatos existían sobre aquel voyerista ser que espiaba a las doncellas cuando peinaban sus largas cabelleras. Muchos niños escribían algún deseo, lo ataban a una piedra, y esta la arrojaban al mar, esperando retribución. Nadie sabía bien el porqué de esa costumbre, pero, como muchas otras, seguro surgió desvirtuada. Mucho se comentaba, poco se entendía, y tras varios malentendidos, Utakata llegó al corazón del Gobi abriéndose paso con una melodía, y se sintió liviano, como pompa de jabón. Por eso, cuando los hombres de Ao llegaron, no esperaron encontrar a un Jinchuriki que no era Jinchuriki ni a un Biju que no era Biju. Intentaron convencer al chico de entregar al monstruo, y al monstruo intentaron comprarlo con ofrendas baratas que tiraba abajo con maretazos desganados. Estaban ya hartos cuando llegaron los Gemelos Mizuumi a zanjar el asunto. Dos espadachines inseparables y disímiles, tan idénticos en sus apariencias como diferentes en sus personalidades, pero igual de implacables cuando sacaban el sable.

—A ver, tarado, ¿cuál es tu maldito problema, estúpido? —Hinote era boca floja, y era el más propenso a rebanar a su rival sin segundas opciones.

—Esto no debería tomar demasiado, ¿por qué te interpones? —Hyoukai era más parsimonioso, y disfruta un poco más dejando que se alzasen los rivales, solo para ver cómo las posibilidades huían de sus ojos—, respóndeme una cosa... ¿quieres morir ahora o en 3 minutos?

Utakata no se movió, y los ninjas lo agarraron a patadas. Cuando se estuvieron un poco satisfechos, los Mizuumi desenfundaron sus katanas, clamando ante las olas que degollarían al bastardo y teñirían la playa de rojo. Fue entonces que sintieron la vibración de la arena en sus pies. El rumor del océano se volvió insoportable, hasta que una inmensa pared de agua los engulló. Las corrientes rodearon a Utakata, y cuales amables brazos lo mecieron y el muchacho, en el apacible torbellino del fin de su vida, reconoció finalmente el rostro de la bestia, y escuchó un nombre en la profundidad de su consciencia: Kokuou. Dicen los lugareños que, al acercarse, todo el destacamento y sus pertrechos estaban destrozados, y solo un empapado muchachito gateaba en la arena húmeda. No se acercaron porque reconocieron en la jabonosa piel del chico el signo inconfundible de la bestia, y lo vieron seguido escupir espuma blanca como si hubiese comido detergente. La voz se corrió tan rápido como las corrientes, anunciando bendiciones y maldiciones por igual.

Tras el impase, Ao sugirió apersonarse a la zona, explicándole a su Lord Mizukage la importancia de hacerse con una Bestia más. Yagura Karatachi, satisfecho por no tener ahora que aleccionar a los Mizuumi, se levantó (cosa que hizo a Ao enterrar el rostro en la mohosa alfombra), y salió del salón de juegos.

—¿Lord Cuarto Mizukage?

Le siguió, solo para descubrirlo cubriéndose con su manta y recogiendo su bastón floreado. Ao cayó sobre sus rodillas, no por devoción.

—Solo hay una forma de detener al Gobi —dijo Yagura, sin volverse por el detalle— y es con el Sanbi.

Ao, preso de un pánico silencioso, solo pudo sugerir espurias esperas antes de ver cómo su Lord Mizukage desaparecía entre la bruma del puerto y dejaba una Aldea aterrada pero huérfana, para de inmediato correr a los cuartos de comunicación, encender la radio, rogar por una presión atmosférica favorable, y esperar que alguien del otro lado se dignara a coger la bocina para al fin entregar su mensaje: Cambio de plan. Empezamos ya.

Cuando los pescadores del Noveno Puerto de Cachique recogían sus redes con sus brillantes cangrejos agazapados, divisaron a lo lejos un banco denso de bruma rosácea que se acercaba. Los niños, que solían levantarse antes que el Sol, se aglutinaron sobre el puente, alucinados por la silueta de lo que parecía ser una montaña marchante. Aunque las aves volaban hacia aquella hipnótica figura, muchos peces indignos escapaban del mar, arrastrándose por la arena hasta llegar a alguna choza, y cuando los perros, enloquecidos, ladraban a la nada, llegó un intenso rugido, como el trueno de una sirena que atravesó los corazones de todos. Ya lo sabían, aunque se negaban a aceptarlo. Algunos cayeron de rodillas, ahogándose en un llanto alegre ante el inconmensurable poder que presenciaban. Yagura surcaba el océano.

Durante cuatro largos días Ao (y por extensión, la Aldea) no supo de su Lord Mizukage ni contestaron sus aliados extranjeros. Se puede decir que aquel intermedio entre su lealtad devota y su insurrección absoluta es lo que más le ha destrozado los nervios en su vida, pero cuando emergía el quinto Sol se encendieron lejanas hogueras de apoyo. Hasta entonces la vida en Kiri había transcurrido con cierta cruel parsimonia, pero esa mañana los pescadores malolientes despertarían con el estruendo arrollador de las barcazas cargadas por kilos de harina explosiva. Las explosiones que dieron fin a la automática costumbre mañanera se sucedieron al poco rato, y las orillas relucieron con su salitre derramado y encendido por las antorchas de una liberación inexplicable.

Konoha y Kumo dirigieron la expedición en las costas, afirmando que buscaban las bases secretas de Akatsuki para destruirlas, amparados en ese supuesto pacto Anti-Akatsuki que nunca llegaron a firmar. No esperaron por ello mismo la resistencia intensa que presentaron las villas civiles. Ao, en su diagrama político, había minimizado de forma absurda la influencia que Akatsuki ejercía en las regiones pobres del País del Agua, que eran casi el 60% del territorio, y los efectivos militares no cargaban equipamiento adecuado ni iban moralmente listos para un enfrentamiento serio o prolongado, por lo que pronto se vivió un genuino descontrol en los escuadrones, órdenes de retiradas que eran corregidas por órdenes de avanzar sin miramientos, y encuentros furtivos con ninjas sin bandana. Como Jiraiya tantas veces había advertido en sus impopulares novelillas, el País del Agua presentaba un afecto inédito por las nubes rojas (para lo cual tenía una teoría que equiparaba el símbolo del Akatsuki con la campaña de terror dirigida por Yagura, aunque nunca podría probar lo cerca que estuvo de tener razón), pero resultó que nadie había logrado interpretar aquellos mensajes encriptados. Kakashi porque se distraía con la exuberancia de Kunoichis imaginarias y Sarutobi porque desconfiaba de ese acto insulso de leer, al que acusaba de provocar amnesias. Fue por esta razón que las Aldeas satélites de Kiri lograron organizar una defensa férrea empilada con una retórica de irresistible patriotismo.

—¡El enemigo extranjero intenta apoderarse de nuestro país!

Poca más labia se necesitaba para volar los puentes, esconder bombas en las provisiones y quemar los pocos barcos que dejaban atrás. No importaba cuánto anunciaran los ninjas extranjeros que venían a liberarles, la verdad es que ellos no necesitaban la libertad, y menos si venía acompañada de reminiscencias de la Segunda y Tercera Guerra. Así fue que la gloriosa campaña restauradora muy pronto se tiñó con los colores de la intervención foránea y más pronto todavía con los ocres tonos del desorden interno y la luminiscencia rojiza de la violencia generalizada, y para los tramos finales, con la negrura del Mal del Bacalao. Sin embargo; la rígida formación defensiva (el llamado Muro Blanco, herencia Kaguya) empezó a flaquear cuando llegaron noticias ambiguas sobre lo que pasaba en Kiri. Un cerco infranqueable impuesto por pescadores y cuerdas, divisionismo unido entre los clanes ninjas, la quema de los templos submarinos y la presente ausencia de la máxima figura fueron los ingredientes de una incertidumbre rampante que mermó su resistencia.

Ao, buen conocedor de los secretos de la guerra, sabía que era imposible derrocar a Yagura si no quebraba primero el corazón de sus Fuerzas Armadas: Los Siete Espadachines de la Niebla. Los había investigado por mucho tiempo, buscando desacuerdos, disconformidades y recelos, pugnas de poder y competencias aprovechables, y fue así que descubrió los turbios manejos y las cuestionables inversiones de Fuguki Suikazan. Por mucho tiempo permitió que hiciera de las suyas con los fondos de la Aldea, solo para tener la oportunidad ahora de comprarlo sin mucha opción a regatear. Lo conocía ya demasiado bien: era un tipo que vendería a su madre si le pagaban lo suficiente, ¿cuánto le costaría decidirse por un nuevo régimen? Aunque lo mirase con ese animalesco rostro, quizás enfurecido por su honra mancillada, sabía que no rechazaría un buen negocio. Ao conocía mejor que nadie la singularidad de su territorio, pero aún más todavía era consciente de las ambiciones de su gente. Una conspiración con tanto dinero moviéndose de un lado a otro jamás pasaría desapercibida para Fuguki, que ya se las olía, y lo atajó haciéndolo parte del plan y garantizando su futura posición. Por ello mismo, cuando Ao ideó que el primer paso de su golpe de estado tenía que ser una paralización total de toda actividad económica (siendo el 90% de estas relacionadas con la pesca) los comerciantes solo se sintieron seguros de proceder cuando Fuguki les dio su palabra de que sus créditos recibirían una garantía y sus deudas serían refinanciadas. No parecían entender muy bien lo que significaba un Golpe de Estado (ni mucho menos conocían a su hermano menor, el Shock Económico) pero Ao no necesitaba su entendimiento, solo su entusiasmo fiel si quería tener alguna oportunidad. Esa quinta mañana, Kirigakure amaneció clausurada.

—Esos miserables aprovechan la ausencia de Lord Mizukage para alzarse como unos valientes. No son más que escoria codiciosa —eran las palabras de Mangetsu, el más indignado de los espadachines. Sin embargo, Suikazan logró convencerlo de resolver el asunto por vías no sangrientas (que eran pocas, pero las había) y dispuso algunas reuniones para la tarde, cuando llegaron las señales de alarma por el avance intrusivo de los extranjeros de Kumo y Konoha.

Así que Ao, practicando un salto de la autoridad, asumió el mando militar de la Aldea, y dispuso que los Shinobigatana se desplegaran con unidades ninja para reforzar los puntos clave del país, especialmente en la Aldea de la Playa Rosada, la Aldea del Erizo de Mar y la Aldea de la Bruma. Cuando preguntaron por qué la Aldea de la Espuma no se había considerado en el Plan Defensivo, Ao esquivó el asunto afirmando que allí no había disturbios, y que debían concentrarse en las zonas débiles. Esa misma noche partieron, entre miramientos suspicaces que se convertirían en cuestionamientos serios atravesado el bloqueo marítimo.

—¿Lord Mizukage se ausenta unos días y nuestros enemigos lanzan un ataque de esta magnitud? —Mangetsu intentaba hallar una explicación.

—Realmente es sospechoso —declaró Ameyuri, y era más de pensar mal, que siempre acertaba, pero se hallaba en la purificación de su alma para el cruce al más allá y la posterior reencarnación—, como sea, solo debemos hacer nuestro trabajo, y si algo raro ocurre... pues los matamos a todos.

Algunas cosas nunca cambiaban. Pero no se encontraron con el famoso Muro de Niebla, sino con una línea defensiva desperdigada y caótica. Se habían perdido ya varios fortines en manos enemigas, y lo que era peor, el saqueo mandaba en las localidades que habían quedado en la tenaza extranjera.

A la vez, Ao aprovechaba una coyuntura que poco dependía de él. Zabuza había llevado a cabo sus propios preparativos acarreando a toda la calaña de la sociedad de Kiri, y un día antes que sus compañeros espadachines zarparan, desplegó a sus hombres con la excusa de revisar la situación, pero con el único propósito de promover el descontrol en los pueblos cercanos. Sin perder tiempo, movilizó a sus ninjas para eliminar a funcionarios importantes de las pequeñas localidades, entre los que se encontraban varios familiares de los Shinobigatana. Los hermanos Gozu y Meizu, dirigiendo un pequeño batallón, se encargarían de secuestrar a unos cuantos señores feudales de poca monta para canjearlos por algún pez gordo más tarde. Zabuza, codicioso como él solo, se había reservado para sí las tareas más importantes. Primero, con los tesoros familiares del Clan Momochi, contrató a todos los malandrines, delincuentes y piratas de segunda que pudo conseguir en las zonas rojas, convenciéndolos con su conocimiento del mundo criminal para que, siendo las 6 de la mañana de un día largamente prometido, 24 horas justas después de que los marinos paralizaran sus actividades pesqueras y los negocios cerraran sus ventanas siguiendo la orden de paro dada por los jefes, bajaran las manchas bravas de Kiri, oliendo a pescado y enfermos muchos con la Bruma Negra sin saberlo, y barriesen de oeste a este los puertos, atacando los locales y vandalizando barcos, situación que devino demasiado rápido en un saqueo masivo. Tan bien hicieron su trabajo que Ao tuvo que pedirle a Zabuza, arriesgándose al usar una línea no segura, que calmara a su gente.

—Eran mi gente. Ahora que están sueltos, son del mundo.

—Ese hijo de puta, ya sabía ya…

—Aún te escucho.

Ao se apuró en cortar. Zabuza, complacido, procedió a su segunda tarea, la autoimpuesta misión de asesinar a Mangetsu y Kushimaru, los mayores incordios de su plan, paso omitido con digna constancia a sus "colaboradores". Para ello tenía un plan genuino. Sus hombres habían raptado a Suigetsu, y tenían loco a los hombres del ENKO que nomás no daban con el escurridizo muchacho. Planeaba matarlo y culpar a los enmascarados, lo que terminaría de fraccionar a los Espadachines, aunque muy tarde descubrió la partida de la mayoría de ellos. Entendió que no colaborar al 100% bien podía mantener seguros sus planes, pero impedía que estuviera al tanto de los ajenos. Pero ya daba igual, porque era quizás el único que tenía consciencia de que Yagura no podía tardar en volver. Para ese momento esperaban ya tener al gobierno de su parte y, aunque podían esperar una brutal represalia, él tenía bajo su poder la carta del triunfo, la única debilidad del joven Mizukage: su también joven esposa, la doncella del agua, Sen Yuki.

—Pobres... —ella contemplaba consternada el incendio en las orillas, desde la alta torre en la que la mantenían cautiva. Suigetsu, ensayando su licuefacción, pensó en prestar su hombro para que la muchacha llorase augusta. No entendía cómo un delicado copo de nieve como ella podía amar a una bestia sin corazón como Yagura—, solo yo le conozco... Sé que él volverá.

A esa hora se dictó la Ley Marcial en la Aldea. La Marina cercó los puertos, deslizando los cañones hacia el Faro. Ao, imbuido de una serie de fantásticos poderes, mandó a que las tropas dieran un ejemplo de rectitud y control en las calles, barriendo con cualquiera espuria resistencia pendenciera. La noche halló a la Aldea silenciosa y con sus linternas extintas. Al día siguiente, cuando los navieros atravesaron la densa bruma, descubrieron los puertos de la defensa bordados con banderas negras donde hondeaba orgullosa y chapucera la Nube Roja. Los aliados extranjeros de Ao habían sido sistémicamente expulsados por una serie de emboscadas lanzadas por los miembros de Akatsuki y sus simpatizantes, el grueso local. Aquellas victorias más sin embargo le acarreaban críticas desde el exterior. Sin duda, ese improvisado pase a las armas había sido el detonador que faltaba para hacer estallar la diferencia entre los Akatsuki de Iwa y los Akatsuki de Kiri. Los primeros acusaban a sus homólogos nebulosos de venderse a un régimen displicente con el crimen y tiránico con su pueblo, tildándolos de radicales sin principios que perseguían la mera supervivencia aún si tenían que defender a un monstruo como Yagura Karatachi. Los de este lar más bien señalaban que ellos no defendían al Mizukage, sino a la gente inocente que quedaba a merced de Shinobis despiadados por un lado y por el otro, y que sus pares de la Roca no tenían ningún derecho de acusarlos de vendidos cuando ellos mamaban de la teta de Onoki hacía ya muchos años. Por su parte, ellos, desde sus cómodas minas abandonadas, habían criticado la decisión de los primeros de no apoyar el paro pesquero, denunciando su evidente complicidad con la Neblina Sangrienta, aunque estos, con los huesos calados de frío, indicaban que aquel paro estaba promovido por intereses feudales para ver engordar sus sacos de dinero y promovían en cambio la movilización de los trabajadores y desposeídos para organizarlos como clase y concienciarlos de sus tareas históricas. En todo esto, el Akatsuki de Amegakure, corazón y cerebro de la organización, poco podía mediar. Pero para Ao el asunto era muy claro, gracias a su Byakugan. No había distinción alguna: Akatsuki de Iwa, de Kiri o de Ame, todos son iguales, pura basura.

—Destruyan todo edificio sobre el que haya una Nube Roja.

La tranquilidad silenciosa de la mañana del séptimo día fue rota con el estruendo insoportable de los cañones descargados en las fortificaciones defensivas. Los Shinobis apenas llegados no lo podían creer: atacados por la retaguardia. Muchas de esas banderas eran mera decoración, o para que no se filtrase la lluvia, o bien para mantener a raya al invasor; nunca pensaron que sería la señal que su propio ejército buscara para aplastarlos. Más aun, se tomaron demasiado literal las órdenes, porque cuando cayó el atardecer, volviendo los cielos colorados, los puertos se convirtieron en una diana de tiro al blanco donde los cañoneros podían malgastar el excedente de pólvora. La noche era iluminada por un fuego intenso, y llantos oscuros que arrastraban cuerpos irreconocibles.

Los muertos siempre justifican golpes de estado. Y aunque los muertos civiles se contaban por montones, la indignación se la llevaron las bajas militares. Muchos buenos hombres y mujeres, entre los más fieles a Yagura, cuidadosamente dispuestos por Fuguki, habían caído en esa bochornosa maniobra de contraataque. Ao, sin perder el tiempo, durante la madrugada del octavo día, ordenó el arresto de todos los altos mandos militares, acusándolos de traición mayor y genocidio no autorizado. Kushimaru, que se encontraba entre los más tranquilos, desplegó a los ENKO a que capturasen a los generales dispersos y autorizó su neutralización si en caso se resistían. Gracias al impecable manejo de la burocracia, los teléfonos malogrados y el jugueteo de las sugerencias, Ao había logrado ocultar la autoría de aquellas órdenes funestas, convenciendo a sus pares de darse el crédito prematuramente. La Aldea amaneció bajo un nuevo sitio. El Almirante ascendido entre morsas panzonas a Supremo Almirante, marchó del Cuartel Naval, al que había convertido en el Centro de Mando Golpista, reuniendo allí a todos los conspiradores que iban llegando con sus guardias especiales y sus sonrisas tan panchas estrechando las palmas tiernitas, hacia El Faro, el Castillo del Mizukage, para preparar el nombramiento de la Quinta Mizukage.

Pero la angurria (o el miedo) le pudieron. Ao, tan inflexible como era, por primera vez tuvo que admitir que había cometido un error al ordenar la disolución de los Siete Espadachines de la Niebla tan rápido, autorizando, mediante Decreto Secreto, que asesinaran a los Shinobigatana que se resistieran al arresto. El boletín matutino escandalizaba con su titular sangriento: Los Espadachines intentan Derrocar al Cuarto Mizukage. A las 10 de la mañana ya se estaban repartiendo volantes convenciendo de esta impactante narrativa, donde Ao se pintaba como el más digno defensor del régimen de Yagura y el saldo de muertos ya se registraba por miles, aunque en las playas no muriera más de un par de cientos.

—¡Demonios, debemos ponernos a trabajar! —Grita el coordinador para desenfundar el sable y abrir una desentendida garganta—, ¿por qué Lord Mizukage hizo esto?

Así, en rápida sucesión, los Shinobigatana fueron emboscados por sus propios escuadrones de asalto. Mangetsu Hozuki fue el primero en desaparecer, al ser asediado por helénicos lanzallamas. Al buscar refugio en las olas, se encontró con el salitre regado y encendido que le bloqueaba el paso. Seguido cayó Ameyuri Ringo, atacada con Jutsus de Agua para convertirla en la más pequeña conductora eléctrica que más fuerte hubiese gritado jamás. Jinin Akebino, por su parte, fue apuñalado 17 veces mientras dormía. Jinpachi Munashi, no muy lejos de allí, intentó huir en su nave, pero esta se hallaba cargada con kilos y kilos de gelatina explosiva que reaccionó al contacto de una flecha en llamas. La explosión se elevó como un pilar ígneo en la negrura oceánica. Kushimaru Kuriarare, en tanto, fue separado de sus hombres y recluido en el Astillero Principal, resguardado por docenas de hombres fieles a Ao. No intentó nada ni dijo nada, y solo fue a sentarse al fondo del almacén de tablones. Así Ao no podía saber si el espadachín había entendido la situación y se resignaba, o actuaba respetando su irrompible personaje, sin tener idea de nada. Resolvió no arriesgarse: esa misma tarde lo ejecutarían. Los Diablos de la Niebla, tantos años relegados de los ENKO, se ofrecieron para cumplir la sentencia. Mientras tanto, seguirían preparando el Faro para la nueva Mizukage, retirando las cabezas clavadas en picas y desactivando las fuentes de sangre (que no era tal, solo agua entintada para dar una imagen más chocante) y abriendo los mejores vinos de los toneles subterráneos y ya se vivía un ambiente de genuina victoria entre golpistas del oleaje, traidores de la pesca y oportunistas de bote; sin embargo, una noticia llegó cuando alzaban sus copas con leche de tigra, una notica que les aguó por completo el festejo. Los Espadachines de la Niebla seguían vivitos y lengüeteando.