Su destino estaba trágicamente sellado desde aquel fatídico día en el que sus caminos se entrelazaron como las zarzas. Tiene el recuerdo permanente en su memoria: los sonidos de las zapatillas arrastradas en el suelo, la dinámica de los cuerpos corriendo y saltando, las sombras que proyectaban los reflectores. Sus rostros estaban separados por la red que los volvía rivales. Atsumu no puede digerir la palabra rivales sin que sus entrañas se compriman.
Decir que está obsesionado sería cometer un error conceptual, pero tampoco está muy lejos de la realidad, según lo que le ha pronosticado el doctor del amor Osamu Miya. Sus síntomas son una serie de acciones que por sí mismas no otorgan un gran valor argumental a su discurso, pero que juntas le sirven de referencia a su hermano para acusarlo de estar locamente enamorado del chico de Karasuno.
Atsumu preferiría referirse a sus emociones un poco desenfrenadas como mero respeto y admiración hacia una figura deportiva que, a decir verdad, no lograba infundir nada más que indiferencia en un primer momento, pero que, mucho más tarde y luego de demostrar sus capacidades, le hizo sentir como si lo sacudieran de raíz. A decir verdad, Hinata lo deslumbró como un rayo que ilumina todo a su alrededor después de destrozarlo todo. Así fue.
Shoyo había cambiado el pensamiento de la mayoría de los presentes en el partido: logró demostrar su valía como un jugador de vóley que no poseía la estatura estándar para jugar, pero que en cambio tenía todo lo demás, pasión, dedicación, una energía interminable, y el eterno amor por el deporte que le hacía disfrutar de lo que hacía. Atsumu no pudo evitar que sus dedos se movieran todo el tiempo, persiguiendo la silueta veloz que se movía por toda la cancha, saltando siempre, buscando divertirse hasta que se le quemaran los dedos.
Cierto sentimiento surgió en su pecho, una emoción que le hacía sentir cálido en los lugares correctos, la idea prometedora de que no estaba solo en su locura por el vóley. Tal vez él podría correr a su lado, saltar, rematar, colocar, todo lo podrían hacer juntos.
La idea novedosa lo terminó cegando, al punto que, incluso aunque la derrota tocó a su puerta, Atsumu no se detuvo lo suficiente para secarse las lágrimas. Sus dedos, todavía ansiosos, se extendieron hacia Hinata Shoyo y le prometieron seguirlo.
Hinata le sonrió, incluso estando confundido, y asintió mientras Tobio se lo llevaba, no sin antes mirarlo con una señal de advertencia creciendo en el mar azul que tenía por ojos. Atsumu se hubiese estremecido pero no había salido aún del estupor que le provocó la sonrisa radiante de Shoyo.
Él era un hombre de palabra, que cumplía con sus promesas por muy vergonzosas que le parezcan en la actualidad. Por eso buscó a Hinata hasta encontrarlo, tan brillante como siempre, excepto que un poco más bronceado de lo que lo recordaba. Y allí empezó el problema, esa serie de acciones que Osamu se molestó en mencionar cada vez que la acusación se deslizaba de sus labios: Atsumu se había vuelto fácilmente más ambicioso, porque ahora no le bastaba con colocar para Shoyo, ahora iba por algo más. Algo que incluso él desconocía.
Atsumu sentía sus ojos moverse por toda la extensión del cuerpo de Hinata, mirando la piel pintada por el sol de Brasil, que lucía más brillante luego de los entrenamientos. Se veía... bien, si debía admitir algo.
Bueno, es posible que no fuera tan inteligente como se creía, si debe reconocer él mismo que no cree en sus propias falacias. Hinata se veía asombroso, tan atractivo que era difícil decir que era el mismo chico de movimientos estrafalarios que conoció en la secundaria. No había mucho más que hacer para ocultar eso, si sus ojos no eran suficiente prueba a esas alturas.
"Atsumu-san es genial", decía él cada vez que el entrenamiento del día culminaba.
Atsumu-san se sentía genial cuando lo oía decir eso. La realización de su sueño de no estar más solo en el camino a su meta de convertirse en un profesional del vóley, por fin, era una realidad. Cuando miraba a su lado, Hinata estaba ahí. Si quería probar algo nuevo, Hinata estaba ahí.
"Osamu tenía razón", admitió ante Osamu.
"Por supuesto que sí, imbécil", le respondió su hermano, "pero por qué lo dices ahora".
"Porque no puedo fingir más", explica, "no cuando es tan lindo que siento que voy a dejar de respirar si no lo beso".
Su hermano se asquea con facilidad, pero no se ríe de él esta vez.
"Ya tienes eso", le dice, "ahora solo ve y díselo".
Atsumu entiende que eso es lo único que puede hacer si no quiere morirse aún. Tiene más partidos que jugar, con o sin el amor de su vida. (Él desearía de todo corazón que Hinata acepte ser su compañero de vóley para toda la vida, con implicaciones románticas o sin ellas.)
Entonces, sucede que Hinata le dice que sí a lo que sea que haya balbuceado y que ya no recuerda, pero si los ojos son la ventana del alma, supone que el brillo en la mirada de Hinata indica que puede besarlo hasta recuperar el aire que se le había ido mientras se confesaba. Y lo hace, mientras que, por fin, sus manos se posan en el cuerpo ajeno, con toda la delicadeza que le permite el deseo reprimido, que en este caso no es mucha, pero Shoyo no lo aleja.
Sus dígitos están marcados a fuego con los pinchazos de su piel cálida. Y se quedan allí para siempre: en los partidos, en las citas posteriores, en las caricias de amor que se profesan cada noche.
