Solo por esta noche


Disclaimer: Este fanfic fue escrito en octubre del 2001. En ese momento, yo era una adolescente romántica de dieciséis años de edad. No me culpen, ya están avisados.


¡Dong! ¡Dong! ¡Dong!

La campana del reloj sonó algunas veces más, indicando la llegada de las nueve de la noche. Hora en que las parejas comenzaron a bailar luego de haber escuchado el discurso de bienvenida del príncipe Luca del diminuto reino de Cerica. La orquesta comenzó a tocar ante el regocijo de los presentes. Algunos bailaban, y otros conversaban, entre otras cosas, sobre la lamentable "casualidad" de que justo esa noche la prometida del futuro rey haya pescado un resfriado. La fecha del compromiso que estaba planeada para esa noche había sido postergada para otro momento. ¡Aquel reino gozaba de las maravillas (o desgracias) del dinero! Asique nunca había un "pero" para llevar a cabo otra fiesta.

Y otros, o mejor dicho "otro" solamente estaba parado, apoyado en la pared del salón, observando aburrido todo el entorno. Para él, lo peor era haber tenido que aguantar el terrible y largo discurso de aquel idiota, como consideraba a ese sujeto. Bien apodado estaba, ya que aquel "Príncipe" no podía decir ni siquiera una frase sin haber consultado la totalidad de lo que tenía que decir a su fiel consejero. Además, había algo más en ese sujeto, una especie de "no-se-qué" el cual lo hacía sentirse incomodo cuando por una u otra razón (generalmente sobre la paga por su trabajo) debía hablar con él. Prefería evitar cualquier tipo de conversación con lo que él consideraba un "pedazo de ser inservible".

Quizás podría haber sido una fiesta divertida. Pero para él solo era un trabajo más, donde solo se limitaba a vigilar de que ningún estúpido conspirador echara la fiesta a perder.

Aburrido, Zelgadis volvió a ver a todos los presentes, cuyos rostros estaban ocultos por máscaras y disfraces de todo tipo, absurdos, en su opinión. Suspiró cuando se dio cuenta de que él era otro estúpido que estaba de la misma manera, con la diferencia de que había preferido usar solo la máscara que le cubría lo que él consideraba un monstruoso rostro, y ningún tipo de disfraz.

Todo lo contrario de su compañero.

—¡Pero ni que hubiera algún velorio Zelgadis! ¡Disfruta la fiesta!

Zelgadis hizo una mueca de disgusto cuando vio al muchacho que le estaba hablando. Y no era para menos, su vestidura era la de un clásico príncipe de cuento de hadas. Bien ridículo y tremendamente llamativo.

—Ya has empezado a tomar, Kaherdín.

—Nah... Hoy el jefe está demasiado con lo suyo, que ni se fijara en si estamos haciendo bien nuestro trabajo ¿Quieres un poco de ponche?

—No, gracias.

—Sí que eres aburrido, amigo Zel.

Zelgadis corrió la vista restándole importancia a lo que su compañero había dicho. Sin embargo, su rostro cambio por una sonrisa cuando vio a una mujer de cabellos rubios y ojos celestes que intentaba esconderse de todos los presentes.

—Creo que hay alguien que te está buscando Kaherdín.

—¿Eh?

Zelgadis señaló con la cabeza hacia donde estaba la hermosa mujer. Kaherdín sonrió con una gran felicidad, esperando que ella lograra ubicarlo. Hubiese corrido para luego abrazarla como siempre lo hacía, aunque era consciente de la situación en que se encontraban.

—No te preocupes Kaherdín —dijo Zelgadis—. Ve con ella. Nadie se dará cuenta que es Eunice.

—¿Crees?

—Por supuesto. Ella es muy inteligente, en nada se parece al inservible de su hermano.

—Muchas gracias Zelgadis. ¿Me harías el favor de cubrirme?

La quimera se quedó pensando por un tiempo.

—Bien. Con la condición de que algún día me devuelvas el favor.

—¿Qué te hace creer que no te lo devolveré?

—El hecho de que ya me debes cuatro favores.

—Qué desconfiado eres Zelgadis —estrechó la mano de su compañero —¡Trato hecho!

Entonces se retiró y con disimulo se dirigió hacia la muchacha.

Zelgadis observó cuando el joven guardia y la princesa Eunice se reencontraban. Notó que ambos estaban nerviosos, tratando de ahogarse el deseo de abrasarse y besarse, como siempre los veía cada vez que le tocaba encubrir a su compañero.

Se dio cuenta que, en solo unos segundos, ambos se habían esfumado de la fiesta. Esbozó una sonrisa.

Zelgadis escuchó pasar a dos mujeres frente suyo comentando el tema que estaba en boca de todos: el misterio que envolvía a la prometida del futuro rey. Hasta el momento no se la había presentado en sociedad, nadie conocía ni su nombre, ni donde provenía, si era princesa o una simple plebeya. Solo se sabía que tenía alrededor de dieciocho años. Pero nada más.

Los únicos que la conocían eran, obviamente, el príncipe Luca, su hermana Eunice, la nodriza de la joven, y su compañero Kaherdín... aunque la había visto solo por casualidad y sin que nadie lo supiera. Y por lo que él le alcanzó a comentar la muchacha no era muy linda que digamos. En fin, esa no le parecía una buena excusa como para someterla al castigo de casarse con semejante tipo.

Volvió a su pose normal con sus ojos casi cerrados y con los brazos cruzados. Actuando con inercia metió la mano en su bolsillo y saco un hermoso brazalete de oráculo. Lo miró unos segundos y lo regresó a su lugar.


Un hilo de luz iluminó el cuarto oscuro cuando alguien abrió sigilosamente la puerta. Entonces una mujer regordeta entró y se acercó a la figura que estaba recostada de espaldas a ella. Tocó la frente de la jovencita, y luego sonrió.

—Princesa Ameria: ¿Alguna vez alguien le ha comentado aquel dicho, que dice que la mentira tiene patas cortas? —dijo irónicamente prendiendo los candelabros.

Escuchó como la figura suspiraba y luego le hablaba:

—A ti no puedo mentirte—rio dándose vuelta, y sonriéndole.

—Te conozco desde siempre. Serás muy buena con tus actuaciones, pero a mí no puedes engañarme—dijo ayudando o más bien obligando a la joven a levantarse.

—¡Bah! Por más excusas que quiera inventar mi compromiso con ese insoportable es seguro. ¡Solo un milagro podría salvarme! —exclamó, desalentada cuando se sentó en el borde de la cama. Se miró al espejo, ¿Qué más tendría que hacer para verse lo suficientemente fea como para que ese hombre no la desee? Se había recogido el largo cabello en un rodete, había mandado a hacer lentes con unos vidrios gruesos y pesados, su rostro lo cubría con un maquillaje que le cubría la belleza de su rostro, y jamás se arreglaba. Aun así, nada funcionaba.

—Mírame... soy un desastre y aun así el sigue empeñado en querer casarse conmigo —lamentó, levantándose y revelando el camisón rosado, ideal para esa época calurosa por ser corto y bien escotado.

Se dirigió hacia los ventanales abiertos del balcón y disfrutó de la leve brisa que relajó su cuerpo.

—No te das una idea de toda la comida que hay allí abajo —comentó, tratando de sacar conversación y dejar de lado la tristeza de la princesa— ¡Además están todas riquísimas!

—Sabes bien que no debes comer tanto. Podrían hacerle mal a tu estómago.

—¡Bah! Hay que disfrutar mientras se pueda.

—Disfrutar mientras se pueda —susurró con melancolía—. No sabes cuanto extraño salir de aventuras con mis amigos. ¡La verdad! ¡La paz en el mundo! ¡Derrotar a los malvados con el peso de la justicia! —exclamó entusiasmada—¿Qué es lo que ha pasado? Siento que ya no soy la misma.

—Pues creo que si te miras al espejo encontraras el porqué de tu cambio.

—No me refiero a lo físico...

—Yo tampoco me refería a eso.

—¿Y entonces?

La mujer llevó a Ameria hasta el frente del espejo. Ella vio con disgusto su propio reflejo.

—Es que has crecido princesa Ameria. Has madurado mucho sin que te des cuenta y eso influyo en tu comportamiento.

—¿Entonces quieres decir que mientras uno va creciendo las fantasías desaparecen?

—No desaparecen, pero los adultos siempre las olvidamos por nuestras obligaciones.

—Entonces no tiene ninguna gracia que mañana festeje mis dieciocho años.

—¿Y qué te parece si le das una pequeña despedida a tus fantasías?

Ameria pestañeó extrañada.

—¿Qué quieres decir?

Los ojos de la mujer mostraron un brillo de picardía.

—¿No te gustaría participar de la fiesta?

—¿Yo?... estar... ¿en la fiesta?

—Aha.

La princesa se tomó el mentón, muy pensativa.

—¿Pero no se darán cuenta?

—Casi imposible —contestó con completa seguridad—. Los únicos que te conocemos somos el Príncipe Luca, su hermana Eunice y yo.

—Pero Luca también está en la fiesta. Si se llega a dar cuenta que no estaba enferma y que me metí en la celebración sin que él supiera, se armaría un gran escándalo.

—No te preocupes —calmó en una risita—. Ese hombre es como una esponja. No puede estar sin tomarse todo el alcohol de la fiesta.

—Muchas veces lo he visto tomar y jamás me pareció que estaba ebrio.

—Su efecto es contrario al de todos. Cuando se emborracha se muestra mucho más correcto al hablar, pero no es capaz de saber en qué situación esta. Al otro día tampoco puede recordar lo sucedido.

Ameria recordó a su amigo espadachín cuando escuchó eso.

La mujer tomó por los hombros a Ameria e hizo que se sentara frente al espejo. Luego retiro los lentes de la muchacha y con un movimiento rápido saco el lazo azul de su cabeza. El cabello de la joven, tan oscuro como la medianoche, cayó como una cascada hasta llegar a la cintura.

—Eres tan hermosa como tu madre. ¡Estarás más bella que la propia reina de las hadas!

—Gracias —agradeció con sinceridad, mirándola desde el reflejo del espejo— Tu siempre me ayudas —nuevamente, no pudo dejar de pensar en lo que estaba por hacer— ¿Y si la señorita Eunice se da cuenta de quién soy?

—La princesa en este momento debe haberse escapado con ese guardia. Deje ya de preocuparse, y procure que cuando llegue abajo disfrute de la fiesta como nunca.

—Sería mejor si mis amigos estuvieran también —no pudo evitar que su voz sonara con algo de tristeza. La imagen que ella había intentado olvidar durante todo ese tiempo reapareció. Pensando en aquel hombre, lo siguiente que dijo fue solo en un susurro, más para ella misma que para su nodriza—. Cuánto desearía que él estuviera aquí. Conmigo...


—¿Y qué le parece la fiesta señor Greywords? —preguntó Eunice al llegar hacia el hombre.

Zelgadis no quiso parecer grosero y trató de contestar lo más cortes que pudo:

—Está bien.

—Pues eso no se escuchó muy convencido que digamos—agregó Kaherdín cuando llegó hacia la princesa, luego de haberse fugado por una hora con ella. Ninguno hizo alguna demostración de cariño, para no poner en evidencia su relación clandestina. Frente a los demás se comportaban como un guardia que sirve a su majestad, a excepción de cuando se encontraban con la sola presencia de Zelgadis.

—Sabes que no me agradan demasiado las cosas tan pomposas.

—¡Bah! Es que eres un aburrido —observó a su amante que tenía la mirada fija hacia el costado— ¿Le ocurre algo su majestad?

—Es que... no puedo recordar quien es esa joven.

Ambos hombres observaron a la muchacha que estaba apoyada en la pared. Parecía muy aburrida.

—Quizás no la recuerde porque lleva una buena mascara Princesa Eunice—agrego Kaherdín. Luego, agudizó más la vista— Es muy bonita...

Pisotón.

—¡Oh! discúlpeme señor guardia no me di cuenta en donde puse mi pie—agregó Eunice con tono de malicia, mientras Kaherdín se tragaba los gemidos de dolor, producidos por la presión del taco de aguja en su pie.

—Sí, claro. No se preocupe —se dio cuenta que Zelgadis seguía con la mirada fija en la chica. Sonrío malicioso—. Parece que te ha gustado, ¿eh?

Zelgadis volvió a mirar a su compañero.

—Cállate.

En realidad, parte de eso se podría decir que era verdad, aunque siendo como él era jamás lo diría. Igualmente había otra cosa que le llamaba más la atención. Ese cabello oscuro, ese estilo de caminar y ese cuerpo suyo le hacían recordar tremendamente a alguien. Solo una diferencia le hacía pensar que no era ella: su pelo largo con sutiles rizos y su altura que casi llegaba a la suya.

—¡Eh! ¡Tierra llamando a Zelgadis! —exclamaba Kaherdín agitando la mano frente al rostro de su amigo.

—Qué quieres.

—Por lo que veo te ha gustado mucho. No quitas la vista de ella.

—Ya te dije que cierres la boca.

—¿Y por qué no la invitas a que baile una pieza contigo?

—¡No! ¿Acaso quieres que corra espantada? —respondió enseguida Zelgadis, horrorizado.

—Oiga señor Greywords, deje esas cosas de lado por esta vez. Sabe que pronto va a tener lo que tanto deseo.

—Lo que pasa es que el hombre no tiene las agallas suficientes como para cortejar a una mujer —provocó Kaherdín, esperando una respuesta.

—Y tú qué sabes.

—Demuéstramelo.

—No quiero.

—Entonces tienes miedo.

—Claro que no idiota.

—Te propongo hacer una apuesta. Si tú le ofreces bailar a esa muchacha y le haces compañía durante toda la noche yo te reemplazare todo este mes y recibirás la mitad de mi sueldo. Pero... —agregó—. Si no lo logras yo no tendré ninguna deuda contigo y ya no te deberé los cuatro favores —invitó el joven, estirando su mano— ¿Aceptas?

Zelgadis dudó un momento, aunque luego estrechó la mano de su compañero, sellando así el pacto.

—Trato hecho.

—Eso sí, deberás estar hasta el final de la fiesta junto a ella.

—No me tomes por idiota, entendí todo.

—Pues creo que les han ganado de mano—sonrió Eunice, observando que la joven ya había sido invitada por otro hombre, y ahora se encontraba bailando con él en el centro del salón—. No lo hace nada mal—agregó, refiriéndose al modo de danzar de la muchacha.

—Bueno supongo que deberás esperar un rato para tu turno Zel —dijo Kaherdín.

—Pues por lo que veo no tendrás que aguardar por mucho tiempo —volvió a contradecir la Princesa, observando como el hombre estaba comenzando a deslizar su mano por la espalda de la joven con la clara idea de llegar hasta el final. Eunice comenzó el conteo: —Cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡Ahora!

Todos los presentes voltearon al mismo tiempo cuando un hombre dio un grito ahogado de dolor. Se encontraron al pobre tipo con las manos en su entrepierna.

—¡Justo en el centro! —exclamó Eunice con felicidad, aplaudiendo.

Todas las mujeres la imitaron, haciendo de la fiesta una ovación hacia la muchacha. Los hombres solo miraron al pobre infeliz, que seguía retorciéndose en el piso, por el rodillazo que le dieron en el lugar más sensible de todo cuerpo. Otros dos guardias lo ayudaron a levantarse, y lo llevaron hacia los cuartos de invitados.

Zelgadis y Kaherdín no pudieron evitar que el sudor les recorriera la frente.

—Eso debe haber dolido —masculló el amante de la princesa. La quimera asintió con la cabeza.

—¡Bueno señor Greywords! —exclamó la joven— ¡Es su turno! Mire que parece ser una joven de gran carácter.

Kaherdín apoyó su mano en el hombro del nervioso Zelgadis:

Bonne chance.


Estaba roja como un tomate cuando todas las mujeres del salón comenzaron a aplaudirla. Echa una furia se dirigió a una silla. Esperaba que, por eso, su futura cuñada no se haya dado cuenta de quien era ella. Se sentía más aliviada porque había notado que Luca no estaba presente allí.

Igualmente estaba decepcionada, pensaba que se divertiría más. Pero no, ese hijo de mala madre (prefirió no usar una forma grosera) se había atrevido a sobrepasarse con ella. Y por supuesto, jamás aceptaría quedarse sin actuar.

Se sentó con los brazos cruzados mirando hacia un costado, y refunfuñando.

Ameria pensó que todo el esfuerzo que había hecho su nodriza era en vano. Notó que era un buen trabajo, cuando al entrar a la sala ricamente engalanada todas las miradas varoniles se posaron sobre ella, dejándola más roja que una mora.

No era para más. Ameria estaba ataviada con un vestido de color azul marino amoldado a su cuerpo y con un tajo que comenzaba desde un poco más de abajo de la cadera hasta llegar al final, dejando a la vista una buena parte de su larga y bien formada pierna. Su cabello oscuro se encontraba suelto, y la mujer se había tomado la molestia de dejarlo con ondulaciones. Una corona de hermosas flores naturales apoyada sobre su cabeza le daba el toque final.

El rostro se encontraba oculto por una máscara. Solo sus ojos azules y sus labios carnosos teñidos de carmesí se dejaban ver.

Como había dicho la señora, estaba más hermosa que la reina de las hadas.

Aun así, Ameria se sentía completamente incómoda. Cuando tenía decidido marcharse alguien la tapó con su sombra y le extendió su mano. Ella alzó la mirada.

—¿Desea bailar?

El corazón de la Princesa de Saillune no podía haber dado un vuelco más grande como el de ese momento, sentía como todo su cuerpo se convertía en un centro de nerviosismo. Esa voz tan seria. Esa figura...

«Zelgadis-san...»

Ese fue el nombre que ocupó su mente en ese momento. Sentía como si su sangre hubiese empezado a latir también. Ni su mente, ni su cuerpo lograban coordinar. Se quedó completamente muda, observándolo.

—¿Ocurre algo?

Solo cuando le habló por segunda vez, los sentidos de Ameria actuaron a la vez como para darse cuenta de la cara de boba impresionada que tenía. Sacudió la cabeza, y tosió un poco para fingir la voz. Luego aceptó la proposición.

—Claro.

Zelgadis supo que no era Ameria cuando la escuchó hablar. Esa voz era demasiado elegante y de toda una mujer, para que sea su "pequeña" princesa. Se sintió algo decepcionado y tenía ganas de volver a su trabajo, pero ya no podía dar marcha atrás... ¿Y ahora?

Miró hacia donde estaban sus amigos, y estos le hicieron un gesto con las manos diciéndole: "¡Adelante!"

Sin otro remedio tomó a la muchacha, tratando de conformarse con la idea de que ya tenía casi ganada la apuesta.

A pesar de su piel pétrea, Ameria advirtió la calidez en su mano. Calidez que solo ella podía sentirla. Mientras se dirigían al centro de la pista de baile, volvió a observarlo. Era verdad que había muy pocas posibilidades de que haya otro hombre quimera. Pero igualmente temía a la idea de haberse equivocado y que no fuera él.

Zelgadis la tomó por la cintura, tal como le habían enseñado en sus clases de baile cuando aún era solo un niño.

Ameria pensó que había solo una forma de comprobarlo.

—¿Cuál es su nombre?

—Zelgadis Greywords, mucho gusto.

Los pómulos de Ameria se sonrojaron aún más. ¡Era él! ¡Ya no cabría duda alguna! Sentía unas inmensas ganas de abrazarlo. Sacarse la máscara y decirle que se alegraba de verlo de nuevo. Que era ella, su amiga. Pero pensó que al hacerlo él se iría, como siempre.

Con esa figura de mujer, quizás podría pasar un rato a su lado, aunque solo sea por esta noche.

—¿Bailamos? —pregunto él.

—¿Eh? —se dio cuenta de que los dos seguían parados en medio de la pista, con todos mirándolos porque no habían dado ni siquiera un paso. Se puso roja por la vergüenza— ¡Ah! Sí, sí, disculpe.

Ambos se sorprendieron por su perfecta combinación al bailar. Zelgadis al principio se había sentido como un estúpido al actuar de una forma poco acostumbrada en él. Sin embargo, se estaba comenzando a divertir, especialmente por la astucia de la muchacha al bailar. Seguía pensando que esa mujer y su joven amiga, eran muy similares. Se aventuró a hablar:

—¿Y cuál es su nombre?

Ameria titubeó por unos momentos, ¿¡Que podía contestar!?

—¡Nagha! —se apresuró a decir— ¡Sí, Nagha!

—La felicito por haberse defendido de esa manera.

—Gracias. Se lo merecía —respondió en una risita. Se sentía más que feliz.

Zelgadis esbozó una sonrisa que fue contestada de la misma manera.

Siguieron bailando al ritmo de la música. Él ya comenzaba a sentirse más cómodo, y ella sentía como si el milagro de encontrarse nuevamente con él, se había hecho realidad.

—Sujétese un poco más.

—¿Qué-

Antes de que pudiera terminar de decir algo, Ameria se encontraba dando vueltas por todo el salón. La hizo girar una vez, la soltó, la asió otra vez, y la volvió a dar vuelta. Todo con una gran gracia y rapidez. Ella no pudo evitar reírse de la alegría.

—¿Nuevamente? —preguntó divertido Zelgadis. Ameria negó con la cabeza y sonrío con picardía.

—Ahora es mi turno.

Ella se soltó de su agarro. Le sonrío y comenzó a girar en torno a él. Con tanta desenvoltura lo hacía, que parecía una patinadora profesional bailando en su pista de hielo.

Zelgadis no entendía bien qué estaba haciendo ella. Sus ojos no pudieron ya seguirla y en ese preciso instante sintió que alguien le tomaba la mano por detrás, y lo hacía dar una vuelta rápidamente. Sin ni siquiera dejarlo decir una palabra, ella fue quien estaba vez lo tomó por la cintura y así volvieron a girar por todo el salón. La sacerdotisa dirigía esta vez.

Zelgadis llegó a pensar que estaba con la misma Ameria. La habilidad de esa mujer hacía pensar así. ¿O era él quien deseaba que fuera de esa manera? Quizás eran las dos cosas...

No había duda de que se estaban divirtiendo a lo grande. Ni siquiera habían advertido que los invitados eran ahora una ronda alrededor de ellos, que observaban con fascinación como danzaban.

—Parece que el señor Greywords la está pasando bastante bien. Que suerte que Luca no está aquí —comentó Eunice a Kaherdín. Este asintió estando de acuerdo—. A propósito, ¿dónde está el mal nacido de mi hermano? —preguntó, sin ninguna clase de remordimiento al decir eso, ya que verdaderamente lo odiaba, por ambicioso, egoísta, y porque no le importaba que su padre estuviese enfermo. Sabía que él esperaba que muriera, para quedarse con el trono.

—Tomó demasiado y salió afuera con su séquito para tomar aire, su majestad —respondió el joven guardia.

—Ese estúpido —masculló—. Iré a ver mi padre, vengo dentro de un momento.

—Como usted lo desee "mi princesa"—contestó Kaherdín, sacando una sonrisa del rostro de la joven. Cuando esta se fue, siguió observando a su amigo.

La música ya había terminado. Ameria y Zelgadis dejaron de bailar.

—¿Eh? —dijeron a la vez, cuando se dieron cuenta de los aplausos dirigidos a ellos. Luego, todos continuaron con lo propio. Ameria clavó sus profundos ojos azules en los de él.

—Muchas gracias, Zelgadis-san —agradeció Ameria, sonriendo. Había olvidado fingir su voz, y lo había llamado de la misma manera que siempre.

El pegó un respingo. Ahora lo supo, esos ojos azulados, ese cabello oscuro...

—Tu... eres...

—¿Eh?

—¡Eso es mío! —lloriqueó un niño corriendo a otro, sin mirar hacia donde iba. No se dio cuenta de quien estaba adelante y con una gran fuerza chocó a Ameria, arrojándola al piso. La máscara se desprendió de su lugar, y Zelgadis pudo ver quien era. Por unos segundos todo permaneció en silencio.

—Ameria...

La princesa se dio cuenta de que no había nada que le cubriera su rostro. Levantó la cabeza y se encontró con la mirada sorprendida de Zelgadis.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí?

Su corazón se llenó de rabia, y la esquina de su ojo amenazó con soltar una lágrima. Sintió que todo estaba perdido. La joven se levantó. Todos observaban callados la situación.

—Me alegra haberte vuelto a ver Zelgadis-san —dijo, con la cabeza gacha, mientras las primeras lágrimas comenzaban a descender por su rostro. Se las limpio con su mano temblorosa. Y se dio a la fuga.

Zelgadis sintió una pequeña brisa que pasó por su lado, y no pudo hacer otra cosa que quedarse estático en el lugar. No entendía absolutamente nada.

—Señor —llamó el niño, entregándole la máscara de Ameria. El la tomó y se la quedó observando.

—Diablos, ¡qué idiota! —exclamó y salió a perseguirla.

En la carrera se cruzó con Kaherdín quien le grito:

—¡Qué ocurrió Zel!

—¡Es Ameria, Kaherdín! ¡Es Ameria! —respondió, preocupado y pasando a la velocidad de la luz.

—Pero —susurró, tratando de recordar— ¿Acaso no es la del brazalete...?


Corrió hasta que sus piernas le imploraron un momento de descanso. Retirándose la corona de flores de su cabeza, se escondió detrás de un arbusto, enterrando su cara en sus rodillas.

—Ya me... cansé —dijo jadeante.

Recordó la mirada sorpresiva de Zelgadis y sus llantos se reanudaron. Lloraba de rabia, de impotencia, de tristeza.

Creyó que Zelgadis pensaría que era una mocosa por huir sin ninguna razón importante para él. Aunque para ella si lo era... Durante tantos años, había tratado de olvidarlo sin ningún resultado. ¡Pero qué idiota se sentía! ¡Había olvidado su compromiso con ese príncipe egoísta! Había olvidado que ya no tenía la menor oportunidad de estar junto con el hombre que amaba...

No dudo en pensarlo, ya que en ese momento supo que verdaderamente sí estaba enamorada de él. No sentía ninguna inseguridad en decirlo como en otros tiempos, cuando era más inmadura.

—De qué me sirve eso ahora...

Se sentía como una niña tonta, a pesar de faltar solo unas horas para convertirse en toda una mujer para la sociedad. Y, sin embargo, sentía unas ganas terribles de echarse a llorar a los brazos de su papá.

Llena de cólera arrancó el pasto de la tierra. Se sentía demasiado miserable. Él había estado bailando con una imagen falsa. Una mujer madura y correcta, pero no con ella.

—Yo misma me lo busqué —susurró entre gimoteos, y con los ojos enrojecidos.

La princesa se encogió más cuando escuchó pisadas en el césped. No quería que nadie la viera llorar. Pero el silencio de la noche delataba sus sollozos.

—Aquí estás...

Ameria se hundió más entre sus rodillas, cuando reconoció su voz.

Zelgadis suspiró y se agachó frente a ella. Se dijo que era un estúpido por no haberla reconocido, aunque se sentía feliz porque era ella con quien la había pasado tan a gusto. Suavemente, tomándola de la barbilla, levantó la cabeza de Ameria, hasta obligarla a que lo mire fijamente a sus ojos. Siempre odio verla llorar.

—Esto es tuyo—dijo, entregándole el antifaz.

Ella lo tomó sollozando aún. Zelgadis le ofreció un pañuelo.

—Gracias —masculló, sintiéndose grandiosamente idiota. Zelgadis esperó a que ella se calmara para luego proseguir:

—Es una suerte que te encuentres bien Ameria —dijo, tratando de reprimir una sonrisa—. Veo que sigues igual que siempre.

Esas palabras golpearon su corazón.

—¿Eso quiere decir que sigo siendo una niña? —preguntó, mirándole fijamente.

—N-no.

—¡Claro que sí! —acusó, arrodillándose frente a él y plantándole la cara— ¡Sabes perfectamente que jamás aceptarías bailar con una chiquilla como yo!

Zelgadis pestañeó extrañado.

—¿De dónde sacaste eso?

—¡Siempre es lo mismo! —volvió a gritar, sin escuchar la pregunta— ¡A pesar de que ya han pasado más de dos años, sigues siendo igual de frío y egoísta!

Zelgadis frunció el entrecejo.

—Deja ya de comportarte como una niña—dijo duramente, comenzando a levantarse— Yo me voy. No vine hasta aquí para escuchar tus insultos.

Ameria se quedó callada.

—Espera —susurró, al ver que él se estaba marchando—. Discúlpame... Soy una tonta. No pensé en lo que decía.

—Debes aprender a controlarte. Ahora dime, ¿por qué no me dijiste quien eras realmente?

—Tenía miedo de que te fueras —dijo por lo bajo—. Supuse que ya te habrías olvidado de mí y creí que, si me presentaba como Ameria, no querrías estar conmigo. Que no te importaría. Como siempre...

Zelgadis observó a la muchacha. A pesar de los dos años que habían pasado, se dio cuenta de que solo había crecido en altura. La inocencia de ella aun perduraba en su rostro y corazón. Se alegró por eso. Acordándose de aquello, sacó de su bolsillo el brazalete y se lo mostró.

—¿Me crees capaz de olvidar a una amiga?

Sus ojos, al observar el amuleto, brillaron de emoción.

—Zelgadis-san —musitó—. Discúlpame por haberme comportado como una boba...

—Ya no importa, vamos, levántate —extendió su mano y la ayudó a pararse. Al hacerlo no pudo evitar recorrer con la mirada su cuerpo tan bien formado, resaltado por el provocativo vestido que llevaba.

—¿Ocurre algo? —preguntó Ameria, inocentemente.

—¡No, no, nada! —respondió enseguida, sonrojándose y avergonzado por sus pensamientos. Las manos de Ameria tomaron las suyas.

—Parece que no se te ha olvidado —dijo él, irónicamente, refiriéndose a la manía de colgarse de su brazo. Ella negó con la cabeza, sonriendo.

—Nop.

—Volvamos a la fiesta.

—Mejor no —respondió en un soplido—. Caminemos un momento. Necesitaría hablar contigo.

—No puedo, teóricamente, estoy trabajando.

—Oh, por favor —suplicó, mirándole con ojitos de perro triste. Sabía que nadie podría resistirse a eso.

—Bien, bien ¿Y hacia dónde?

—Mmhh... Sinceramente no sé.

Zelgadis se quedó pensativo, y enseguida se le ocurrió una idea.

—Yo conozco un lugar.

Ambos recorrieron los jardines del Palacio durante unos minutos, dirigiéndose al lugar que Zelgadis había pensado. La música del salón ya se había disipado a lo lejos, y el parque ahora parecía un bosque habitado por la única presencia de ellos dos. Durante ese tiempo estuvieron conversando sobre Lina, Gourry, Filia, Xellos, y especialmente sobre la futura mamá, Martina. Zelgadis preguntó por qué se había dejado crecer el cabello, ya que ella siempre le decía que era más cómodo usarlo corto. Ameria respondió con: "esa es una historia muy larga". Aunque ni habían tocado el tema del por qué ambos se encontraban casualmente en el mismo lugar.

—Es hermoso... —dijo Ameria, impresionada, al ver el extenso lago que reflejaba la imagen de la blanca y redonda luna. No podía entender como en tan hermoso lugar pudiera vivir un hombre tan repugnante como el príncipe Luca. Ella se sentó en el pasto y disfrutó de la brisa fresca, que calmaba el clima caluroso del lugar. Invitó a Zelgadis a hacer lo mismo, pero este se negó quedándose de pie.

—¿Cómo sabias de este lugar tan hermoso?

—Es el centro de reunión de Kaherdín y Euni...—se interrumpió, cuando comprendió que había metido la pata hasta el fondo del tacho.

—No te preocupes, sé de esa relación. Me doy cuenta de que conoces bien a la señorita Eunice.

—Ehhh... Sí.

—¡Pero qué boba! —exclamó de repente—. Se me olvidó preguntarte que estás haciendo aquí.

—Estoy trabajando para este reino, en la guardia imperial —contestó, sin aventurarse a decir más.

—Pues yo pensaba que estarías buscando alguna cura.

—Justamente de eso se trata —contestó, apoyado desde el árbol y observando la hermosa luna. Cuando agachó la cabeza, Ameria lo miraba con cara de no entender—. Hace un tiempo, mientras viajaba, me entere de la existencia de esta ciudad, Cerica, que antiguamente se encargaba de la cura de maldiciones de todo tipo. Pensé que quizás podría llegar a alguna solución y me dijeron que ese tipo de hechizos habían dejado de ser practicados, y que solo el príncipe poseía este tipo de secretos. Finalmente llegue a un acuerdo con el estúpido ese, y quedamos en que yo solo recibiría mi recompensa luego de que trabaje por un tiempo a su servicio, cuidando especialmente de su hermana, que pronto la obligaría a comprometerse con no sé qué tipo importante.

—¿Y no piensas que él te estaría engañando?

—Yo también lo pensé. Y para despejarme de toda duda pregunté a Eunice y me dijo que su hermano por primera vez en su vida no mentía. Es una mujer de fiar. Supongo que tu estarás en este lugar como representante de Saillune, para felicitar el compromiso de Luca con la "joven misteriosa", ¿es así?

El rostro de Ameria pronto se ensombreció. Tomando una piedra la lanzó al agua, haciéndola rebotar siete veces. Levantando las piernas se puso de pie y volteo para mirar a Zelgadis, que esperaba una respuesta.

—Mucho gusto —dijo haciendo una reverencia—. Estás frente a la "muchacha misteriosa", próxima esposa del príncipe Luca.

El rostro de Zelgadis no pudo evitar dar muestras de asombro.

—¿Qu-qué...?

—Me casaré con ese idiota, Zelgadis.

Esas últimas palabras sonaron demasiado chocantes para él, y deprimentes para ella.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Soy una princesa. Y a nadie le importa el hecho de que tenga sentimientos. Lo único que interesa es la típica costumbre de "a los dieciocho te casas o te casas". Creo que nada mejor que la unión de unos de los dos reinos más poderosos de ambos lados de la antigua barrera, ¿no te parece? —preguntó con ira contenida, mezclada de pesadumbre, tratando de no mostrar lo que ella consideraba, desplantes infantiles. Pero no pudo. Pequeños sollozos salieron de su garganta.

—Ameria... yo...

Las voces.

Las orejas de Zelgadis percibieron unos murmullos que se aclaraban, junto a algunas pisadas sobre la hierba. Tomó rápidamente de la muñeca a Ameria, y los dos se escondieron detrás de unos arbustos.

—¿Zelgadis, que...?

—Sshhh... —silenció, mientras la tapaba con su propio cuerpo para que no los vieran. Ella no pudo evitar sonrojarse. Él escuchaba a los pasos hacerse cada vez más claros, hasta que finalmente cesaron. Frente a ellos.

Zelgadis se apartó de Ameria y alzó la mirada. Nada.

—Es Luca... —susurró Ameria espiando entre los arbustos—. Y el otro es...

Dos hombres se sentaron sobre el césped, tratando de disfrutar de la noche, escapando de todo y de todos.

—Finalmente, solos—dijo uno de ellos, abrazando al otro. Luego, comenzaron con las demostraciones de afecto típicas en cualquier pareja.

A Zelgadis y Ameria no les alcanzaba el suelo para apoyar sus mandíbulas.

—So-so-so-son ¡Son Luca y Jalen!

—¡Cállate, tonta!

Zelgadis le tapó la boca, y los empujó a ambos contra el pasto.

—¡¿Quién está ahí?! —exclamó el príncipe, interrumpiéndose.

Ameria vio pasar un conejo sobre su cabeza, y lo atajó para luego revolear al pobre por los aires, cayendo frente a los dos hombres.

—Bah, era solo un maldito animal —masculló el escolta.

Quimera y princesa dieron un suspiro de alivio, y se reincorporaron lentamente, para seguir escuchando y observando.

—¿Y cuándo piensas comprometerte con la princesa de Saillune?

—Cuando la estúpida esa no esté más enferma.

Zelgadis pudo notar una cierta aura roja que comenzaba a emanar de su compañera.

—Luego —continuó el futuro rey—, nos casaremos, y con el tiempo buscaré la manera de que el reino de Saillune esté bajo mi poder.

La quimera ya estaba comenzando a asustarse por la cara de Ameria.

—Calma, calma.

—Maldito... maldito... —decía Ameria con un tono que era para asustar a cualquiera. Zelgadis pudo ver el puño de la joven temblar—. Primero me engañas, con un hombre encima... Luego quieres apoderarte de Saillune... —se paró para enfrentarlo, preparada para soltar su perorata— ¡ESCÚCHAME BIEN UNA... cosa...!

—¡Agáchate o nos van a descubrir!

Pero ya no estaban.

—No hay nadie... —susurró Ameria. Volteó mirando alrededor—. No hay nadie Zelgadis-san.

—¿Eh? —Zelgadis también se puso de pie—. Qué suerte —suspiró, y se volvió para ver a Ameria— ¡Eres tonta o qué! ¡Podrían habernos descubiertos!

—¡Me importa muy poco! ¡Ese mal nacido no se saldrá con la suya! ¡Vamos Zelgadis-san!

—¡¿Y yo por qué?!

—¡Porque yo lo digo! —respondió tomándole de las muñecas para llevárselo a rastras.

«Demasiado tiempo con Lina», pensó.

—¡Ajá ¡Los encontré!

Ambos casi brincan del susto. Zelgadis volteó al recién llegado.

—Ah... eres tú Kaherdín...

—Supuse que encontraría a los tortolitos en este lugar —dijo, haciendo que se pongan del color de la mora—. Veo que ya has ganado la apuesta Zelgadis ¡He perdido!

—¿Apuesta? —preguntó Ameria mirando a su amigo— ¿CUÁL apuesta?

—¿No lo sabías? —cuestionó el guardia haciéndose el desentendido.

—¡Cierra la boca Kaherdín!

—Pues resulta que le aposté la mitad de mi sueldo, si él era capaz de quedarse toda la noche a tu lado —contestó, con su dedo levantado. La respuesta de Ameria no se hizo esperar:

—Así que una apuesta, ¿no?

Zelgadis dio un paso atrás cuando vio los ojos asesinos de la princesa.

—E-espera Ameria...

—Oigan ¿esos dos no son el príncipe Luca y su consejero? —preguntó Kaherdín, señalando a los dos hombres que venían caminando. Zelgadis y Ameria voltearon, y luego cada uno agarró el brazo del guardia, para arrastrarlo hasta detrás de los arbustos.

—¡Hey! ¿Qué ocurre?

—¡Cállate! —exclamaron los dos a la vez.

—Bueno, bueno —dijo y se arrodilló entre los dos amigos para ver qué espiaban. Se quedó absolutamente petrificado— Pe-pe-pe-pe... —tartamudeó— ¡Pero si se están besando! —exclamó, y su cabeza fue enterrada en el suelo.

Luca se dio vuelta.

—¡Maldito animal, sal de ahí!

Kaherdín alzo la vista para encontrarse a la joven y a su amigo, clavándole miradas homicidas. Solo se le ocurrió una idea para salvarse.

Cua, cua —imitó, bastante fielmente—. Cua, cua.

El séquito comentó a su señor:

—¿No sería una buena propuesta la de sacar a todos estos malditos y molestos animales?

Los tres suspiraron aliviados.

—¿Qué era eso? —preguntó Zelgadis.

—Un pato —contestó, hinchado de orgullo con una gran sonrisa. Y su amigo no pudo evitar mirarlo vergonzosamente.

Una sombra femenina se posó sobre ellos.

—¿Qué hacen ustedes aquí?

Los tres se pusieron blancos como el papel.

—Eunice… —susurró Kaherdín.

La Princesa Eunice los miró extrañada. Y luego levantó su cabeza, viendo enseguida a alguien muy conocido para ella, en una situación más que comprometedora.

—¡HERMANO!

—¡Eunice! —exclamó Luca, separándose enseguida de su amante.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó horrorizada, luego bajo la cabeza observando al trío que la miraban como estatuas— ¿Qué diablos hacen aquí Kaherdín, Princesa Ameria, Señor Greywords?

No les quedó otra alternativa más que ponerse de pie. Para los tres, la misma frase corría en su cerebro: "¡Trágame tierra!"

—¡Qué haces aquí Ameria! —exclamó Luca —¡Dijiste que estabas enferma! —luego miro a Zelgadis y su compañero— ¡Qué diablos hacían todos espiando!

Todos se quedaron callados.

—Señor, yo puedo explicarlo —intervino Kaherdín.

—¡Tú te callas idiota! ¡Ya mismo vas haciendo tus valijas! ¡Estás despedido! ¡Comunicaré a todos los reinos para que nadie vuelva a contratarte! —acusó, colérico. Señaló a Zelgadis— ¡Y es mejor que tú te vayas olvidando de tu cura, monstruo!

El puño de la quimera ya estaba comenzando a formar una bola de fuego. Pero la mano de Ameria lo detuvo. Observó que ella le sonreía y negaba con la cabeza. Luego caminó hasta ponerse frente a Luca. Rio maliciosamente.

—Escúchame bien una cosa... —dijo tomándole de la ropa, con una voz que hizo poner la piel de gallina al hombre—. Tú no eres nadie para decidir nada. No despedirás a ese hombre, le darás a Zelgadis ya mismo su cura y dejaras a tu hermana que se case con quien quiera...

—¿Y-y porque tendría que hacerte caso?

—¿Quieres acaso que cuente tu relación con ese hombre? —preguntó amenazadoramente, señalando a Jalen, quien ya había comenzado la huida— ¿A quién piensas que le creerán más? No te olvides, tengo testigos.

—¡No, no! ¡Ameria, por favor!

—Bien, entonces haces lo que yo digo o… —terminó la frase, pasando su larga y afilada uña, por el cuello del hombre— ¡Otra cosa! Ya no tengo ningún tipo de compromiso contigo, ahora mismo lo dirás frente a todos los invitados. Y ni se te ocurra volver a poner un pie en Saillune, o yo misma me encargare de eliminarte, ¿entendido?

—¡Sí, sí, como tu digas!

De pronto, Ameria recordó lo que le había dicho su nodriza: "Al otro día tampoco puede recordar lo sucedido".

—¿Sigues ebrio?

—¿Qué? —El Príncipe la observaba aterrorizado.

—Que si sigues ebrio.

—N-no.

—¿Estás seguro? —preguntó, propinándole una bofetada.

Todos observaron atónitos como la joven volvía a hacer lo mismo unas cinco veces más, preguntando a cada rato: "¿Estás seguro?".

—Ameria... —llamó Zelgadis sintiendo algo de lastima por el pobre hombre— ¿No te parece que ya ha sido suficiente?

—¿Crees? Bueno, entonces: ¡Todo arreglado! —festejó, arrojando al hombre al agua.

Los amantes y Zelgadis, miraron sorprendidos a la joven y luego a los dos hombres que salían corriendo del lugar. Tenían congelada una sonrisa bastante nerviosa.

La quimera se dirigió a Ameria. Ambos se sonrieron.

—¿No crees que lo despótica de Lina se te ha pegado? —le preguntó, recibiendo como respuesta una volada por los aires, hasta caer al lago.


El salón del palacio ya estaba casi deshabitado, salvo por los sirvientes que se estaban encargando de la limpieza. Todos los invitados se habían marchado algo desilusionados, por la inesperada noticia de la cancelación definitiva del compromiso. Mas lo sentían porque nunca llegarían a saber, quién era la misteriosa mujer.

Mientras tanto, en uno de los cuartos, dos mujeres conversaban y se reían.

—Entonces eso fue lo que ocurrió...

—Ya veo —dijo la nodriza—. Toda una odisea. Me alegra que hayas podido reencontrarte con tu amigo.

—Y todo gracias a ti.

Alguien llamó a la puerta y la mujer se dirigió hacia ella para abrirla.

—¿Quién es?

—Zelgadis.

La ama observó a Ameria, y esta asintió con la cabeza. Lo dejó entrar.

—Bueno, yo me marcho —dijo la señora—. Duérmete pronto niña—y cerró la puerta tras ella.

El cuarto se llenó de un silencio incomodo. La princesa se levantó y se dirigió hasta el balcón. Invitó a Zelgadis a seguirla.

—Me han dicho que para mañana ya podrás partir hacia Saillune —dijo apoyándose en la barandilla donde estaba ella sentada, observando el paisaje que se extendía frente a sus ojos. Él aún seguía perdiéndose en ese mar azulado lleno de pureza. Aun podía sentir el perfume de flores en su suave piel, embriagándolo. Trató de apartar la mirada. La visión de su cuerpo envuelto por un camisón demasiado revelador, le hacía perder los nervios. Siempre lo hacía. Esperaba que ella contestara algo, pero no. Solo observaba muy distante al frente. Reconoció que sería una mentira, si decía que no le parecía que estaba demasiado hermosa.

—¿Ya te ha dicho como es la cura? —preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Eh? No, aun no. Dice que necesita un plazo de un año como mínimo para investigarlo a fondo.

—¿Estás seguro que no te miente?

—Completamente seguro. Me lo mostró, pero dice que eso tiene que combinarse con otros hechizos que están en esa gran biblioteca, lo cual le llevara un año buscarlo.

Ameria hizo una pausa en sus preguntas.

—Y luego de recuperar tu cuerpo, ¿qué harás?

Zelgadis se sorprendió. Verdaderamente, jamás había pensado sobre eso.

—No lo sé.

El sonido de una pequeña campana se escuchó desde el cuarto. Las doce de la noche. Zelgadis observó a Ameria, quien no hacia otra cosa más que observar el cielo, sentada en la barandilla del balcón. No supo por qué, pero le pareció que ella estaba esperando algo. De pronto, algo hizo ¡click! en su mente, y logró recordar. Miró a sus propias manos, pero no llevaba nada.

Se dio la vuelta, y cortó una rosa de las que había en el balcón. Algo, era mejor que nada.

—Ameria...—llamó delicadamente. La sacerdotisa giró para observarlo y se encontró con la flor delante de ella. Pestañeó confundida—. Feliz cumpleaños.

El silencio fue la respuesta.

—Lo recordaste...

No estuvo preparado para recibir el choque del cuerpo de ella contra el suyo. Tampoco pudo evitar sonrojarse cuando Ameria rodeó con sus brazos su cuello. Podía sentir su respiración caliente y sus finos y suaves dedos sobre su piel. Zelgadis se heló por el acto inesperado de su princesa. Tenso, correspondió al gesto envolviendo sus brazos por la cintura, y apoyando su barbilla en la cima de su cabeza.

—¿Ocurre algo? —pregunto él, preocupado y con un tinte de nerviosismo.

Ella levantó la cabeza, mostrándole todo su afecto en sus grandes y enormes ojos azules, llenos de felicidad. Zelgadis supo que era imposible olvidarla, a pesar de los años.

No pudiendo contener esos sentimientos que él creía perdidos, alzó su mano para acariciar la suave mejilla de la princesa, teñida de rubor. Todo podía ser un error, pero ahora mismo, no lo era.

—Zelgadis-san, yo, quiero decirte algo… —alcanzó a decir ella, antes de que un dedo se aprisionara sobre sus labios.

—Nada más… —susurró, sintiendo cada vez más cerca el delicado perfume en la piel de Ameria.

Sus mentes no dictaban nada. Sus corazones que latían con rapidez, eran los responsables.

De sus sentimientos.

De sus nervios.

De sus actos.

Del suave y tímido beso.

Solo una pequeña ave que descansaba sobre la rama de un árbol, fue testigo del momento en que sus labios se separaron. Sus ojos volvieron a abrirse lentamente, y sus miradas se fijaron en la del otro. Sonrieron, avergonzados. La voz de la quimera, apenas se escuchó en el silencio de la noche:

—Es bueno volver a verte, Ameria.