Sin decir adiós

Hacía un par de días, si acaso una semana o más (el tiempo pasa volando) Afrodita decidió irse del Santuario con la promesa de no regresar nunca. —No volveré a poner pie aquí, nunca más—, se juró así mismo. Llenó una maleta con escasas pertenencias y se fue.

Ni siquiera se tomó el atrevimiento de despedirse de sus compañeros; literal, se fue como las chachas: Sin decir adiós.

Con Piscis vagando en "sepa qué parte del mundo" el Patriarca trabó conflicto consigo mismo, le costaba un huevo de su orgullo mirarse al espejo porque sobre de él se proyectaba la viva imagen de la culpa. Detrás del yelmo bullían las preguntas tales como: ¿Qué hizo mal? O ¿Qué bien dejó de hacer para que aquello sucediera?

La suspensión definitiva de sus baños en las aguas termales fue augurio de que algo andaba mal en su salud emocional. El Patriarca ya apestaba a rayos y sus súbditos más cercanos le oían decir a todas horas:

Yo que todo le di...

Yo que le procuré como se le procura a un hijo. Casa, comida...

Ni ostentando todo el poder del universo, dígase también la sapiencia de un hombre maduro, el patriarca pudo predecir que el más temible y bello de los 88 dimitiría a su cargo optando salir por la puerta grande.

—¿Qué pudo haber pasado para que Afrodita decidiera irse?—rumiaba la pregunta 24/7.

En su cabeza anidó la duda y poniéndose a pensar (comprometiendo en rigor a cada una de sus neuronas) montó un teatro mental de las multiples señales de humo que el Pisciano pudo haber enviado como protesta de sus ganas de marcharse. Mas en su repaso de viejas memorias no halló un evento en específico que fuera el detonante cuando siempre vio a Afrodita feliz y abnegado a sus deberes de Caballero.

Al cabo de unos años, crónica la depresión, el patriarca enfermó de tanto echarle la sal de la culpa a la herida de sus fallos. Era una pieza vetusta postrada en cama, de piel cetrina y pedregosa respiración que demandaba el 100 por ciento la atención de sus sagrados caballeros. Mu, Aldebarán, Shaka y Camus le guardaban en sus oraciones. Aioria le humedecía la frente con trapos mojados de franela y Saga, pues... seguía siendo Saga, igual que Máscara Mortal y Shura, fieles a la contemplación que exime a la apatía.

Milo, en cambio, condolido hasta la médula, se puso de rodillas al pie del lecho de su majestad y le prometió traer de vuelta Afrodita. —Yo me encargaré de que Piscis enmiende sus pasos y retorne al Santuario.—dijo, mano en pecho.

Los ojos del Patriarca se iluminaron, miles de arrugas plisaron de ilusión su cansado rostro. Resultó grande la emoción (las palabras de Milo le removieron hasta el aliento) que su corazón no soportó el achaque y súbitamente murió en silenciosa agonía.

Con el fallecimiento del Patriarca marcando graves trazas en el corazón de sus allegados, el abatimiento se apoderó de todo el Santuario. Más de un santo derramó mares de lágrimas y eclipsó el silencio con lamentos.

No sin ironía, pronto... en exclusiva y alusiva personificación de hijo arrepentido, Afrodita regresó al Santuario y trajo a colación durante el entierro de su señoría el reclamo de sus derechos de Caballero. Su tristeza era menos palpable que la de los demás, aún así, no por ello sentía menos pena que el resto. Milo se indignó al verlo sufrir tan poca y pacíficamente (comparado con otros que se revolcaban del dolor en el suelo); en el apuro de la ira terminó apuñalando a Piscis, consiguiendo que se le condenara a cadena perpetua en Cabo Sunion.

En el Inframundo el Patriarca y Afrodita coincidieron, aunque tratabánse los dos de almas mansas y quedas en la hilera de muertos que desfilaban al pie del cañón en la terregosa cima del Yomotsu. Vaya ser impulso de la voluntad o los hilos del deseo ordenaron vida propia al halo residual en el alma del Patriarca, pero éste obtuvo la capacidad de un viviente para decidir moverse con libertad y correr hacia Afrodita. Ya estando cerca de Piscis (habiendo extendido los brazos para abrazarlo) una voz gutural y cavernosa que se sintió como golpe relámpago debajo de sus pies frenó su carrera: —¡Alto!—dictó la voz.

La tierra se batió un poco ante la majestuosa aparición del mismísimo Hades. El Patriarca volvió el rostro hacia el Dios. Su alma estaba erizada, temblaba y se encogía.

—¿Quién te crees tú para retar mi soberanía?—la pregunta escapó de los labios de Hades, ésta que a pesar de estar en menor tenor causó horroroso estruendo en la violácea atmósfera del averno.

—¡Oh!—exclamó el patriarca. Calamitosa mueca colmó de angustia su laminado rostro. Había visto que el alma de Afrodita estaba cada vez más próxima a las fauces del Yomutsu. El tiempo se le venía encima y Hades era un limitante en sus ganas de prosperar en su reencuentro con Afrodita.

El Dios pareció adivinar las intenciones del patriarca habiendo advertido hacia donde apuntaba la nariz de éste.

—¿Vienes buscando a él?— su poderosísimo dedo apuntó Afrodita.

Al patriarca no le quedó otra opción más que responder con la mera verdad. Suspiró, resignado. El peso del agobio tiró de sus hombros y prolongada curvatura se formó en su espalda.

—Sí—dijo con voz entrecortada.—Y si me lo permite —añadió en tono suplicante—me gustaría volver a trabar contacto con mi discípulo.

—¿Porqué?—preguntó Hades llenó de curiosidad. Alzó una ceja para enmarcar su atención hacia el asunto del que ya carcomía ansias.

El Patriarca rompió en lágrimas para sorpresa del Dios.

—Mi discípulo se fue del Santuario y sin decir adiós, durante todo el tiempo de su ausencia, estoy hablando de años, además de la infinita preocupación cuestioné mi autoridad y liderazgo.

La mirada de Hades se congestionó de perplejidad. No daba crédito a lo que sus ojos veían, es decir, la mano derecha de Athena llorando como Magdalena por un lacayo que no valía la pena.

—Ustedes los humanos tienen la capacidad de mortificarse el ego por nimiedades—acotó, pérfido.

—¿Ego?—gimoteó el Patriarca.—¿En qué parte de mi sufrimiento se incluye el ego?—dijo sintiéndose en lo íntimo humillado; un ronco estertor estalló en su pecho.

Hades rompió su serenidad en salvajes carcajadas.

—Bueno—bufó el Dios—Es más que obvio que tu preocupación no fue tanto por no saber nada de tu discípulo, sino porque la venerada impronta de tu poder fue vulnerada por una salida de la que no tuviste aviso, mejor dicho—carraspeó para aclararase la garganta—una salida de la que no tuviste el control para denegar y esto, su señoría, disminuyó la grandeza de tu ser, la del ego que crece a partir de la obediencia de seres amados.

Hades volvió a reír, sólo que ésta vez con un vigor endemoniadamente exuberante; literal, al son de su mandíbula todo el Inframundo sufrió violento sacudón que algunas almas, entre ellas las de Afrodita, se agitaron y precipitaron a caer en el agujero que les daría irremediable finitud.

El Patriarca se tragó lo último de sus lágrimas y retomó su lugar en la fila de muertos. Antes de tirarse al abismo Hades lo tentó diciéndole:

—Puedo apiadarme de ti y regresarte con los tuyos. ¿No te gustaría?

El Patriarca negó con la cabeza.

—¿Porqué?—le preguntó Hades.

—Estoy seguro que los Dioses también tienen la capacidad de mortificarse el ego por nimiedades.

El Patriarca se lanzó al abismo y mientras su alma era engullida por la oscuridad que ahí dentro se dilata y espesa, en el silencio que ascendía según su caída el Dios encontró respuesta.

Fin